Viaje apostólico del Papa Francisco a Kazajistán

Intervenciones del Papa Francisco en el viaje apostólico a Kazajistán (13-15 de septiembre de 2022).

El Papa Francisco ha definido su viaje a Kazajistán para participar en el Congreso de Líderes de las Religiones del Mundo como una "peregrinación de diálogo y de paz", y pidió la oración de los fieles para que le acompañen en su viaje.

Enlace relacionado: historias de personas del Opus Dei en Kazajistán

Martes, 13 de septiembre de 2022

- Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la "Sala de Conciertos Qazaq"

Miércoles, 14 de septiembre de 2022

- Apertura de la sesión plenaria del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales en el Palacio de la Independencia

- Santa Misa en la Plaza de la Exposición

Jueves, 15 de septiembre de 2022

- Encuentro con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y agentes pastorales en la Catedral de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

- Lectura de la Declaración final y clausura del Congreso en el Palacio de la Independencia


Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la "Sala de Conciertos Qazaq"

Señor Presidente de la República,
distinguidos miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático,
ilustres Autoridades religiosas y civiles,
insignes Representantes de la sociedad civil y del mundo de la cultura,
señoras y señores:

Los saludo cordialmente, agradecido por las palabras que me ha dirigido el señor Presidente. Estoy honrado de estar aquí con ustedes, en esta tierra tan extensa como antigua, a la que vengo como peregrino de paz, en busca de diálogo y unidad. Nuestro mundo lo necesita con urgencia, necesita volver a encontrar la armonía. Armonía que en este país puede estar bien representada por un instrumento musical tradicional y característico, del que me han hablado: el dombra. Este constituye un emblema cultural y uno de los símbolos más importantes de Kazajistán, tanto que recientemente se le dedicó una jornada específica. Quisiera asumir el dombra como elemento en torno al cual articular lo que deseo compartir con ustedes.

Preparándome para este viaje supe que algunos modelos del dombra ya se utilizaban en la época medieval y que éste, a lo largo de los siglos, acompañó con música los relatos de sagas y obras poéticas, uniendo el pasado y el presente. Símbolo de continuidad en la diversidad, acompasa por tanto la memoria del País, y evoca así la importancia, frente a los rápidos cambios económicos y sociales en curso, de no descuidar los vínculos con la vida de quienes nos han precedido, también por medio de esas tradiciones que permiten atesorar el pasado y valorar cuanto se ha recibido como herencia. Pienso, por ejemplo, en la hermosa costumbre aquí extendida de hornear, el viernes por la mañana, siete panes en honor de los antepasados.

La memoria de Kazajistán, que el Papa Juan Pablo II al venir aquí como peregrino definió «tierra de mártires y creyentes, tierra de deportados y héroes, tierra de pensadores y artistas» (Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 22.9.2001), lleva impresa una gloriosa historia de cultura, humanidad y sufrimiento. ¿Cómo no recordar, en particular, los campos de prisioneros y las deportaciones en masa que han visto a tantas poblaciones oprimidas en las ciudades y en las vastas estepas de estas regiones? Pero los kazajos no se dejaron cautivar por esos atropellos; y de la memoria de la reclusión floreció la atención por la inclusión. Que, en esta tierra, transitada desde la antigüedad por grandes movimientos de pueblos, el recuerdo del sufrimiento y de las pruebas experimentadas sea un bagaje indispensable para encaminarse hacia el futuro poniendo en primer lugar la dignidad del hombre, de todo hombre, y de todo grupo étnico, social y religioso.

Volvamos al dombra. Este se utiliza tocando sus dos cuerdas. También Kazajistán está caracterizado por la capacidad de proceder creando armonía entre “dos cuerdas paralelas”, las temperaturas tan rigurosas en invierno como elevadas en verano; la tradición y el progreso, simbolizadas por el encuentro de ciudades históricas con otras modernas, como esta capital. Sobre todo, resuenan en el país las notas de dos almas, la asiática y la europea, que tienen una permanente «misión de conexión entre dos continentes» (Íd., Discurso a los jóvenes, 23.9.2001); «un puente entre Europa y Asia», un «eslabón de unión entre Oriente y Occidente» (Íd., Discurso en la ceremonia de despedida, 25.9.2001). Las cuerdas del dombra resuenan habitualmente junto a otros instrumentos de arco típicos de estos lugares. La armonía madura y crece en el conjunto, en la coralidad que hace armoniosa la vida social. «La fuente del éxito es la unidad», recita un hermoso proverbio local. Si eso vale en todas partes, aquí de modo particular. Alrededor de ciento cincuenta grupos étnicos y más de ochenta lenguas presentes en el país, con historias, tradiciones culturales y religiosas variadas, componen una sinfonía extraordinaria y hacen de Kazajistán un taller multiétnico, multicultural y multirreligioso único, revelando su vocación peculiar, la de ser país del encuentro.

Estoy aquí para subrayar la importancia y la urgencia de dicho aspecto, al que las religiones están llamadas a contribuir de modo particular; por eso tendré el honor de participar en el séptimo Congreso de Líderes de las Religiones mundiales y tradicionales. Oportunamente la Constitución de Kazajistán, al definirlo laico, prevé la libertad de religión y de credo. Una laicidad sana, que reconozca el rol valioso e insustituible de la religión y se contraponga el extremismo que la corroe, representa una condición esencial para el trato equitativo de cada ciudadano, además de favorecer el sentido de pertenencia al país por parte de todos sus elementos étnicos, lingüísticos, culturales y religiosos. Las religiones, en efecto, mientras desarrollan el rol insustituible de buscar y dar testimonio del Absoluto, necesitan la libertad de expresión. Y, por tanto, la libertad religiosa constituye el mejor cauce para la convivencia civil.

Se trata de una necesidad grabada en el nombre de este pueblo, en la palabra “kazajo”, que evoca precisamente el caminar libre e independiente. La tutela de la libertad, aspiración inscrita en el corazón de todo hombre, única condición para que el encuentro entre las personas y los grupos sea real y no artificial, se traduce en la sociedad civil principalmente por medio del reconocimiento de los derechos, acompañados de los deberes. Desde este punto de vista, quisiera expresar aprecio por la afirmación del valor de la vida humana mediante la abolición de la pena de muerte, en nombre del derecho de todo ser humano a la esperanza. Junto a eso, es importante garantizar la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión, para dar espacio al rol único y equitativo que cada uno ocupa en el conjunto.

También en esto el dombra puede sernos de estímulo, ya que es principalmente un instrumento musical popular y, en cuanto tal, comunica la belleza de conservar el genio y la vivacidad de un pueblo. Eso es lo que se confía en primer lugar a las autoridades civiles, primeras responsables en la promoción del bien común, y se realiza de modo especial en el apoyo a la democracia, que constituye la forma más adecuada para que el poder se traduzca en servicio a favor de todo el pueblo y no sólo de unos pocos. Sé que se ha comenzado, sobre todo en los últimos meses, un proceso de democratización dirigido a reforzar las competencias del Parlamento y de las Autoridades locales y, en términos más generales, una mayor distribución del poder. Se trata de un camino meritorio y exigente que, ciertamente, no es breve y que requiere proseguir hacia la meta sin volverse atrás. En efecto, la confianza en quien gobierna aumenta cuando las promesas no terminan siendo instrumentales, sino que se cumplen efectivamente.

Es necesario —en todas partes— que la democracia y la modernización no se queden sólo en palabras, sino que confluyan en un servicio concreto al pueblo: una buena política hecha de escucha de la gente y de respuestas a sus necesidades legítimas, de una constante implicación de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales y humanitarias, con una atención particular respecto a los trabajadores, los jóvenes y los sectores más débiles. Y también —todos los países del mundo lo necesitan— medidas para luchar contra la corrupción. Este estilo político realmente democrático es la respuesta más eficaz a posibles extremismos, personalismos y populismos, que amenazan la estabilidad y el bienestar de los pueblos. Pienso también en la necesidad de una cierta seguridad económica, que aquí al inicio del año ha sido pedida en regiones donde, no obstante los ingentes recursos energéticos, se advierten diversas dificultades. Es un desafío que atañe no sólo a Kazajistán, sino al mundo entero, cuyo desarrollo integral está secuestrado por una injusticia difundida, que provoca una distribución desigual de los recursos. Y es tarea del Estado, pero también del sector privado, tratar a todos los integrantes de la población con justicia y paridad de derechos y deberes, y promover el desarrollo económico no en razón de las ganancias de unos pocos, sino de la dignidad de cada trabajador.

