Cuando estaba proyectando lo que sería el Santuario de Torreciudad, me reuní con san Josemaría en Roma en dos ocasiones: la primera en junio de 1967 y la otra en septiembre de 1971. Fueron reuniones informales, durante las cuales él no quiso hacer alguna imposición, respetando al máximo mi libertad. Me dijo que dejaba libérrimos a los que dirigían todo el proyecto de Torreciudad, para que hicieran lo que entendieran. No puedo sacar, de las conversaciones de aquellos días, conclusiones ni opiniones estéticas o arquitectónicas del santo, que sin duda las tenía bien formadas. Resumiendo, sólo puedo recordar su gran sentido común, su gran sentido sobrenatural y su gran sentido del humor.
San Josemaría era muy consciente de lo que era el Opus Dei, una organización desorganizada que rompía todos los moldes que pudieran repartir a alguno de sus fieles. En cuanto a las cuestiones opinables no quería que hubiera una escuela propia del Opus Dei, deseaba que se respetara la libertad, tal como en la investigación teológica, por lo que no podría haber una corriente artística defendida por el Opus Dei, o una arquitectura propia del Opus Dei. Cada artista podría crear siguiendo el camino que más conviniera a su modo de pensar y actuar. Lo único que le importaba a san Josemaría era hacer con la oración en un espíritu de humildad, el deseo de servicio, con optimismo: podría ser la manera de conocer a los hombres con Cristo.
San Josemaría tenía un gran sentido de lo que es la construcción y no quería arquitecturas efímeras, cuyo mantenimiento fuera costoso. Me decía que los materiales debían ser fuertes y definitivos. No criticaba la arquitectura efímera, pero no la podía querer para un Santuario de Nuestra Señora, que tenía que durar siglos y que no debía causar gastos excesivos de mantenimiento. Su belleza le podía preocupar, pero en eso no podía influir. Como buen padre se preocupaba por las personas que allí iban a vivir y, por esa razón, la funcionalidad de esos edificios.
Además, se preocupaba de que todo estuviera pensado, que no hubiera improvisaciones. En cuanto a la urbanización exterior habló de buena iluminación, bebederos con agua natural, potable (y que quedara claro que no se trataba de agua milagrosa) y cajas de limosna para poder mantener todo aquello. También habló de carteles de señalización, que fuese dignos, y todas las indicaciones hechas de modo positivo porque no le gustaban las prohibiciones. Pidió cestas para papeles, luces con encendido automático, altavoces exteriores, y que en la explanada debería haber una copia de la imagen de la Virgen de Torreciudad, pero de metal, para no deteriorarse por estar al aire libre. Al hablar de que estaba bien iluminada, mencionó que no tenía luces en la corona.
San Josemaría tenía un gran sentido de lo que es la construcción y no quería arquitecturas efímeras, cuyo mantenimiento fuera costoso.
Sin querer, lo amplió todo. Se asombró de que yo no hubiera propuesto una explanada (nadie me lo había pedido), de que el Santuario fuera pequeño, que los confesionarios fueran sólo diez o doce. Me decía que él no lo vería, pero nosotros sí, que vendrían personas de muchos países. Al hablarle de la expansión del Santuario no le gustó la idea de que el trabajo fuese hecho por partes, prefería que fuera hecho de forma definitiva.
Fue en los comentarios que hizo sobre al presbiterio del Santuario que san Josemaría dedicó mayor cariño. Al hablar del retablo, dijo que tenía que ser una invitación a rezar - contemplar a Jesús, Dios y Hombre, se acercaba a Dios , y que como una clase de catecismo, cualquier persona lo pudiera entender. Aquí san Josemaría subrayaba la diferencia entre arte litúrgico y arte profano frente a la separación actual entre el artista y la sociedad.
