VIII. ESTADOS UNIDOS La pobreza de las ciudades

Capitulo de “El Opus Dei: Ficción y realidad", un libro de M.J.West

Yendo en la línea L de tren desde la estación Racine de Chicago, una vez pasadas las fábricas, las altas chimeneas y los coches oxidados, se llega a South Loomis Street, calle en la que hay un par de edificios de ladrillo, de la época victoriana, que pertenecieron un dia a un miembro de la banda de Al Capone. Lo único insólito de esas dos casas es que están unidas, por un campo de baloncesto. Ninguna otra cosa indica ue sea un lugar que atrajo la atención de la nación en otro tiempo.

Por dentro, el edificio principal es corno cualquier hogar, con su escalera de madera barnizada, su cuarto de estar con muebles confortables, antigüedades, pinturas y fotos. El centro, Midtown, es un audaz experimento destinado a ayudar a los chavales negros y de origen hispánico a estudiar y a adaptarse a la vida escolar.

Incluso sin Al Capone, el interior 01 Wide Side de Chicago, con sus sectores raciales -Hisponic Pilsen, Chinatown y los ghettos negros- sigue siendo una de las zonas más duras de una dura ciudad. Uno de cada 26 jóvenes negros que pasean por las calles encontrará una muerte violenta. Midtown ha perdido en luchas callejeras de gangs a cinco estudiantes y a una madre, pues la ciudad está dividida en bandas rivales cuyos símbolos pueden verse pintarrajeados en las fachadas de los edificios. Con frecuencia, la única forma de que un chico joven esté a salvo es que se traslade, aunque sea en trayectos muy cortos, en coche o en autobús.

Alrededor del 75 por 100 de los jóvenes del West Side son hijos de divorciados; el 50 por 100 no llega a terminar sus estudios y los negros y los hispanos tienen grandes dificultades para obtener un título. Durante las vacaciones de verano y. fuera del horario escolar a lo largo del curso, Midtown se esfuerza por remediar esa situación proporcionando a los estudiantes -hispanos, negros, asiáticos- ayuda en sus estudios y orientación profesional. También se da bastante importancia a los deportes. Un folleto explicativo de las actividades del centro añade: "Una o dos veces por semana, los estudiantes pueden hablar personalmente con un preceptor y reflexionar sobre el pasado y proyectar su futuro".

Este último aspecto es clave en el programa de Midtown, que tiende a fortalecer el carácter de los jóvenes tanto como a desarrollar su inteligencia. Los preceptores actúan como modelos a imitar para que los chicos sé motiven. Generalmente son personas todavía jóvenes que han vivido en el barrio, pero que fueron capaces de salir adelante.

Uno de ellos, Jimmy Palos, poseedor de un brillante currículum universitario, explica: "Había chicos mucho más inteligentes que yo que se vieron atrapados en los gangs y se pasan la vida peleándose con cadenas, cuchillos y escopetas. Y no eran malos. Lo que pasa es que no tuvieron la suerte de venir por Midtown; y ahí siguen, en la calle".

Y un estudiante declaró a un periódico local: "Si no hubiese conocido Midtown, seguramente hubiese dejado la escuela mucho antes. Mis amigos de entonces no hacen nada". Y añadía que dos de ellos habían encontrado la muerte en luchas callejeras.

Otro decía: "Crecí en la calle 18, que ahora es un ghetto hispano. Si no hubiese frecuentado Midtown, todavía estaría allí, pues no creo que hubiese sido capaz de hacer nada solo".

"Tratamos de estimularles -me explicó uno de los que trabajan en Midtown, Joe Mayor-. Procuramos abrirles los ojos para que se den cuenta de lo que valen, porque muchos de ellos tienen horizontes muy cortos. Entre otras cosas, les explicamos temas profesionales y les facilitamos becas y recursos financieros. Y también les damos clases de formación cristiana, procurando que sean aptas para todos, católicos y no católicos."