Volvemos por última vez al dombra —dirán que este Papa es músico—. Este une a Kazajistán con diversos países de la región y contribuye a difundir la cultura en el mundo. Espero que, del mismo modo, el nombre de este gran país siga siendo sinónimo de armonía y de paz. Kazajistán se configura como encrucijada de importantes intersecciones geopolíticas; lo que le da, por tanto, un rol fundamental en la atenuación de los conflictos. Juan Pablo II vino aquí a sembrar esperanza, inmediatamente después de los trágicos atentados del 2001. Yo llego aquí mientras está en curso la insensata y trágica guerra originada por la invasión de Ucrania, mientras otros enfrentamientos y amenazas de conflictos ponen en peligro nuestra época. Vengo para amplificar el grito de tantos que imploran la paz, camino de desarrollo esencial para nuestro mundo globalizado. Y la paz es esto, una vía de desarrollo esencial para nuestro mundo globalizado.

Por lo tanto, es cada vez más apremiante la necesidad de extender el compromiso diplomático en favor del diálogo y del encuentro, porque el problema de algunos es hoy problema de todos, y quien ostenta más poder en el mundo tiene más responsabilidad respecto a los demás, especialmente a los países más expuestos a las crisis causadas por la lógica del conflicto. Esto es a lo que se debería mirar, no sólo a los intereses que redundan en beneficio propio. Es la hora de evitar la intensificación de rivalidades y el fortalecimiento de bloques contrapuestos. Necesitamos líderes que, a nivel internacional, permitan a los pueblos entenderse y dialogar, y generen un nuevo “espíritu de Helsinki”, la voluntad de reforzar el multilateralismo, de construir un mundo más estable y pacífico pensando en las nuevas generaciones. Y para hacer esto es necesario la comprensión, la paciencia y el diálogo con todos. Repito, con todos.

Pensando precisamente en el compromiso global por la paz, expreso mi gran estima por la renuncia a los armamentos nucleares que este país ha emprendido con decisión; así como por el desarrollo de políticas energéticas y ambientales centradas en la descarbonización y la inversión en fuentes renovables, que la Exposición internacional de cinco años atrás puso de relieve. Junto a la atención por el diálogo interreligioso, son semillas concretas de esperanza plantadas en el terreno común de la humanidad, que a nosotros nos corresponde cultivar para las generaciones venideras; para los jóvenes, cuyos deseos es necesario considerar para tomar las decisiones de hoy y de mañana. La Santa Sede está cerca de ustedes en este itinerario; inmediatamente después de la independencia del país, hace treinta años, se establecieron las relaciones diplomáticas, y estoy contento de visitar el país en la proximidad de este aniversario. Aseguro que los católicos, presentes en Asia central desde tiempos antiguos, desean seguir testimoniando el espíritu de apertura y diálogo respetuoso que distingue esta tierra. Y lo hacen sin espíritu de proselitismo.

Señor Presidente, queridos amigos, les agradezco la acogida que me han dispensado y que revela su bien conocido sentido de hospitalidad, además de tener la oportunidad de vivir estos días de diálogo fraterno junto a los líderes de muchas religiones. Que el Altísimo bendiga la vocación de paz y unidad de Kazajistán, país del encuentro. A ustedes, que tienen la responsabilidad prioritaria del bien común, y a cada uno de los habitantes de este país, les expreso mi alegría por estar aquí y la voluntad de acompañar con la oración y la cercanía todo esfuerzo por un futuro próspero y armonioso de este gran país. Raqmét! [¡Gracias!] ¡Que Dios bendiga Kazajistán!

Apertura de la sesión plenaria del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales en el Palacio de la Independencia

Hermanos y hermanas:

Permítanme que me dirija a ustedes con estas palabras directas y familiares: hermanos y hermanas. De esta manera deseo saludarlos, Líderes religiosos y Autoridades, miembros del Cuerpo diplomático y de las Organizaciones internacionales, Representantes de instituciones académicas y culturales, de la sociedad civil y de diversas organizaciones no gubernamentales, en nombre de esa fraternidad que nos une a todos, como hijos e hijas del mismo cielo.

Ante el misterio del infinito que nos sobrepasa y nos atrae, las religiones nos recuerdan que somos criaturas; no somos omnipotentes, sino mujeres y hombres en camino hacia la misma meta celestial. La condición de criaturas que compartimos instaura así una comunión, una auténtica fraternidad. Nos recuerda que el sentido de la vida no puede reducirse a nuestros intereses personales, sino que se inscribe en la hermandad que nos caracteriza. Sólo crecemos con los demás y gracias a los demás. Queridos Líderes y Representantes de las religiones mundiales y tradicionales, nos encontramos en una tierra transitada a lo largo de los siglos por grandes caravanas. En estos lugares, también por medio de la antigua ruta de la seda, se han entretejido muchas historias, ideas, creencias y esperanzas. Que Kazajistán pueda ser una vez más tierra de encuentro entre quienes están distanciados. Que pueda abrir una nueva ruta de encuentro, basada en las relaciones humanas: el respeto, la honestidad del diálogo, el valor imprescindible de cada uno, la colaboración; un camino para recorrer juntos hacia la paz.

Ayer tomé prestada la imagen del dombra; quisiera hoy asociar al instrumento musical una voz, la del poeta más célebre del país, padre de su literatura moderna, el educador y compositor que a menudo se representa precisamente junto al dombra. Abai (1845-1904), como se lo conoce popularmente, nos ha dejado escritos impregnados de religiosidad, en los que se refleja lo mejor del espíritu de este pueblo, una sapiencia armoniosa, que desea la paz y la busca interrogándose con humildad, anhelando una sabiduría digna del hombre, nunca encerrada en visiones limitadas y estrechas, sino dispuesta a dejarse inspirar por múltiples experiencias. Abai nos provoca con una pregunta imperecedera: «¿Cuál es la belleza de la vida, si no se va en profundidad?» (Poesía, 1898). Otro poeta se preguntaba el sentido de la existencia, poniendo en labios de un pastor de estas inconmensurables tierras de Asia una pregunta igualmente esencial: «¿Adónde tiende este vagar mío, tan breve?» (G. Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia). Interrogantes como este son los que suscitan la necesidad de la religión, y nos recuerdan que nosotros seres humanos no existimos para satisfacer intereses terrenos y para establecer relaciones de naturaleza meramente económica, sino para caminar juntos, como peregrinos con la mirada dirigida al cielo. Necesitamos encontrar un sentido a las preguntas últimas, cultivar la espiritualidad; necesitamos, decía Abai, mantener «despierta el alma y clara la mente» (Palabra 6).

Hermanos y hermanas, el mundo espera de nosotros el ejemplo de almas despiertas y de mentes claras, espera una religiosidad auténtica. Ha llegado la hora de despertarse de ese fundamentalismo que contamina y corroe todo credo, la hora de hacer que el corazón se vuelva transparente y compasivo. Pero también es la hora de dejar sólo a los libros de historia los discursos que, por demasiado tiempo, aquí y en otros sitios, han inculcado sospechas y desprecio respecto a la religión, como si fuera un factor de desestabilización de la sociedad moderna. En este lugar es bien conocida la herencia del ateísmo de Estado, impuesto por decenios, esa mentalidad opresora y sofocante por la cual el simple uso de la palabra “religión” era incómodo. En realidad, las religiones no son un problema, sino parte de la solución para una convivencia más armoniosa. La búsqueda de la trascendencia y el valor sagrado de la fraternidad pueden, en efecto, inspirar e iluminar las decisiones a tomar en el contexto de las crisis geopolíticas, sociales, económicas y ecológicas —pero, en la raíz, espirituales— que atraviesan muchas instituciones en la actualidad, también las democracias, poniendo en peligro la seguridad y la concordia entre los pueblos. Por tanto, necesitamos la religión para responder a la sed de paz del mundo y a la sed de infinito que habita en el corazón de todo hombre.

