Recordando a un santo

En el octavo aniversario de la canonización de San Josemaría Escrivá, el autor, al hilo de algunos recuerdos personales, expone un aspecto fundamental de la espiritualidad del Fundador del Opus Dei: la Filiación Divina.

Cuando éramos niños, algunos compañeros del salón de clases solíamos ir de campamento y excursión a un lugar muy bello: "La Laguna Encantada", cerca de Ciudad Obregón, Sonora, de donde todos éramos originarios.

–¡Allá, entre las estrellas, se encuentra Dios! Allá también está el Cielo y el Señor está acompañado siempre de sus ángeles y santos y algún día iremos también a acompañarle felices, para siempre.

La idea resultaba hermosa, algo esperanzadora, pero reconozco que nunca me satisfizo lo suficiente porque en mi mente infantil pensaba: –Si Dios nos quiere tanto, ¿cómo es posible que habite tan lejos de nosotros, tan ajeno a lo que nos sucede día con día? Me resultaba una visión de un Dios un tanto frío, impersonal y distante al cotidiano acontecer de los hombres.

En el bachillerato, hacia 1968, mi hermana Yoli me prestó un libro titulado: "Camino", cuyo autor era Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. En sus páginas me encontré con un pensamiento que me cambió radicalmente esta concepción de Dios. En su punto número 267, escribe el autor:

"Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. –Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.

"Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos–, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando (…).

Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar alegres siempre?” (Forja, No. 266)

"Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos".

Cuando en 1971 entré en contacto con el Opus Dei, a través de una residencia universitaria ubicada en la colonia Condesa de la Ciudad de México, me enteré que la Filiación Divina era una predicación constante de Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador de esta institución de la Iglesia, con una espiritualidad eminentemente laical y extendida por los cinco continentes. Al poco tiempo pedí mi admisión en esta Obra de Dios.

¡Tú eres mu hijo!

¿Cuál era el mensaje de este santo fundador? Que a Dios se le puede encontrar cotidianamente a través del estudio o el trabajo profesional bien hecho, que todos estamos llamados a la santidad en la vida ordinaria y a hacer apostolado con nuestros colegas, familiares y amigos.

Así que pronto invité a algunos amigos, compañeros de universidad, a que participaran de los medios de formación espiritual de esta residencia. Se me quedó muy grabado en la memoria, un comentario que me hizo un estudiante de Ingeniería de la UNAM: –Oye, en esta residencia observo que siempre que vengo todos están muy alegres y de buen humor. ¿Qué todos los miembros del Opus Dei hacen el compromiso de vivir la alegría?

Recuerdo que algo le contesté, pero esa pregunta me hizo pensar mucho. Luego la medité despacio y caí en la cuenta de que aquella era una idea que nos predicaba con su ejemplo y nos enseñaba con insistencia Monseñor Escrivá de Balaguer: que el fundamento de nuestra vida espiritual, de nuestro ser de cristianos es la Filiación Divina. Y que, por lo tanto, una consecuencia práctica que salía de modo espontáneo era la alegría.

Se trata de una maravillosa y estupenda realidad: ¡somos hijos de Dios! Pase lo que pase, estemos en problemas, con adversidades, con alguna enfermedad o en plenitud de vigor y de salud: somos hijos predilectos de nuestro Padre Dios, estamos de continuo en sus manos amorosas y, en consecuencia, nada ni nadie nos puede quitar la paz ni el gozo interior.

Todo esto tiene una explicación histórica a partir de un hecho sobrenatural en la vida de este santo de nuestro tiempo. Había fundado el Opus Dei el 2 de octubre de 1928 en Madrid, España. Pero pronto se encontró con grandes dificultades de incomprensión para el desarrollo de esta Obra de Dios.

En octubre de 1931, cuenta San Josemaría que, apesadumbrado por un alud de malas noticias, se subió a un tranvía en una céntrica avenida de Madrid. Le parecía que se había topando contra un muro infranqueable de problemas y no vislumbraba solución alguna.

Canonización del Fundador del Opus Dei, 6/X/2002

De pronto, en su asiento, en medio de la calle y de aquel traqueteo del tranvía, como respuesta a esas amargas dificultades, afirma que escuchó en su interior la voz de Dios, que con una fuerza irresistible e innegable, le clamaba estas palabras del Salmo Segundo: “¡Tú eres mi hijo!”.

Y narra que sintió una alegría y un gozo indescriptibles, inefables. Bajó del tranvía, casi tambaleándose bajo el impulso de esta clara y confiada protección divina, sin poder repetir más que una y otra vez, también con las palabras de la Sagrada Escritura: “Abba!, Pater!”. Esto es: “¡Padre, Padre mío!”.

Este suceso extraordinario marcó para siempre la vida de San Josemaría. Después, sufrió persecución durante la Guerra Civil española, en la que abundaron los odios anticlericales, incluso estuvo cerca de morir; sufrió también muchas incomprensiones, calumnias; se encontró con obstáculos importantes; padeció también enfermedades graves, pero jamás perdió ese sentido de su Filiación Divina.

En conclusión, fue un hombre santo que tuvo una confianza ilimitada en Dios porque siempre se sintió su hijo muy querido, y el Señor –como es lógico– no se dejó ganar en generosidad ante esa respuesta suya tan plena y decidida.

El 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, Su Santidad Juan Pablo II lo canonizó y le llamó “el santo de la vida ordinaria”.

Raúl Espinoza Aguilera // Yo Influyo