El trabajo es un medio de servicio, no un pedestal de egoísmo

Entre septiembre de 1975 y marzo de 1994, Don Álvaro envió con inmenso cariño varias docenas de cartas dirigidas a todos los miembros del Opus Dei. En algunos de esos escritos es posible estudiar un aspecto importantísimo de su vida: el trabajo.

Don Álvaro del Portillo era un trabajador infatigable, su extensa actividad diaria era inmensa, apacible, serena como su personalidad. Don Álvaro tenía claro el valor santificador del trabajo. “Hemos de trabajar –decía-como un burrito y trabajar con amor, con rectitud de intención, siguiendo el ejemplo de Cristo. Así la tarea profesional se convierte en instrumento de apostolado, que nos permite llevar al Señor en triunfo, como el borrico sobre el que Jesús entró triunfante en Jerusalén, en triunfo por los caminos de la tierra”[1].

Don Álvaro desarrolló sus grandes cualidades humanas en la construcción del mundo que le tocó vivir. Sus viajes por los cinco continentes para ver a sus hijas e hijos fueron un foro para llevar este mensaje a todo el mundo: hizo ver, con su ejemplo y su palabra, que “el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios… al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora…medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora”[2]. Don Álvaro encontró en estas palabras de San Josemaría un nuevo sentido para toda su actividad y trabajo. Desarrolló una labor profesional seria, bien acabada, también cuando no le apetecía o le resultaba ardua: precisamente en esas condiciones encontraba otra dimensión del trabajo: el encuentro personal con Cristo en la Cruz. 

Así lo comentaba en diciembre 1991: “nuestra ocupación profesional no sólo imita el trabajo de Dios, sino que es tarea de Dios: Opus Dei, Operatio Dei.” Trabajar bien es una realidad del amor; no se refería exclusivamente a un trabajo eficiente y exitoso, decía: “las abejas estructuran perfectamente los panales y producen una miel sabrosísima, pero no trabajan porque no son capaces de amar”[3]. Lo verdaderamente importante es la actitud interior del que trabaja, en el corazón del hombre y de la mujer  es donde se encuentra la clave del trabajo bien o mal hecho como un servicio a los demás o como manifestación del egoísmo. 

Don Álvaro veía en el trabajo el espacio de desarrollo de las virtudes y la mejora de las relaciones sociales: “El entramado humano que las relaciones profesionales entretejen, ha de incluir necesariamente en sus fibras la huella de Dios, para que los hombres se topen con ese algo divino escondido en las realidades terrenas”[4]. Se desprende, por tanto,  que el trabajo es un medio de apostolado, un ámbito de servicio y aportación a los demás,  no un pedestal de nuestro egoísmo. 

Un grave problema que señala atinadamente Don Álvaro es la realidad que hoy contemplamos de la gente dominada por el deseo de poseer bienes materiales y un ansia frenética de bienestar, que oculta a nuestros ojos las necesidades de los demás. Ante este enfoque, Don Álvaro nos propone el desprendimiento personal de los bienes y la atención a las necesidades del prójimo, especialmente a los que con nosotros conviven y en los pobres, los enfermos y los necesitados en el alma y en el cuerpo, que precisan especial atención. “El cristiano, al conocer mejor a Cristo dilata sus ojos permitiendo reconocer a Cristo en los que sufren y  enciende en su corazón el deseo de volcarse en obras de misericordia, silenciosamente y sin aparato”[5].

De esta forma la recristianización del mundo contemporáneo se puede realizar justo a través del trabajo, de las ocupaciones temporales, mensaje clave de San Josemaría, que es ahora doctrina común de todos los cristianos. El corazón universal de Don Álvaro lo llevó a pedir a sus hijas e hijos la difusión, en todas partes, y especialmente entre los cristianos, la buena nueva de que “Dios quiere que todos los hombres sean santos, y que a la mayoría los llama a serlo precisamente en y a través de las circunstancias ordinarias de la vida, en el trabajo… pero para que un mensaje cale en los corazones y transforme a quienes lo escuchan, es imprescindible que lo vean hecho vida en quienes lo propagan”[6].

Pero podríamos preguntar ¿cómo se hace esto? Don Álvaro nos  sale al  paso: trabajar sí,  pero  trabajar bien, a conciencia, estrujando las horas para que rindan más sin conceder tiempo a la pereza. Con ilusión por mejorar nuestra preparación profesional. Cuidando los detalles. Amando al Señor en la Cruz, uniendo a Su sacrificio las contrariedades, las dificultades, el cansancio. Haciendo todo por amor y con espíritu de servicio a los demás, a nuestro entorno y a nuestro país. De esta forma se va haciendo realidad el deseo de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas nobles. 

Un aspecto importante y novedoso que San Josemaría señaló en sus enseñanzas y al que se refiere Don Álvaro en la carta del 24 de enero de 1990 es la importancia de los trabajos domésticos: “ hay una razón muy profunda para que nuestro Padre [San Josemaría] afirmara la trascendencia de estas ocupaciones: con evidencia palpable, ahí se pone de manifiesto el espíritu de servicio, que constituye – debe constituir – el núcleo, la médula de toda prestación profesional… los trabajos del hogar, por su misma naturaleza, están particularmente empapados de este afán..” 

No nos llama la atención, por tanto,  que a la muerte de Don Álvaro fueran innumerables las peticiones a la Santa Sede para  abrir su proceso de beatificación. Y en junio de 2012 Benedicto XVI firmó el decreto mediante el cual se reconoció la heroicidad de sus virtudes. 

*Las cartas citadas en el artículo están recogidas en tres volúmenes titulados Cartas de familia                                                                                       

1. Carta 1-XII-1991

2. Escrivá de Balaguer, Josemaría, Es Cristo que pasa, N. 47

3. Carta 1- XII- 1991

4. Carta 1-XII-1991

5. Carta 9- I- 1993

6. Carta 1- X- 1984

Luz María Barreiro Güemes