El día que san Josemaría dijo “México es mucho México”

Después de una estancia de 40 días en México, llegó la hora de que el Fundador del Opus Dei dijera adiós: adiós a sus hijos, adiós a la tierra mexicana y adiós a la Guadalupana

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El 22 de junio de 1970, víspera del día en que san Josemaría Escrivá de Balaguer regresaría a Europa, pasó al CIES después de la comida para estar con quienes vivían ahí.

Los estudiantes buscaban hacer descansar al Fundador contándole alguna anécdota simpática, algo relativo a la labor apostólica que estaban llevando a cabo, o bien cantando alguna canción.

Alguno de los entonados residentes del CIES cantó una canción denominada María Elena cuya letra habla de un amor humano que fácilmente llevó al Padre a una consideración sobrenatural del amor a la Virgen:

«Quiero cantarte mujer,

mi más bonita canción,

porque eres tú mi querer

Reina de mi corazón…

Y después:

Tuyo es mi corazón

Oh sol de mi querer

Tuyo es todo mi amor

Mi ser te consagré…»

Serían las tres de la tarde cuando discurría esta entrañable tertulia en la que Josemaría Escrivá escuchaba aquella canción y emocionado, propuso llevarle una serenata a la Santísima Virgen cantándole esa y otras canciones que había venido escuchando en su viaje por México.

Un testigo de ese momento, el padre Rafael Fiol Mateos, cuenta en su libro: Pedro Casciaro: Hasta la última gota, que la propuesta del Padre levantó un clamor de entusiasmo. Pero enseguida temió que ese gesto pudiera llamar la atención sobre su persona y no quería promover nada que sonara a espectacularidad. Entonces preguntó a don Pedro Casciaro: «Si os parece que esto puede ocasionar problemas, habrá que disuadir a estos chicos». Don Pedro respondió que no había ningún problema y que le parecía una idea magnífica.

San Josemaría cantando frente a la Virgen de Guadalupe

Para lograr el objetivo de ir a la Villa según el deseo de san Josemaría y llamar la menor atención posible,se convino que esa serenata a la Virgen de Guadalupe fuese cuando hubieran concluido los actos de culto público ordinarios, es decir a las ocho de la noche.

En unos cuantos minutos la noticia de que san Josemaría acudiría a despedirse de la Virgen de Guadalupe a esa hora se corrió entre todos los fieles de la Obra que se encontraban en la Ciudad de México.

Rápidamente se distribuyeron encargos: un grupo se puso a transcribir las letras de las canciones que se cantarían a Nuestra Madre; otros se encargaron de las copias en los mimeógrafos; un tercer grupo se avocó a alquilar autobuses para transportar a las decenas de personas que irían, muchos de ellos llegados de distintos puntos de los Estados Unidos, Canadá, Centro y Sudamérica.

Las mujeres, por su cuenta, también se movilizaron y llegaron a la Basílica hasta con tres horas de anticipación, por lo que consiguieron ocupar las primeras filas del templo.

Se cuenta que el sacerdote que estaba oficiando la última misa de la tarde, se giraba del altar para cumplir las rúbricas establecidas en la Misa de espaldas al pueblo, e iba de sorpresa en sorpresa constatando una afluencia inusual a esas horas.

Para cuando terminó la Misa, la Basílica estaba completamente llena y fue cuando se procedió a cerrar las puertas del santuario, a la hora habitual,quedando dentro de él una mayoría de miembros de la Obra junto con familiares, amigos y cooperadores, aunque también quedaron algunos de los fieles que habían participado en la última celebración eucarística y habían querido permanecer allí.

Al llegar a la Basílica, san Josemaría y sus acompañantes entraron por la sacristía, como lo habían hecho durante los días de la novena. Después de saludar al Santísimo, se dirigió al altar central y se arrodilló frente a la imagen de la Virgen, unos minutos después se puso de pie y cantó la Salve que fue entonada de igual manera por todos los asistentes con gran fervor; tras ello se desplazó hasta un reclinatorio al lado derecho del altar donde se encontraban muchos sacerdotes hijos suyos y comenzaron a sonar las guitarras.Comenzó a escuchar la canción que le había emocionado al mediodía: María Elena y en un determinado momento se arrodilló y se cubrió la cara con las manos, apoyándose en el respaldo del reclinatorio, conteniendo las lágrimas. Comenzaron a cantar la segunda canción: Morenita Mía, y cuando en la tercera canción comenzó el enorme coro espontaneo formado por todos los asistentes a cantar Gracias, el Padre no pudo más y salió de la Basílica, visiblemente emocionado. En ese momento, don Pedro ofreció —con cierta maña—, cambiarle el pañuelo con el que se acababa de secar las lágrimas por uno limpio. Ese pañuelo se conserva como un recuerdo de ese memorable momento en la vitrina de recuerdos de la Comisión Regional de México.

«Hijos míos, México es mucho México!».

Al salir del templo, los sacerdotes que estaban con élen el presbiterio —mexicanos y extranjeros— lo acompañaron a la entrada. Cuando San Josemaría subió al automóvil, fueron acercándose uno a uno de modo espontáneo, sin prisa ni alboroto, con emoción, para saludarle con afecto y fueron recibiendo cada quién unas palabras suyas de cariño y de bendición. Fueron momentos de una intensidad sublime e inolvidable. Después arrancó el automóvil.

Acompañaban al Padre don Álvaro, don Pedro y Alberto Pacheco quien iba conduciendo. Ellos fueron testigos de la prolongada oración en silencio del Fundador, mientras el auto recorría las calles de regreso a la sede de la Comisión Regional en Mixcoac, al sur de la ciudad. Respetaron su recogimiento y su emoción. En un momento dado exclamó:

«Hijos míos, México es mucho México!».

El ambiente de recogimiento en el automóvil se prolongó casi hasta llegar a la casa. San Josemaría lo interrumpió alguna vez para hacer comentarios acerca de la inmensa labor apostólica que nos aguardaba en el país. Ojalá nunca se nos olviden estas palabras que el Fundador dijo con tanta fe y con tanto cariño a México y a sus hijas e hijos mexicanos.