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Nunca es fácil aceptar nuestros problemas… y menos cuando nosotros mismos los hemos causado. Ahí estaba yo, sentada bajo un árbol, intentando protegerme del frío del invierno en un campo a las afueras de Belén.

Unas horas antes, mi familia había partido hacia una cueva donde, según decían, había nacido el Mesías. ¿Y yo? ¿Por qué habría de ir a ver a un recién nacido que nada tenía que ver conmigo? Claro, lo de los ángeles seguramente fue muy bonito y todo, pero a mí, como siempre, me habían mandado a buscar a una oveja que se había alejado demasiado del rebaño. Así que me lo perdí. Típico. Y ahora, no pensaba ir a ningún lado.

Aunque, bueno… mantener el orgullo se vuelve complicado cuando el frío te cala los huesos. El amanecer se acercaba, trayendo consigo ese último aliento helado antes de que el sol lograra calentar los campos.

Acurrucada contra el tronco del árbol, intentaba entrar en calor. Al inicio de la noche había caído una tormenta, y ahora una capa de neblina se enroscaba entre las colinas de Belén. ¿Qué hacía Yahvé naciendo en una mañana tan fría? Si era tan poderoso como decía mi padre, ¿no habría sido mejor elegir una tarde soleada de septiembre?

Las puntas de mis dedos ardían, y casi no sentía mi nariz. Claro, moriría congelada, y a mis padres no les habría importado. Ellos estaban ocupados celebrando al Mesías. Pues bien, que disfruten sin mí. Seguramente ahora estarían felices y calentitos junto a la familia del bebé.

Me levanté, furiosa. El frío era insoportable. Podía regresar a casa… o podía ir a ver al recién nacido. Sí, eso haría. Iría a la cueva para que mis padres vieran lo mal que la estaba pasando y cómo sufría en silencio.

El trayecto se me hizo eterno, aunque el ejercicio ayudó un poco a entrar en calor. Aun así, mi estómago seguía encogido por el enojo. Caminé en silencio, imaginando la cara que pondría mi madre al ver el frío que había pasado y cómo lo estaba viviendo de forma heroica.

Finalmente, llegué a una posada en las afueras de Belén que, según mi padre, había sido el lugar indicado por los ángeles. Observé el sitio con detenimiento. La posada estaba a rebosar de familias. Había ruido y movimiento por todos lados. Mi atención, sin embargo, se centró en una cueva a la izquierda de la posada. Afuera, pastaban nuestras ovejas.

Indecisa, me acerqué un poco más. Desde allí pude distinguir un espacio reducido, iluminado apenas por un par de velas. Dentro, mis hermanos pequeños estaban inclinados sobre el pesebre. Seguro están jugando con la comida de los animales, pensé con algo de fastidio. Mis padres, mientras tanto, hablaban con un joven alto, de ojos oscuros.

—¿Quieres pasar?

La pregunta me sobresaltó. Giré la cabeza y vi a una adolescente, apenas un poco mayor que yo, sonriéndome. No la había notado antes, inclinada junto al pesebre con mis hermanos. Era muy bonita, pero se le notaba agotada. Gruesas sombras rodeaban sus ojos, y su piel estaba algo pálida. “Nazarenos”, pensé, al notar su acento.

 Allí, en el pesebre, había un bebé recién nacido, envuelto en pañales.

Me encogí de hombros, pero entré en la cueva. La adolescente volvió a ponerse de rodillas frente al pesebre; la luz de las velas iluminaba su rostro. Me quedé inmóvil. Allí, en el pesebre, había un bebé recién nacido, envuelto en pañales. Mis hermanos pequeños lo observaban con los ojos llenos de asombro.

—¿Verdad que es precioso? —susurró Rut, la más pequeña, sin apartar la vista del niño.

No respondí, pero sentí que el nudo de mi estómago se suavizaba. En silencio, me quité el manto de lana que llevaba sobre los hombros y lo extendí hacia la madre del bebé.

—Podemos acomodarlo sobre el pesebre, para que el niño esté más cómodo.

