- El recogimiento necesario para escuchar a Dios
- Con su obediencia anticipa la de Jesús
DESPUÉS DE LA ANUNCIACIÓN del ángel a María, la tradición cristiana ha identificado una anunciación similar a José: «Hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). El santo patriarca estuvo «siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que tuvo»[1]. El hecho de que José haya escuchado los designios divinos mientras dormía, y los haya puesto rápidamente en práctica, nos habla de su sintonía permanente con Dios; es una manifestación de que la vida contemplativa nos lleva normalmente a descubrir los planes buenos del Padre y a querer asociarnos a ellos de manera magnánima. Este modo de proceder es el fundamento de la obediencia al Señor. De hecho, la palabra «obedecer» viene justamente de esa capacidad de escucha –ob audire–, de esa capacidad de oír de manera inteligente lo que otro tiene que decirme; en este caso, es Dios quien introduce a José en la grandeza de su obra misericordiosa de salvación.
Por eso, la obediencia está muy lejos del cumplimiento ciego. Un requisito para obedecer, en toda su riqueza, es saber escuchar, tener el espíritu abierto; solo el que piensa puede ser obediente. San Josemaría reflexionaba en estos términos durante una homilía del año 1963: «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría»[2].
En las páginas del Antiguo Testamento encontramos varias veces que Dios habla en sueños; sucede, por ejemplo, con Adán, Jacob o Samuel. Son testimonios de personas que han querido estar en constante diálogo divino, han dejado que Dios les hablase en todas las circunstancias. Y esos sueños son también una muestra de que, a través de la auténtica obediencia, podremos captar nuevas dimensiones de la existencia, nuevos nombres, lugares y planes.
SABEMOS QUE DIOS nos habla; sabemos que está a nuestro lado y que nos convoca sin cesar para que nos unamos a su amor –con todo lo que somos– a través de situaciones muy concretas. El Señor se dirige a nosotros cada día, cada momento, a través de las personas que nos rodean y de los sucesos que atravesamos. En todo se esconde parte del plan divino que podemos personalmente descubrir y desarrollar. Una plegaria que Jesús repitió por lo menos dos veces al día, según las enseñanzas judías, era la oración Shemá Israel, que comienza así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios» (Dt 6,4). Entonces y ahora, lo primero será percibir esa voz divina que nos llama. «San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos»[3].
Para oír la voz de Dios debemos aprender a hacer silencio, sobre todo interior. La Sagrada Escritura nos dice que el profeta Elías no escuchó a Yahvé en el viento poderoso, ni en terremoto, ni en el fuego, sino en «un susurro de brisa suave» (1R 19,12). La vida de oración requiere que acallemos las voces que nos distraen para poder escuchar a Dios y también a nuestra voz interior, para compartir allí nuestros deseos o capacidades. En esa intimidad descubrimos quiénes somos, aprendemos a entrar en diálogo con la voz de Dios y a identificarnos con ella.
Los evangelistas no nos han dejado constancia de ninguna de las palabras pronunciadas por san José, pero sí conocemos sus acciones, que son fruto de la obediencia a Dios, de aquella escucha inteligente y de ese diálogo en la intimidad de su alma. «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[4]. Esta actitud del patriarca fue la que hizo posible que, a partir de aquellos cuatro sueños, Dios pudiera orientar el rumbo de su vida. El recogimiento y la sensibilidad de José para detectar los planes divinos hizo que pudiera custodiar a María y a Jesús de los peligros y conducirlos a lugares más seguros. También nosotros podemos fomentar esta actitud de silencio y escucha para acercar a nuestra vida la voz y los proyectos de Dios.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba decir que en el Nuevo Testamento hay dos frases que, en muy pocas palabras, resumen lo que fue la vida de Jesús. Por un lado, san Pablo nos dice que Jesús fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8); por otro lado, el evangelio de san Lucas dice que Jesús «vino a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc 2,51), refiriéndose a su crecimiento en el hogar de María y José. En ambos pasajes notamos que el Señor realizó su plan de salvación obedeciendo por amor a Dios Padre y a su familia terrena. San Juan Pablo II notaba que «esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia (...). Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo»[5].
En el ambiente familiar, con las personas que convivimos cada día, es donde aprendemos a escuchar y a obedecer, dentro de los planes de amor de Dios. Allí todos están en sintonía porque cada uno busca sinceramente el bien del otro. En la familia se experimenta el servicio mutuo, aprendemos a escuchar, a descubrir lo que conviene a todos. La obediencia es fruto del amor. Podemos imaginar con qué delicadeza José daría indicaciones a Jesús. Y, al mismo tiempo, podemos pensar cómo el Verbo encarnado desearía comprender y llevar a cabo, grata y gustosamente, lo que decía su padre terreno. En realidad «los tres miembros de esta familia se ayudan mutuamente a descubrir el plan de Dios. Rezaban, trabajaban, se comunicaban»[6].
Jesús habrá visto tantas veces el modo de desenvolverse de José en los años de Nazaret: hombre obediente por la fe. El santo patriarca obedeció y, de esa manera, anticipó la obediencia de Jesús hasta la cruz. La Sagrada Familia es una escuela en la que podemos aprender que escuchar a Dios y asociarnos a su misión son dos caras de una misma moneda. Así comprenderemos «la fe de san José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente»[7].
[1] Francisco, carta apostólica Patris corde, Introducción. Los cuatro sueños se refieren a no temer en recibir a María como esposa; a la huida a Egipto para salvar la vida de Jesús; al regreso a Israel; y, finalmente, a ir hasta Nazaret para proteger al Niño del rey de Judea.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.
[3] Ibíd., n. 54.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 18-XII-2015.
[5] San Juan Pablo II, Ángelus, 30-XII-1979.
[6] Francisco, Ángelus, 29-XII-2019.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.