Un terapeuta que se respeta (II)

José Genaro, supernumerario, entendió el Opus Dei desde lo alto de un campanario y al mirar una servilleta para tortillas bordada y planchada. Presentamos la segunda y última parte de su testimonio.

¿Cómo conociste al Opus Dei?

Conocí al Opus Dei de una manera muy simpática. Mi padre había sufrido un infarto. Mis hermanos y yo aún no estábamos en una edad laboral, ninguno había terminado sus estudios, pero nos pusimos a buscar un modo de vida honesto. Le pedí ayuda a una persona, que era supervisor de una fábrica que está en El Salto, Jalisco, y entré como operario. Yo veía que había estampas del entonces Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. Pensaba: “¿quién será ese señor? Pues quién sabe. . . ”.

Yo veía que había estampas del entonces Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. Pensaba: “¿quién será ese señor? Pues quién sabe…”.

Me hice amigo de un compañero, y un día fuimos a tomar una nieve. Entonces, me preguntó: “¿Tú sabes qué es el Opus Dei?”. Yo no me acordaba haber oído nada del Opus Dei, así que le dije que no. Me pidió que hiciera memoria y pude recordar que alguna vez escuché que una señora mayor de mi parroquia mencionó al Opus Dei. Y él comenzó a platicarme de manera sencilla sobre las actividades formativas de la Prelatura. Sinceramente, a mí me dio flojera lo que me platicaba y no se me hizo interesante en ese momento. Él me dijo: “Podemos ir a mi pueblo [El Salto de Juanacatlán] e ir a las actividades”. Entonces, fui “de extranjero” a conocer el pueblo de aquel cuate, y tuvo gancho, porque me gustan los pueblos. Gocé la visita: el río, la caída del salto de agua, todo lo que hay ahí. Luego fuimos al lugar donde se hacían las actividades. Hicimos amistad y seguimos haciendo excursiones.

Finalmente entré a las clases formativas, y me gustó. El lugar era muy limpio, muy agradable, muy bien puesto, se cuidaban mucho los detalles, y todos eran muy amigos. Un día, mi amigo me dijo: “Ya conoces el pueblo. ¿Hay algo que quieras hacer aquí? Yo soy tu amigo y puedo acompañarte, pero dime qué es lo que más desearías”. Yo volteé a ver el pueblo y le dije: “Me quiero subir al campanario”. Yo no creí que fuera a acompañarme, pero fue, habló con el cura, pidió permiso y nos trepamos al campanario. Yo empecé a medir la “entraña” de la Obra en la cuestión de la amistad; me daba cuenta que no era una cosa ordinaria, sino que había algo especial. Me sentí realizado en el campanario.

Empecé a convivir más con otros miembros de la Obra, sobre todo cuando íbamos de excursión. Cantaban mucho, y a mí me encanta cantar, igual que a mi papá, así que era algo que se mezclaba con mis costumbres familiares. La pasábamos muy bien y todo era muy sano. ¡Y además se rezaba! Así fui conociendo al Opus Dei. La gente se ríe porque es absurdo que yo haya conocido al Opus Dei en El Salto de Juanacatlán y no en Guadalajara, donde la labor está mucho más desarrollada.

¿Qué son las actividades formativas?

Para mí son un eco, un reflejo donde podía ver a mi familia. Mis papás me decían: “Esto no se hace, esto no se vale, esto no está bien…”, y luego llegué a un ámbito con gente joven donde me decían: “Esto no conviene, ten un detalle, ayuda a tu compañero…”, así que para mí fue impactante que hubiera un espíritu de servicio tan profundo. Me encontré lo que tenía en mi casa, pero de una manera más desarrollada. También en el aspecto de la alegría: mi papá nunca estuvo triste, ni siquiera durante su enfermedad, y en el Opus Dei era lo mismo, siempre vi alegría.

Mi papá nunca estuvo triste, ni siquiera durante su enfermedad, y en el Opus Dei era lo mismo, siempre vi alegría.