Alrededor del 60 por 100 de los chicos que frecuentan Midtown asisten regularmente a la escuela, mientras la media, en la zona, es del 30 por 100. De ellos, el cien por cien acaba sus estudios. Estos datos estadísticos han atraído la atención tanto de las autoridades locales como de las nacionales. Midtown, actualmente, cuenta con la ayuda del alcalde de Chicago y ha recibido una subvención del gobierno federal, siendo visitado por relevantes personalidades políticas, como el ex presidente Carter. La televisión local se ocupó de Midtown en un documental titulado "Caminos hacia el éxito".

Leo Gómez, un joven graduado en Psicología, actúa como consejero en Midtown. Vestido con pantalón corto, camiseta de deporte y gorro puntiagudo, no da la imagen de un psicólogo profesional. Es vivo y animado al hablar, dando la impresión de estar encantado con su trabajo. "Disfruto aconsejando a estos chicos, porque yo era como ellos -dice-. No me agrada la idea de ser autoritario, prefiero ser su amigo. No me envanezco con la idea de ser un modelo, porque yo sé que no soy perfecto, pero trato de hacerles comprender que tienen toda una vida por delante. Lo que Midtown pretende es hacerles ver que se puede estudiar y salir adelante.

Gran parte de nuestra ayuda consiste en hacerles más comunicativos. A veces, los padres se encuentran desorientados. "¿Qué podemos hacer?", preguntan. Y yo les pregunto si hablan con sus hijos, y a los chicos si hablan con sus padres de sus amigos y amigas. Suelen creer que no deben hablar a sus padres de esas cosas, pues se enfadarían. La clave está en incitarles a que hablen y en aconsejar a los padres que no se enfaden si les cuentan algo que no les gusta. Lo que los chicos necesitan es que se les escuche, que haya alguien que se interese por sus asuntos; que los padres les pregunten "¿cómo van las cosas?" y se sienten a hablar con ellos con calma.

Son chicos de la calle. Hay que dejarles que hablen del porro, de la coca y de la panda. Y hablar como ellos, para que te comprendan. Yo les digo, cuando vienen, que desembuchen, que no se inhiban. Lo que pretendemos en Midtown es que se den cuenta de lo importante que es su formación. Yo les digo que ahora que soy mayor sé la importancia que tiene. Lo único que se puede hacer es esperar que se esfuercen por comportarse bien. Yo creo que uno empieza a ser un buen cristiano cuando lucha, cuando carga con su cruz. Si no se hace así, sé por experiencia lo que pasa. Uno se vuelve indiferente, arrogante y demás. Y eso es lo que les digo a los chicos: ¡chicos, tenéis que luchar!"

Luis Hymie y su mujer, Petra, viven en uno de los suburbios más pobres de Chicago. Han padecido enfermedades, desempleo y pobreza durante muchos años, pero eso no parece haberles amargado. Y me cuentan cómo han utilizado todas esas pruebas para crecer espiritualmente.

A comienzos de los años setenta, Luis, un hombre robusto que siempre había trabajado con sus manos, sufrió un ataque al corazón. Los médicos dijeron que sus posibilidades de sobrevivir eran una entre un millón. Le hicieron tres operaciones a vida o muerte. Luis se salvó, pero los riñones le fallaban. Su familia no había cesado de rezar en todo ese tiempo, pero ahora se redoblaron sus oraciones y los hijos fueron, con flores, a una capilla dedicada a la Virgen de Guadalupe.

La señora Hymie recuerda que, durante todo un día, nadie en el hospital, ni médicos ni enfermeras, se acercó a ella, pues pensaban que su marido iba a morir de un momento a otro. Luego, a las tres de la tarde, un médico fue a examinarle; inmediatamente llamó a' otros colegas y estuvieron tratándole hasta las ocho, hora en la que fueron a anunciarle que su esposo estaba fuera de peligro. La señora Hymie entonces miró el reloj y se dio cuenta de que a esa hora sus hijos estarían rezando el rosario en la capilla de la Virgen. "No sé por qué he hecho lo que he hecho -le dijo el médico-. Si sale adelante, no podrá moverse, ni andar, ni hablar. Nada. Será como un vegetal."