Por eso, una condición esencial para un desarrollo verdaderamente humano e integral es la libertad religiosa. Hermanos, hermanas, somos criaturas libres. Nuestro Creador se ha “hecho a un lado por nosotros”, ha “limitado” su libertad absoluta —por así decirlo— para hacer también de nosotros unas criaturas libres. ¿Cómo podemos entonces obligar a algunos hermanos en su nombre? «Mientras creemos y adoramos —enseñaba Abai—, no debemos decir que podemos obligar a los demás a creer y adorar» (Palabra 45). La libertad religiosa es un derecho fundamental, primario e inalienable, que es necesario promover en todas partes y que no puede limitarse únicamente a la libertad de culto. De hecho, es un derecho de toda persona dar testimonio público de la propia fe; proponerla sin imponerla nunca. Es la buena práctica del anuncio, diferente del proselitismo y del adoctrinamiento, de los que todos están llamados a mantener distancia. Relegar a la esfera de lo privado el credo más importante de la vida privaría a la sociedad de una riqueza inmensa; favorecer, por el contrario, ambientes donde se respire una respetuosa convivencia de las diversidades religiosas, étnicas y culturales es el mejor modo para valorar las características específicas de cada uno, de unir a los seres humanos sin uniformarlos, de promover sus aspiraciones más altas sin cortar su impulso.

Por tanto, he aquí el valor actual, junto al valor inmortal de la religión, que Kazajistán promueve admirablemente, acogiendo desde hace una veintena de años este Congreso de relevancia mundial. La presente edición nos lleva a reflexionar sobre nuestro rol en el desarrollo espiritual y social de la humanidad durante el período pospandémico.

La pandemia, entre vulnerabilidad y cuidados, representa el primero de cuatro desafíos globales que quisiera indicar y que llaman a todos —aunque de manera especial a las religiones— a una mayor unidad de propósitos. El Covid-19 nos ha puesto a todos en igualdad de condiciones. Nos ha hecho entender que, como decía Abai, «no somos demiurgos, sino mortales» (ibíd.). Todos nos hemos sentido frágiles, todos necesitados de asistencia; ninguno plenamente autónomo, ninguno completamente autosuficiente. Pero ahora no podemos dilapidar la necesidad de solidaridad que hemos percibido siguiendo adelante como si no hubiera ocurrido nada, sin dejarnos interpelar por la exigencia de afrontar juntos las urgencias que conciernen a todos. Las religiones no deben ser indiferentes a esto; están llamadas a ir al frente, a ser promotoras de unidad ante las pruebas que amenazan con dividir aún más la familia humana.

Específicamente, nos corresponde a nosotros, que creemos en la Divinidad, ayudar a los hermanos y las hermanas de nuestra época a no olvidar la vulnerabilidad que nos caracteriza, a no caer en falsas presunciones de omnipotencia suscitadas por los progresos técnicos y económicos, que en sí mismos no bastan; a no dejarse enredar por los lazos del beneficio y la ganancia, como si fueran los remedios a todos los males; a no secundar un desarrollo insostenible que no respete los límites impuestos por la creación; a no dejarse anestesiar por el consumismo que aturde, porque los bienes son para el hombre y no el hombre para los bienes. Es decir que nuestra común vulnerabilidad, que se manifestó durante la pandemia, debería estimularnos a no seguir adelante como antes, sino con mayor humildad y amplitud de miras.

Los creyentes en la pospandemia, además de sensibilizarse sobre nuestra fragilidad y responsabilidad, están llamados al cuidado; a hacerse cargo de la humanidad en todas sus dimensiones, volviéndose artesanos de comunión —repito la palabra, artesanos de comunión—, testigos de una colaboración que supere los cercos de las propias pertenencias comunitarias, étnicas, nacionales y religiosas. Pero, ¿cómo emprender una misión tan ardua? ¿Por dónde comenzar? Por escuchar a los más débiles, por dar voz a los más frágiles, por hacerse eco de una solidaridad global que, en primer lugar, se refiera a ellos, a los pobres, a los necesitados que más han sufrido la pandemia, la cual ha hecho emerger prepotentemente la iniquidad de las desigualdades en el planeta. ¡Cuántos, todavía hoy, no tienen fácil acceso a las vacunas! ¡Cuántos! Estamos de su parte, no de la parte del que tiene más y da menos; seamos conciencias proféticas y valientes, hagámonos prójimos a todos, pero especialmente a los tantos olvidados de hoy, a los marginados, a los sectores más débiles y pobres de la sociedad, a aquellos que sufren a escondidas y en silencio, lejos de los reflectores. Lo que les propongo no es sólo un camino para ser más sensibles y solidarios, sino un itinerario de sanación para nuestra sociedad. Sí, porque es precisamente la indigencia la que permite que se propaguen las epidemias y otros grandes males que prosperan en el ámbito de las necesidades y las desigualdades. El mayor factor de riesgo de nuestro tiempo sigue siendo la pobreza. A este respecto, Abai se preguntaba sabiamente: «Los que tienen hambre, ¿pueden conservar una mente clara […] y mostrar diligencia en el aprendizaje? Pobreza y litigios […] generan […] violencia y avidez» (Palabra 25). Mientras sigan haciendo estragos la desigualdad y las injusticias, no cesarán virus peores que el Covid: los del odio, la violencia y el terrorismo.

Y esto nos lleva al segundo desafío global que interpela de modo particular a los creyentes: el desafío de la paz. En las últimas décadas, el diálogo entre los responsables de las religiones se ha centrado sobre todo en esta temática. Sin embargo, vemos que nuestros días están aún marcados por el flagelo de la guerra, por un clima de discusiones exasperadas, por la incapacidad de dar un paso atrás y tender la mano al otro. Se necesita un sacudón y se necesita, hermanos y hermanas, que venga de nosotros. Si el Creador, a quien dedicamos la existencia, ha dado origen a la vida humana, ¿cómo podemos nosotros, que nos profesamos creyentes, consentir que ésta sea destruida? Y, ¿cómo podemos pensar que los hombres de nuestro tiempo —muchos de los cuales viven como si Dios no existiera— estén motivados a comprometerse en un diálogo respetuoso y responsable, si las grandes religiones, que constituyen el alma de tantas culturas y tradiciones, no se comprometen activamente por la paz?

Recordando los horrores y los errores del pasado, unamos los esfuerzos, para que nunca más el Omnipotente se vuelva rehén de la voluntad de poder humano. Abai recuerda que “aquel que permite el mal y no se opone al mal no puede ser considerado un verdadero creyente sino, en el mejor de los casos, un creyente tibio” (cf. Palabra 38). Hermanos, hermanas, es necesaria, para todos y para cada uno, una purificación del mal. El gran poeta kazajo insistía en este aspecto, escribiendo que quien «abandona el aprendizaje se priva de una bendición» y «quien no es severo consigo mismo y no es capaz de compasión no puede ser considerado creyente» (Palabra 12). Por tanto, hermanos y hermanas, purifiquémonos de la presunción de sentirnos justos y de no tener nada que aprender de los demás; liberémonos de esas concepciones reductivas y ruinosas que ofenden el nombre de Dios por medio de la rigidez, los extremismos y los fundamentalismos, y lo profanan mediante el odio, el fanatismo y el terrorismo, desfigurando también la imagen del hombre. Sí, porque «la fuente de la humanidad —recuerda Abai— es amor y justicia, […] estas son las coronas de la creación divina» (Palabra 45). No justifiquemos nunca la violencia. No permitamos que lo sagrado sea instrumentalizado por lo que es profano. ¡Que lo sagrado no sea apoyo del poder y el poder no se apoye en la sacralidad!

