«Dejé de rezar porque no se cumplía nada de lo que pedía»

La adolescencia es un momento crítico para la fe de una persona y, en el caso de María, fue el principio de un “hasta luego” que le duró hasta los 47 años. A esa edad todo le iba de maravilla. ¿Todo? Por dentro se sentía totalmente vacía, insatisfecha... Y un día, sin más motivo, le “apeteció” ir a Misa.

María volvió a Ítaca cuando tenía 47 años. Llevaba 32 fuera de la isla. Y eso que siempre había creído en Dios pero la alegría que sentía cuando era niña y participaba en la Misa se había esfumado.

A los 15 años dejó de ir a la iglesia, dejó de confesarse y comulgar. Seguía teniendo fe, pero era una creencia desvaída que lo mismo podía estar que no.

“Creo que me alejé porque dejé de rezar y dejé de rezar porque no se cumplía nada de lo que pedía. Poco a poco perdí mi relación con Dios y olvidé mi fe y mi piedad de niña”.

María es una mujer impulsiva y de gran corazón y el camino de vuelta vino marcado por un fuerte golpe de gracia… y un amigo argentino.

La vida seguía y María podía dar gracias a ese Dios lejano por lo que ésta le iba dando. “Tenía trabajo, familia, amigos, iba al cine, hacía deporte, no tenía especiales problemas y, sin embargo, me sentía vacía y no sabía por qué. Nunca me planteé que ese vacío era espiritual. Recuerdo que cuando los domingos iba a ver a mi abuela ella me decía 've a Misa'. Yo no le hacía caso y nunca pensé que mi vacío podría tener algo que ver con la religión. Simplemente era una sensación de insatisfacción”.

María es una mujer impulsiva y de gran corazón y el camino de vuelta vino marcado por un fuerte golpe de gracia… y un amigo argentino.

“Hace tres años el día de mi cumpleaños, de repente, me apeteció ir a Misa. Y fui. Hacía décadas que no pisaba una iglesia. Dos días después me volvió a apetecer y volví a ir. Luego un jueves, un martes, un domingo… En dos meses me vi yendo a Misa todos los días. Después me apeteció leer la Biblia y rezar el rosario pero, como en mi casa nunca lo habíamos rezado, no tenía ni idea de hacerlo y tuve que mirar en Youtube”.


►Escucha la historia contada por María.


Sus súbitos ataques de piedad le hicieron pensar a María que le estaba pasando algo raro: aquello no era normal. A su alrededor no tenía a nadie especialmente religioso así que se acordó de Eduardo, un amigo argentino. “Nunca habíamos hablado de temas espirituales pero yo sabía que era cristiano y le conté lo que me estaba pasando. Él se alegró mucho y me dijo algo sorprendente: llevaba dos meses rezando por mí y ofreciendo la Misa para que encontrara a Dios”.

María es consciente de que Eduardo fue algo así como Eolo, el dios del viento que en La Odisea empuja a Ulises a llegar a Ítaca. Aunque lógicamente, más que a Eduardo, ella achaca el milagro de su conversión al poder de la oración. Ella, que justo se apartó de Dios, porque pensaba que rezar no servía para nada. “Ahora estoy convencida del poder que tiene la oración. Eduardo estuvo rezando mucho tiempo —¡fueron horas!— sin decirme nada. Y Dios escucha, escucha siempre y movió mi corazón. Es sorprendente. Si supiésemos el bien que hacemos a una persona cuando rezamos por ella…”.

Como el resto de los personajes de Ítaca, María está feliz de haber regresado. “Después de la vida, es el mayor regalo que he recibido. Lo mejor que me ha pasado. Ahora entiendo que ese vacío que tenía solo lo puede llenar Dios. Estoy feliz y tranquila. He recuperado esa sensación que sentía de niña y había olvidado. Por eso, ahora, desde que se produjo mi conversión le digo siempre que sí a Dios. En todo. Me ha demostrado que sus planes son mejores que los míos. Mi vida ha cambiado, mucho, para bien”.

Ahora entiendo que ese vacío que tenía solo lo puede llenar Dios. Estoy feliz y tranquila.

A su alrededor también han notado el cambio: “Me ven más feliz, más llena, ahora trato de preocuparme más por los demás, de olvidarme de mi misma. Rezo a diario a la madre Teresa para, como ella, ser capaz de tener caridad con todos, de ayudar a los que me rodean”.

Y termina, contundente, remitiendo a una parábola que vive como si Jesucristo la hubiera contado para ella. “He vuelto a casa y a veces pienso ¡cómo me he perdido todos estos años! Me siento como el hijo pródigo, que encuentra un maravilloso recibimiento de su padre, que le dice: Siempre he estado ahí, esperándote, aunque tú no me veías”.

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