Como en una película: Más allá de la trama

Parábolas como la del del fariseo y el publicano nos depararán más de una sorpresa si sabemos bucear en las palabras de Jesús.

Como en el buen cine, la riqueza de los pasajes evangélicos va más allá de la trama principal. Existen otras subtramas, con significados profundos, que responden a una gran variedad de circunstancias y lectores. Y muchas veces el guion presentará un desenlace que dejará desconcertados a los espectadores.

La parábola del fariseo y el publicano (cfr. Lc 18,9-14) tiene una trama bien definida. San Lucas expone su interpretación por anticipado: se refiere «a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás». De primeras, uno quizá puede pensar: «Este episodio no va conmigo porque mis problemas son ahora otros». Pero, ¿el texto no ofrece otros sentidos? ¿Qué sorpresas deparará el relato? Solo si buceamos en las palabras de Jesús descubriremos esas subtramas que ayudarán a orientar nuestra vida.

Las sorpresas del Evangelio

Las parábolas de Jesús son muy dadas a las sorpresas. En las historias que cuenta siempre hay algo de inusual. Muchas veces sus protagonistas y sus acciones nos desconciertan: un patrón que determina el salario sin proporción al trabajo realizado, un servidor que arrastra una deuda propia de una multinacional, un padre que organiza una fiesta para acoger a un hijo sin exigir la justa reparación, un juez y un administrador corruptos… Pero este no es el caso de la parábola del fariseo y el publicano. En ella sus protagonistas son más bien normalitos, conocidos por los oyentes de la época y por nosotros: uno vive dedicado a la causa de Dios y el otro es considerado un traidor por recaudar impuestos para el pueblo extranjero. La trama, por tanto, no presenta muchas sorpresas en un primer vistazo.

Pero donde sí encontramos un elemento que nos rompe los esquemas es en la perspectiva. Jesús nos da un enfoque insólito: nos hace testigos del diálogo de dos personas con Dios, nos permite entrar allí donde solo el Señor mismo y el interesado tienen acceso. En una situación normal podríamos juzgar las acciones visibles, pero no las intenciones, ya que no están a nuestro alcance. Por eso podemos siempre salvar la intención del que actúa, pues para nosotros normalmente permanecerá oculta: «Mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo»[1].

En cambio, en esta parábola que Jesús construye se nos permite nada más y nada menos que contemplar la competencia divina para juzgar. Nuestra mirada no es solo externa, sino que escuchamos la oración de uno y de otro.

La oración del fariseo es de acción de gracias. De entrada, no presume ante Dios, sino que le agradece, dando por supuesto que es el apoyo divino el que le ha permitido comportarse como se ha comportado: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc 18,11). Si atribuye a Dios el no haber cometido robos, injusticias o adulterios de los que sea consciente, está también dando a entender que sin el auxilio divino podría haber caído en todo eso. Y ciertamente no es como un publicano, ni en su trabajo, ni a la luz de sus conciudadanos, ni en su compromiso religioso. Respecto a esto último, incluso se excede, pues describe unas prácticas religiosas que van más allá de lo prescrito al piadoso israelita.

El publicano, por su parte, se limita: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13). Es como un resumen que representa un arrepentimiento real. La descripción de sus gestos corporales –«se golpeaba el pecho» (Lc 18,13)– expresa que está sinceramente dolido de lo que no ha hecho bien.

Una no justificación insólita

Ahora que hemos sido testigos de una y otra oración, estamos en condiciones de emitir nuestro juicio. Pero, antes de poder hacerlo, Jesús se adelanta y nos muestra la segunda sorpresa.

Primero, afirma que el publicano «bajó justificado a su casa» (Lc 18,14). Nos parece bien y lógico. Bien, porque queremos apoyar el deseo divino: «¿Acaso me agrada la muerte del impío, oráculo del Señor Dios, y no que se convierta de sus caminos y viva?» (Ez 18,23). Lógico, porque la infinita misericordia de Dios no espera más que el arrepentimiento sincero para obrar esa maravilla de la justificación.

Ahora bien, lo que rompería los moldes de los oyentes de la época sería el «aquel no» (Lc 18,14), es decir, la afirmación contundente de que el fariseo no bajó justificado a su casa. La muchedumbre, desconcertada, se comenzaría a preguntar: ¿Nada cuenta el empeño del fariseo por cumplir con exceso sus deberes hacia Dios? ¿Vamos a entender que lo que une a Dios es el pecado? El fariseo no puede ser perdonado de robos que no cometió. ¿Qué debería haber dicho? ¿Cuál es el problema?