Dios es paz y conduce siempre a la paz, nunca a la guerra. Comprometámonos, por tanto, aún más, a promover y reforzar la necesidad de que los conflictos se resuelvan no con las ineficaces razones de la fuerza, con las armas y las amenazas, sino con los únicos medios bendecidos por el cielo y dignos del hombre: el encuentro, el diálogo, las tratativas pacientes, que se llevan adelante pensando especialmente en los niños y en las jóvenes generaciones. Estos encarnan la esperanza de que la paz no sea el frágil resultado de negociaciones escabrosas, sino el fruto de un compromiso educativo constante, que promueva sus sueños de desarrollo y de futuro. Abai, en ese sentido, animaba a ampliar el saber, a cruzar el confín de la propia cultura, a abrazar el conocimiento, la historia y la literatura de los demás. Les ruego que invirtamos en esto, no en los armamentos, sino en la instrucción.

Después de los desafíos de la pandemia y de la paz, recabamos un tercer desafío, el de la acogida fraterna. Hoy es grande la dificultad de aceptar al ser humano. Cada día bebés por nacer y niños, migrantes y ancianos son descartados. Hay una cultura del descarte. Numerosos hermanos y hermanas mueren sacrificados en el altar del lucro, envueltos en el incienso sacrílego de la indiferencia. Y, sin embargo, todo ser humano es sagrado. «Homo sacra res homini», decían los antiguos (Séneca, Epistulae morales ad Lucilium, 95,33). Es sobre todo tarea nuestra, de las religiones, recordarlo al mundo. Nunca como ahora presenciamos grandes movimientos de poblaciones, causados por las guerras, la pobreza, los cambios climáticos, en la búsqueda de un bienestar que el mundo globalizado permite conocer, pero al que a menudo es difícil acceder. Un gran éxodo está en curso, desde las regiones más necesitadas se busca alcanzar aquellas con mayor bienestar. Lo vemos todos los días, en las diversas migraciones en el mundo. No es un dato de crónica, es un hecho histórico que requiere soluciones compartidas y amplitud de miras. Ciertamente, defender las propias seguridades adquiridas y cerrar las puertas por miedo viene de manera instintiva; es más fácil sospechar del extranjero, acusarlo y condenarlo antes que conocerlo y entenderlo. Pero es nuestro deber recordar que el Creador, que vela los pasos de toda criatura, nos exhorta a tener una mirada semejante a la suya, una mirada que reconozca el rostro del hermano. Al hermano migrante es necesario recibirlo, acompañarlo, promoverlo e integrarlo.

La lengua kazaja invita a tener esta mirada acogedora; en ella “amar” significa literalmente “tener una mirada buena sobre alguien”. Pero también la cultura tradicional de estas regiones afirma la misma cosa por medio de un hermoso proverbio popular: «Si encuentras a alguien, intenta hacerlo feliz, quizá sea la última vez que lo veas». Si el culto de la hospitalidad esteparia recuerda el valor irrenunciable de todo ser humano, Abai lo establece diciendo que «el hombre debe ser amigo del hombre» y que dicha amistad se funda en un intercambio universal, porque las realidades importantes de la vida y después de la vida son comunes. Y, por tanto, sentencia, «todas las personas son huéspedes unas de otras» y «el mismo hombre es un huésped en esta vida» (Palabra 34). Redescubramos el arte de la hospitalidad, de la acogida, de la compasión. Y aprendamos también a avergonzarnos; sí, a experimentar esa sana vergüenza que nace de la piedad por el hombre que sufre, de la conmoción y del asombro por su condición, por su destino, del cual nos sentimos partícipes. El camino de la compasión es el que nos hace más humanos y más creyentes. Depende de nosotros, además de afirmar la dignidad inviolable de todo hombre, enseñar a llorar por los demás, porque sólo seremos verdaderamente humanos si percibimos como nuestras las fatigas de la humanidad.

Nos interpela un último desafío global: el cuidado de la casa común. Frente a los cambios climáticos es necesario protegerla, para que no sea sometida a las lógicas de las ganancias, sino preservada para las generaciones futuras, para alabanza del Creador. Escribía Abai: «¡Qué mundo maravilloso nos ha dado el Creador! Él nos dio su luz con magnanimidad y generosidad. Cuando la madre tierra nos albergó en su seno, nuestro Padre celestial se inclinó sobre nosotros con solicitud» (de la poesía “Primavera”). El Altísimo ha dispuesto con cuidado amoroso una casa común para la vida. Y nosotros, que nos profesamos suyos, ¿cómo podemos permitir que se contamine, se maltrate y se destruya? También en este desafío unamos esfuerzos. No es el último por importancia, sino que se une al primero, al de la pandemia. Virus como el Covid-19, que, aun siendo microscópicos, son capaces de erosionar las grandes ambiciones del progreso, a menudo están vinculados a un equilibrio deteriorado —en gran parte por nuestra causa— con la naturaleza que nos rodea. Pensemos por ejemplo en la deforestación, en el comercio ilegal de animales vivos, en los criaderos intensivos. Es la mentalidad de la explotación que devasta la casa que habitamos. No sólo eso; lleva a eclipsar esa visión respetuosa y religiosa del mundo querida por el Creador. Por eso es imprescindible favorecer y promover el cuidado de la vida en todas sus formas.

Queridos hermanos y hermanas, sigamos adelante juntos, para que el camino de las religiones sea cada vez más amistoso. Abai decía que «un falso amigo es como una sombra, cuando el sol resplandece sobre ti, no te liberarás de él, pero cuando las nubes se condensan sobre ti, no se verá por ninguna parte» (Palabra 37). Que no nos suceda esto, que el Altísimo nos libre de las sombras de la sospecha y de la falsedad, que nos conceda cultivar amistades luminosas y fraternas, por medio del diálogo asiduo y la franca sinceridad de las intenciones. Y quisiera agradecer aquí por el esfuerzo que hace Kazajistán en relación a este tema: siempre tratando de unir, siempre intentando que se propicie el diálogo, siempre procurando que se entablen lazos de amistad. Este es un ejemplo que nos da Kazajistán a todos nosotros y debemos seguirlo, secundarlo. No busquemos falsos sincretismos conciliadores —no sirven—, sino más bien conservemos nuestras identidades abiertas a la valentía de la alteridad, al encuentro fraterno. Sólo así, por este camino, en los tiempos oscuros que vivimos, podremos irradiar la luz de nuestro Creador. ¡Gracias a todos!

Santa Misa en la Plaza de la Exposición

La cruz es un patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día de fiesta celebramos la exaltación de la Cruz de Cristo. Porque sobre ese leño Jesús ha tomado sobre sí nuestro pecado y el mal del mundo, y los ha vencido con su amor. Por eso hoy festejamos. Nos lo narra la Palabra de Dios que hemos escuchado, contrastando, por un lado, las serpientes que muerden y, por el otro, la serpiente que salva. Detengámonos en estas dos imágenes.

En primer lugar, las serpientes que muerden. Estas atacan al pueblo, caído por enésima vez en el pecado de la murmuración. Murmurar contra Dios significa no sólo hablar mal y quejarse de Él; quiere decir, más profundamente, que el corazón de los israelitas ya no confía en Él, en su promesa. De hecho, el pueblo de Dios está caminando en el desierto hacia la tierra prometida y se encuentra abrumado por el cansancio, no soporta el viaje (cf. Nm 21,4). De manera que se desanima, pierde la esperanza, y llega un momento en que parece que se ha olvidado de la promesa del Señor. Esa gente no tiene ya la fuerza para creer que es Él quien guía su camino hacia una tierra rica y fecunda.