Luis salió de la unidad de cuidados intensivos, pero los médicos seguían pensando que no se recobraría. El hospital se ofreció a pagar las enfermeras, porque les daba pena. "Además, pensaban que no tardaría en morir", comenta la señora Hymie.

Al cabo de unas semanas, Luis había mejorado tanto, que pudo ser enviado a un centro de rehabilitación, para ser sometido a una serie de pruebas; éstas mostraron que tenía extensas e irreversibles zonas dañadas en el cerebro, y los médicos confirmaron los pronósticos anteriores. Así pues, aconsejaron a la señora Hymie que ingresara a su esposo en un asilo, porque nunca volvería a andar ni a hablar; sería siempre un vegetal.

"Pero me lo llevé a casa -comenta la señora Hymie-. Por entonces, un amigo nuestro fue a Venezuela para ver a Monseñor Escrivá, que estaba allí visitando el país. Cuando le habló de Luis, Monseñor Escribá le dijo que ya le habían hablado de él y que Dios sería muy generoso con Luis, pues Luis había sido muy generoso con Dios".

Seguimos rezando. Cuando el médico volvió a verle se quedó desconcertado. Dijo que veía cambios en él y que merecía la pena someterle a terapia, cuando antes había dicho que no valdría para nada. Así que empezó la terapia. Fue como si renaciera, física y mentalmente. Se recuperó como un niño pequeño. Cuando empezó a caminar y todo lo demás, el médico me dijo que no sabía lo que yo había hecho ni lo que había sucedido, pero que no era posible.

Vea cuál ha sido la providencia de Dios en estos diez años, cómo Dios se ha ocupado de todo. Tantas cosas que han sucedido en nuestra familia... Yo- nunca fui a trabajar, y eso que éramos muy muy pobres. Y los chicos, todos, pudieron seguir yendo a la escuela. Fue la divina providencia y la ayuda de Monseñor Escrivá -decíamos su oración, los chicos la conocen nunca podríamos contar todas las cosas que nos han sucedido día tras día. Creo que los chicos han. aprendido mucho con lo de mi marido, y eso nos hace muy felices."

Retrocedamos en el tiempo: Antes de que Luis cayera enfermo, los Hymies tenían nueve hijos y no querían tener más. Pero un sacerdote les recordó lo bueno que era ser generosos con Dios. "Qué quiere que le diga, aquello no me agradó -comenta la señora Hymie-. Pero aceptamos el consejo y lo dejamos todo en manos de Dios. Y Dios quiso que tuviéramos dos hijos más, y los dos han sido una bendición. Esos dos niños... de no haber sido por ellos... Josemaría, el más pequeño, tenía sólo un año cuando mi marido enfermó, así que han "crecido" juntos, lo cual es algo tan raro...; él respetaba a su padre y cuidaba de él."

Luis me comentó: "Un día fui a un estanco y compré unos pitillos. ¿Sabe? Yo fumaba antes de caer enfermo. El caso es que me fui al porche y encendí un pitillo y empecé a fumar. Joe, entonces, se me acercó -tendría poco más de tres años- y me dijo: "Papá ¿estás fumando?". Yo le dije que sí. "No debes fumar -repuso el-. Así que tira ese pitillo. Sabes que te perjudica"."

La Sra. Hymie dice: "Sabía cómo cuidar a mi marido. Porque, a veces, Luis creía que podía hacer lo mismo que antes. Joe lo respetaba y al mismo tiempo cuidaba de él, dos cosas difíciles de compaginar. Y crecieron como amigos. Jugaba con mi marido, y le leía, y le ataba los zapatos, y yo creo que le ayudaba a madurar..." .

