Don Jacinto: 50 años en Montefalco

Hay grandes hazañas, como descubrir un continente o cruzar el océano atlántico. Hay grandes hazañas, como permanecer al pie de la cama del hijo enfermo o mantener ordenado un cajón que nadie más verá. ¿Cuál es el secreto para hacer “grande” lo pequeño? Don Jacinto, entre tuberías, tijeras, clavos y martillos, lo ha descubierto.

Junio de 1970. San Josemaría Escrivá está en México. En la ex hacienda de Montefalco –en el estado de Morelos– se ha organizado una reunión con varias mujeres que participan de las actividades de formación que ahí se organizan. El fundador del Opus Dei ha llevado caramelos y los niños celebran la ocurrencia.

Lupe se encuentra entre las participantes. Una sonrisa y ocho meses de embarazo. Al finalizar la reunión de familia, se acerca a san Josemaría. Una bendición: para ella y para el niño que va a nacer. El fundador se despide y las mujeres regresan a casa. «¿Te diste cuenta que...? A mí me gustó qué… Esto se lo tengo que contar a mi comadre, que seguro le servirá».

Han pasado más de cincuenta años desde esa tarde calurosa de junio. Don Jacinto Barranco cuenta la historia que tantas veces escuchó de labios de su madre y de su tía: «El haber recibido la bendición del fundador del Opus Dei cuando aún estaba en el vientre de mi madre es algo que me llena de alegría».

«El haber recibido la bendición del fundador del Opus Dei cuando aún estaba en el vientre de mi madre es algo que me llena de alegría».

La historia de don Jacinto continúa enlazada con Montefalco. Hoy trabaja como encargado de mantenimiento en la ex hacienda, y ha descubierto su vocación al Opus Dei como supernumerario. «Cuando me di cuenta de que podía enfocar todo mi trabajo hacia Dios, entendí que ese era el sentido de mi vida: tratar a Dios con y desde mi labor profesional».

Así como el ingeniero químico encuentra la grandeza de Dios en átomos y moléculas, y el médico en el milagro de la vida, Jacinto ha descubierto que su encuentro con Dios está en las labores de mantenimiento en Montefalco. «Santifico mi trabajo con mucha alegría, sin esperar reconocimiento: lucho por hacerlo bien, de buen modo y con alegría».

«La vocación, la llamada de Dios, –escribió san Josemaría– es una gracia del Señor, una elección hecha por la bondad divina, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor a Jesucristo» (Forja, 17). Y es en los momentos más ordinarios donde es posible descubrir la grandeza de la llamada universal a la santidad. En el trabajo y en la casa. En el descanso y con los amigos. Con la suegra y con los hijos. «Me gusta mucho platicar con mis hijos. Creo que lo que más he aprendido como papá es que lo mejor que puedes hacer por ellos es escucharlos y darles buen ejemplo».

Don Jacinto conoce Montefalco como la palma de su mano. «Desde que tengo uso de razón, he venido aquí». Clases de catecismo. Árboles de mango y partidos de fútbol con los demás niños del pueblo. Cincuenta años. Una vocación descubierta en las actividades ordinarias de cada día.

Cuando san Josemaría conoció Montefalco, exclamó: «¡Montefalco es una locura de amor de Dios! Suelo decir que la pedagogía del Opus Dei se resume en dos afirmaciones: obrar con sentido común y obrar con sentido sobrenatural. En esta casa don Pedro y mis hijas e hijos mexicanos no han obrado más que con sentido sobrenatural. Recibir con alegría un montón de ruinas humanamente es absurdo… Pero habéis pensado en las almas y habéis hecho realidad una maravilla de amor. ¡Dios os bendiga!»

Sí. Montefalco fue una locura escrita a lo divino, con versos de fe y rimas de optimismo. Son precisamente esas locuras las que hacen posible un verdadero cambio en el mundo. Son precisamente esas locuras las que enseñan que lo grande está en lo pequeño. Don Jacinto lo sabe: «Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas» (Camino, 818).