Agradar a Dios (VII): la autenticidad del amor. Pureza de corazón

Jesús perdona a una mujer pecadora que unge sus pies y la lanza hacia la libertad que surge de un corazón limpio.

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Jesús ha sido invitado de nuevo a comer. Su anfitrión había insistido mucho en que acudiese, ya que le ilusionaba agasajarlo con un banquete especial. Pero algo inesperado está a punto de truncar la celebración: una mujer que no había sido invitada aparece en la sala. Al fariseo dueño de la casa, que se llama Simón, le cambia el rostro. El momento es incómodo. Jesús, en cambio, parece como si la hubiera estado esperando porque sus ojos se han iluminado al verla. Ciertamente, conoce su alma mejor que ella misma y, por eso, conoce el dolor que llena su corazón; sabe que para amar e intentar ser amada ha recorrido caminos equivocados. Sabe que ella ha surcado barrancos y precipicios.

Los detalles de delicadeza de la mujer –cómo unge sus pies con perfume, con lágrimas y con besos– emocionan a Jesús. Por lo cual, acto seguido, trata de explicárselo con un ejemplo a Simón, quien había visto la escena de lejos, con ciertos reparos: «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como ellos no tenían con qué pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?» (Lc 7,41-42). Aquella mujer ha aprendido a amar dejándose perdonar. Ahí reside su verdadera grandeza y, por eso, Jesús decide alabarla públicamente (cfr. Lc 7,44-46).

Nunca había sido tan fácil

Esa mujer siente, quizá por primera vez, el gozo de ser respetada. La mirada de Jesús es diferente a la de las demás personas. Se da cuenta de que ante él no necesita estar a la defensiva. Nunca ha visto unos ojos que se adentren tanto en su corazón y nunca ha sido tan fácil lograr que la quieran. Se cumple en ella la bienaventuranza que Jesús ha prometido a quienes se dejan limpiar el corazón (cfr. Mt 5,8); lo está aprendiendo rápidamente del maestro y nota ya los efectos: «Todas las criaturas se vuelven límpidas cuando se las mira a través de la Faz del más bello y más blanco de los lirios»[1]. Ella, de algún modo, consigue experimentar esa libertad con que Jesús la ama, consigue experimentar ese cariño que no ha necesitado ser forzado ni atrapado con trucos.

Durante años, esta mujer había desperdiciado los talentos que Dios le había regalado. Sin embargo, ahora se da cuenta de que está ante un nuevo inicio. Ahora puede ser la mujer sensible que en el fondo ha sido siempre, fuerte y vulnerable a la vez, serena y apasionada. Ahora puede ser ella misma. Porque uno de los grandes dramas de la impureza es estar convencidos de que no lograremos ser amados por quien verdaderamente somos y, en consecuencia, vender una apariencia para ser queridos. Pero esta es una tarea imposible sencillamente porque el amor no tiene precio. O es libre o no es. Por eso, cuando se entra en este chantaje, antes o después esa apariencia se esfuma y nos deja el regusto de haber sido engañados.

Asombrarse ante cada corazón

Para que crezca el amor, para que arraigue, es preciso hacerle espacio, a veces con esfuerzo, porque la santa pureza «es una rosa que solamente florece entre espinas»[2]. Quizá por eso a veces nos da miedo arriesgarnos al amor y tratamos de asegurarlo. De hecho, el corazón que se vuelve impuro renuncia a cultivar el amor en el espacio en el que nos podemos encontrar. No quiere arriesgarse a sufrir y prefiere de modo tiránico e irrespetuoso crear propias zonas de confort. A veces aquella motivación tiene un componente de compensación, algo de rabieta, quizá un enfado escondido. En ocasiones puede parecer que lo que conseguimos es amor, cuando en realidad estamos utilizando a la otra persona, aunque sea de manera virtual: le obligo a que me “quiera”, le fuerzo a que me haga sentir “valioso” o “valiosa”. Frente a la promesa del amor incondicional que nos ofrece Dios, el pecado es una farsa que nos empuja hacia la soledad.