De su enfermedad, el señor Hymie dice: "En cierta manera me alegro de ella, porque así he tenido ocasión de ofrecer algo a Dios por mi mujer y mis hijos. Fue muy duro, ¿sabe? No podía hacer nada, no podía trabajar... A veces me siento mal, porque ni siquiera puedo segar el césped. Pero, como le he dicho, me alegra tener algo que ofrecer. Y mis hijos han aprendido a tener fe".

El Club Metro, cerca de Midtown, reliza entre las chicas una labor semejante. Fue posible ponerlo en marcha, en parte, gracias al US President's Inaugural Committee, que selecciona, entre miles, 23 proyectos dignos de ser subvencionados. Las clases incluyen, entre otras muchas cosas, expresión oral, formación cristiana, baile y orientación profesional. Las estudiantes son, en su mayoría, de origen hispánico, asiático y negro.

La coordinadora de programas, Margaret Black, dice que el club trata de evitar que las chicas se pasen el día en la calle, pues terminarían cayendo en la delincuencia organizada de las bandas. Muchas de ellas solo piensan en dejar de ir a la escuela cuanto antes y obtener un empleo cualquiera. Una de cada tres suele quedarse embarazada antes de dejar la escuela.

Como en Midtown, la clave del programa de Metro es el preceptor -en este caso preceptora- personal. Es casi la única persona "de fuera" con la que las chicas son capaces de hablar. "Se dan cuenta de que no están solas -dice Margaret-, de que tienen quien las ayude a salir adelante." El resultado, en muchos casos, es que las chicas han avanzado considerablemente en la escuela. De ser las últimas han pasado a ser de las primeras. Para otras, el Metro Club les ha proporcionado mayor estabilidad emocional.

La directora del club, Natalie Jakueyn, me explica qué en el ámbito cultural negro del West Side de Chicago ya casi se ha perdido el concepto de familia, algo a lo que el club trata de poner remedio. Al parecer está dando buenos resultados, pues maestros, educadores y padres aseguran que las chicas tienen más confianza en sí mismas y progresan en su trabajo. "Hablando con ellas una a una -dice Natalie- tratamos de mejorar su autoestima, sus resultados académicos y su relación con Dios."

Algo parecido oí cuando visité un centro similar del Opus Dei en Nueva York, concretamente en el Bronx.

Si Manhattan es frío y deshumanizado, cuando por la Quinta Avenida se desemboca en el Bronx uno tiene la sensación de haber entrado en una zona bombardeada. Todo está sucio, descuidado, semiderruido. La mayoría de las casas tienen las escaleras de incendios rotas y oxidadas y las fachadas ennegrecidas y desconchadas. La única diferencia entre los pisos habitados y los deshabitados son los visillos en las ventanas.

El taxista que me llevó, hacia diez años que no entraba en aquella zona, y se perdió. Fuimos a parar a una calle sin salida rodeada de viviendas quemadas. Los mendigos vagabundeaban por allí; otros, sentados en el suelo, nos miraban. No se veía ningún blanco. El motor se caló dos veces, a causa del sofocante calor, y el taxista empezó a ponerse nervioso. Temblaba tanto que no era capaz de leer la guía. Hasta que decidió buscar un puesto de policía para informarse. Luego se volvió hacia mí y preguntó malhumorado: "¿Se puede saber qué demonios viene usted a hacer aquí?"

Por fin dimos con East 174th Street, una casa pequeña, de dos pisos, que alberga Rosedale Club, un club para chicas. Abierto en 1978, ayuda a las jóvenes del Bronx a desarrollar su personalidad y mejorar sus estudios. Por él han pasado ya unas 500 chicas. Quienes dirigen el club dicen que lo más difícil es luchar con las consecuencias de los hogares rotos, de las malas relaciones entre padres (o padrastros) e hijos, de la droga y del ambiente de violencia. "En muchos casos, los padres declinan sus responsabilidades -dice Elizabeth Nonnemacker, que fue una de las fundadoras de Rosedale-. Lo que pretendemos es fortalecer a las familias. Muchas de nuestras actividades están orientadas a las "artes del hogar", para que las familias se den cuenta de la importancia de tener un hogar digno."

