Meditaciones: domingo de la 32.ª semana del tiempo ordinario (Ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la semana treinta y dos del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la pobre viuda y su ofrenda en el Templo; entrega «todo lo que tenía para vivir»; darnos sin cálculos a Dios y a los demás.


EN EL EVANGELIO de hoy vemos a Jesús en el gazofilacio del Templo de Jerusalén. En aquella zona se guardaban objetos de valor, donativos en moneda que los fieles ofrecían, y era denominado con una palabra griega que significa «custodia del tesoro». Para depositar las limosnas había trece arcas con boca en forma de trompa, situadas en el amplio espacio por el que pasaban los peregrinos al entrar.

Jesús se encuentra allí y observa a la gente que va echando dinero. «Bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41), señala san Marcos. Pero al Señor no le llaman la atención esas abultadas limosnas, sino las dos monedillas que ofrece una viuda pobre. A los ojos humanos, su donativo tal vez es irrelevante, pero no a los ojos del Señor. Al ver aquella escena, Jesús enseguida llama a sus discípulos y les enseña: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43-44).

Contemplamos una vez más la predilección del Señor, presente muchas veces en la Sagrada Escritura, por los pobres y los vulnerables: viudas, huérfanos, extranjeros... También recordamos que para agradar a Dios, más que realizar grandes hazañas, es importante ser humildes y generosos. La viuda, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por él y, a su vez, lo ama totalmente»[1], regalándole discretamente lo poco que tiene.


LO QUE LA VIUDA ofreció en el Templo era «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). No sabemos la historia de esta mujer: cómo enviudó, desde hacía cuánto tiempo, qué hacía para intentar salir adelante… Quizá había acudido al Templo en peregrinación y, durante el camino, había consumido casi por completo sus escasos recursos. Pero una vez allí, no quiso recortar su ofrenda y entregó lo que tenía poniéndose en las manos de Dios. Es esto lo que, pudiendo leer en su corazón, valora Jesús: que más allá de dar algo, se da a sí misma, se fía de lo que el Señor hará con su vida.

En contraste con la viuda, el evangelista nos dice que «bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41). Estas palabras permiten imaginar una cierta ostentación vanidosa que quizá había en ese modo de dar limosna. Pero este pasaje no habla directamente de eso. La diferencia más importante con la viuda radica en un nivel más profundo, en el interior del alma, en lo que la Biblia llama el corazón: ese centro escondido de la persona, lugar de la decisión y de la verdad, que solo el Espíritu de Dios puede sondear[2].

En su corazón, la pobre viuda vive una entrega total a Dios. El suyo es un culto espiritual; donando sus dos monedillas, se ofrece ella misma «como una hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12,1). En cambio, los ricos que no viven con esa actitud se conforman con dar al Señor solo una parte de lo que son o de lo que tienen: en este caso, dinero; pero también podría ser tiempo en actividades buenas, cumplimiento minucioso de preceptos, incluso oraciones y sacrificios… Pero lo que Jesús quiere es lo que entregó aquella mujer: «Todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Jesús sabe que nuestra felicidad plena no está en reservarnos algunas monedas, sino en dar todo a Dios para, a la vez, recibirlo todo de él.


EN LA SAGRADA ESCRITURA leemos la historia de otra viuda, sucedida casi nueve siglos antes, en Sarepta, una ciudad del Líbano que se encontraba entre Tiro y Sidón. Eran tiempos de sequía y hambruna cuando el profeta Elías llegó hasta esa ciudad. Venía desde el desierto, pero Dios le había asegurado que una mujer viuda le suministraría alimento. Elías obedece y, cuando llega, se encuentra lo que cabía esperar: en un momento difícil para todos, la viuda, con un hijo huérfano de padre, ha sido la primera en quedarse sin casi nada. Solo conserva algo de harina y aceite, con los que desea preparar un poco de pan para ella y su hijo, aunque sabe que esto solo podrá retrasar brevemente el momento de su muerte. Elías, entonces, le pide algo inaudito: que comparta con él sus escasos víveres; y le promete, en nombre del Señor, que «la orza de harina no se vaciará y la alcuza de aceite no se agotará» (1R 17,14). Ella reconoce que es un hombre de Dios y se fía de su palabra.

Esta historia del Antiguo Testamento nos habla de fe y de solidaridad generosa: nos ayuda a mirar dónde radica la posibilidad de compartir nuestra vida con los demás, sin cálculos y con fecundidad. «Quizá ayer eras una de esas personas amargadas en sus ilusiones, defraudadas en sus ambiciones humanas. Hoy, desde que él se metió en tu vida –¡gracias, Dios mío!–, ríes y cantas, y llevas la sonrisa, el amor y la felicidad dondequiera que vas»[3].

Podemos pedir a María que nos ayude a fiarnos cada vez más de Dios en las distintas circunstancias de nuestra vida, también cuando notamos el requerimiento divino a dar un nuevo paso adelante en nuestra entrega a él, que muchas veces se concretará en darnos más decididamente a los demás. «Hemos de vivir con entrega, del todo –decía san Josemaría–, amando al Señor con todas nuestras fuerzas y sabiendo que no faltarán sacrificios y dificultades en nuestra tarea. Pero os aseguro que si vivimos así, seremos muy felices: felices de vivir de Dios y para Dios»[4].


[1] Francisco, Ángelus, 8-XI-2015.

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2563.

[3] San Josemaría, Forja, n. 591.

[4] San Josemaría, citado en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 83.