Ella me miró sorprendida y luego sonrió.

—¿Me ayudas a acomodarlo? —preguntó.

Asentí con la cabeza. Con delicadeza, ella tomó al bebé en brazos mientras yo extendía el manto sobre la superficie del pesebre. Todo se sentía irreal, como si estuviera viviendo un sueño.

—Creo que ya quedó —murmuré.

La joven madre asintió con una leve inclinación de cabeza. Sin embargo, en lugar de recostar al bebé nuevamente en el pesebre, se volvió hacia mí y, para mi sorpresa, me lo ofreció.

—¿Te gustaría cargarlo un momento?

En silencio, extendí los brazos. El Niño era muy pequeño; sentía que se me deshacía entre mis manos. Sorprendida, admiré su carita, todavía un poco arrugada. Todo en él era diminuto: su nariz, su boca entreabierta, sus dedos… Movía las manitas como si buscara sujetar algo en el aire.

Mi madre se acercó en silencio y, con una ternura, acarició la cabeza del recién nacido.

—Es perfecto, María —dijo, dirigiéndose a la joven nazarena.

—Todos los niños son perfectos siempre —respondió ella. Luego, mirando a mi padre, añadió—: Gracias por el queso y la leche que han traído. También por el manto de lana —dijo, volviendo su mirada hacia mí—. ¿No tienes frío?

Todo aquello parecía tan insignificante frente a la pobreza y la sencillez de aquella joven familia.

Sin apartar mis ojos del Niño, negué con la cabeza. Para mi sorpresa, era verdad. No es que el aire se hubiera vuelto menos gélido, pero todo en aquel lugar me había hecho olvidar el frío que me había atormentado antes de llegar. Incluso me sentía un poco avergonzada de mis quejas y de mi enojo. Todo aquello parecía tan insignificante frente a la pobreza y la sencillez de aquella joven familia.

Pasaron algunos minutos. A mi alrededor, el hombre nazareno jugaba con mis hermanos cerca del pesebre, mientras mi madre preparaba algo de comida con el queso que habíamos traído. Mi padre, por su parte, intentaba cubrir la entrada de la cueva con uno de sus mantos, tratando de resguardar al recién nacido del aire frío del amanecer.

Yo, en cambio, no podía apartar la mirada del bebé. Una inquietud comenzó a arder en mi interior. Si este Niño realmente era Yahvé, entonces Él sabría que me había rehusado a venir, y que la única razón por la que estaba allí era por el frío de la noche.

María, la madre nazarena, se acercó a mí con la mirada puesta en su hijo.

—Está feliz contigo —dijo en voz baja.

Luego, apretando cariñosamente mi hombro, añadió:

—Gracias por haber venido. De verdad. Me imagino que no se te antojaba mucho pasar la noche en una gruta.

Sentí que me ponía roja.

—La verdad, no mucho. —Guardé silencio un instante antes de añadir—: No quería venir y estaba enojada, pero… bueno, ya estoy aquí.

Para mi sorpresa, María se echó a reír.

—Me lo imagino. Lo importante es que estás aquí. Y… —dijo, acariciando el bracito del bebé— para Jesús eso ha hecho toda la diferencia. Ahora dormirá feliz.

El nudo que tenía en el estómago se deshizo por completo y, por primera vez en toda la noche, sonreí abiertamente.

—Soy terrible. Mis padres dicen que me quejo mucho, y tienen razón. Solo que no se los quiero admitir.

María volvió a reír.

—No te preocupes, yo tampoco se los diré.

Jamás olvidaré esa noche ni los meses que siguieron. Las horas junto a Jesús, María y José, primero en la gruta y luego en su casa de Belén, las guardo en el corazón como un tesoro. Tiempo después, cuando huyeron a Egipto para proteger al Niño, toda mi familia lloró su ausencia.

Ya han pasado muchos años y, aun así, cuando mis caprichos o mi mal carácter amenazan con robarme la paz, vuelvo con el pensamiento a esos momentos en los que el Mesías durmió en mis brazos. Todo parece más fácil entonces.