México: paradójico y maravilloso

A seis décadas de su llegada a nuestro país, el Padre Emilio Palafox hace un recuento del inicio de la labor del Opus Dei en Culiacán, de su trabajo sacerdotal y del impulso siempre presente de san Josemaría.

El P. Emilio llegó a México en agosto de 1951.

Durante el curso escolar 1940-1941, cuando yo terminaba el bachillerato, me presentaron a san Josemaría en la Residencia Universitaria Samaniego, de Valencia, España. Lo acompañaba Pedro Casciaro, profesor universitario de 25 años y director de la Residencia.

Al ser presentado, san Josemaría me miró y, en tono de broma y con su inolvidable sonrisa, me dijo: -«Ya te conocía, bribón...». Y así era, nos conocía a todos los que frecuentábamos los centros del Opus Dei y rezaba por cada uno. Yo podía haber dicho lo mismo: ya lo conocía, antes de ese primer saludo, porque trataba a algunos miembros de la Obra y empezaba a meditar con Camino , en su primera edición (Valencia, 1939). Vale decir, entonces, que ese fue mi segundo encuentro con el fundador del Opus Dei.

Recuerdo la primera reunión de san Josemaría con quienes habíamos pedido la admisión en la Obra en Valencia –yo lo había hecho el 15 de junio de 1941–. Hablamos largamente sobre la futura expansión del Opus Dei por todo el mundo que se haría realidad, nos dijo, con una sola condición: «Si sois fieles». El futuro de la Obra estaba en nuestras manos, como lo está ahora.

En el invierno de 1950, san Josemaría nos preguntó, en privado, a veinte numerarios si estaríamos dispuestos a ordenarnos sacerdotes. A mí me preguntó además si no tendría inconveniente en irme a México. Nos pidió a cada uno que lo pensáramos y le contestáramos después. Mi respuesta fue una sencilla y gustosa aceptación del deseo de san Josemaría que daba cauce visible a la voluntad de Dios. Ya doctorado en biología, el primero de julio de 1951 recibí la ordenación sacerdotal en Madrid.

El 17 de agosto de 1951 llegué en avión a México y me incorporé a la labor de la Obra en mi nuevo país. Era el segundo sacerdote de la Obra que trabajaría en México –el primero fue Don Pedro Casciaro–: un país inmenso, del que era buena muestra la panorámica de la ciudad que se nos ofrecía antes del aterrizaje. Advertí desde el cielo algunas arterias casi infinitas que atravesaban la ciudad con trazos firmes y un hervidero de vehículos: debían ser las avenidas de la Reforma y de los Insurgentes.

Los abrazos de quienes me esperaban al pie de la escalerilla del avión simbolizaron la bienvenida cordial que me brindaba México. A pesar de que iba vestido de civil, los agentes que revisaron mi equipaje no encontraron más que ropa sacerdotal, intercambiaron miradas y quedó claro que yo era un “padrecito” al que había que dar todas las facilidades. Don Pedro me miraba con su pícara ternura… Los temores se desvanecieron y nunca más volvieron a asomar. Tampoco volví a ver el traje civil de color azul ni la corbata rojiza.

Recién llegando a México, don Pedro me llevó a conocer la ex hacienda de Montefalco, entonces en total ruina. Había escombros por todas partes y árboles inmensos crecidos durante cuarenta años entre las ruinas. La esbelta iglesia neoclásica estaba en total abandono. Era impensable la posibilidad de que, en un tiempo razonable, de aquel montón de ruinas surgieran la casa de retiros y convivencias y los centros educativos que hoy son un reconocido foco de irradiación espiritual.

En septiembre de 1951 viajé a Culiacán para dar un retiro y atender a la gente joven que frecuentaba nuestra casa de la calle Escobedo. Aquella labor apostólica había iniciado con la llegada de Gonzalo Ortiz de Zárate a esa pequeña ciudad aquel mismo año.

