Un encuentro que marcó el rumbo de una vida. Una historia entre muchas otras

No conocía prácticamente nada del Opus Dei. Por eso, sentí poco más que un mínimo de curiosidad cuando, ese día san Josemaría Escrivá de Balaguer visitó la casa de mis suegros y puso sus manos sobre el vientre de mi esposa embarazada.

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El Fundador del Opus Dei llevaba un mes en México. A los cinco días de su llegada, había recibido a mi suegra, a mi cuñado y a mi sobrina, en una casa de la colonia Mixcoac. Y mi suegra, con mucha seguridad, le había dicho antes de irse: «Es de personas educadas regresar la visita; yo lo espero en mi casa».

Así que, un mes después, un jueves, dos días antes de que se jugara la final del Mundial de Fútbol de 1970 en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, estaba yo en casa de mis suegros, con mi esposa, que estaba a pocos días de dar a luz al cuarto de nuestros hijos, y varios de mis cuñados.

San Josemaría llegó acompañado por don Álvaro del Portillo, don Pedro Casciaro y algunos más. Nada más entrar, se encontró con un crucifijo, que llevaba grabadas las palabras del Soneto a Jesús Crucificado (poesía española de la segunda mitad del siglo XVI). Imagino que ahí se habrá detenido un momento.

Inmediatamente después, se encontró con mi esposa, que lo esperaba con una sonrisa. San Josemaría se le acercó y, al notar el embarazo, le dijo: «Yo bendigo a esta criatura que va a nacer».

Todos nos sentamos en la sala. Recuerdo estar sentado justo en el extremo opuesto de la sala de donde se había sentado el Fundador, quizá a unos tres metros de distancia. San Josemaría entabló rápidamente conversación con uno de mis cuñados. Todavía puedo ver claramente la imagen del Padre, como llamaban cariñosamente al Fundador del Opus Dei, don Álvaro, don Pedro, mi esposa, mis cuñados… Todos sentados en la sala de la casa de mis suegros.

La conversación fluyó, amena, sencilla. Después de un rato, san Josemaría dio por terminada la visita. Se puso de pie, pero antes de salir de la sala, se quedó mirándome y me preguntó con su característico acento aragonés: «¿Y tú quién eres?» A lo que yo, con mucha seguridad, aludiendo a la bendición que él había dado previamente a mi esposa y a mi hija por nacer, afirmé: «Yo soy el padre de la criatura».

Después de 50 años, esa visita todavía se mantiene fresca en mi memoria. Algún tiempo después de conocer a san Josemaría, mi esposa y yo pediríamos la admisión al Opus Dei, y años después, lo harían cuatro de mis hijos, uno de ellos, la bebé que el Fundador bendijo aquel jueves de 1970.

Con naturalidad, con sencillez, sin yo darme cuenta apenas, ese día significó el inicio de algo mucho más grande, algo que marcaría el rumbo de mi vida.