«¡Matías! ¡Matías! Reacciona». La voz del viejo Zohar interrumpió mis pensamientos.
«La caravana se ha detenido», añadió. Miré a mi alrededor y comprobé que tenía razón. Hombres y mujeres bajaban los cargamentos de sus espaldas, moviendo sus hombros adoloridos mientras buscaban un respiro.
Ayudé a Zohar a desmontar del burro en el que viajaba. Llevábamos ya cuatro días de camino: él en su montura y yo a pie. En poco tiempo alcanzaríamos Belén, donde Zohar debía presentarse para el censo.
«Un día de estos, me vas a matar con tus despistes», gruñó el anciano. Reprimí una sonrisa. Lo conocía demasiado bien para saber que, tras su aparente malhumor, se escondía un afecto sincero.
«Lo siento», respondí.
Mientras Zohar bebía del agua que le ofrecí, mi atención se desvió hacia unos niños que corrían alrededor de sus padres, riendo a carcajadas. Sentí un vacío en el estómago. Zohar notó mi expresión y sus ojos, normalmente severos, se suavizaron.
«Matías, quiero dormir un poco. ¿Por qué no descansas también?».
Le ayudé a extender un manto para que pudiera recostarse, pero le indiqué que prefería caminar un rato. Durante los últimos días, había observado a las personas de la caravana, tratando de imaginar sus historias y motivos para dirigirse a Belén. La mayoría, seguramente, viajaba por el censo, pero eso no disminuía mi curiosidad.
Las primeras estrellas comenzaban a brillar en el cielo. A mi alrededor, algunos grupos encendían fogatas para calentarse. El invierno era especialmente frío, y un escalofrío recorrió mi espalda. Una vez más, eché de menos la cobija de lana que había pertenecido a mi padre.
«¿Quieres calentarte un poco?».
Me giré, sorprendido. Un hombre joven, apenas unos años mayor que yo, avivaba una pequeña fogata. Por la habilidad con que lo hacía, supuse que estaba acostumbrado a trabajar con fuego.
Dudé. No tenía muchas ganas de hacer nuevos amigos, pero la brisa helada me convenció. Asentí y me acerqué para sentarme junto a él.
«¿Cómo te llamas?», preguntó, lanzándome una mirada de soslayo.
«Matías», respondí en voz baja.
«Yo soy José, y ella es mi esposa, María», dijo, señalando a una joven a su lado. En mi timidez, no me había percatado de su presencia, pero ahora no podía dejar de mirarla. Tenía unos ojos grandes, enmarcados por largas pestañas, y una sonrisa cálida que irradiaba tranquilidad.
«Mucho gusto, Matías», dijo María con voz dulce. «¿Has comido ya?».
Asentí, aunque no pude apartar mi mirada de ella. Fue entonces cuando noté que estaba embarazada, ya de muchos meses. Me tomó por sorpresa. Por su acento, deduje que eran nazarenos. ¿Qué hacían tan lejos de su aldea en esas condiciones?
«¿Viajas tú solo o con tu familia?», preguntó José.
«Acompaño a un comerciante para el que trabajo», expliqué, sin dar demasiados detalles.
«¿Y conoces ya Belén?».
«La hemos visitado un par de veces por negocios».
«Entonces llevas tiempo trabajando», comentó.
«Desde que mi padre murió», respondí.
José permaneció en silencio, absorto en el fuego. Agradecí que no dijera esas frases de lástima que tanto detestaba. Lejos de consolarme, siempre me hacían sentir peor.
El joven nazareno sacó un trozo de pan de su morral, lo calentó en el fuego y lo compartió con su esposa. Luego me ofreció un pedazo a mí.
Mientras sostenía el pan entre mis manos, mis ojos volvieron a posarse en María. ¡Qué bonita era! Había en su sonrisa algo sincero, algo que me hacía sentir como si la conociera de toda la vida.
«¿Ustedes viajan por el censo?», me atreví a preguntar.
«Sí», respondió María. «La familia de José es de Belén. Y allí nacerá el bebé», añadió.
No supe qué más decir. Nunca he sido bueno para las conversaciones. María, sin embargo, me dedicó otra sonrisa.
«¿Te gusta tu trabajo?», preguntó después de unos segundos.
Me encogí de hombros mientras masticaba el pan.
«¿Tu padre también era comerciante?», intervino José.
«No. Era carpintero», respondí, enderezándome un poco. «Antes de enfermar, era el mejor carpintero de nuestra aldea».
«No lo dudo», dijo José con una risa suave. Luego, sin apartar la mirada del fuego, añadió: «Mi padre también era carpintero. Él me enseñó el oficio. Seguro se habría llevado bien con el tuyo».
Antes de darme cuenta, estaba hablando con soltura, algo inusual en mí. Les conté sobre mi padre, las noches que pasábamos juntos mirando las estrellas, y el perro que adopté de niño. Nunca antes había compartido esos recuerdos, pero María y José escuchaban con una atención que me desarmaba.
Cuando mencioné que nunca conocí a mi madre, porque murió el día que nací, mi voz se quebró. Miré a María en silencio, y no pude evitar pensar en el bebé que llevaba en su vientre. ¡Qué afortunado sería por tener una madre como ella! Eso fue lo último que dije antes de despedirme. María me miró con seriedad, pero en sus ojos había una ternura profunda. «No, Matías», respondió. «Los afortunados somos nosotros».
Me puse de pie, y entonces José sacó algo del cargamento que llevaban. Era un manto de lana. Me lo entregó con una sonrisa. «Para que no pases frío esta noche», dijo. Luego añadió: «Y, si quieres, en Belén puedo enseñarte algo de carpintería. No creo ser tan bueno como tu padre, pero algo podremos hacer».
Sentí un nudo en la garganta y mi corazón latió con fuerza. En aquel momento, me sentí parte de su familia. Por primera vez en años, me sentí en casa.
«Eso me gustaría mucho», respondí con una sonrisa sincera mientras me alejaba, sosteniendo el manto como un tesoro.