«Llegó entonces a una ciudad de Samaría, llamada Sicar, junto al campo que le dio Jacob a su hijo José» (Jn 5,5). Ese viaje y ese momento concreto habían sido cuidadosamente planeados por Jesús; quería que en el pozo se pudieran encontrar su sed y la de la mujer samaritana. Se trata de un ambiente propicio para el don, todo allí rezuma sabor a ofrenda: la naturaleza, el pozo, el agua… Sin embargo, Jesús busca el don mayor: quiere la alegría y la paz de un alma elegida desde la eternidad, aunque durante el último tiempo tal vez algo escurridiza al corazón de Dios.
La cercanía es el estilo de Dios
San Josemaría decía que «más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[1], en hacerse cargo de los problemas y dificultades de los demás. Cuando emprendemos esta iniciativa, las personas o sus dificultades no son algo ajeno, sino parte de nosotros mismos. Cristo no escatimó en cálculos de tiempo o de oportunidad para acudir al encuentro con la samaritana. Quien se hace cargo de la otra persona reconoce el don que es cada una, contempla la imagen de Dios que hay en ella, la infinitud de amor con que Jesús la ama. Cada uno es un don para quienes están cerca y descubrirlo es el primer paso para poder ayudarnos mutuamente. Jesús reconoce el don que es la vida de la samaritana y por eso le pide de beber. Tiene sed de su amor.
El Papa, en el hecho de que Jesús, años antes, haya querido ser bautizado como uno más a pesar de no necesitarlo, ve el origen de aquella actitud: Cristo va al encuentro del otro para comprenderlo, para acompañarlo, y no simplemente lo asiste desde afuera. «En el primer día de su ministerio, Jesús nos ofrece su manifiesto programático. Nos dice que él no nos salva desde lo alto, con una decisión soberana, un acto de fuerza o un decreto. No: él nos salva viniendo a nuestro encuentro y tomando consigo nuestros pecados. Así Dios vence el mal del mundo: bajando, haciéndose cargo. Es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, com-padeciendo, compartiendo el amor de Dios. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros»[2].
Decía el fundador del Opus Dei que «la corrección fraterna es parte de la mirada de Dios, de su Providencia amorosa»[3]. Quien se hace cargo de su hermano no juzga a los demás: procura mirarlos como lo hace Dios y, por eso, todos le parecen un tesoro, trata de custodiarlos como algo precioso. «La corrección fraterna nace del cariño; manifiesta que queremos que los demás sean cada vez más felices»[4]. Esa convicción de buscar su felicidad nos implica en su vida con el máximo respeto a su libertad, porque solo así el amor es verdadero. Ayudar en el camino de santidad de un hermano nuestro tiene más que ver con una paciente y cálida noche en vela, en la que se espera la acción de Dios, que con una fría supervisión. «Supervisar hace referencia más al cuidado de la doctrina y de las costumbres, en cambio velar dice más a cuidar que haya sal y luz en los corazones. Vigilar habla de estar alerta al peligro inminente, velar, en cambio, habla de soportar, con paciencia, los procesos en los que el Señor va gestando la salvación de su pueblo»[5].
Importa el corazón de las personas
«Vosotros, mientras hacéis una corrección fraterna, tenéis que amar los defectos de vuestros hermanos»[6], decía también san Josemaría. Cuidar no es solo curar una pequeña herida, sino fijarse en la persona de manera integral, quererla en el tiempo, proyectada hasta el cielo. En ese sentido, en el corazón del hombre es donde se forjan las buenas o malas acciones en su conjunto (cfr. Mt 15,19): eso es lo que nos interesa de manera particular, más que detalles pequeños que muchas veces pueden ser parte de una manera de ser. Quien desea ayudar no se queda atrapado solo en lo externo, no valora aisladamente un aspecto, sino que mira los sucesos a la luz de ese afán de santidad del otro, quitándose las sandalias porque está en lo más profundo de su alma (cfr. Ex 3,5). Una corrección fraterna expresa, de algún modo, la actitud de quien quiere ayudar a descubrir los dones que Dios quiere regalarnos en las mil y una batallas diarias: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10). Toda ayuda debe presentarse así, como una lente para descubrir el regalo que se encierra en cada lucha. En la corrección fraterna debemos ser como quien vela tiernamente la santidad del otro, no como quien vigila el cumplimiento de «ciertos estándares que nos hayamos impuesto como tarea»[7].
Jesús, por ejemplo, no se queda en las cuestiones periféricas de la vida de la samaritana. Va al núcleo del dolor de esa alma predilecta. A través de la conversación, Jesús la ha ido conduciendo hacia aquella verdad que ya no le avergüenza. Por eso vuelve al pueblo y cuenta a todo el mundo cómo se ha sentido liberada: «Me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será él el Cristo?» (Jn 4,29).
Jesús nos enseña que la mirada de Dios es integradora. Sabe ascender de lo aparentemente insignificante hasta lo espiritual, grande y relevante. Es paciente, ve todo como parte del conjunto de una vida entera. «En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad (…). Es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[8]. Esa mirada no se queda solo en detalles de poca importancia, no los magnifica; más bien se llena de esperanza por horizontes grandes y, de ser el caso, así lo transmite. Sabe que cumple un deseo expreso de Jesús, así que trata de hacerlo como lo haría él: «Vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).
