Juan Pablo II y Benedicto XVI ante la renuncia

El Vicario del Opus Dei para México publicó un artículo en el que se abordan diferentes respuestas y enfoques sobre la renuncia de Benedicto XVI.

Mucha gente se ha preguntado por qué Juan Pablo II no renunció, cuando su salud estaba tan deteriorada, y, en cambio, Benedicto XVI lo hace, cuando no ha llegado a una situación tan extrema como la de su predecesor. Pueden darse, entre otras, tres respuestas a esta pregunta, que dependen, asimismo, de tres enfoques diferentes.

En primer lugar, quienes acostumbran juzgar los acontecimientos negativamente -porque así se llama más la atención de la opinión pública, o porque ese enfoque responde a un estado interior negativo y amargo proyectado en esa dirección-, afirmarán que Juan Pablo II no fue capaz de desprenderse del cargo por afán de poder, y que a Benedicto XVI le faltó valentía para continuar con la carga que pesaba sobre sus hombros.

En segundo lugar, se presenta el enfoque maniqueo, que todo lo percibe en términos disyuntivos (bueno o malo, blanco o negro), y que no admite que situaciones análogas puedan encerrar soluciones diferentes pero positivas. En este caso, si Juan Pablo II actuó bien al no renunciar, entonces Benedicto XVI procedió incorrectamente al hacerlo; o viceversa.

Cabe, en tercer lugar, el enfoque positivo, propio de quien tiene la capacidad de descubrir los elementos favorables que pueden presentarse aun en situaciones aparentemente contrarias. Esta mentalidad -que no implica cerrar los ojos a la realidad-, responde a la capacidad de ser optimista, facultad indispensable para construir cualquier proyecto valioso. Ciertamente esto no está de moda y, dicho sea de paso, es probable que sea una de las razones culturales que dificultan el crecimiento integral de nuestro país. Pero volviendo a la pregunta planteada, esta tercera respuesta la encontramos en unas frases expresadas por el propio Benedicto XVI en la declaración de su renuncia.

“Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también, y en no menor grado, sufriendo y rezando”. Evidentemente esta afirmación no se entiende con criterios sociológicos y estadísticos, con los que se miden las realidades materiales y cuantificables. La iglesia es, ante todo, una realidad espiritual, fundada por Jesucristo para promover la santidad de los hombres, es decir, su unión con Dios y su amor al prójimo; lo cual pertenece al orden cualitativo no medible numéricamente, cuyos frutos dependen de factores espirituales, como son el sufrimiento y la oración. Desde esta perspectiva se entiende que Juan Pablo II haya optado por vivir los últimos tiempos de su pontificado abrazado a la cruz, es decir, sufriendo y rezando, porque consideró que de esa manera conseguía los frutos espirituales que correspondían a su ministerio.

Por otra parte, Benedicto XVI, consciente de que la iglesia es también una realidad que cuenta con factores humanos y organizativos, añadió en su intervención: “en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu”. Y con este argumento, apoyado en el derecho de la iglesia que prevé la posibilidad de la renuncia, si el Romano Pontífice lo decide libremente, Benedicto XVI declaró, ante la disminución de su vigor en los últimos meses: “he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.

Paradójicamente, en los dos casos, con soluciones opuestas, se descubre una coincidencia llamativa en función de dos virtudes: la humildad y la fortaleza. Juan Pablo II fue humilde al dejar en manos de Dios el fruto de su ministerio en su etapa final, apostando al valor del sufrimiento y de la oración. No le importó proyectar una imagen de ancianidad y decrepitud, contrapuesta a quien había brillado, precisamente, por su imagen atractiva de juventud, deportividad y buena presencia. Y nos proporcionó una lección admirable de lo que es sufrir con gallardía las enfermedades y el peso de la cruz, para servir de esa manera a la iglesia y a la humanidad.

Benedicto XVI, por su parte, ha tenido la fortaleza -que es valentía- para asumir una decisión difícil, que ponderó detenidamente delante de Dios, y la supo ejecutar en el momento que le pareció oportuno (por contraste con la tendencia, tan común hoy en día, de querer retener el poder a toda costa). Esta decisión incluye también una fuerte dosis de humildad, al reconocer y aceptar las propias limitaciones, con el convencimiento de que existen otros que tendrán el vigor que a él le falta, para conducir la barca de Pedro.

Ciertamente el acontecimiento se puede juzgar desde diversas perspectivas. Pero también parece claro que el enfoque positivo suele iluminar más la realidad y ser más constructivo. En este caso, hay motivos para adoptarlo.

El autor es Doctor en Filosofía y Vicario del Opus Dei para México.

Francisco Ugarte Corcuera // Reforma