A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, el gobierno de los Estados Unidos trató de resolver el problema de los ghettos empleando en ello mucho dinero, pero no se tardó en comprobar que el dinero no basta y que, en algunos casos, incluso se agrava el problema. Ahora casi todo el mundo reconoce que el problema básico es la ausencia de vida familiar, la falta de unos vínculos sólidos.

"A veces, la situación familiar de las chicas que vienen a Rosedale es terrible -dice Elizabeth-. En sus casas todo el mundo se insulta y se pelea, así que procuramos que las chicas vuelvan a sus hogares después de haber pasado un buen rato aquí. Y les animamos a hacer algo por sus padres. Esta semana, por ejemplo, las chicas están preparando un "show" para el Día de la Madre. Eso une a las familias. También les damos formación espiritual; tienen clases de doctrina católica, retiros espirituales, etc. Y no sólo para las chicas, sino también para sus padres. Algunos se han bautizado y otros han recibido la Primera Comunión."

Nueva York es más impetuosa, brillante y espectacular que las películas que se han hecho sobre ella. Una ciudad en la que todo el mundo camina deprisa, sin mirar hacia los lados. Eso me recordó algo que un miembro español del Opus Dei, el doctor José María Barredo, me había dicho. Había emigrado a los Estados Unidos en 1946 y había permanecido allí 38 años. Según él, los norteamericanos siempre tienen prisa, por lo que sólo se puede hablar tranquilamente con ellos en los transportes públicos. "Recuerdo que una vez, en un taxi, empecé a hablar con el taxista y pronto nuestra conversación recayó en temas espirituales. Al cabo de un rato me di cuenta de que no nos acercábamos nada a mi punto de destino. Cuando se lo dije me contestó que llevaba un rato dando vueltas, porque tenía pocas ocasiones de hablar de temas serios."

El taxista de un taxi que tomé a la puerta de la Estación Grand Central me dijo que llevaba veinte años trabajando en Manhattan, justo desde que llegó de Sudamérica, y que ya estaba cansado. "Tengo cuarenta años -me explicó- y quiero regresar a Colombia, donde hay tiempo para hacer cosas. Allí yo iba a Misa todos los días. Aquí, si no trabajo en domingo, el dinero no me llega. La mayoría de los neoyorquinos sólo piensan en tres cosas: trabajar, ganar dinero y ser los primeros..."

Pregunté a varios miembros norteamericanos del Opus Dei sobre la manera de encarar la vida en el país del trabajo, el dinero y el prurito de ser los primeros. Uno de ellos, Don Popp, editor estadístico de una importante revista financiera de Nueva York (hombre bajito, fuerte, de aire energético), me habló así de su actitud ante el trabajo: "Tengo un amigo judío que es muy buen profesional -empezó diciendo-, pero no le gusta trabajar. Prefiere quedarse en casa o ir a la sinagoga, si puede. No se da cuenta del valor del trabajo, así que yo trato de imbuirle la idea de lo bueno que es trabajar. Y es que mucha gente no considera el trabajo como algo bueno en sí mismo, sino como una necesidad; es un problema de nuestra cultura. La gente trabaja muchísimo con objeto de adelantar todo lo que puede la edad de jubilación. Vivimos inmersos en una cultura que lo quiere todo. Nos hemos creado infinidad de necesidades y la gente sacrifica muchas cosas para darse la buena vida. Tienen dos empleos, su mujer trabaja, pero siempre para tener más cosas, para comprar. Parece que nunca tenemos lo suficiente, por mucho que tengamos. No he encontrado nadie que esté contento con lo que gana.

