Evangelio (Lc 6,39-45)
“Les dijo también una parábola:
—¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
No está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.
Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca.”
Comentario
En el evangelio del domingo pasado Jesús pedía extremar la caridad con los enemigos y los que nos odian (Lc 6,27-38). Con otra breve colección de dichos, el Maestro exige ahora el mismo grado de heroísmo en las situaciones cotidianas. Si hemos de vivir la comprensión y el perdón con aquellos que nos persiguen o desprecian, más aún debemos tratar con extremada delicadeza y humildad a quienes Dios ha puesto junto a nosotros. Teniendo en cuenta lo que explicaba con humor san Josemaría: que “ninguno se va a santificar por medio del Preste Juan de las Indias, sino con el trato de las personas que tenemos a nuestro lado”[1].
En primer lugar, Jesús nos previene contra un peligro sutil y común en el trato con los demás: el progresivo olvido de los propios defectos, mientras centramos la atención en los defectos ajenos e incluso proyectamos en ellos los nuestros. Pero “¿acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. Está ciego para ayudar a los demás quien no lucha primero contra los propios defectos.
Con la hipérbole semítica de la “mota en el ojo ajeno y la viga en el propio” nos advierte el Maestro de esta manifestación de falta de humildad. Una mota en el ojo irrita mucho, impide ver y no se quita sin ayuda de otros. Pero mucha más ceguera y molestia supondría una viga entera; nos llevaría incluso a hacer el ridículo ante los demás que señalarían la evidencia de nuestros propios defectos.
La solución a este peligro es clara: examen personal, humilde y exigente, y comprensión llena de caridad hacia los demás. Así explicaba san Josemaría la actitud que Jesús nos pide: “Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño”[2].
Como expresa el Apóstol san Juan, Jesús nos pide amarnos “no de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad” (1 Juan 3,18). Puede resultar fácil denunciar los defectos ajenos. Más difícil resulta, pero mucho más eficaz, animar a los demás a corregirse por medio del ejemplo y el testimonio de nuestra lucha personal. Quizá por eso Jesús también señala en este evangelio que los árboles se conocen por sus frutos. Y no hay árbol bueno que dé mal fruto ni al contrario. Jesús nos anima a tener un corazón como el suyo, que evidencia con obras su inmensa caridad. Como explica el Papa Francisco, “se reconoce si uno es un verdadero cristiano, al igual que se reconoce a un árbol por sus frutos”. En unión con Jesús, “toda nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos una forma nueva de ser, la vida de Cristo se convierte en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús”[3]. Entonces nos resultará fácil ser humildes y comprensivos, ayudar a los demás a mejorar y extremar la caridad con obras y de verdad.
[1] A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Tomo I, Rialp, Madrid 1997, p. 171, nota 133.
[2] San Josemaría, Conversaciones 108.
[3] Papa Francisco, Audiencia, 3 de mayo 2015.