La familia es comunión de personas, ha dicho el Papa: en ella «la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia» (Juan Pablo II, Exhort. ap. "Familiaris consortio", 15).
Fantástico..., pero la familia somos mi mujer, mis tres hijos y yo, cada uno con sus deseos, sus necesidades, sus cansancios, sus limitaciones. La educación: he aquí una palabra que parece incluso banal de tanto como la han vaciado de significado los programas escolares y los alucinantes ensayos de los psicopedagogos. Pero en realidad es una palabra que encierra esfuerzo y fatiga.
Pero Monseñor Escrivá nos da el remedio, nos ofrece la argamasa adecuada para reconstruir cada día un fragmento de ese maltrecho muro del que tanta necesidad tenemos para mantener alejadas a las “bestias feroces”.
Las cosas pequeñas, ése es el secreto
La vida cotidiana en familia está hecha de cosas pequeñas: cosas pequeñas que hay que conquistar, que hay que saborear, que hay que admirar. La mujer que por fin cierra los cajones —por qué será que a mí me pone tan nervioso ver un cajón abierto—, el hijo que apaga la luz sin que haya que recordárselo de nuevo...
Es de noche. La jornada ha sido dura: el colega no te ha prestado la ayuda prometida y has tenido que hacer todo tú solo; luego, en el último momento, cuando ya tenías las manos tendidas hacia el abrigo —fuera hace frío, el cielo es oscuro—, aquel otro ha entrado en la oficina con unos papeles y te ha pedido, como siempre, una respuesta inmediata... Llegas a casa y te esfuerzas por sonreír, pero no encuentras respuesta. Estás tenso, al borde del ataque de ira, con la válvula de máxima presión comprimida bajo una violenta descarga que, no sabes cómo, está estallando dentro de ti...
“Calla siempre cuando sientas dentro de ti el bullir de la indignación. —Y esto, aunque estés justísimamente airado. —Porque, a pesar de tu discreción, en esos instantes siempre dices más de lo que quisieras” (Camino, 656). Bueno, sí, pero... ¿yo..., no tengo derecho a..., no soy yo también...? “¿Por qué has de enfadarte si enfadándote ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato... y te has de desenfadar al fin? (Camino, 8).
Pasada la hora de la cena, queda todavía tanto por hacer. Pero hoy, mira por dónde, la pequeña no quiere dormir: se agita en la cama, y si me alejo comienza a gimotear, con ese llanto molesto, inaguantable, que no es más que la expresión del capricho. Estoy sentado junto a ella, en cuclillas; en una posición incómoda, antinatural. Pienso en lo que me espera en el despacho, en el descanso del que tan necesitado me parece estar y que cada vez veo más remoto.
Intento levantarme por enésima vez y oigo un nuevo alarido: de verdad que me dan ganas de soltar la mano. “Pretextos. —Nunca te faltarán para dejar de cumplir tus deberes. ¡Qué abundancia de razonadas sinrazones!” (Camino, 21). Vuelvo a ponerme en cuclillas y arranco de mi boca una sonrisa. Apoyo la cabeza sobre los barrotes del lecho diminuto. La pequeña se incorpora y se recuesta sobre mi pelo. Me besa, me acaricia la barba. Todo desaparece: hoy he visto el ciento por uno que Cristo promete a quien renuncia a sí mismo.
¡Ahora comienzo!
Así es como me ayuda san Josemaría a vivir el Magisterio. Con su voz. Es así como, en los momentos de dificultad, me parecer ver su dedo indicar a la Sagrada Familia para que me sirva de ejemplo. Ciertamente, no siempre se tiene la lucidez para..., no, digamos mejor que no siempre se tiene la voluntad, la fuerza necesaria para sedar la furia del propio egoísmo. Pero entonces...: “Nunc coepi!” (¡Ahora comienzo!), basta recomenzar, pidiendo perdón a Dios y a quien se haya ofendido. Y se vuelve la mirada al taller de Nazaret, del que tantas veces nos ha hablado el fundador del Opus Dei —y sigue hablándonos, por medio de sus escritos— y en el que todo es perfecto, porque en aquellos corazones no hay rastro alguno del “yo”.
Sí, desde luego, poner esfuerzo en el empeño porque otros —¡y qué otros!— han puesto empeño antes que yo es muy distinto de sentirse obligado por unas normas incomprensibles o forzosas.
Éste es el aspecto más fascinante de la religión católica: que sus enseñanzas no van contra el hombre, sino todo lo contrario, porque llevan a una dimensión sobrenatural lo que es propio, natural, de la persona humana. No hay una sola norma que Dios haya querido imponer al hombre para alejarle de su felicidad. Al revés: con la delicadeza de un Padre, nos ha sugerido el camino más recto para alcanzar nuestra meta. Y permanece a nuestro lado, “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), para sostenernos a lo largo del camino.
Y además todo eso no es teoría, sino vida: la vida de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que nos enseña con su propio obrar.
Josemaría Escrivá nos invita a recordar esa vida de Jesús, de María y de José escondida y silenciosa, hecha de pequeños sacrificios encaminados a servir y agradar a los demás, es decir, a transformar en alegría cada instante de la vida".
Relato de Paolo Pugni, publicado en "Un amor siempre joven" (Ediciones Palabra, 2003), libroque recoge algunas enseñanzas de san Josemaría sobre la familia, y una serie de testimonios de personas que luchan por encontrar a Dios en la vida cotidiana.