Mantener encendido el amor a Dios

El P. Raúl Ruvalcaba, recién ordenado sacerdote, es originario del Distrito Federal, pero creció en Guadalajara. En esta entrevista recogemos algo de su gran simpatía, recuerdos de familia, aficiones deportivas y deseos de servir a Cristo.

Nací en 1971 en México, D. F., pero a los 6 años de edad mi familia se trasladó a Guadalajara. Mi padre es ingeniero en telecomunicaciones por el Politécnico Nacional; mi mamá, actuaria por la UNAM. Soy el mayor de 10 hermanos: tengo otro hermano -al que le encanta el surf ¡y lo hace muy bien desde hace 20 años!- y 8 lindas hermanas. Mi familia ha sido, no digo una escuela, ¡una universidad! de virtudes humanas, y todo de manera, podríamos decir, inconsciente, natural, espontánea: Ayudar a un hermano lloroso a encontrar su mochila en la mañana mientras suena el claxon porque ya vamos tarde para la escuela, o irlo a buscar a la salida del colegio mientras los demás esperan en el coche, con el calor de mayo; comer lo que a uno le sirven y acabarlo, porque no está bien desperdiciar la comida mientras hay gente que no tiene para comer; tender la propia cama, dejar la ropa sucia en el lugar común, dejar ordenada (bueno, más o menos ordenada) la habitación; cumplir todos los días con una labor de limpieza de la casa; ceder el pan dulce que a otro le gusta... Los días de cumpleaños o las comidas de los domingos había que comer todos juntos... Y no se diga el empeño en la escuela para obtener buenos resultados y dar una alegría en casa. Todo con un secreto sentimiento de responsabilidad y gratitud, para corresponder al evidente esfuerzo diario de nuestros padres. Se crea el instinto de pensar primero en los demás y hacer lo posible por ayudarles.

A veces, ante las familias numerosas, se piensa que los papás no pueden atender a todos lo que se debe, y no se toma en cuenta el papel insustituible que juegan los hermanos entre sí, que llegan a donde los padres no alcanzan. Cosas que se improvisaron por necesidad se han vuelto un tesoro de recuerdos entrañables, como los campamentos con otras familias en las playas del sur de Jalisco, a la orilla del mar, divertidísimas, que esperábamos con tanta ilusión todos los años, para poder tener vacaciones. Recuerdo un día que, mientras observaba a mamá cansada realizar el quehacer de la casa, le pregunté imprudentemente si no preferiría estar haciendo otra cosa. Se detuvo un momento, me miró despacio, con intensidad, y me preguntó: “Podría llevar una vida más cómoda y divertida si fueran menos hijos, pero ¿cambiarías a tu hermana pequeña por un auto nuevo, por una computadora, por unas vacaciones? ¿No? Pues yo tampoco”. Y continuó lo que estaba haciendo. Entendí que un hermano –una persona- es un tesoro más valioso que viajes, mejores escuelas, otros idiomas. En fin, resumo con la frase “Navidad en casa nunca es aburrida”.

Otro punto de la educación fue la piedad. Bendecíamos todos los días la mesa; rezábamos el Santo Rosario juntos, ¡tantas veces en trayectos de auto!, muy especialmente ante las necesidades familiares; Misa todos los domingos -si se podía, juntos-, y también algún día entre semana durante las vacaciones; quedarnos un rato, movidos por el ejemplo de mamá, ante el Santísimo expuesto en la Parroquia de Guadalupe; acudir al Ángel Custodio; vivir bien la Cuaresma; ofrecer con alegría a Dios los pequeños sacrificios que la vida nos presenta... Dios es efectivamente el centro de la familia, y se le toma en cuenta todos los días.

Raúl Ruvalcaba y el Prelado del Opus Dei durante la ordenación diaconal.
Quisiera resaltar, por justicia, dos personajes que fueron determinantes en nuestra historia. Primero, san Juan Pablo II. Mis padres son de la generación de protesta y de marxismo del 68, con la desorientación en la que estaba sumergida. Este Papa fue un primer impacto en la vida familiar desde su primera visita a México, en 1979, cuando lo fuimos a ver pasar por una calle en Guadalajara. A partir de entonces, de su mano, año tras año de su pontificado, documento tras documento, hemos vivido con él y nos metió en la Iglesia. Mamá fue espontáneamente a Roma a su funeral, como se va cuando un padre fallece. El otro es San Josemaría... ¿qué podría decir? Desde que mamá comenzó a asistir a medios de formación y pidió la admisión como supernumeraria, hemos vivido esa búsqueda y encuentro con Dios a través de la vida -¡bendita vida!- ordinaria de una familia numerosa, con sus alegrías y sus dificultades. Él nos dio el aire que respiramos.