No es casual que, agotándose la confianza en Dios, el pueblo sea mordido por las serpientes que matan. Estas hacen recordar la primera serpiente de la que habla la Biblia en el libro del Génesis, el tentador que envenena el corazón del hombre para hacerlo dudar de Dios. De ese modo el diablo, precisamente bajo la forma de serpiente, cautiva a Adán y Eva, engendra en ellos desconfianza convenciéndoles de que Dios no es bueno, más aún, de que Él envidia su libertad y su felicidad. Y ahora, en el desierto, vuelven las serpientes, unas «serpientes abrasadoras» (v. 6); es decir, vuelve el pecado de los orígenes: los israelitas dudan de Dios, no se fían de Él, murmuran, se rebelan contra Aquél que les dio la vida y de ese modo van al encuentro de la muerte. ¡Hasta ahí lleva la desconfianza del corazón!

Queridos hermanos y hermanas, esta primera parte de la narración nos llama a mirar con detenimiento los momentos de nuestra historia personal y comunitaria en los que ha decaído la confianza, en el Señor y entre nosotros. Cuántas veces, desalentados e intolerantes, nos hemos marchitado en nuestros desiertos, perdiendo de vista la meta del camino. También en este gran país está el desierto que, mientras ofrece un espléndido paisaje, nos habla de esa fatiga, de esa aridez que a veces llevamos en el corazón. Son los momentos de cansancio y de prueba, en los que ya no tenemos fuerzas para levantar la mirada hacia Dios; son las situaciones de la vida personal, eclesial y social en las que nos muerde la serpiente de la desconfianza, que inyecta en nosotros los venenos de la desilusión y del desaliento, del pesimismo y de la resignación, encerrándonos en nuestro “yo”, apagando nuestro entusiasmo.

Pero en la historia de esta tierra no han faltado otras mordeduras dolorosas. Pienso en las serpientes abrasadoras de la violencia, de la persecución atea; en un camino a veces tortuoso durante el cual la libertad del pueblo fue amenazada, y su dignidad herida. Nos hace bien custodiar el recuerdo de todo lo que se ha sufrido; no hay que eliminar de la memoria ciertas oscuridades, pues de otro modo se puede creer que son agua pasada y que el camino del bien está encauzado para siempre. No, la paz nunca se consigue de una vez por todas, se conquista cada día, del mismo modo que la convivencia entre las etnias y las tradiciones religiosas, el desarrollo integral y la justicia social. Y para que Kazajistán crezca todavía más «en la fraternidad, en el diálogo y en la comprensión […] para “construir puentes” de cooperación solidaria con otros pueblos, naciones y culturas» (S. Juan Pablo II, Discurso durante la ceremonia de bienvenida, 22 de septiembre de 2001), es necesario el compromiso de todos. Más aún, es necesario un renovado acto de fe en el Señor; mirar hacia lo alto, mirarlo a Él, y aprender de su amor universal y crucificado.

Llegamos así a la segunda imagen: la serpiente que salva. Mientras el pueblo muere a causa de las serpientes abrasadoras, Dios escucha la oración de intercesión de Moisés y le dice: «Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado» (Nm 21,8). De hecho, «cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado» (v. 9). Pero, podríamos preguntarnos: ¿Por qué Dios, en vez de dar estas complicadas instrucciones a Moisés, no ha destruido simplemente las serpientes venenosas? Este modo de proceder nos revela su forma de actuar contra el mal, el pecado y la desconfianza de la humanidad. Tanto entonces como ahora, en la gran batalla espiritual que habita la historia hasta el final, Dios no destruye las bajezas que el hombre sigue libremente; las serpientes venenosas no desaparecen, todavía están ahí, al acecho, siempre pueden morder. Entonces, ¿qué ha cambiado? ¿Qué hace Dios?

Jesús lo explica en el Evangelio: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna» (Jn 3,14-15). Este es el cambio radical, ha llegado a nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a la muerte. Ante nuestras bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la mirada puesta en Jesús, las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque Él, en la cruz, ha tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha derrotado su poder destructivo. Esto es lo que ha hecho el Padre ante la difusión del mal en el mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a nosotros como nunca habríamos podido imaginar: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Esta es la infinita grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la cruz —podríamos decir— “se ha hecho serpiente” para que, mirándolo a Él, podamos resistir las mordeduras venenosas de las serpientes malignas que nos atacan.

Hermanos y hermanas, este es el camino, el camino de nuestra salvación, de nuestro renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado. Desde esa altura podemos ver nuestra vida y la historia de nuestros pueblos de un modo nuevo. Porque desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio; aprendemos la compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la venganza. Los brazos extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios quiere acogernos. Y nos muestran la fraternidad que estamos llamados a vivir entre nosotros y con todos. Nos indican el camino, el camino cristiano; no el de la imposición y la coacción, del poder o de la relevancia, nunca el camino que empuña la cruz de Cristo contra los demás hermanos y hermanas por quienes Él ha dado la vida. El camino de Jesús, el camino de la salvación, es otro: es el camino del amor humilde, gratuito y universal, sin condiciones y sin “peros”.

Sí, porque Cristo, sobre el leño de la cruz, ha extraído el veneno a la serpiente del mal, y ser cristianos significa vivir sin venenos. Es decir, no mordernos entre nosotros, no murmurar, no acusar, no chismorrear, no difundir maldades, no contaminar el mundo con el pecado y con la desconfianza que vienen del Maligno. Hermanos, hermanas, hemos renacido del costado abierto de Jesús en la cruz; que no haya entre nosotros ningún veneno mortal (cf. Sb 1,14). Oremos, más bien, para que por la gracia de Dios podamos ser cada vez más cristianos, testigos alegres de la vida nueva, del amor y de la paz.

Palabras de agradecimiento al finalizar la Santa Misa

Gracias, Mons. Peta, por sus palabras, gracias por todo el esfuerzo realizado para preparar esta Celebración y mi visita. A este respecto, deseo renovar un cordial agradecimiento a las Autoridades civiles y religiosas del país. Los saludo a todos ustedes, hermanos y hermanas, de modo particular a los que han llegado de otros países de Asia central y de partes lejanas de esta tierra infinita. Bendigo de corazón a los ancianos y a los enfermos, a los niños y a los jóvenes.

Hoy, Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, sintámonos unidos espiritualmente al Santuario nacional de la Reina de la Paz de Oziornoje. Mons. Tomash ha recordado que allí se encuentra una gran cruz, en la que, entre otras cosas, está escrito: “Al pueblo de Kazajistán gratitud” y “a los hombres paz”. La gratitud al Señor por el santo pueblo de Dios que vive en este gran país se une a su esfuerzo por promover el diálogo, y se transforma en súplica de paz, paz de la que nuestro mundo está sediento.

Pienso en tantos lugares martirizados por la guerra, sobre todo en la querida Ucrania. No nos acostumbremos a la guerra, no nos resignemos a lo inevitable. Socorramos a los que sufren e insistamos para que se intente realmente alcanzar la paz. ¿Qué debe suceder aún, qué cantidad de muertos debemos esperar antes de que las rivalidades cedan el paso al diálogo por el bien de la gente, de los pueblos y de la humanidad? La única salida es la paz y el único camino para llegar a ella es el diálogo. He sentido una gran preocupación al enterarme de que en estas horas se han iniciado nuevos focos de tensión en la región caucásica. Sigamos rezando para que, también en estos territorios, la confrontación pacífica y la concordia prevalezcan sobre los conflictos. Que el mundo aprenda a construir la paz, también reduciendo la carrera armamentística y convirtiendo los enormes gastos de guerra en ayudas concretas a la población. Gracias a todos los que creen en esto, gracias a ustedes y a cuantos son mensajeros de la paz y la unidad.

Encuentro con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y agentes pastorales en la Catedral de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Queridos hermanos obispos, sacerdotes y diáconos,
queridos consagrados y consagradas,
seminaristas y agentes de pastoral,
¡buenos días!

Estoy contento de estar aquí entre ustedes, de saludar a la Conferencia Episcopal de Asia Central y de encontrar una Iglesia compuesta por tantos rostros, historias y tradiciones diferentes, todas unidas por la única fe en Cristo Jesús. Agradezco las palabras de Mons. Mumbiela Sierra, que en el saludo comentó: «La mayor parte de nosotros somos extranjeros»; es verdad, porque ustedes provienen de lugares y países diferentes, sin embargo, la belleza de la Iglesia es ésta, que somos una sola familia, en la cual nadie es extranjero. Lo repito: ninguno es extranjero en la Iglesia, ¡somos un solo Pueblo santo de Dios enriquecido por muchos pueblos! Y la fuerza de nuestro pueblo sacerdotal y santo está justamente en hacer de la diversidad una riqueza compartiendo lo que somos y lo que tenemos: nuestra pequeñez se multiplica si la compartimos.

