Paciencia de Dios, impaciencia de los hombres

La paciencia es aquella virtud que nos ayuda a esperar y gracias a la cual los cristianos podemos ser sembradores de paz y de alegría, porque conservamos la serenidad en los momentos difíciles y transmitimos a quienes nos rodean

Saber esperar es una de las capacidades más apreciadas y valoradas en nuestra época. Los que han conseguido avanzar en la paciencia saben que para que muchos problemas se resuelvan solamente es necesario esperar, esperar un poco, a veces unos días, una temporada, pero algunas ocasiones basta saber esperar unos segundos, sólo unos segundos para que las cosas tomen su cauce, y como decía un buen amigo, evocando un dicho popular, “con el andar de la carreta las calabazas se acomoden”, refiriéndose a ese saber permitir que los acontecimientos fluyan, respetando la naturaleza de las cosas sin querer intervenir con nerviosismo para ajustar o corregir la realidad a nuestro antojo y velocidad.

Aprender a ser paciente tiene mucho que ver con la sabiduría, con aprender a reflexionar antes de obrar, con ver las cosas con perspectiva, con ser conscientes de la temporalidad de la vida y que nada en esta tierra es para siempre. Es también un rasgo de una personalidad madura: la encontramos como fruto en personas que tienen gran capacidad de superar la frustración y mirar adelante con esperanza.

La necesidad de la paciencia se basa en la experiencia humana de tener que superar los obstáculos y peligros que encontramos a lo largo de la vida, que impiden la propia realización o felicidad. Ya la epopeya canta las virtudes del divino paciente, el hombre que soporta con coraje los sufrimientos y adversidades que le imponen los dioses (Ulises, Hércules…). Esta paciencia heroica es un tipo de resignación que tiene en gran medida un fundamento fatalista (“sopórtalo pacientemente y deja ya tus constantes lamentos, pues nada conseguirás con tu aflicción…”)[1].

En el Antiguo Testamento no se exalta el valor o magnanimidad del héroe, ni la imperturbable superación del mundo propia del estoico, considerados como valores supremos, sino que se los subordina a la magnificencia de Dios.

En el sistema aristotélico de las virtudes, la paciencia se considera una parte de la fortaleza. El fuerte es quien posee la capacidad de mantenerse firme en los infortunios, no tanto por el miedo a la infamia o por la esperanza de una recompensa placentera, sino por amor del bien. Del cobarde, contrariamente, se dice que todo lo rehúye y teme, y que no soporta nada[2]. También la doctrina estoica sobre la virtud subordina la paciencia a la fortaleza. El sabio debe ejercitar su voluntad soportando los males de la vida, llegando a ser de este modo un hombre con fortaleza de ánimo[3].

La Sagrada Escritura nos introduce en un mundo distinto. En el Antiguo Testamento no se exalta el valor o magnanimidad del héroe, ni la imperturbable superación del mundo propia del estoico, considerados como valores supremos, sino que se los subordina a la magnificencia de Dios, “la esperanza de Israel” (cfr. Jer 14, 8; 17, 13). En el Antiguo Testamento, el término paciencia adquiere casi el mismo significado que el de la palabra esperanza; pues los que esperan en la fortaleza del Señor, son los pacientes, los que no serán confundidos (cfr. Sal 24, 3; 68, 6; Is 49, 23). Así entonces, el israelita logra esperar individualmente el auxilio personal de su Dios (cfr. Sal 9, 18; 38,7; 61, 5); para el judío piadoso la paciencia requiere fortaleza de ánimo; sin embargo, la fuente de esta fortaleza es Dios mismo.
Para ser pacientes, aunque sigue siendo necesaria la virtud, basta estar unidos a Cristo. A través de los sacramentos de la Iglesia y del ejercicio de las virtudes teologales (...)

En cambio, en la predicación de Jesús apenas se encuentran referencias a la paciencia. Aunque las Bienaventuranzas puedan parecer una exhortación a ser pacientes ante los sufrimientos de la vida, van mucho más allá: “Si vamos al fondo de las Bienaventuranzas, observaremos que siempre aparece el sujeto secreto: Jesús. Él es aquel en quien se ve lo que significa ser pobres en el Espíritu; Él es el afligido, el manso, quien tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso. Él tiene el corazón puro, es el que lleva la paz, el perseguido por causa de la justicia. Todas las palabras del Sermón de la Montaña son carne y sangre en él”[4]. Jesucristo no exhorta al enfermo a ser paciente, simplemente lo cura. Se trata del anuncio del Reino que ha llegado ya: los atribulados son consolados, los leprosos son purificados, los pecadores perdonados, el reino de Dios está presente en la persona de Cristo y así es anunciado por Él mismo. Esto es interesante, puesto que nuestra paciencia cristiana debe estar impregnada de esta novedad. Para nosotros debiera resultar más fácil esperar y tener paciencia mientras vivimos los padecimientos del tiempo presente (Rom 8, 18), porque nuestros sufrimientos ahora tienen otro significado, son camino de redención; el dolor, la enfermedad, la misma muerte, son realidades que han sido liberadas de su antiguo veneno, y convertidas en medio de salvación: son medicina saludable, fuente de gozo espiritual y preparación para la bienaventuranza eterna.

