San Josemaría y Monterrey

En 1970, el fundador del Opus Dei afirmó que "cuando volviera a México, entraría por Monterrey". No pudo regresar, pero está presente con su mensaje.

Durante su única estancia en este país en 1970, San Josemaría Escrivá de Balaguer dijo que "cuando volviera a México, entraría por Monterrey", y aunque no volvió sí se puede decir que ha entrado de modo especial a Monterrey, a través de su mensaje de santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo.

Hoy 6 de octubre se cumplen 10 años de la canonización del fundador del Opus Dei, y es buena ocasión para pensar en que efectivamente el lugar privilegiado de nuestro perfeccionamiento como personas es el quehacer ordinario, lo de todos los días, lo normal, y por tanto lo que está al alcance de la mano de todos.

El peligro, al que estamos expuestos en una sociedad que privilegia lo llamativo, es pensar que la grandeza humana está en lo que "aparece grande"; y así, la persona en cierto sentido se evade de la realidad, ya que pierde continuamente ocasiones de crecimiento esperando el momento de "lo grandioso", que quizá no venga, entre otras cosas porque lo grande llega cuando se persevera en lo pequeño de todos los días.

Otro modo de evasión es cuando pensamos que la culpa de que no demos el fruto esperado es de las circunstancias, o porque el destino no ha sido propicio.

El trabajo de todos los días, bien hecho y con sentido de servicio a los demás, se presenta como la manifestación auténtica de los ideales grandes que se llevan en el interior.

"Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera -¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata" (Escrivá de Balaguer, "Conversaciones", n. 116).

El trabajo de todos los días, bien hecho y con sentido de servicio a los demás, se presenta como la manifestación auténtica de los ideales grandes que se llevan en el interior.

Es éste un mensaje fuertemente esperanzador, y no sólo desde el punto de vista religioso, sino también humano, ya que lo que vemos de negativo a nuestro alrededor, en cierto sentido, está en nuestras manos cambiarlo: haciendo bien lo que tenemos que hacer.

Ciertamente se trata de algo a largo plazo, pero también junto con experiencias de satisfacción inmediatas.

Cuando el trabajo cotidiano se realiza con diligencia (que viene del verbo latino diligere y significa "amar"), aquello deja de ser insignificante, primeramente porque la persona crece para dentro, se enriquece, y luego porque de esa manera sirve del mejor modo a los demás.

Hay como una luz interior encendida (puede llamarse también motivación, motor propio, deseo auténtico, etc.) capaz de convertir lo aburrido y tedioso en apasionante.

Puede ser el secreto de la felicidad de una persona, una virtud superior a la del legendario Rey Midas, que convertía en oro lo que tocaba: convertir lo pequeño en grandioso por el amor que se pone y el servicio que se presta.

Al mismo tiempo es de sentido común que, desde donde estamos, es desde donde podemos, en la medida de nuestras posibilidades, poner remedio a los desórdenes que aquejan la sociedad.

Así podemos entender mejor el mensaje de este santo de nuestros tiempos: "Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" ("Conversaciones", n. 114).

El autor es Vicario del Opus Dei en Monterrey.

Pbro. Carlos Núñez Aispuro // El Norte