Ante esto, la solución no es encerrarse, desanimarse, o pensar que ese tipo de amor es imposible. Más bien se trata de buscar el amor que Dios ha sembrado allí donde estamos, especialmente en las personas y en nuestras relaciones. En ese sentido, san Josemaría nos animaba a amar a los demás poniendo «generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha»[3]. Ese puede ser uno de los frutos –entre tantos otros– de la santa pureza: hacer más amable la vida de los demás. No se trata solo de evitar el pecado personal, sino de alcanzar una forma de mirar y de relacionarnos que ayude a que todos nos sintamos queridos a imagen del amor de Dios. El alma limpia cuida de la vulnerabilidad propia y ajena, se muestra con elegancia, busca ser querida libremente. Es verdad que nuestro corazón, puesto en el suelo, corre el riesgo de ser despreciado, pero esa es la única forma divina de amar y de recibir amor. La mujer y el hombre de corazón limpio saben mirar a los demás sin tolerar que se trafique con la imagen de Dios que hay en ellos.

Por todo lo anterior, podemos decir que Jesús ha revolucionado la libertad y el amor. Nos invita a custodiar la intimidad de los hijos y las hijas de Dios incluso con nuestra mirada y con nuestros pensamientos. Quiere que participemos del asombro que él mismo experimenta ante la dignidad de cada corazón. La intimidad es tierra sagrada en donde el cristiano se descalza.

Parte de nuestra misión

Una de las tareas de la santa pureza es custodiar –en nosotros y en los demás– algo precioso a los ojos de Dios y la mejor defensa de ese tesoro es estar enamorado. También es verdad que el deseo de vivir un amor limpio requerirá muchas veces volver a comenzar. Dejarse perdonar y dejarse querer son manifestaciones de una humildad, que entiende que la santa pureza y el amor de los demás son un don. «Dios, para entregarse a nosotros, elige a menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras lágrimas, los de nuestras derrotas»[4]. En la confesión nos dejamos amar como en ningún otro sitio. Quien se deja perdonar abre la puerta al amor más libre y es capaz de responder –ya ha empezado a hacerlo– con un amor a la medida del que recibe.

Además, habrá que tener en cuenta otra posible dificultad: que, algunas veces, incluso sin pensarlo, recibir algo gratis puede avergonzarnos. No estamos acostumbrados a que algo tan grande sea un regalo. Preferimos muchas veces saber que lo hemos conseguido con nuestras propias fuerzas porque eso nos hace autónomos, nos permite experimentar cierto poder; no queremos depender de otro en algo tan decisivo. Al contrario, quien ha aprendido a dejarse amar está convencido de que «no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[5]. Lo más grande que podemos llegar a ser siempre es fruto de un don previo: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).

En todo caso, la santa pureza es necesaria para desarrollar cualquier misión apostólica. La evangelización se realiza gratuitamente. Si nuestro corazón no es limpio, no podremos entender esa donación en la que muchas veces los frutos no llegan cuando nosotros los planificamos sino cuando Dios dispone. El cariño verdadero y puro, núcleo de cualquier misión evangelizadora, no impone sus razones, no exige respuesta, no pasa factura por lo que ofrece; no distingue entre personas, no descarta a los hostiles, no se cansa de los lentos. Tampoco chantajea ni reprocha. En una palabra, el cariño verdadero es fiel.

***

Como siempre, basta mirar a Jesús para aprender a ser amados. Y no hay lección tan magistral como la que nos ofrece en la Eucaristía. Allí Jesús no se impone. Nadie es tan paciente. Nadie desea con tantas fuerzas que le queramos pero, al mismo tiempo, nadie lo dice tan bajito, como en un susurro apenas perceptible. Sabe que nuestra libertad es un gran regalo suyo, así que no quiere comprometerla por nada del mundo. Nadie valora tanto nuestra fragilidad –y la dignidad que encierra– como Jesús. Por eso, en nuestra ilusión por crecer en esta virtud es gratísimo a Dios que ofrezcamos cada uno de nuestros pasos, también los tropiezos y las derrotas. El dolor de Dios solo puede ser causado por nuestro sufrimiento y por la soledad en la que nos aísla. Bien podemos imitar a san Josemaría en sus deseos de ofrecer a la Virgen lo mejor que tenía: «Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes. –¡Anímate!»[6].

Diego Zalbidea


[1] Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 105 a Celina.

[2] Santo Cura de Ars, Sermón sobre la penitencia.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 228.

[4] Francisco, Audiencia, 29-I-2020.

[5] Benedicto XVI, encíclica Deus Caritas est, n. 7.

[6] San Josemaría, Forja, n. 285.