Para ser pacientes, aunque sigue siendo necesaria la virtud, basta estar unidos a Cristo. A través de los sacramentos de la Iglesia y del ejercicio de las virtudes teologales, vamos experimentando que el siervo paciente es Él, y en mis tribulaciones se hace presente para hacerse solidario conmigo. Él lleva la carga, el sufre lo que yo sufro y lleva el peso de la Cruz redentora sobre sus espaldas; yo solamente le ayudo un poco y entre los dos llenamos de sentido las penas.

Para entrar en contacto con Jesucristo, el lugar ideal es la celebración litúrgica, donde se renuevan los misterios de su vida y se nos comunican. Qué importante es participar con serenidad en la Santa Misa, porque ahí estamos con Él, entramos en su tiempo, en su ritmo. Si luchamos por participar serenamente en la santa Misa, conseguiremos adquirir esa paciencia divina que llevaremos en el corazón a lo largo del día.

Si queremos ser pacientes, comencemos por entrar en la dinámica divina de la liturgia, que es pausada, tiene sus tiempos, disfrutemos sus partes saboreando las palabras, atesorando los silencios, etc.

A veces corremos y queremos que Dios también corra... en la Misa vemos el reloj y si se entretiene el sacerdote un poco más de lo habitual, nos molestamos. Hay que saber estar con Dios y no correr. Es impresionante el modo como lo afirma el Santo Padre Benedicto XVI: “En la conciencia de los hombres de hoy las cosas de Dios, y con ello la liturgia, no se muestran en absoluto urgentes. Hay urgencia para cualquier cosa posible. Las cosas de Dios nunca parece que sean urgentes”[5], y se entiende por eso que haya afirmado con gran sabiduría, que “el mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”[6].

Desde el principio de su ministerio sacerdotal, san Josemaría se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. “Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente —de acuerdo con cuanto le confirmaban en la dirección espiritual— por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes[7].

Ser paciente es posible, independientemente del modo de ser y de la magnitud de las dificultades con las que nos enfrentamos, porque contamos con la fuerza de Dios.

Si queremos ser pacientes, comencemos por entrar en la dinámica divina de la liturgia, que es pausada, tiene sus tiempos, disfrutemos sus partes saboreando las palabras, atesorando los silencios, etc. Nos viene bien meternos en la Misa, sin prisas, porque ahí se realiza la obra de nuestra redención.

La paciencia es una virtud necesaria para llevar una vida serena. El talante de una persona paciente se transmite a su alrededor y hace agradable la vida a su lado. En cambio, las personas que van de prisa, se vuelven arrolladoras, y la prepotencia es señal no sólo de mala educación, sino también de falta de humildad y caridad cristiana. Es lógico, por tanto, que valoremos mucho la virtud de la paciencia, que luchemos por adquirirla y se la pidamos a Dios.

Gracias a la paciencia, los cristianos podemos ser sembradores de paz y de alegría, porque conservamos la serenidad en los momentos difíciles y transmitimos a quienes nos rodean —a veces sin pretenderlo— una visión positiva de la realidad, un amor grande a la Cruz de Cristo y la esperanza de alcanzar los bienes que Dios nos promete.

En la vida hay muchos tesoros que nos toca perseguir y conquistar, como el éxito profesional, el bienestar, la paz, la alegría, pero “hay otro valor más raro y más necesario, que es el que nos hace sobrellevar cada día, sin testigos y sin elogios, los contratiempos de la vida, y este es el de la paciencia. No se apoya en la opinión ajena, ni en el impulso de nuestras pasiones, sino en la voluntad de Dios”[8].

Ser paciente es posible, independientemente del modo de ser y de la magnitud de las dificultades con las que nos enfrentamos, porque contamos con la fuerza de Dios. Tenemos delante una meta hacia la que nuestro Señor quiere que vayamos, y que hacía al Apóstol Pablo pedir como algo verdaderamente importante: “que el Señor dirija sus corazones hacia el amor de Dios y la paciencia de Cristo" (2 Tes, 3,5).

Del libro:"Paciencia de Dios, impaciencia de los hombres" (editorial Minos III Milenio, México, 2017, 154 páginas) www.minostercermilenio.com

Padre Eduardo Díaz Covarrubias


[1] Cfr. Homero, Ilíada 24, 549 s

[2] Cfr. Aristóteles, Eth. Nic. II, 2

[3] Cfr. Séneca, Ep., 41

[4] Benedicto XVI, Mirar a Cristo, Edicep, Valencia, 2005, p. 67

[5] Benedicto XVI, Prólogo a su opera omnia en idioma ruso (julio 2015).

[6] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, Roma, 24 de abril de 2005

[7] Beato Álvaro del Portillo, Sacerdotes para una nueva evangelización, en AA. VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Ous Dei, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 996-997.

[8] Mariano de Rementería y Fica, Manual alfabético del Quijote, voz Tristeza.