Quien tiene un amigo... se puede acercar a Dios

Lucía y Óscar cuentan sus historias unidas por un rasgo común: en ellas la amistad es no solo un tesoro humano, sino también una vía de regreso a Dios.

Óscar Migueles, chileno, y Lucía, española, comparten sus historias sobre las sorpresas que dan las amistades.

Óscar: “Uno cuando está en algo bueno siempre va a convidar a gente que quiere”

En mi juventud me concentré en lo típico que la gente hace: en los estudios y el deporte. Estudié kinesiología en la Universidad Católica del Maule y conocí a Rodrigo, que era bastante distinto a mí: yo muy inquieto, impulsivo, y él muy tranquilo, reflexivo, por lo que siempre he valorado mucho sus consejos. Terminamos la carrera y nos encontramos nuevamente en el campo laboral. Hoy los dos damos clases en la Universidad de los Andes y yo trabajo también en la Clínica de esa universidad.

Un día Rodrigo me invitó a participar en unas reuniones de formación cristiana que se llaman círculos. En mi vida, yo había dejado muy de lado la parte espiritual, me sentía desnutrido en esa área, lo que no me pasaba en el ámbito laboral, académico o deportivo. Así que acepté.

Al asistir a esas reuniones hubo un día en que se habló de que no todo está en las manos del hombre. Podemos empeñarnos en tener el control, pero hay una brecha que no podemos manejar y sufrimos. Y ahí entra Dios, que nos da la gracia para enfrentar las dificultades y solo nos pide confiar.

Yo llevaba 15 años de novio y no me casaba. Ese discurso nos ayudó mucho a tomar la decisión de casarme con mi novia: comprendimos que si uno espera que todo esté controlado jamás se va a comprometer a algo. Fue una reflexión muy sencilla, pero eficaz.

Óscar Migueles (izq) junto a Rodrigo (der).

Pasó el tiempo y yo estaba en deuda con algunos sacramentos, entre ellos la Confirmación. Salió un boletín aquí en la universidad que decía algo así como: “Si usted quiere recibir algún sacramento, bautismo, primera comunión o confirmación llame a la Capellanía”. Era mi oportunidad... Así que llamé a la Capellanía y me dijeron que sí, que podía hacer mi confirmación con ellos, que no era tan solo para los alumnos. Llamé a Rodrigo y le pedí que fuera mi padrino y mi catequista. Lógicamente, aceptó.

Recuerdo que una vez Rodrigo, para invitarme a los encuentros de formación cristiana, me dijo: “Uno cuando está en algo bueno siempre va a convidar a gente que quiere”. Desde entonces han pasado como nueve años y cuando no voy por algún motivo a estas reuniones, siento que me hacen falta. Me han hecho, por así decirlo, sosegarme, ser más tranquilo y tener una visión un poquito más bondadosa. 

Así que, bueno, para mí ha sido tremendamente importante la amistad, una amistad que gracias a Dios se abrió también a la esfera espiritual.


Lucía: Una amiga atea

A Marta la conocí en Dublín cuando tenía 22 años. Ella estaba haciendo un intercambio de Erasmus junto a una de mis amigas del colegio y yo había ido a trabajar a la misma ciudad. En ese tiempo yo tenía un coche de la empresa donde trabajaba y a los chicos de Erasmus les ofrecía llevarlos a misa los domingos. Y Marta, con quien ya había entablado una amistad, me decía entre bromas: “Nunca lo conseguirás”, pues Marta era atea. Yo, bromeando, le respondía: “Al final, te convertirás; Dios siempre acaba conquistando a las personas buenas”. 

Con el tiempo nos hicimos muy buenas amigas. Ella era la primera persona verdaderamente no creyente que yo conocía. “Te tienes que aferrar a algo. No puedes vivir una vida plena sin aferrarte a nada que te apoye”, le decía.

Pasaron los años, nos fuimos de Dublín, me casé, tuve un hijo y luego perdí a un bebé a los tres meses de embarazo. En ese tiempo, vivía en Estados Unidos y los doctores me dijeron que no podría tener más hijos.

Fue un periodo bastante doloroso e invasivo, porque tuve que someterme a varias intervenciones quirúrgicas en plena pandemia de Covid-19. Entonces me compré una medalla de la Virgen Milagrosa. Le recé con muchísima fe y la llevaba puesta siempre. Hasta que un día supe que estaba embarazada de nuevo. Para mí fue un milagro: mi hijo nació sano. Y no fue el único, porque al pasar los años quedé embarazada nuevamente.

Un día me enteré que una de mis amigas tenía cáncer de útero. Poco más adelante, a Marta, con la que seguía en contacto y que estaba recién casada, le diagnosticaron el mismo cáncer. Afligida, decidí comprarle la misma medalla de la Virgen Milagrosa que tengo y le dije: “Ya sabes que me ha ayudado un montón, sé que no te gusta nada lo católico, pero…”. Ella se puso a llorar y se la colgó en el cuello.

Imagen de la Medalla Milagrosa (panem.cl)

Pasó el tiempo. Y un día recibí un mensaje de Marta: “No te vas a creer donde estoy: en misa”. Había tomado la costumbre de acompañar a su abuela a la iglesia los domingos. Además, había hecho una peregrinación junto a su marido para pedir su curación. Un año después de que le diera la medalla, después de quimios y tratamiento, su enfermedad era sólo un recuerdo, se curó.

Hasta entonces, Marta había entrado en una iglesia solo en el día de mi boda. Yo, que soy cooperadora del Opus Dei, había rezado -y sigo rezando- por ella. Dios actúa mejor a través de los amigos: Marta y yo, con lo que hemos aprendido la una de la otra, lo sabemos bien.

* Esta historia es real. Los nombres fueron cambiados por la petición de reserva de su protagonista.