Una posible respuesta a esta pregunta nos la puede dar la introducción de san Lucas a esta parábola: es una historia sobre personas que desprecian a otros teniéndose por justos. Despreciar a los otros está evidentemente mal. Y fácilmente se llega a esa situación por comparación. Podría parecer lógico que el fariseo se sintiera aventajado al compararse con un pecador público. El problema no está en ese sentimiento, sino en la comparación misma. El fariseo define su vida por comparación con los «demás hombres» y, aprovechando las circunstancias, con el publicano que tiene al lado. En ese proceso hay un error de fundamento. El valor de una vida es el que tiene a los ojos de Dios y todas las comparaciones del mundo no son capaces de emular ni de lejos el alcance de la mirada divina. Por eso, evitar las comparaciones es un consejo espiritual común. Y además, al despreciar al publicano que tiene delante, está descuidando el mandamiento más importante: amar a Dios y al prójimo.

La comparación sirve como recurso para aquietar la conciencia. No porque revele motivos para estar serenos, sino porque esconde la luz que revelaría lo que necesita ser redimido. Como explica san Josemaría:

«El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos. Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo: “Yo te doy gracias de que no soy como los otros hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano”»[2].

De este modo, el fariseo es incapaz de definir por qué va a tener necesidad de la misericordia de Dios. Y no es pequeño el problema, porque solo la misericordia de Dios nos puede llevar a la meta –nos puede salvar– y no nuestras solas fuerzas.

El interrogante que suscita el rechazo de la oración del fariseo lo producen también unas conocidas palabras de Jesús: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,13). Pero uno podría preguntarse: ¿y los justos? ¿Tiene uno que buscar positivamente el pecado para que Jesús lo llame? Para nada. No solo sería absurdo, sino que se pervertiría la lógica de lo que el Señor pretende. El pecado nunca es deseable, pero: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1Jn 1,8). Y lo crucial no es el pecado en abstracto, sino el mío en concreto. Es decir, o descubro mi indigencia, o no me abriré a la misericordia de Dios, que es la única que me puede salvar.

Desde este punto de vista, la ventaja que tiene el publicano no es el pecado, sino el clamor general de su entorno que le recuerda que es un pecador. Su indigencia es palmaria, pública, proclamada. Su único recurso es «Oh Dios, ten compasión de mí». El publicano nos presenta así cuál es el camino a seguir:

«Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente»[3].

Un inesperado desenlace

Y finalmente, cuando uno quiere sacar consecuencias de todo esto, llega el giro de guion, la sorpresa final: el fariseo mira al publicano y lo desprecia y ¡yo me doy cuenta de que estoy despreciando al fariseo por despreciar al publicano! Descubro con sorpresa que la referencia a esos «que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás» no tiene como destinatarios solo a unos sujetos malvados que están por ahí, sino que su función es poner en guardia ante una amenaza concreta y continua para aquel que quiere ponerse de parte de Dios.

Uno que lee habitualmente el Evangelio en principio está vitalmente más cerca del fariseo que del publicano. Lo más probable es que no sea un delincuente, que no cometa tropelías clamorosas, que no lleve un estilo de vida deshonesto o contrapuesto al ideal cristiano. Por eso interesa mucho recordar que Jesús no se enfrenta a los fariseos porque los odia, sino porque los ama. El amor infinito y concreto de Dios manifestado en Jesucristo no ha venido a la tierra para denunciar por despecho a los malhechores. Ha venido a revelarnos la altura y la profundidad de un Amor del que tenemos necesidad imperiosa. Y a veces una reprensión puede ser un buen instrumento para que se abran nuestros ojos, para que reconozcamos que somos menesterosos ante Dios.

No hay por qué pensar que el fariseo sea malo, perverso y negador de sus miserias. Es que ¡simplemente no las ve! Y al contemplar esta historia que Jesús nos cuenta, surge urgente la necesidad de ser humildes y pedir al Señor que nos haga ver nuestras miserias.

Carlos Jódar / Photo: Ben White (Unsplash)


[1] Surco n. 635.

[2] Es Cristo que pasa, n. 71.

[3] Francisco, Audiencia 1-VI-2016.