¿Qué aficiones tienes y qué te gusta hacer en tu tiempo libre?

Hay 3 cosas que nos gustan mucho a todos los hermanos: el deporte, actividades al aire libre y leer. Mi padre fue buen basquetbolista en su juventud, pero nos orientamos más a la natación. Hoy uno de mis hermanos surfea, otra corre maratones, otra practica la escalada, alguna fue aficionada al triatlón... A mí me gusta un poco de todo. Papá es un enamorado del mar, y mamá de la montaña. Creo que a mí, en general, me caracteriza subir montañas: desde muy pequeño voy a campamentos, y he organizado muchos a lo largo de mi vida. En casa siempre hubo libros: mamá leía un rato después de la comida, y papá los fines de semana. No fue raro que antes de acostarse o por la tarde hubiera alguien leyendo en la casa. De chico fui un “ratón de biblioteca”. Creo que por eso me decidí por la filosofía. ¡Ah! y me apasiona el futbol americano, por tradición familiar: soy un incondicional de Dallas Cowboys desde los 5 años. Disfruto y sufro cada temporada. Uno de los mejores planes era ver los partidos con mis amigos y una buena cerveza.

¿Cómo conociste el Opus Dei?

El Opus Dei es una institución que mi familia conocía de una generación atrás: mi tío abuelo Jorge es sacerdote del Opus Dei y casó a mis padres. Ellos sabían que era algo bueno y que se esforzaban en hacer las cosas bien. Por eso, cuando nos cambiamos a Guadalajara y se buscó colegio, mamá se enteró que hacía poco había empezado una escuela en la ciudad, y allí nos inscribieron.

Un momento especial fue cuando comencé a participar en un Club Juvenil, el Grampin, iniciativa de miembros del Opus Dei para ayudar en el aprovechamiento del tiempo libre de los muchachos. Se convirtió en mi lugar favorito, porque me lo pasaba en grande, especialmente en los campamentos. Pienso que fue un lugar determinante para mi juventud, pues tenía un grupo valioso de amigos en un ambiente sano, lleno de alegría, que me ayudó mucho en la adolescencia, especialmente a través de su ejemplo convincente. Ahí, poco a poco, conocí y viví el espíritu del Opus Dei.

¿A qué te dedicabas antes del sacerdocio?

Estudié filosofía. Desde chico fui muy curioso y quería saber el porqué de las cosas: ¡hartaba a la gente con tantas preguntas! Como me gustaban las ciencias exactas, pensaba estudiar Física, pero las clases de humanidades me abrieron un panorama deslumbrante. Si la filosofía estudia los porqués, no sólo del mundo material, sino también del mundo humano, ¿cómo no adentrarme por este territorio?

Pensaba dedicarme a la investigación terminando los estudios universitarios, pero se presentó la oportunidad de dar clases en un bachillerato. Pensaba que iba a ser algo temporal, pero quedé encantado de estar entre chicos. Elegí dedicarme a suscitar inquietudes de una vida mejor, a ayudar a la gente joven para adquirir ideales, ponerlos en contacto con los grandes pensadores de la humanidad, abrirles horizontes, que aprendieran a reflexionar y a decidirse a usar bien su libertad. Y me dediqué a ello durante 17 años. Entre clases, ascenciones a picos o campamentos en la sierra, excursiones al mar, ir a ayudar a gente pobre, música y muchas risas, me he enriquecido con la vida apasionada de los adolescentes: ¡les estoy tan agradecido! Tengo muchos grandes amigos de esa época. Con el paso de los años también me especialicé en la orientación a los padres de familia, para apoyarlos en esta etapa tan delicada de la vida de sus hijos.

¿Qué cualidades debe tener un sacerdote ideal?

Ser sacerdote es ser otro Cristo, el mismo Cristo para sus hermanos los hombres, identificarse con sus sentimientos. De aquí es muy fácil sacar las consecuencias: esforzarse por parecerse a Él, dentro de la personalidad que Dios me dio; tratarlo íntimamente en la oración y los sacramentos para amarlo, conocerlo e imitarlo; conocer a profundidad y vivir su doctrina; obedecer a quien lo representa en la tierra; trabajar en su ministerio mucho y bien, sin miedo al cansancio. Pero pienso que, en la práctica, es lo mismo que para cualquier otra persona: enamorarse y mantener encendido, con fidelidad, el fuego del amor todos los días, con pequeños detalles de enamorado, a pesar de no sentirlo por temporadas. Espero ser fiel y saber transmitir el amor que Cristo tiene por cada uno de los hombres.