El pasaje de la Palabra de Dios que hemos escuchado afirma justamente esto: el misterio de Dios —dice san Pablo— ha sido revelado a todos los pueblos. No sólo al pueblo elegido o a una élite de personas religiosas, sino a todos. Cada hombre puede acceder a Dios, porque —explica el apóstol— todos los pueblos «participan de una misma herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y beneficiarios de la misma promesa en Cristo Jesús, por medio del Evangelio» (Ef 3,6).

Quisiera destacar dos palabras que usa Pablo: herencia y promesa. Por un lado, una Iglesia hereda siempre una historia, siempre es hija de un primer anuncio del Evangelio, de un evento que la precede, de otros apóstoles y evangelizadores que la establecieron sobre la palabra viva de Jesús; por otro lado, es también la comunidad de aquellos que han visto en Jesús el cumplimiento de la promesa de Dios y, como hijos de la resurrección, viven en la esperanza de la plenitud futura. Sí, somos destinatarios de la gloria prometida, que anima nuestro camino con esa esperanza. Herencia y promesa: la herencia del pasado es nuestra memoria, la promesa del Evangelio es el futuro de Dios que nos sale al encuentro. Quisiera detenerme con ustedes sobre esto: una Iglesia que camina en la historia entre memoria y futuro.

En primer lugar, la memoria. Si hoy en este vasto país, multicultural y multirreligioso, podemos ver comunidades cristianas vivas, así como un sentido religioso que atraviesa la vida de la población, es sobre todo gracias a la rica historia que los precede. Pienso en la difusión del cristianismo en Asia central, la cual ocurrió ya desde los primeros siglos; en tantos evangelizadores y misioneros que se desgastaron difundiendo la luz del Evangelio, fundando comunidades, santuarios, monasterios y lugares de culto. Por tanto, hay una herencia cristiana, ecuménica, que ha de ser honrada y custodiada, una transmisión de la fe que ha visto protagonistas y también tanta gente sencilla, tantos abuelos y abuelas, padres y madres. En el camino espiritual y eclesial no debemos perder de vista el recuerdo de cuantos nos anunciaron la fe, porque hacer memoria nos ayuda a desarrollar el espíritu de contemplación por las maravillas que Dios ha realizado en la historia, aun en medio de las fatigas de la vida y de las fragilidades personales y comunitarias.

Pero pongamos atención: no se trata de mirar hacia atrás con nostalgia, quedándonos estancados en las cosas del pasado y dejándonos paralizar en el inmovilismo. Esta es la tentación del “retroceso”. La mirada cristiana, cuando vuelve hacia atrás para hacer memoria, lo que quiere es abrirnos al asombro ante el misterio de Dios, para llenar nuestro corazón de alabanza y gratitud por cuanto ha hecho el Señor. Un corazón agradecido, que desborda de alabanza, que no alberga añoranzas, sino que acoge el presente que vive como gracia; y quiere ponerse en camino, ir hacia adelante, comunicar a Jesús, como las mujeres y los discípulos de Emaús el día de la Pascua.

Esta es la memoria viva de Jesús, que nos llena de asombro y a la que accedemos sobre todo por el Memorial eucarístico, la fuerza del amor que nos impulsa. Es nuestro tesoro. Por eso, sin memoria no hay asombro. Si perdemos la memoria viva, entonces la fe, las devociones y las actividades pastorales corren el riesgo de debilitarse, de ser como llamaradas, que se encienden rápidamente, pero se apagan enseguida. Cuando extraviamos la memoria, se agota la alegría. Desaparece la gratitud a Dios y a los hermanos, porque se cae en la tentación de pensar que todo depende de nosotros. El padre Ruslan nos ha recordado algo hermoso: que ser sacerdote ya es mucho, porque en la vida sacerdotal nos damos cuenta de que todo cuanto sucede no es obra nuestra, sino un don de Dios. Y sor Clara, hablando de su vocación, quiso ante todo agradecer a aquellos que le anunciaron el Evangelio. Gracias por estos testimonios, que nos invitan a hacer memoria agradecida de la herencia que hemos recibido.

Si profundizamos en esta herencia, ¿qué es lo que vemos? Que la fe no ha sido transmitida de generación en generación como un conjunto de cosas que hay que entender y hacer, como un código fijado de una vez para siempre. No, la fe se transmite con la vida, con el testimonio de quien ha llevado el fuego del Evangelio en medio de las situaciones para iluminarlas, para purificarlas y difundir el cálido consuelo de Jesús, así como la alegría de su amor que salva, la esperanza de su promesa. Haciendo memoria, entonces, aprendemos que la fe crece con el testimonio. El resto viene después. Esta es una llamada para todos y quisiera reafirmarlo a todos, fieles laicos, obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas que trabajan de diferentes maneras en la vida pastoral de las comunidades. No nos cansemos de dar testimonio de la esencia de la salvación, de la novedad de Jesús, de la novedad que es Jesús. La fe no es una hermosa exposición de cosas del pasado esto sería un museo, sino un evento siempre actual, el encuentro con Cristo que tiene lugar en nuestra vida, aquí y ahora. Por eso no se comunica con la sola repetición de las cosas de siempre, sino transmitiendo la novedad del Evangelio. De este modo, la fe permanece viva y tiene futuro. Por eso me gusta decir que la fe se transmite “en dialecto”.

He aquí entonces la segunda palabra, futuro. La memoria del pasado no nos encierra en nosotros mismos, sino que nos abre a la promesa del Evangelio. Jesús nos aseguró que estará siempre con nosotros. Por lo que no se trata de una promesa dirigida sólo a un futuro lejano, sino que estamos llamados a acoger hoy la renovación que el Resucitado lleva a cabo en la vida. A pesar de nuestras debilidades, Él no se cansa de estar con nosotros, de construir a nuestro lado el futuro de la Iglesia que es suya y nuestra.

Es cierto, delante de tantos retos de la fe —especialmente aquellos que tienen que ver con la participación de las generaciones jóvenes—, así como delante de los problemas y fatigas de la vida, mirando a los números, en la vastedad de un país como este, podríamos llegar a sentirnos “pequeños” e incapaces. Y, sin embargo, si adoptamos la mirada esperanzadora de Jesús, descubrimos algo sorprendente: el Evangelio dice que ser pequeños, pobres de espíritu, es una bienaventuranza, la primera bienaventuranza (cf. Mt 5,3), porque la pequeñez nos entrega humildemente al poder de Dios y nos lleva a no cimentar la acción eclesial en nuestras propias capacidades. ¡Y esta es una gracia! Lo repito: hay una gracia escondida al ser una Iglesia pequeña, un pequeño rebaño, en lugar de exhibir nuestras fortalezas, nuestros números, nuestras estructuras y cualquier otra forma de prestigio humano, nos dejamos guiar por el Señor y nos acercamos con humildad a las personas. Ricos en nada y pobres de todo, caminamos con sencillez, cercanos a las hermanas y a los hermanos de nuestro pueblo, llevando la alegría del Evangelio a las situaciones de la vida. Como levadura en la masa y como la más pequeña de las semillas arrojadas a la tierra (cf. Mt 13,31-33), vivimos los acontecimientos alegres y tristes de la sociedad en la que nos encontramos, para servirla desde dentro.