El espíritu del Opus Dei me ha ayudado mucho a superar todo esto, sobre todo la idea de que uno debe estar desprendido de las cosas materiales y trabajar, sobre todo para santificar el trabajo, para agradar a Dios. Ése es mi objetivo: agradar a Dios haga lo que haga. Lo cual no quiere decir que no cometa errores. Soy estadístico y manejo cifras. Me equivoco, aunque procuro evitarlo. Procuro ser honrado. Disfruto enormemente con mi trabajo -bueno, con la mayoría de lo que hago-. Tras 25 años en este trabajo, siempre hago lo mismo, pero no me aburro. A veces me canso, pero si no me olvido de por qué trabajo, si recuerdo que lo estoy haciendo por Dios y para servir al prójimo, me siento alegre.

Procuro mejorar la calidad de mi trabajo, pero mi mayor deseo no es llegar a ser presidente de mi compañía. Mi antiguo jefe, que tuvo el trabajo que yo tengo ahora, no quería más que subir y subir. Ahora gana muchísimo dinero y quiere seguir subiendo. Ése no es mi caso. prefiero seguir donde estoy e influir favorablemente en quienes trabajan conmigo.

Es maravilloso saber que nuestro trabajo puede ser obra de Dios, trabajo de Dios. Me ilusiona poder transmitir a los demás que el trabajo puede ser un medio de santificación, ya sea el trabajo físico de un peón que trabaja de nueve de la mañana a cinco de la tarde, un trabajo intelectual, el de un ama de casa, e incluso el esfuerzo que supone practicar algún deporte. Esto, para mucha gente, es toda una revelación".

Eric Streiff, director de fotografía, converso al catolicismo, poseedor de unos grandes almacenes en Nueva York, y su mujer, Jolene, diseñadora de moda que ya no ejerce, dedican mucho tiempo a formar una familia, "pasatiempo" pasado de moda entre sus colegas. Eric dice que en Nueva York es corriente que un fotógrafo trabaje de 12 a 13 horas diarias. Pocos de ellos son felices en su matrimonio. Como la de otros muchos neoyorquinos, la vida de Eric y Jolene es trepidante, pero, a diferencia de otros' muchos, pasan todo el tiempo que pueden en su hogar. Su casa está en las afueras, pues decidieron dar prioridad a los hijos frente a un BMW y un apartamento de lujo en la Quinta Avenida. "Creo que si los dos trabajásemos y no parásemos nunca en casa, el trabajo acabaría por absorber nuestra vida -dice Eric-. Es lo que le pasa a mucha gente con la que trabajo. Solo piensa en triunfar, en tener éxito, y trabaja sin pausa. Es como si no supiesen hacer otra cosa, no encuentran satisfacción con nada. Por eso son tan desgraciados. En mi caso, mi familia constituye todo un mundo. Cuando termina mi jornada de trabajo, estoy deseando, volver a casa."

Jolene confiesa que crear una verdadera familia en el ambiente neoyorkino que les rodea no es tarea fácil. "Hay momentos en los que me entran ganas de llorar. Pero,

si se tiene fe en Dios, una pronto se serena y todo vuelve a su cauce. Yo creo. que la gente ahora no deja a Dios actuar. Quieren decidir y resolverlo todo por sí mismos, controlar las situaciones en el acto."

Chris y Ann Woolf son protagonistas de una historia similar, escrita a contracorriente, aceptando los hijos que Dios ha querido que tuviesen. Chris es profesor asociado de Derecho Constitucional en la Universidad de Marquette, y Anne, aunque graduada en Ciencias, se dedica exclusivamente a ser ama de casa, esposa y madre. Anne dice que la cultura norteamericana está orientada hacia el triunfo, por lo que limitarse a ser madre y ama de casa significa renunciar a esa especie de reconocimiento público que muchas de sus amigas tienen en el mercado del trabajo. "Nadie aprecia lo que haces en casa y por eso tienes que fortalecerte interiormente. El Opus Dei me ha ayudado mucho, enseñándome a procurar vivir constantemente en la presencia de Dios."

