El tapiz del matrimonio: tiempo y dedicación

El matrimonio es una carrera de fondo que necesita de la perseverancia para conseguir que el otro llegue a su plenitud como mujer o como hombre, es decir, para hacerle feliz. Texto editorial con algunos consejos para lograrlo.

Después de todo lo que hemos ido leyendo a lo largo de estos artículos, llegamos a la conclusión de que el amor conyugal hay que trabajarlo día a día, desde que uno se levanta hasta que se acuesta, con detalles pequeños: un ‘te quiero’ con contenido, un beso sin rutina, un guiño de complicidad, un preocuparse por una reunión de trabajo del otro o de que le dolía la cabeza al salir de casa, y tantas otras cosas ‘pequeñas’ que se nos pueden escapar pensando en grandes hazañas. Aquellas, sin embargo, son las oportunidades reales que fortalecen nuestro amor y le dan sentido de perennidad: así es como se teje el tapiz del matrimonio.

Por eso, se puede decir que el matrimonio es también un trabajo: primero, porque es llamada que da plenitud a la creación de Dios[1], vocación originaria al amor[2] que se despliega en la comunidad de vida y en el apoyo mutuo que se prestan los esposos[3]; como afirma san Juan Pablo II, la persona “se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión”[4]: es decir, no cuando el hombre conoce las criaturas, sino cuando se conoce en relación de mutua similitud. Y, segundo, porque es un quehacer que comporta esfuerzo constante por mantener incólume la ‘unidad de dos’ que forman, pues el mismo matrimonio nos habla de un crecimiento ilimitado en el ejercicio de las virtudes.

El matrimonio es una carrera de fondo que necesita de la perseverancia para conseguir que el otro llegue a su plenitud como mujer o como hombre o, dicho en breve, para hacerle feliz. Aquí, como en lo que sigue, la gracia y la fortaleza que confiere el sacramento es clave en el in-sistir y per-sistir de la vida conyugal: un mantenerse firme en lo que uno es, en su identidad propia como esposa o esposo, y en los compromisos que ha adquirido.

De ahí, que la fidelidad es mucho más que ‘no sostener una relación con otra persona distinta al cónyuge’, ese es su límite negativo; es, sobre todo, cuidar mi corazón como algo sagrado que sólo se debe entregar a ella/a él, y cerrar su puerta para que no entren otros amoríos: ese café prescindible con mi compañero/a de trabajo, ese problema que se cuenta a quien no corresponde, esa copa superflua después de una cena de trabajo, o esa manera de vestir en la oficina que da lugar a equívocos…: otra vez de pequeños detalles va la cosa, pues nada se rompe de golpe. La fidelidad –amor prolongado, amor liberal que se despliega en el tiempo– necesita existencialmente renovar (hacer consciente y libremente nuevo) con asiduidad el momento de la celebración nupcial.

Educar el corazón de los casados también requiere laboriosidad: el enamoramiento se pasa, vuelve, se vuelve a pasar, tiene intensidades, es un sube y baja: lo propio de los sentimientos. Sin embargo, el amor es más que un sentimiento, es acto de la voluntad, libre y responsable. Por tanto, es evidente que el amor matrimonial no puede estar supeditado a un sentimiento, y que en muchas ocasiones habrá que navegar sin viento, remando a contrapelo, y costará, y ‘dolerá’, …¿quién dijo que el amor es un camino de rosas? Pues acertó, espinas y flores, un combinado para llevar con optimismo y buen humor. Cuando eso ocurra qué oportuno será recordar aquella consideración de san Josemaría: “Tienes una pobre idea de tu camino cuando, al sentirte frío, crees que lo has perdido: es la hora de la prueba, por eso se te han quitado los consuelos sensibles”[5].

El problema se presenta cuando no se ve como algo normal el hecho de que en la vida hay un surtido de todo, y que las dificultades forman parte de lo ordinario; cuando uno, o los dos, viven en un mundo de fantasía, de permanente inmadurez personal trasladada a la convivencia conyugal, entonces uno o ambos se colocan fuera de la realidad, lo que es motivo de grandes sufrimientos en la familia.