Ser pequeños nos recuerda que no somos autosuficientes, que necesitamos de Dios, pero también de los demás, de todos y cada uno: de las hermanas y hermanos de otras confesiones, de quien profesa un credo religioso diferente al nuestro, de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Nos damos cuenta, con un espíritu de humildad, que sólo juntos, en el diálogo y en la aceptación recíproca, podemos hacer algo verdaderamente bueno por todos. Es la tarea particular de la Iglesia en este país, no ser un grupo que se deja arrastrar por las cosas de siempre, o que se encierra en su caparazón porque se siente pequeña, sino una comunidad abierta al futuro de Dios, encendida por el fuego del Espíritu: viva, llena de esperanza, disponible a su novedad y a los signos de los tiempos, animada por la lógica evangélica de la semilla que da frutos de amor humilde y fecundo. De este modo, la promesa de vida y de bendición, que Dios Padre derrama sobre nosotros por medio de Jesús, se hace camino no sólo para nosotros, sino que se realiza también para los demás.

Y se realiza cada vez que vivimos la fraternidad entre nosotros, que atendemos a los pobres y a quienes están heridos por la vida, cada vez que en las relaciones humanas y sociales damos testimonio de la justicia y de la verdad, diciendo “no” a la corrupción y a la falsedad. Que las comunidades cristianas, en particular el seminario, sean “escuelas de sinceridad”; no ambientes rígidos y formales, sino gimnasios de la verdad, de la apertura y del intercambio. Y que en nuestras comunidades —recordémoslo— seamos todos discípulos del Señor: todos discípulos, todos esenciales, todos de igual dignidad. No sólo los obispos, los sacerdotes y los consagrados, sino todos los bautizados han sido sumergidos en la vida de Cristo y en Él —como nos recordaba san Pablo— están llamados a recibir la herencia y a acoger la promesa del Evangelio. De manera que se ha de brindar un espacio a los laicos. Les hará bien, para que las comunidades no se hagan rígidas y no se clericalicen. Una Iglesia sinodal, en camino hacia el futuro del Espíritu, es una Iglesia participativa y corresponsable. Es una Iglesia capaz de salir al encuentro del mundo porque está entrenada en la comunión. Me sorprendió que en todos los testimonios se decía continuamente una cosa: no sólo el padre Ruslan y las religiosas, sino también Kirill, el padre de familia, nos ha recordado que, en la Iglesia, en contacto con el Evangelio, aprendemos a pasar del egoísmo al amor incondicional. Es una salida de sí mismo, que todo discípulo necesita constantemente; es la necesidad de alimentar el don recibido en el Bautismo, que nos impulsa a que, en todo lugar —en nuestros encuentros eclesiales, en las familias, en el trabajo, en la sociedad— seamos hombres y mujeres de comunión y de paz, que siembran el bien allí donde se encuentren. La apertura, la alegría y el intercambio son los signos de la Iglesia de los orígenes, y son también los signos de la Iglesia del futuro. Soñemos y, con la gracia de Dios, edifiquemos una Iglesia que esté más llena de la alegría del Resucitado, que rechace los miedos y las quejas, que no se deje endurecer por dogmatismos ni moralismos.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos todo esto a los grandes testigos de la fe de este país. Quisiera recordar, en particular, al beato Bukowiński, un sacerdote que gastó su existencia cuidando a los enfermos, a los necesitados y a los marginados, sufriendo en carne propia la fidelidad al Evangelio con la prisión y los trabajos forzados. Me han contado que, ya desde antes de la beatificación, siempre había sobre su tumba flores frescas y una vela encendida. Esto confirma que el Pueblo de Dios sabe reconocer dónde hay santidad, dónde hay un pastor enamorado del Evangelio. Quiero decirlo particularmente a los obispos y a los sacerdotes, y también a los seminaristas, esta es nuestra misión: no ser administradores de lo sagrado o gendarmes preocupados por hacer que se respeten las normas religiosas, sino pastores cercanos a la gente, imágenes vivas del corazón compasivo de Cristo. Recuerdo también a los beatos mártires greco-católicos, al obispo Mons. Budka, al sacerdote Zariczkyj y a Gertrude Detzel, cuyas causas de beatificación se han abierto. Como nos ha dicho la señora Miroslava, ellos llevaron el amor de Cristo al mundo. Ustedes son su herencia: ¡sean promesa de nueva santidad!

Estoy cercano a ustedes y los animo. Vivan con alegría esta herencia y den testimonio de ella con generosidad, para que todas las personas con las que se encuentren puedan percibir que también hay una promesa de esperanza dirigida a ellas. Los acompaño con la oración; y ahora nos encomendamos de manera particular al corazón de María Santísima, a quien veneran de modo especial como Reina de la paz. Leí sobre un bonito signo maternal que sucedió en tiempos difíciles: mientras tantas personas eran deportadas y se veían obligadas a pasar hambre y frío, ella, Madre tierna y cariñosa, escuchó las oraciones que sus hijos le dirigían. Durante uno de los inviernos más crudos, la nieve se derritió rápidamente, haciendo surgir un lago con muchos peces, que dieron de comer a muchas personas que morían de hambre. ¡Que la Virgen derrita el frío de los corazones, infunda en nuestras comunidades una renovada calidez fraterna y nos dé una nueva esperanza y un nuevo entusiasmo por el Evangelio! Yo, con afecto, los bendigo y les doy las gracias. Y les pido, por favor, que recen por mí.

Lectura de la Declaración final y clausura del Congreso en el Palacio de la Independencia

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos caminado juntos. Gracias por haber venido desde diferentes partes del mundo, trayendo la riqueza de sus credos y de sus culturas. Gracias por haber vivido intensamente estos días de intercambio, trabajo y compromiso con el signo del diálogo, que tienen un valor aún más precioso durante un período tan difícil, al que, además de la pandemia, se agrega el peso de la locura insensata de la guerra. Hay demasiado odio y divisiones, demasiada falta de diálogo y de comprensión del otro; esto, en el mundo globalizado, resulta aún más peligroso y escandaloso. No podemos salir adelante conectados y separados, vinculados y desgarrados por tanta desigualdad. Así pues, gracias por los esfuerzos realizados en favor de la paz y la unidad. Gracias a las autoridades del lugar, que nos han recibido, preparando y alistando con sumo cuidado este Congreso, y a la población de Kazajistán, amigable y valiente, capaz de abrazar otras culturas preservando su noble historia y sus valiosas tradiciones. Kiop raqmet! Bolshoe spasibo! Thank you very much!

Mi visita, que ya está llegando a su fin, tiene como lema Mensajeros de la paz y la unidad. Está en plural, porque el camino es común. Y este séptimo Congreso, que el Altísimo nos ha concedido la gracia de vivir, ha marcado una etapa importante. Desde su nacimiento en 2003, el evento ha tenido como modelo la Jornada de Oración por la paz en el mundo convocada en 2002 por Juan Pablo II en Asís, para reafirmar el aporte positivo de las tradiciones religiosas al diálogo y a la concordia entre los pueblos. Después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, era necesario reaccionar, y reaccionar juntos, ante el clima incendiario que la violencia terrorista quería provocar y que amenazaba con hacer de las religiones un factor de conflicto. Sin embargo, el terrorismo de matriz pseudorreligiosa, el extremismo, el radicalismo, el nacionalismo alimentado de sacralidad, fomentan todavía hoy temores y preocupaciones en relación a la religión. Por eso en estos días ha sido providencial reencontrarnos y reafirmar la esencia verdadera e irrenunciable de la misma.

A este respecto, la Declaración de nuestro Congreso afirma que el extremismo, el radicalismo, el terrorismo y cualquier otra incitación al odio, a la hostilidad, a la violencia y a la guerra, cualquier motivación u objetivo que se propongan, no tienen relación alguna con el auténtico espíritu religioso y han de ser rechazados con la más resuelta determinación (cf. n. 5); han de ser condenados, sin condiciones y sin “peros”. Además, en base al hecho de que el Omnipotente ha creado a todas las personas iguales, independientemente de su pertenencia religiosa, étnica o social, hemos acordado afirmar que el respeto mutuo y la comprensión deben ser considerados esenciales e imprescindibles en la enseñanza religiosa (cf. n. 13).

