Unos salteadores colombianos detienen el auto del Padre a su regreso de Montefalco

Presentamos la tortuosa historia de un grupo de “salteadores” colombianos que habían decidido de última hora ir a México para estar con san Josemaría. Al verse imposibilitados para verlo, deciden una locura: detener su auto a media carretera y hacerlo descender.

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Como ya ha quedado dicho en otros momentos, durante los días en los que san Josemaría estuvo en México, muchas personas de distintos países de América, llegaron al país para poder saludarlo y escucharlo. Para algunos fue sencillo, para otros, casi imposible.Hoy contaremos la historia de un grupo de colombianos a quienes las cosas no parecían salirles bien. Ya desde su llegada comenzaron con una racha de mala suerte: al aterrizar en el Aeropuerto de la Ciudad de México, al avión en el que llegaban le explotaron siete llantas, gracias a Dios no pasó del susto, pero las malas noticias continuaron. Al llegar a pedir audiencia en la casa de la Comisión Regional les informaron que el Padre no podría recibirlos pues estaba fuera de la Ciudad, en Montefalco. Su espíritu aventurero y el deseo de ver a san Josemaría pasó por encima de las dificultades, consiguieron unos automóviles y se trasladaron a Montefalco.

Se conserva una carta de las expedicionarias (B. S. De C. según la firma) en la que narra la aventura: «Fuimos a conocer Montefalco el sábado, porque supimos que el padre estaba allí. Algo nos decía que podríamos verlo. Fuimos el grupo de los que salimos el jueves del Dorado. Al llegar nos rechazaron […], ni siquiera nos recibieron una carta. El guardián de la puerta era un mejicano (sic) que cumplía a rajatabla las órdenes». Alguno, intentó convencerlo dando múltiples argumentos, pero «el mejicano le contestó: pues lo que es de esta puerta, no pasa». Don Pedro Casciaro cuenta en sus memorias que debido a que «no se sabía en que momento iba a salir para México. Sin que se enterara el Padre, se les dijo que regresaran a la Ciudad de México y que pidieran allí ser recibidos».

Algunas de las señoras colombianas no se quedaron conformes con esa respuesta, y fueron a la zona de la Administración. Sigue la carta… «Nos recibieron con los brazos abiertos. Ya íbamos en plan de conocer la casa. Pero sale Cristina P. y nos dice: el Padre está terminando el café y enseguida sale para México. Vayan a la puerta y le verán salir. Luego vuelven para ver esto.

Eran cerca de las 2 P.M. Volamos a la otra puerta y nos paramos al rayo del sol. El guardián abría la puerta de vez en cuando, nos miraba y se volvía con cara de pocos amigos. Comprendimos que el Padre no saldría mientras estuviéramos allí. No le dejarían, quiero decir, Fernando había bloqueado el puente con su carro». Pasó por allí un señor que, conociendo la zona, les recomendó dejar ese sitio y moverse hacia el camino, a un sitio dónde los “vigilantes” no pudieran descubrirlos.

«Pusimos los carros escondidos por unos matorrales y… a esperar. Pronto apareció un carro azul; saltamos de gozo. Desengaño: era un camión con forraje. Pero, casi enseguida vino un carro blanco con el médico rural que antes había sido muy amable y a quien le notamos mucha gana de ayudarnos. Nos dijo que nos traía buenas noticias, que esperáramos, que el Padre no demoraba y se fue. Hacía un calor infernal.

Cuando estaba a veinte metros, salimos del escondrijo con los brazos en alto y gritando: ¡Padre, Padre, Colombia!

Eran ya las cuatro y media. De pronto vimos un carro azul que se balanceaba despacio por el mal camino. En la espera habíamos rezado el Rosario. Cuando estaba a veinte metros, salimos del escondrijo con los brazos en alto y gritando: ¡Padre, Padre, Colombia! El carro tuvo que frenar fuertemente y ya estábamos todos como un racimo en la ventanilla del Padre que sacaba las manos para saludarnos. Los que estaban más cerca le besaban en las manos». Se abrieron las portezuelas, y salió el Padre con los que le acompañaban.

En el diario de la Comisión Regional, el hecho también quedó recogido: «el Padre se bajó del coche y saludó a todos con mucho cariño; ellos lo acosaron y casi se le echan encima. El Padre les ofreció recibirlos a todos aquí en esta casa. Se quedaron como locos de júbilo».

La carta de la colombiana termina: «nos dijo que nos recibiría al día siguiente, a las 10 y media. El carro arrancó. El Padre, sonriente, nos hacía señas por la ventanilla de atrás. Se le veía feliz. Nosotros brincábamos de la dicha —unos salteadores que habían cobrado todo el botín».

En el camino de regreso a México, san Josemaría quiso tener un detalle con don Álvaro del Portillo y pidió a Alberto Pacheco, quien conducía el auto, que hicieran una breve escala en Cuernavaca, para que pudieran ver la casa donde había vivido la madre del beato Álvaro quien, como se recordará era mexicana.

«Voy a dedicaros esta mañana; no tengo otro compromiso que estar con vosotros»

A la mañana siguiente, 7 de junio, los “salteadores” llegaron al CIES desde las diez. En total eran veinticuatro, les habían dicho que los hijos numerarios que los habían acompañado en el viaje tendrían que esperar otra oportunidad, así que no estaban presentes. En cuanto entró el Padre a la sala les dijo: «voy a dedicaros esta mañana; no tengo otro compromiso que estar con vosotros», añadió que sentía su larga espera en el camino de Montefalco.

El diario de la Comisión Regional nos deja ver algunos de los detalles de cariño que san Josemaría tuvo para con esos hijos suyos: «el Padre mandó pedir unas copas para todos». Al rato se abrieron las puertas. ¡Vaya sorpresa! entró el hijo de Fernando (aquel que había dado los argumentos fallidos para entrar en Montefalco), Andrés, bandeja en mano, con Benjamín, hijo de Eduardo, y Freddy, otro Numerario joven, también de Colombia, finalmente no se habían quedado fuera.

Los papás se pusieron de pie para presentar sus hijos al Padre. Y otra vez las lágrimas, cuando el Padre les dio un abrazo y un beso a cada uno; el Padre pidió, según quedó recogido en el diario, «que vinieran unos muchachos del Centro de Estudios con una guitarra, y cantaron unas canciones muy bonitas que todos aplaudieron con entusiasmo».

Allí hubo de todo: preguntas, risas por los comentarios del Padre llenos de buen humor, y llantos. Le contaron anécdotas de la labor apostólica de la Obra en Colombia. El tiempo se fue de prisa.

Al dar las doce todos rezaron el Ángelus con el Padre, y al final les dio la bendición. El objetivo se había cumplido, podían regresar a Colombia llenos de anécdotas y buenos recuerdos, la explosión de las llantas del avión, el calor y la asoleada en las inmediaciones de Montefalco habían valido la pena.