Joaquín Romero padece esclerosis múltiple, una enfermedad incurable, progresiva y degenerativa. Necesita a veces abandonar la silla de ruedas en la que permanece todo el día y cambiar un poco de posición. El entrevistado, divertido, comenta con una alegría que nunca le abandona: “Me parece estar ante un psiquiatra”. Y el periodista le sigue el juego con una primera pregunta clásica: ¿Quién es Joaquín Romero? ¿Quién es Joaquín Romero?
Yo mismo me lo pregunto a veces. Me digo: “Dios mío, ¿quién es esa persona que ahora va en la silla de ruedas? Yo estudiaba, jugaba al fútbol, hacía una vida normal. Y éste de la silla parece otra persona. Entonces, aterrizo y me digo: eres el mismo, Joaquín, sólo ha cambiado la situación”.
¿Qué se siente cuando la enfermedad llama a la puerta?
Es como si te llegara a casa un invitado de honor que se presenta son haberlo invitado. No sabes si decirle “¡Qué alegría!” o “no hay comida para ti”. Luego hay que aceptarlo porque no puede uno echarle de casa; hay que saber tratarle, hablarle, escucharle, para saber qué quiere, qué le conviene.
¿Se acaba queriendo al invitado previsto?
Sí, pero no por él mismo. El sufrimiento no es un bien en sí, como una casa, un coche, un amigo. Al dolor no se le quiere sin más, hay que apoyarse en algo, en unas muletas. Y entonces, el dolor es el mismo, pero lo la forma de llevarlo es distinta.
¿Dónde has encontrado esas muletas?
En Dios. En mi caso, a través del Opus Dei, para quien los enfermos son un tesoro. Yo pensaba que no podría trabajar ni tener vida social, pero la Obra me descubrió que mi trabajo debería ser mi enfermedad y que sería ocasión para tratar de ser mejor yo mismo y ocasión para acercar a otras personas a Dios, con la sonrisa, por ejemplo. Estuve en Roma, en la canonización del Fundador del Opus Dei. La víspera estaba en la cama, en Barcelona, agotado por el efecto que produce la cortisona que me dieron por un brote reciente de la enfermedad. Pero al día siguiente, pude estar en la Plaza de San Pedro, con mi silla de ruedas abriéndose paso, como otras muchas, entre tanta gente. Fui feliz, aunque me cansé mucho. Mi invitado vino conmigo, como a todas partes.
¿Cuándo llegó el invitado?
A los 22 años. Mi vida hasta entonces había tenido dos momentos especialmente mágicos. El primero fue a los 14 años, cuando acabé octavo de EGB con buenas notas. Me fui a Menorca de vacaciones con mi familia, luego a Italia con unos amigos. Jugaba al fútbol, me gustaba mucho. El segundo, al comenzar la carrera de aparejador. Tenía grandes ilusiones para mi vida: llegar a ser un buen profesional, casarme y tener muchos hijos.
Y de repente irrumpe la enfermedad...
No tan de repente. El primer año lo pasé en manos de médicos que me hacían pruebas. Acabé la carrera, pero los exámenes finales ya no pude hacerlos por escrito porque se me paralizaban las manos.
¿Cuándo llegó la silla de ruedas?
Cuando no hubo más remedio. Primero, utilicé una muleta; luego, dos; y un día, la silla. Quería ir al funeral del padre de un amigo y no me sentía con fuerzas para andar los 50 metros que había desde el aparcamiento hasta la iglesia. Un amigo me llevó en coche y metió dentro una silla de ruedas por si la necesitaba. Intenté andar la distancia con muletas, pero no pude. Entonces mi acompañante sacó del coche la silla, me subí y al llegar a la iglesia creí morirme. Todos me miraban; me sentí apuñalado por tantos ojos.
¿Uno se acostumbra?
Sí, a lo que uno no se acostumbra es que a veces haya gente que, al verte en una silla, te habla como si no fueras normal. En cambio, ves el deseo de ayudar que tienen muchos. Creo que nosotros también les ayudamos a que sean mejores, a que tengan una actitud buena con los demás.
¿Qué hace en esta situación?
Ponerme a trabajar. Con mi hermano Borja, ingeniero de Telecomunicaciones diez años más joven, adaptamos mi vivienda para que yo pueda valerme por mí mismo, para ir desde la cama al baño y a la ducha o pueda abrir la puerta, las ventanas, poner la televisión, hablar por teléfono, escribir en el ordenador, etc.
¿Lo consiguieron?
Sí, y después montamos una empresa con nuestras iniciales –“B & J Adaptaciones”-, y comenzamos a buscar clientes, personas que hayan quedado parapléjicas o tetrapléjicas a causa de alguna enfermedad o accidente. Hablamos con el instituto Guttmann, el de mayor renombre, con otros centros de rehabilitación, asistentes sociales... y ofrecemos adaptar la vivienda o la habitación del minusválido, hacerle un traje a la medida de sus necesidades concretas derivadas de la situación en la que se encuentre y lo hacemos con ayuda de nuestros conocimientos técnicos y de mi propia experiencia.
¿Tienen clientes?
Sí, aunque no es fácil. Hay que vencer, por su parte, la tentación del desánimo. Mi ventaja es que puedo hablarles de silla a silla, no como quien dice ponerse en su sitio desde la distancia.
¿Qué le dice a un cliente de los que vienen a verle que se rebela preguntándose por qué Dios permite su sufrimiento?
Comienzo diciéndole que es muy positivo que se haya hecho esa pregunta, porque ante cualquier pregunta hay que buscar una respuesta. Ante esa, le digo que yo puedo echarle una mano para tratar de encontrarla.
Un motivo podría ser para que nos acordáramos más de Dios, que quizá lo teníamos olvidado. Si fuera así, es una ocasión más para estar cerca de Él, hay que comenzar por tratarle, pedirle perdón, darle un beso a través de la confesión. Le diría también: ve a verle ante el Sagrario, quéjate, háblale y cuando no se te ocurra nada, vete y vuelve otro día. No pretendas conocerle en dos días. Una amistad requiere trato.
¿Qué es el dolor para usted? ¿Cómo lo define?
Es la llave, la respuesta a muchos interrogantes de la persona creyente. No tiene ningún sentido que no pase por la trascendencia. Te enseña a conocerte más a ti mismo, a poner cada cosa en su sitio. Y a conocer mejor a los demás, a ser comprensivo con sus límites.