A través de la corrección fraterna apoyamos a un hermano en sus deseos de santidad concretos y diarios. No es una enmienda a la totalidad, pues Dios está obrando en cada persona, sino precisamente lo contrario: una confirmación de que la santidad es compatible con esa debilidad. Pueden ayudarnos estas palabras de san Juan Crisóstomo: «No dice el Señor: acusad, reñid, pedid venganza, sino corregid»[9]. Transmitimos a los demás nuestro aprecio por su lucha, reconocemos sus sentimientos, le sostenemos en esa batalla; con nuestra ayuda le recordamos que también contamos con la suya. En toda corrección fraterna hay una discreta admiración por el hermano y por la obra de la gracia en su alma.
Un fruto de la amistad
Para crear un contexto en el que un apoyo así sea posible, es necesaria la cercanía, el interés sincero, la preocupación real por la vida del otro. Quien hace favores de hermano y conoce a los demás con profundidad puede entablar una relación de mutua y verdadera amistad. La corrección fraterna es un fruto natural de este terreno cultivado con paciencia. Además, para poder entrar en el corazón de los demás es necesaria la empatía. No cabe cumplir ese servicio desde fuera, ni desde lejos. En nuestros días se llevan a cabo operaciones quirúrgicas de gran precisión con un instrumental que es capaz de actuar en el interior de los pacientes sin necesidad de practicar cirugías invasivas. Se podría decir que un hermano que se hace cargo, busca penetrar hasta el lugar sagrado que es el corazón, delicadamente, sin invadir esa intimidad.
También es indispensable conocer bien a quien se va a corregir. Hay disposiciones del temperamento que nos hacen muy diferentes unos de otros y que san Josemaría consideraba parte central de ese «numerador diversísimo»[10] de personas en el Opus Dei y en la Iglesia. No es justo pensar que esa diversidad de reacciones solo tiene que ver con la humildad de quien recibe la corrección fraterna o con su susceptibilidad. Para unos, las palabras, hasta las más delicadas, fácilmente suenan a reproche; a ellos Jesús los pone delante de su verdad con elogios y suavidad. Lo hizo, por ejemplo, con aquella mujer que le ungió los pies en casa de Simón el fariseo (cfr. Lc 7,36-50). Otros, en cambio, si las palabras no son especialmente claras, sienten una falta de interés y cariño verdadero. Marta necesitó oír su nombre dos veces para descubrir que ella también podía elegir la mejor parte en su trabajo (cfr. Lc 10,38-42). Tomás precisó la cercanía física del Señor para volver a ser el apóstol fiel que daría la vida por su maestro (cfr. Jn 20,26-29). Al buen ladrón la corrección le llegó mediante un regalo inesperado: esa misma tarde estaría con Jesús en el paraíso (cfr. Lc 23,39-43). La propia samaritana necesitó tiempo, una conversación pausada y tranquila, en un lugar apartado: a solas con Jesús. No hay dos personajes iguales en el evangelio, ni dos reacciones iguales, tampoco en quienes nos rodean.
«Cuando tenemos algo que no está bien, nos ayudan con esa bendita corrección fraterna, que exige un cariño muy sobrenatural y hacerse mucha fuerza, porque a veces cuesta mucho ejercitar la corrección fraterna. Con lealtad nos advierten lo que no va y nos dan las razones. En cambio, detrás de ti están diciendo que eres un santazo, que eres más bueno que el pan. ¿No es esto una hermosura, hijos míos? Hablamos de lealtad, y esto es lealtad humana. No mentimos, no afirmamos de otra persona que tiene unas excelencias humanas de las que carece; pero no toleramos jamás que se le critique a sus espaldas. Y las cosas desagradables las decimos así, cariñosamente, para que las corrija»[11].
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San Josemaría afirmaba con gran convicción, como quien lo ha experimentado en su propia carne, tanto de forma pasiva como activa: «Convéncete: cuando haces la corrección fraterna, estás ayudando, con Jesucristo, a llevar la Cruz a tu hermano; una ayuda enteramente sobrenatural, pues la corrección fraterna va precedida, acompañada y seguida por tu oración»[12]. En Caná de Galilea, María detecta que se ha acabado el vino y eso puede comprometer la alegría de los recién casados. Como buena observadora pone en marcha una corrección materna. Busca la solución, habla con Jesús, habla con los que servían. Ayudar de esta forma a una hermana o un hermano supone lograr de Cristo el mejor vino para ellos. Y eso se consigue solo poniendo a las almas junto a él, hablando con Jesús de ellas, sabiendo que quien más las ama es quien ha emprendido la misión de salvarlas.
Diego Zalbidea
[1] San Josemaría, Camino, n. 463.
[2] Francisco, Ángelus, 10-I-2021.
[3] Mons. Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 127.
[4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 16.
[5] Francisco-Cardenal Bergoglio, X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 2-X-2001.
[6] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 18-X-1972.
[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 28-X-2020, n. 6.
[8] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2012, n. 1.
[9] San Juan Crisóstomo, Homiliae in Matthaeum, n. 60, 1.
[10] En el Opus Dei caben todos, por eso san Josemaría escribía que, aunque el «denominador común» sea la búsqueda de la santidad, existen «muy diversos numeradores (autonomía) correspondientes a las diversas condiciones de su carácter y temperamento, y hasta el diverso camino por donde Jesús conducirá sus almas». Apuntes íntimos, n. 511.
[11] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-V-1970.
[12] Mons. Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 128.