“La Virgen nos ha escuchado”: Quinto día de la novena

San Josemaría vivió el quinto día de su novenario en la Villa de Guadalupe con gran intensidad, lloró e hizo una promesa a la Virgen.

El padre Casciaro, don Pedro, como le llamaban todos, se distinguía por una profunda vida interior, enorme espíritu de servicio, buen gusto estético, fino sentido del humor y gran sentido práctico que se puso de manifiesto cuando dispuso que los trayectos diarios que llevaron a san Josemaría, al beato Álvaro del Portillo y a don Javier Echevarría a la Basílica de Guadalupe se hicieran en dos automóviles con la finalidad de prevenir cualquier eventualidad. Uno de los autos lo conducía el Licenciado Alberto Pacheco (más tarde, sacerdote) y el otro el Ingeniero Adrián Galván.

Aquel miércoles, san Josemaría llegó a la Basílica alrededor de las cinco de la tarde y subió a la tribuna como de costumbre. Ese día su oración fue particularmente intensa. Don Pedro recordaba que «el Padre comenzó a hacer su oración en voz alta, pero, en vez de durar veinte minutos, como en días anteriores, se prolongó hasta cerca de una hora». Le dolía la situación de la Iglesia, que en esos años posteriores al Concilio Vaticano II, estaba muy revuelta y los fieles confundidos. Don Pedro mismo recordaba que el Padre «lloró mucho, a lágrima viva, contagiándonos a nosotros el llanto».

Gracias a que don Javier Echevarría, hizo anotaciones de buena parte de lo que Josemaría Escrivá dijo a la Virgen de Guadalupe en su casita del Tepeyac en esos días, podemos ahora ser continuadores de esos diálogos de fe y amor.

«Venimos con mucho cariño, pero en ocasiones parece que no sabemos decirte nada: y eres —insisto— la Madre, la Reina que todo lo puede. Yo os aconsejo, en estos momentos especialmente, que volváis a vuestra edad infantil, recordando, con esfuerzo si es preciso —yo lo recuerdo claramente—, el primer acto vuestro en el que os dirigisteis a la Virgen, con conciencia y voluntad de hacerlo. Rezad ahora con la misma confianza de entonces, sirviéndoos, si es necesario, de aquellas oraciones ingenuas y piadosas que aprendisteis de labios de vuestras madres» y continuaba, «al recordar ahora ese primer hecho de infancia, cumplido con voluntad de rendirte homenaje, me resulta más fácil, Madre mía, cogerme de tu mano con audacia y con seguridad».

Ahora sí que te digo con el corazón encendido: monstra te esse Matrem!

La oración del Padre discurría con confianza y abandono en las manos maternales de María: «he tenido que venir a México, para repetirte, con la boca y con el alma llenas de confianza, que estamos muy seguros de Ti y de todo lo que nos has dado, que estoy muy seguro de mis hijas y de mis hijos, y del camino firme que tu Hijo nos ha marcado.No admitimos más ambición que la de servir a tu Hijo y, por Él y con tu ayuda, a todas las almas. Ahora sí que te digo con el corazón encendido: monstra te esse Matrem! [muestra que eres Madre] Y no me contestes Tú: monstra te esse filium! [muestra que eres hijo], pues, aunque tengo conciencia de mi poquedad, yo no sé qué más puedo hacer. Si puedo algo más, ¡dilo, dilo!, y lo cumpliré con tu ayuda, porque solo no soy capaz». Con esa sencillez y confianza con la que un hijo habla con su madre nos siguió enseñando san Josemaría lo que es la oración de petición, el sencillo y humilde ruego que hace un ser limitado, con miserias y necesidades, a aquel que todo lo puede por la mediación de su madre.

En un momento de su oración de ese día, en ese lugar tan próximo a la imagen de la Virgen de Guadalupe, le dijo: «este es el propósito: un mosaico en Torreciudad, ¡un buen mosaico!, para que dure perenne a través de los siglos, con esa imagen tuya, ¡tan hermosa! […] Si me escuchas, yo daré el primer beso a ese mosaico, con todo el amor de un hijo agradecido. Estaremos presentes, en acción de gracias, los cinco que ahora rezamos aquí. Y si no estoy yo, porque no viva, será el más antiguo de nosotros en la Obra». Al darse cuenta que ponía condiciones al ofrecimiento, rectificó: «pero ahora me doy cuenta. Ha sido un primer impulso del fuego de mi amor. Madre: no pongo condición ninguna, ¿cómo me atreveré a hacerlo? La imagen estará allí y aquí hay cinco testigos, para que sepan todos que la colocaremos». La imagen fue colocada y el 28 de junio de 1977 don Álvaro, con gran cariño, dio el beso prometido por el fundador del Opus Dei, quien ese día los acompañaba desde el Cielo.

Una promesa cumplida

La novena continúo con el rezo y contemplación de los quince misterios del Santo Rosario.

Los cinco acompañantes de san Josemaría coincidieron en que el quinto día de su novena marcó un antes y un después. Sus tertulias con la Virgen, como las llamaba, habían iniciado con un tono de petición y a partir de ese día, cambiaron a acción de gracias pues se había sentido escuchado.

El 22 de mayo de 1983, el beato Álvaro del Portillo, entonces Prelado del Opus Dei, acudió a la Basílica de Guadalupe para dar gracias a Dios a través de la Virgen, por la erección de la Obra en Prelatura Personal, la solución jurídica por la que años atrás había pedido san Josemaría en ese mismo lugar. Don Álvaro dijo en aquella ocasión: «Nuestro Padre —ya lo recuerdas Madrecita nuestra— vino a suplicar, y nosotros a agradecer. Nuestro Padre terminó aquella novena ante tu imagen diciéndote: Madre, ya no te pido más, porque sé que me has escuchado; estoy en tus manos».

Don Pedro concluye su recuerdo de ese día quinto día de la novena diciendo: «finalmente nos pidió que, todos juntos, recitáramos la oración a san Miguel Arcángel.En este día estuvimos más de dos horas en la Basílica, y apenas nos dimos cuenta»