Y luego también me acuerdo que en la casa de mi amigo, el que vivía en El Salto, la mamá ponía en la mesa una servilleta de tortillas bordada ¡y planchada! Alguien les había removido algo en el interior para sacar lo mejor de sí. Para mí fue impresionante llegar a un pueblo y ver que te sirvieran las tortillas en una servilleta así. Además todo estaba muy limpio. El piso de la casa era de tierra, pero la servilleta estaba bordada y planchada. Yo fui descubriendo que en el fondo tenían unas virtudes que yo había incoado en casa, pero que no las tenía tan desarrolladas. Así que con labores formativas el Opus Dei te ayuda a mejorar en aquello que ya tienes iniciado, y a descubrir un modo nuevo de vivirlo, pero con la idea de que te puedes hacer santo haciéndolo.

¿Cuándo viste que Dios quería que ingresaras al Opus Dei?

Con la enfermedad de mi padre nos quedamos “en el aire” en todo aspecto: económico, emocional… Mi papá estaba vivo, pero por cuatro años lo dejaron en stand by. Nos dijeron: “Tu papá no puede ver una película de Cantinflas porque se muere (si se carcajeaba, le reventaba la arteria); tu papá no puede meterse en problemas familiares, de dinero… no puede; tu papá no puede hacer esfuerzos, no puede empujar, cargar, no se le vayan a subir”. Teníamos papá, pero estaba “entre algodones”. Todos tuvimos que empezar a pelear, a buscar la vida. Vivimos una madurez acelerada, adelantada, pero así era: o lo hacíamos o no lo hacíamos, no había más. Me hice jefe de familia desde muy chico.

Pienso que Dios me fue preparando –aunque yo ignoraba esto en ese momento- para lo que vino después: el trabajo en la fábrica, los amigos… Eventualmente vi que todas las cosas que me pasaban –lo de mi papá, lo de mi mamá asustada, que no había dinero, tener que trabajar a marchas forzadas, tener que ser jefe de familia y mantener a tus hermanos más pequeños– tenían un fin. Es un proceso, no es que se te ilumine la mente en un momento, sino que ocurre a través del devenir de cada día, del esfuerzo, de las lágrimas, del trabajo, del ahorro, de la lenta mejoría de mi papá. Descubres que te fueron labrando para algo. Luego Dios te plantea el servicio.

Dos o tres veces a lo largo de esa etapa, en diferentes lugares ordinarios, nunca en una iglesia o en un rato de oración, sentí que Dios decía: “Dame doctrina”. Pero no a Él… veía, por ejemplo, a los niños en un pueblo, y escuchaba esa voz que decía: “¿Por qué no me das doctrina?”. Es algo muy extraño, no se puede explicar. No era una orden, era una invitación. En esa época yo estaba pensando en todo menos en dar doctrina: andar a caballo, el futbol, el orgullo, la gloria humana. La tercera vez que me pasó eso comencé a plantearme si no había sido preparado para eso y supe que podía responder afirmativamente.

Mi padre se murió el 29 de junio, día de san Pedro y san Pablo. Para mí fue una respuesta que sólo puede dar un amigo extraordinario… que está en el Cielo.

Y ya cuando tenía más edad y madurez, fui y dije “Yo quiero ser del Opus Dei. Quiero ser supernumerario”. Me acuerdo perfectamente que la persona a la que se lo dije me respondió un poco irónico: “¿Para qué quieres ser del Opus Dei? Estás muy a gusto”. Yo simplemente le dije: “Para servir”. Se le quitó la sonrisa irónica, vi que le “moví el tapete”, y le expliqué que era algo que había “masticado” por bastante tiempo y que creía que era el momento para servir.

¿Cómo es tu relación con san Josemaría?

Es un gran amigo. San Josemaría vino a resolverme todos los problemas que tenía con la enfermedad de mi padre. Después del infarto, mi papá vivió veinte años. Se puso grave, estaba en el hospital, entubado, y un día fui y le pedí a san Josemaría: “Padre, mi papá está sufriendo muchísimo. Si se va a morir, te pido –mi papá era una persona extraordinaria en el aspecto humano, pero no era muy piadoso–que me regales, para saber que mi papá se salva, que se muera en uno de los días que la Iglesia marca como grandes”. Mi padre se murió el 29 de junio, día de san Pedro y san Pablo. Para mí fue una respuesta que sólo puede dar un amigo extraordinario… que está en el Cielo.