Don Pedro Casciaro fue el primer sacerdote de la Obra que llegó a trabajar a nuestro país.

Al ir a Culiacán, Don Pedro aconsejó preparar antes los guiones de las meditaciones porque, según me dijo con buen humor, «con aquel calor no se te va a ocurrir nada». Y no estaba lejos de la realidad. La temperatura de Culiacán giraba en torno a los 40° C y la humedad era notable. Los sacerdotes usábamos entonces sotana negra de tela gruesa y la casa no disponía más que de un miserable ventilador portátil. Sin embargo, nadie pensaba en el calor: estábamos totalmente ocupados en iniciar el Opus Dei en México.

Me fui nuevamente a Culiacán a principios de 1952, para permanecer hasta fines de 1956, año en que nació el Instituto Chapultepec, que inició sus clases el mes de septiembre. Lo precedió una institución paralela para niñas, el Colegio Chapultepec, que inició sus clases el año anterior

No fue fácil trabajar en Culiacán –dureza del clima, falta de medios económicos...– ni fue sencillo ir haciendo realidad unos centros educativos que, a los pocos años, alcanzarían gran prestigio. Sólo nos mantenía en aquel difícil empeño el cariño y la fe que san Josemaría mostraba por esas labores.

Una foto del Fundador dedicada de su puño y letra «a mis hijos que trabajan en el Instituto Chapultepec», fechada y firmada en Roma (debe ser de 1956), expresa bien cómo el aliento de san Josemaría llegó desde el primer momento hasta aquel lugar apartado. Nuestro Padre seguía con atención y cariño los incidentes de la labor y nos recordaba que de nada serviría todo aquello, si sus hijos no nos santificábamos mediante esas mismas labores.

En Culiacán, pude conocer y tratar sacerdotalmente a muchos enfermos de lepra, de cuya humildad y hambre de Dios tanto aprendí.

Si me peguntaran cuál ha sido el secreto de la vitalidad y de la expansión del Opus Dei en estos pocos años (...) respondería que, en mi opinión, un factor muy importante es la unidad de la Obra.

México es un país paradójico y maravilloso. En mis largos años de vivir aquí nunca he recibido una desatención por mi condición sacerdotal.

Al contrario, junto a deferencias, ciertamente inmerecidas –como no cobrarme el autobús en la ciudad de México, o no cobrarme la comida en un modesto restaurante al ir de viaje–, he podido ejercer el sacerdocio en todas partes, inclusive en los medios de transporte, en la calle y en las plazas públicas. He confesado a un pasajero de autobús que me lo pidió, bien entrada ya la noche, al viajar de ciudad en ciudad por la carretera Panamericana.

Me han hecho consultas de conciencia en la sala de un tren nocturno, he confesado y orientado largamente y he celebrado la Misa en la cárcel de Culiacán y en el Hospital General de esa misma ciudad. Cuando voy a atender algún enfermo a los hospitales de cualquier ciudad –por supuesto incluidos el Hospital General, el Seguro Social, el ISSSTE–lo fácil es entrar, pero lo difícil es salir; porque reconociéndome sacerdote me piden atender a un familiar enfermo, a éste y al otro...

Si me peguntaran cuál ha sido el secreto de la vitalidad y de la expansión del Opus Dei en estos pocos años en México –y en todo el mundo–, respondería que, en mi opinión, un factor muy importante es la unidad de la Obra, es decir, la cohesión de los fieles del Opus Dei con la doctrina de la Iglesia, a la que deseamos servir, y con quien hace cabeza, ahora Mons. Javier Echevarría.

Esa unión con san Josemaría y sus sucesores dan cohesión a esta gran familia de vínculos sobrenaturales que es el Opus Dei. Esa fue la consideración que me hice cuando en enero de 1960 estuve algunos días entrañables en Roma, junto al Papa y muy cerca del Fundador. Concluí y lo anoté: « tenemos un lugar cada uno y cada labor en el corazón del Padre; y nada hay en él que no sean el Señor y nosotros » .