Meditaciones: viernes de la 7.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la 7.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el matrimonio es una realidad natural; los esposos reflejan el amor de Dios por los hombres; Dios está presente en las dificultades.


MIENTRAS MARCHA hacia Jerusalén, Jesús se detiene en algún lugar de Judea. Las multitudes se congregan para escucharle. También unos fariseos se acercan, pero su actitud contrasta con la sencillez de los demás. Aquellos le hacen una pregunta comprometida, «para tentarle» (Mc 10,2): quieren saber si para el marido es lícito repudiar a su mujer. Las escuelas rabínicas discutían sobre cuáles eran los motivos suficientes para el repudio, con posiciones que iban desde admitirlo por razones muy banales hasta reservarlo solo para casos graves. La casuística era intrincada y el propósito oculto de los fariseos era enredar a Jesús. Por eso, quizás se sorprendieron al escuchar su respuesta, que achaca las concesiones de la ley de Moisés a la dureza del corazón humano. Cristo reafirma el designio originario de Dios, quien «al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso –dice Jesús– dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9).

El Señor recuerda una verdad que el pecado había oscurecido: que el matrimonio es una realidad natural, creada por Dios desde el principio y, por tanto, buena y santa. Tiene como característica propia la total entrega mutua entre varón y mujer para, así, crear el espacio idóneo para el amor. «Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser solo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no solo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad»1.


EL CATECISMO de la Iglesia señala que los sacramentos son «como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (...), son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza»2. También explica que los sacramentos son «signos eficaces de la gracia»3. Esto puede ayudarnos a comprender el valor inmenso del sacramento del matrimonio: el compromiso de los esposos es tomado por Dios para manifestar allí, a través de ese vínculo, su amor divino. «Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»4. «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio»5, continúa diciendo el Catecismo.

«Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia»6.

Por eso, san Josemaría enseñaba que el matrimonio es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión»7. Cada rincón de la vida familiar pasa a ser parte de esa transformación obrada por Dios: desde la relación entre los esposos hasta los esfuerzos económicos por sacar adelante a los hijos; pasando por la educación, las tareas domésticas, la apertura a otras familias, el descanso, etc.


AL MISMO TIEMPO que conocemos la grandeza del sacramento del matrimonio, no se nos ocultan las dificultades que aparecen en la vida matrimonial. Somos conscientes de que los problemas, en algunas ocasiones, pueden llevar a la ruptura de aquella comunión. Quizás sucede que «hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más»8.

Ciertamente, no faltarán las crisis en la historia de un matrimonio y, en realidad, de toda comunidad humana. Es importante saber que, en aquellos momentos, Dios no está ausente ni se ha olvidado de nosotros. Al contrario, son precisamente ocasiones de descubrir con mayor madurez su cercanía, son oportunidades de hacer más fuerte nuestra fe y nuestro amor hacia las demás personas. «En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación (...). A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles»9. Sin embargo, no existen recetas aplicables a todos los matrimonios: Dios llama a la santidad a cada persona, a cada matrimonio, y los caminos que nos llevan hacia él son siempre diversos.

Podemos pedir a santa María, reina de la familia, que nos abramos a recibir de Dios una caridad cada vez más grande, madurada en las inevitables dificultades; que nos ayude, siguiendo los consejos de san Josemaría, a «compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende»10.


Francisco, Amoris laetitia, n. 123.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1116.
Ibíd., n. 1131.
San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 13.
Ibíd., n. 1623.
Francisco, Amoris laetitia, n. 121.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
Francisco, Amoris laetitia, n. 237.
Ibíd., n. 238.
10 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.