La idea de hacer un retablo aragonés con el óculo eucarístico fue de san Josemaría. No le gustaba hacer una iglesia grande dedicada a la Virgen María, a quien nadie quería más que él, y poner al Señor en un rincón. Quería que el Señor presidiera a toda la Iglesia. Y dijo: "Haremos, con nuestra pobreza y con el amor de todos, un trono para el sagrario, rico y, añadió subrayándolo, acompañado, pues habrá de presidir desde lo alto del retablo de la Iglesia a todas las actividades apostólicas que se celebren, entre aquellos acantilados aragoneses, en honor de su Madre, para bien de todas las almas y al servicio de la Santa Iglesia ".
Así como me había hablado constantemente de no hacer nada lujoso, de no utilizar materiales caros y construir edificios sobrios, insistió en que el altar no fuese mezquino: en la medida de lo posible, que fuese rico, principalmente ahora que, si nos descuidamos, pueden llegar a usar mesas de cocina como altar. No quería hablar de arquitectura, sino de lo que llevaba en el corazón. No podíamos marcarnos por las pautas estéticas de la arquitectura actual precisamente por la libertad que teníamos y esto cuando al principio tenía que hacer el Opus Dei - utilizando una expresión de san Josemaría - con cuatro gatos goteados que, aunque entre ellos había algún buen arquitecto, -podían dejarle un gran número mamarrachos, en aquellas circunstancias en que la arquitectura no sabía por dónde había de ir.
La obra de arte en manos del artista es como los bueyes o carneros que los israelitas sacrificaban a Dios. Eran animales sin defecto que el dueño, a quien pertenecían, le ofrecía. La obra de arte tiene esa dignidad de poder ser ofrecida a Dios. Y era así decía san Josemaría ( Amigos de Dios , 55).
Como arquitecto caminé por toda la Huesca buscando asimilar su arquitectura. Hablé con el Padre, queriendo asimilar todas sus ideas; y al mismo tiempo "me defendí" como pude del grupo promotor, que era quien conseguía el dinero y podía exigir, mientras buscaba también secundar sus intenciones. Y al final se hizo Torreciudad.
Si quisiera resumir la influencia del mensaje de san Josemaría que más puede ayudar a un artista o arquitecto, sería la de sentirse hijo de Dios, participando de su obra creadora en su actividad humana. Es como si Dios quisiera necesitar la colaboración del artista para perfeccionar el mundo con su arte, añadiendo su contribución estética a la obra de la creación. Y si tiene conciencia de ese querer de su Padre-Dios, el artista no sólo participa de su obra creadora, sino también redentora. El artista es un instrumento de Dios, un colaborador suyo, un cooperador ciego si no tiene fe, pero que debe actuar como si tuviera fe, no para que lo admiren, sino para servir a los demás. Pero si tiene fe, esa cooperación alcanza una cuarta dimensión, porque no es sólo para servir a los demás, sino para dar más gloria a Dios. Por lo tanto, con su obra no deberá escandalizar, porque entonces ésta no lo llevaría a Dios.
En el artista debe predominar la capacidad de servicio más que el orgullo. No tiene que buscar su propia satisfacción, su ambición o su soberbia, porque el artista, más que nadie, tiene la tentación constante de la serpiente a Adán y Eva (Gen 3,5).
La obra de arte en manos del artista es como los bueyes o carneros que los israelitas sacrificaban a Dios. Eran animales sin defecto que el dueño, a quien pertenecían, le ofrecía. La obra de arte tiene esa dignidad de poder ser ofrecida a Dios. Y era así decía san Josemaría ( Amigos de Dios , 55).
Y esa obra de arte, además, debe acercar a los demás de Dios. A través de esa capacidad que Dios le dio al artista, en la obra que sale de sus manos debe transparentar el espíritu de Cristo.
San Josemaría, cuando vio Torreciudad terminada, un mes antes de su partida al cielo, mientras caminaba conmigo hasta la Ermita, después de decir que me había gustado, para que no me pudiera entrar la vanidad por lo que había hecho, aprovechando el desorden y caos del tamaño de los edificios, me dijo con buen humor que había arrojado los ladrillos y construido donde habían caído.
H.D. Morell
Actas del Congreso "La grandeza de la vida corriente", Vol. XIII artística Creatividad , EDUSC de 2003