Las crisis forman parte del recorrido del matrimonio, son un paso hacia la madurez y la consolidación del amor. Los matrimonios no llegan a cumplir sus bodas de plata o de oro porque estén 25 años en estado de enamoramiento perpetuo o simplemente juntos dejando pasar el tiempo, sino porque de la mano consiguen saltar las vallas de la vida, aunque parezca que la sociedad nos diga que si te encuentras con un muro es mejor que cambies de camino.

Las crisis tienen motivos diversos y pueden ocurrir incluso en momentos inesperados: por un cambio de trabajo que obliga a una separación, o por una enfermedad (física o psíquica) que se prolonga, o porque uno se ‘encierra’ en su mundo y no quiere compartirlo, o porque los defectos del otro cónyuge con el tiempo se hacen intolerables, o porque la educación de los hijos en ocasiones resulta agotador, o porque no se tienen. El diagnóstico, muchos dicen, que se debe a la falta comunicación: —Ya…, ¿y?

Pues vamos a prevenir en lugar de curar:

  • Promover un espacio semanal de ocio y descanso para disfrutar al estilo propio: una cena, una excursión, un pase de cine o de teatro, una exposición de arte, o hacer deporte juntos.
  • Cuidar los momentos para hablar del proyecto de familia: de los personales y de los de cada hijo y cómo se enfocan.
  • Tener un detalle mutuo de cariño cada día. Pero no hay que recriminar si no se recibe, sino seguir dando.
  • Respetar el espacio de intimidad personal para Dios y el de cada uno. Enriquece.
  • Tener una lista de cosas buenas del otro para leerlas cuando no se vean, y una lista de situaciones que excusen al otro (tendrá dolor de cabeza, habrá tenido un mal día...), si en algún momento todo se vuelve de color negro.

Como se ve esta tarea maravillosa del matrimonio requiere dedicación y creatividad. El día en que te casas lo haces con el cónyuge; todavía no hay hijos, pero casi sin que uno se dé cuenta acabas, si Dios lo quiere, viendo a los hijos de tus hijos, si ese es su camino, o su correspondencia a una vocación en el celibato.

Por eso es tan importante tener claro que hay que cuidar el nosotros, para que cuando llega la etapa en que los hijos van soltando amarras, tengamos un nuevo nosotros lleno de plenitud, que no dé lugar a chantajes emocionales con los hijos, que no sea carga sino apoyo para colaborar con ellos cuando lo necesiten, sin meternos donde no nos llaman, sabiendo estar en la retaguardia. Hemos dado gratuitamente, recibamos gratuitamente.

Como decía, con palabras sabias, la santa Teresa de Calcuta:

“Enseñarás a volar,

Pero no volarán tu vuelo,

Enseñarás a vivir,

Pero no vivirán tu vida,

Enseñarás a soñar,

Pero no soñarán tu sueño,

Pero en cada vuelo, en cada sueño, en cada vida

Estará la huella del camino enseñado”.

Y al final de los días, en la ancianidad, otra vez solos como cuando empezamos, solos pero contentos y esperanzados, apoyándonos en Dios como el primer día: porque hemos cuidado esos detalles pequeños que han trenzado el tapiz de nuestro matrimonio con luces y sombras; porque con perseverancia hemos sido fieles en cada momento; porque, aunque a veces no hayamos sentido nada, hemos seguido amándonos con plena libertad, porque nos ha dado la gana; porque, a pesar de los pesares, seguiremos juntos hasta que uno de los dos se marche al cielo con el nombre del otro en la frente.

Rosamaría Aguilar Puiggros


[1] Como el mismo trabajo: cfr. Gn 2,15.

[2] “Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. […] se unirá a su mujer y serán una sola carne”: Gn 2,23.24.

[3] “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda adecuada para él”: Gn 2,18.

[4] Audiencia general, 14 noviembre 1979.

[5] Camino, 996.