Hace 20 años

17 de mayo de 1992. Plaza de San Pedro. El Fundador del Opus Dei es beatificado. A dos décadas de distancia, recordamos algunas reflexiones del siervo de Dios Álvaro del Portillo, su hijo fidelísimo y sucesor.

Al recibir la noticia de que Juan Pablo II había decidido beatificar a monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, brotó en mi alma un hondo agradecimiento, junto con la convicción de que el Señor quería —una vez más— exaltar a quienes han buscado servirle sin pensar en ellos mismos. Se agolparon en mi memoria tantas escenas de su existencia terrena, selladas siempre por un profundo amor de Dios.

He hablado mucho sobre la humildad del Fundador del Opus Dei durante estos últimos meses, porque fue una característica nítida de su respuesta a las llamadas divinas. Así escribía por los años treinta: «Reconoce la Santa Madre Teresa, en el capítulo 11 de sus Fundaciones, que es manifestación de la omnipotencia divina dar osadía a personas flacas para cosas grandes en su servicio. Y me acojo a lo de la osadía y a lo de la flaqueza... 2 de octubre de 1928. 14 de febrero de 1930».

La conciencia de su poquedad creció —no es un contrasentido— con el paso de los años. Recuerdo bien la audiencia que le concedió el Papa Pablo VI, el 25 de junio de 1973. Salió con cara muy pensativa. Ante mis preguntas, me explicó que había hablado al Santo Padre de temas espirituales y apostólicos, comentándole actividades que el Señor hacía fructificar en el mundo. El Romano Pontífice le escuchaba contento, intercalaba palabras elogiosas, y llegó a decirle: "Usted es un santo". Al oír esa frase, monseñor Escrivá de Balaguer se entristeció, se llenó de vergüenza y de dolor por sus propios pecados, y se atrevió a protestar al Santo Padre: «No, no. Vuestra Santidad no me conoce; yo soy un pobre pecador». Pablo VI insistió, y el Fundador de la Obra replicó de nuevo: «Sobre la tierra sólo hay un santo: el Santo Padre».

Fragmento de un artículo publicado en “ABC”, Madrid, 17 de mayo de 1992.

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Hijos de Dios, llamados a la santidad

El núcleo central del mensaje de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer está constituido por la conciencia de la transformación radical que la gracia bautismal opera en el hombre: partícipe de la naturaleza divina, es hecho hijo de Dios y está llamado a la santidad. Una audacia que aparece admirablemente sintetizada en este punto de Surco: «Tenemos que amar a Dios no sólo con nuestro corazón, sino con el suyo» (n. 809). Una vigorosa recuperación de la raíz evangélica que señala la convergencia vital de las dimensiones esenciales de la vida cristiana: la Iglesia como lugar y fuente de comunión con Dios, el primado de la gracia, la centralidad de los sacramentos...

Pero esta conciencia de la vocación cristiana como llamada a la santidad fue no sólo el eje de su predicación, sino, sobre todo, el núcleo central de la vida espiritual del nuevo beato. Todos los que trataron a Josemaría Escrivá percibieron cómo su persona era inseparable de la misión para la que el Señor lo había elegido. El haber tenido durante cuarenta años un trato particularmente asiduo y profundo con él, refuerza en mi memoria esa dimensión característica de su fisonomía humana y espiritual. Le he visto siempre, por así decir, en su «acto primero» de fundador, es decir, en el acto de la edificación cotidiana y continua del Opus Dei y, por consiguiente, de la Iglesia, ya que no en vano afirmaba que la Obra existía sólo para servir a la Iglesia.

Fragmento de un artículo publicado en “L’Osservatore Romano”, 22 de mayo de 1992.

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Un camino de santidad se muestra como efectivo al haber producido la santidad de quien lo recorre

P. ¿Qué significado tiene para la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei la beatificación de Mons. Escrivá de Balaguer?

En primer lugar, es un motivo de agradecimiento a Dios y a la Iglesia. A Dios, que es la fuente de toda santidad; y a la Iglesia, porque reconoce la santidad de vida de nuestro Fundador. Este reconocimiento es para nosotros, indudablemente, una gran alegría. Pero un gozo que no es fuente de autocomplacencia corporativa, sino que se convierte en una llamada muy exigente: todos en la Prelatura sentimos interpeladas nuestras conciencias en estos términos: hay que ser fieles a Jesucristo, siguiendo los pasos de nuestro Fundador; hay que ser dignos hijos de un santo, llevando hasta el heroísmo el amor a Dios y al prójimo. La alegría se transforma así para el Opus Dei en una urgente responsabilidad de cara a Dios, a la Iglesia y al mundo.

P. La beatificación de un fundador suele interpretarse de algún modo como el reconocimiento, no sólo de su santidad personal, sino también de la legitimidad del carisma fundacional. 

La legitimidad institucional a que usted se refiere alcanzó su reconocimiento definitivo, por parte de la Iglesia, hace ya mucho tiempo, en vida del Fundador. Con todo, no se puede negar que la beatificación de Mons. Escrivá es una confirmación práctica, de verificación empírica, de la eficacia santificadora del carisma fundacional, ya que santificó a su propio portador. Un camino de santidad se muestra como efectivo al haber producido la santidad de quien lo recorre.

Fragmento de una entrevista publicada en “La Vanguardia”, Barcelona, 10 de mayo de 1992.

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¿Qué imagen del santo y amigo le ha quedado especialmente impresa?

En el 70 visitamos México, donde el Fundador se reunió con miembros de la Obra y con sus familiares. Cuando se acercó a una mujer, madre de cuatro hijos, para dirigirle un saludo, ella se arrodilló en señal de respeto. “No lo hagas, hija mía, no lo hagas”, dijo él. Y se arrodilló a su vez delante de ella agregando: “Todos somos iguales, todos somos hijos de Dios”.

Fragmento de una entrevista publicada en “La Stampa”, Turín, 18 de abril de 1992. Fuente: Romana