Evangelio (Jn 19, 25-27)
Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:
— Mujer, aquí tienes a tu hijo.
Después le dice al discípulo:
— Aquí tienes a tu madre.
Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.
Comentario
Muchas veces habremos contemplado, en un cuadro o en nuestra imaginación, la escena del Evangelio de hoy: Jesús en la Cruz y, a sus pies, su Madre, las santas mujeres y el discípulo amado. Queda sitio para nosotros, que somos también discípulos amados, fieles al Maestro en su hora.
Jesús llama “mujer” a su Madre, como también lo hizo en las bodas de Caná. Ella es la Nueva Eva. La primera Eva fue también llamada “mujer”, pero engañada por la serpiente, desobedeció al mandato divino. Aun así, Dios prometió que la mujer se opondría a la serpiente, pues un descendiente de ella, Jesús, le aplastaría la cabeza. Empezó entonces una lucha de la que nos habla el libro del Apocalipsis: «Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Apc 12,7), en definitiva, a los discípulos. No hay poder capaz de vencer a un discípulo que permanece de pie, junto a la Madre de Jesús.
San Juan Pablo II recordaba a María, silenciosa peregrina hasta la «noche de la fe»[1]. ¿Cómo no aplicar a Ella las palabras de la Escritura: «mirad y ved si hay dolor como mi dolor» (Lm 1,12)? En el Gólgota, María siente la espada que atraviesa su alma, anunciada por el anciano Simeón. Y en unión a la obra redentora del Hijo, se convierte en la Madre que da a luz a todo cristiano, a todo discípulo de Jesús. Hoy podemos decir a nuestra Madre las palabras que la liturgia aplica a Ella, tomadas de la Escritura, cuando el pueblo exaltó a Judit que salvó a Israel del poder del enemigo babilónico: «Tú eres la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel; tú, el orgullo de nuestra raza» (Jdt 15,9). El amor a la Madre nos obtiene la gracia abundante para ser fieles a los mandatos de Cristo y nos libra de las asechanzas del maldito[2].
[1] San Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 17.
[2] cf. San Josemaría, Camino, n. 493.