Vueltas y más vueltas

Crítica publicada en el diario español "El País"

Si no fuera porque, en algunos casos, se las ha empleado como horrible coartada para crímenes innombrables (sólo hay que recordar un libelo como Los protocolos de los Sabios de Sión y su papel en los pogromos rusos de comienzos del siglo XX), las conjuras de ciertas sociedades secretas como explicación de la historia tienen bastante de apasionante juego. Hace no muchos años, un Umberto Eco reciclado en novelista recreó algunas en su interesante El péndulo de Foucault, y el avispado Dan Brown las convirtió en certeza mundial tras el éxito, increíble de su digest para gran público llamado El código Da Vinci.

Y como la conjura y las claves secretas casan muy bien con ciertas paranoias que recorren persistentemente la sociedad americana, era inevitable que el cine se hiciera cargo de ellas, que las publicitara e hiciera carne frecuente de tantas y tantas ficciones, fervorosos actos de explicación cinematográfica de fenómenos que tal vez son sólo caprichos de Clío, y bien poco más. La última criatura de este filón era también la más esperada, no en vano se trata del fenómeno literario y sociológico más desconcertante de los últimos años. Y la espera ha sido, hay que decirlo, considerablemente baldía.

Sobre la trama está casi todo dicho, aunque aquí compete reconocer que si algo tiene es justamente exceso de ella: bulímica en explicaciones, recorrida por una constante fiebre de vueltas y retruécanos, la trama de El código Da Vinci arranca con saludable brío para ir haciéndose enfermedad mortal para cualquier película, y funesta para una basada en la constante sorpresa, mecánica y previsible, no en lo que ocurre en sí (cada nuevo acontecimiento provoca de inmediato complejas explicaciones), sino en la operación misma de girar la trama sobre sí misma una y otra vez, vueltas y más vueltas que ilustran diligentemente los giros del original, sí, pero que pillan al espectador, sobre todo en el largo tramo final, completamente exhausto, o más bien indiferente ante tal tiovivo.

Pero no es sólo que lo que en el libro son puntillosas explicaciones se hagan insufribles discursos en la pantalla, raramente ilustrados por una sola imagen inteligente... cuando tanto hay de visual en lo que la trama propone. El problema que aqueja a El código Da Vinci es múltiple, y empieza en la adjudicación de la dirección a un mero artesano ilustrador, el blando, previsible Ron Howard, que parece incapaz de proponer una sola metáfora visual o una mera elipsis que haga más llevadero lo que se muestra.

Y sigue, no menos mortal dato a apuntar en el debe de la operación, en la elección de una pareja protagonista que jamás parece a gusto uno con el otro. Bien porque ambos proceden de tradiciones interpretativas diferentes, bien porque a sus personajes no les reserva el guión ni la menor posibilidad de empatía o de proximidad, a pesar de que se enfrentan juntos a enigmas milenarios y a sanguinarios servidores de un dogma a mantener como sea, el de la divinidad de Cristo, pero lo cierto es que Hanks y Tautou parecen estar cada uno en una película diferente, y raramente ambos en la misma.

Y todo lo demás, incluidos el rimbombante anuncio de las más de 750 salas en que se estrena el filme o el carácter perversamente siniestro de los miembros del Opus Dei que aparecen en el asunto (y que tanta tinta han provocado en estos días), es sólo humo de paja ante una película languideciente, previsible y sí, aburrida: considerablemente aburrida.