Kazajistán, en el corazón del gran y decisivo continente asiático, ha sido el lugar natural para encontrarnos. Su bandera nos ha recordado la necesidad de custodiar una sana relación entre política y religión. De hecho, así como el águila dorada, que se encuentra en el estandarte, nos recuerda la autoridad terrena, haciendo alusión a los imperios antiguos, el fondo azul evoca el color del cielo, la trascendencia. Por lo que hay un vínculo sano entre política y trascendencia, una sana coexistencia que conserve los ámbitos diferenciados. Distinción, no confusión ni separación. “No” a la confusión, por el bien del ser humano, que necesita, como el águila, un cielo libre para volar, un espacio libre y abierto al infinito que no esté limitado por el poder terreno. Por otro lado, una trascendencia que no debe ceder a la tentación de transformarse en poder, pues de otro modo el cielo caería sobre la tierra, el “más allá” divino quedaría atrapado en el hoy terreno, el amor al prójimo en elecciones partidistas. Por lo tanto, “no” a la confusión. Pero también “no” a la separación entre política y trascendencia, ya que las más altas aspiraciones humanas no pueden ser excluidas de la vida pública y relegadas al mero ámbito privado. Por eso, quien desee expresar de manera legítima su propio credo, que sea amparado siempre y en todo lugar. ¡Cuántas personas, en cambio, aún hoy son perseguidas y discriminadas por su fe! Hemos pedido con firmeza a los gobiernos y a las organizaciones internacionales competentes que apoyen a los grupos religiosos y a las comunidades étnicas que han sufrido violaciones a sus derechos humanos y a sus libertades fundamentales, y violencia por parte de extremistas y terroristas, también como consecuencia de guerras y conflictos militares (cf. n. 6). Sobre todo, es necesario comprometerse para que la libertad religiosa no sea un concepto abstracto, sino un derecho concreto. Defendamos para todos el derecho a la religión, a la esperanza, a la belleza, al cielo. Porque no sólo Kazajistán, como proclama su himno, es un «dorado sol en el cielo», sino también cada ser humano, cada hombre y cada mujer, en su singularidad irrepetible, si entra en relación con lo divino, puede irradiar una luz particular sobre la tierra.

Por eso la Iglesia católica, que no se cansa de anunciar la dignidad inviolable de cada persona, creada “a imagen de Dios” (cf. Gn 1,26), cree también en la unidad de la familia humana. Cree que «todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra» (Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 1). Por eso, desde que comenzamos estos Congresos, la Santa Sede, especialmente por medio del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso, ha participado activamente. Y quiere seguir haciéndolo. El camino del diálogo interreligioso es un camino común de paz y por la paz, y como tal, es necesario y sin vuelta atrás. El diálogo interreligioso ya no es sólo una posibilidad, es un servicio urgente e insustituible para la humanidad, para alabanza y gloria del Creador de todos.

Hermanos, hermanas, al pensar en este camino común, me pregunto: ¿cuál es nuestro punto de convergencia? Juan Pablo II —que hace veintiún años visitó en este mismo mes Kazajistán— afirmó que «todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre» y que el hombre es «el camino de la Iglesia» (Carta enc. Redemptor hominis, 14). Quisiera decir hoy que el hombre es también el camino de todas las religiones. Sí, el ser humano concreto, debilitado por la pandemia, postrado por la guerra, herido por la indiferencia. El hombre, creatura frágil y maravillosa, que «sin el Creador desaparece» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 36) y sin los demás no subsiste. Que se mire el bien del ser humano más que a los objetivos estratégicos y económicos, más que a los intereses nacionales, energéticos y militares, antes de tomar decisiones importantes. Para tomar decisiones que sean verdaderamente grandes, que se mire a los niños, a los jóvenes y a su futuro, a los ancianos y a su sabiduría, a la gente común y a sus necesidades reales. Y nosotros alzamos la voz para gritar que la persona humana no se reduce a lo que produce y obtiene, sino que debe ser acogida y nunca descartada; que la familia, que en lengua kazaja significa “nido del alma y del amor”, es el cauce natural e insustituible que ha de protegerse y promoverse para que crezcan y maduren los hombres y las mujeres del mañana.

Para todos los seres humanos, las grandes sabidurías y religiones están llamadas a dar testimonio de la existencia de un patrimonio espiritual y moral común, que se funda sobre dos pilares: la trascendencia y la fraternidad. La trascendencia, el “más allá”, la adoración. Es bonito que cada día millones y millones de hombres y de mujeres, de diferentes edades, culturas y condiciones sociales, se reúnen para orar en innumerables lugares de culto. Es la fuerza escondida que hace que el mundo avance. Y luego, la fraternidad, el otro, la proximidad, porque no puede profesar una verdadera adhesión al Creador quien no ama a sus creaturas. Este es el espíritu que impregna la Declaración de nuestro Congreso, del cual, en conclusión, quisiera destacar tres palabras.

La primera es la síntesis de todo, la expresión de un grito apremiante, el sueño y la meta de nuestro camino: ¡la paz! Beybitşilik, mir, peace! La paz es urgente porque cualquier conflicto militar o foco de tensión y de enfrentamiento hoy, no puede más que tener un nefasto “efecto dominó” y compromete seriamente el sistema de relaciones internacionales (cf. n. 4). Pero la paz «no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia» (Gaudium et spes, 78). Brota, pues, de la fraternidad, crece a través de la lucha contra la injusticia y la desigualdad, se construye tendiendo la mano a los demás. Nosotros, que creemos en el Creador de todos, debemos estar en primera línea para irradiar una convivencia pacífica. Debemos dar testimonio de ella, predicarla, implorarla. Por eso, la Declaración exhorta a los líderes mundiales a detener los conflictos y el derramamiento de sangre en todo lugar, y a abandonar retóricas agresivas y destructivas (cf. n. 7). Les rogamos, en nombre de Dios y por el bien de la humanidad: ¡comprométanse en favor de la paz, no en favor de las armas! Sólo sirviendo a la paz, el nombre de ustedes será grande en la historia.

Si falta la paz es porque falta el cuidado, la ternura, la capacidad de generar vida. Y, por lo tanto, hay que buscarla implicando mayormente —esta es la segunda palabra— a la mujer. Porque la mujer cuida y da vida al mundo, es camino hacia la paz. Por eso apoyamos la necesidad de proteger su dignidad, y de mejorar su estatus social como miembro de la familia y de la sociedad con los mismos derechos (cf. n. 23). También a las mujeres se les han de confiar roles y responsabilidades mayores. ¡Cuántas opciones que conllevan muerte se evitarían, si las mujeres estuvieran en el centro de las decisiones! Comprometámonos para que sean más respetadas, reconocidas e incluidas.

Finalmente, la tercera palabra: los jóvenes. Ellos son los mensajeros de la paz y la unidad de hoy y del mañana. Ellos son los que, más que otros, invocan la paz y el respeto por la casa común de la creación. En cambio, las lógicas de dominio y de explotación, el acaparamiento de los recursos, los nacionalismos, las guerras y las zonas de influencia trazan un mundo viejo, que los jóvenes rechazan, un mundo cerrado a sus sueños y a sus esperanzas. Así también, religiosidades rígidas y sofocantes no pertenecen al futuro, sino al pasado. Pensando en las nuevas generaciones, se ha afirmado aquí la importancia de la instrucción, que refuerza la acogida recíproca y la convivencia respetuosa entre las religiones y las culturas (cf. n. 21). En las manos de los jóvenes pongamos oportunidades de instrucción, no armas de destrucción. Y escuchémoslos, sin miedo a dejarnos interrogar por ellos. Sobre todo, construyamos un mundo pensando en ellos.

Hermanos, hermanas, la población de Kazajistán, abierta al mañana y testigo de tantos sufrimientos del pasado, con su extraordinaria multirreligiosidad y multiculturalidad nos ofrece un ejemplo de futuro. Nos invita a construirlo sin olvidar la trascendencia y la fraternidad, la adoración al Altísimo y la acogida a los demás. ¡Vayamos adelante así, caminando juntos en la tierra como hijos del Cielo, tejedores de esperanza y artesanos de concordia, mensajeros de la paz y la unidad!

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