Cuando los Woolf empezaron a tener hijos, Chris era un simple graduado. Vivían en una ciudad universitaria en la que era "casi tabú" tener un hijo. "Todo el mundo mostraba hostilidad -cuenta Anne-. El movimiento defensor del crecimiento cero de la población era muy activo y su actitud prevalente que tener hijos era algo que sólo hacía la gente con un nivel muy bajo de educación. Aquello era muy duro. Por eso, lo que aprendí en el Opus Dei me ayudó mucho. Me dijeron que me preguntase a mí misma por qué las' críticas me irritaban tanto, así que reflexioné y me dije: "Está bien. Lo que yo creo y lo que yo hago no tiene por qué verse afectado por lo que hagan o piensen los demás". Sí, era tiempo de crecer por dentro, de abandonar la estúpida idea de que una tiene que hacer lo que los demás creen que es importante, de que hay que estar en escena, viviendo para que a una la aplaudan. Al contrario: aprendí a ser yo misma."

Habla Chris: "La maternidad ayuda a lograr eso".

Anne: "Claro que sí. Es muy bueno tener alguien con quien hablar de todas estas cosas. En la dirección espiritual una se hace más realista, se olvida de sí misma y adquiere sentido del humor. Es muy difícil para una madre encontrar significado en cambiar pañales, recoger juguetes y lavar el suelo. Sólo se encuentra cuando se concibe el cristianismo como algo que da sentido a los detalles más insignificantes de nuestra vida. Entonces todo cambia. Se da una cuenta de que aunque esas cosas, aisladas, no tienen sentido, juntas integran un todo que proporciona a la vida un cambio tremendo, pues contribuyen a crear un ambiente en el que los demás pueden desarrollar más fácilmente su personalidad y crecer espiritualmente. Pienso que se trata de adquirir una especie de profesionalidad. Se trata de crear una atmósfera adecuada

para que florezcan los demás y resulta apasionante encontrar la mejor forma de lograrlo".

Chris: "Creo que la idea de dar una orientación sobrenatural al trabajo no tiene nada que ver con los motivos por los que la mayoría de los norteamericanos trabajan. Antes de conocer el Opus Dei, la idea de ofrecer a Dios el trabajo era para mí algo teórico, inefectivo. Procurar que tuviese consecuencias prácticas a lo largo del día, minuto a minuto, era algo nuevo, que me ha dado, creo, la capacidad de apreciar mejor la eficacia sobrenatural del trabajo. Corría el mismo peligro que otros muchos americanos: tratar de superarme por motivos humanos, para sobresalir y ser admirado.

Hubiese sido una persona muy ambiciosa por motivos muy poco nobles. Ciertamente es bueno procurar hacer las cosas lo mejor que uno puede. Un punto de Camino habla de no tener una visión chata, estrecha, de "ave de corral". Pero el Opus Dei me enseñó a distinguir entre ambición egoísta y ambición para la gloria de Dios y el bien de los demás. Algo que he tenido muy presente últimamente, pues acabo de publicar un libro que seguramente será citado por el fiscal general al final del año. Ya antes de que apareciese, me repetía a mí mismo: "Toda la gloria para Dios, no para mí". Algo que con toda seguridad no habría hecho antes.

El Opus Dei hace también que uno desee transmitir la fe a los demás de una forma espontánea. Hay un alumno en mi clase de Derecho Constitucional que estaba tan deprimido que quería suicidarse. Tras hablar con él largo y tendido, hace poco vino y me dijo: "Te voy a dar una buena noticia: soy un alcohólico". Comprendí enseguida que era una buena noticia porque, por fin, lo había reconocido. Procuro ayudarle y animarle todo lo que, puedo, también espiritualmente. Si eso le hace crecer en sentido religioso, tanto mejor. Hay muchas maneras de hacer apostolado, es decir, de ayudar a la gente para que vea las cosas como son...".

Jack Burns es un telefonista de mediana edad que vive en un barrio obrero del West Side, en Chicago. Es corpulento, extravertido, y tiene mucho sentido del humor. Cuando pidió la admisión en el Opus Dei, su mujer, Dorothy, quedó tan impresionada por el cambio que experimentó que ella misma se interesó por la Obra y terminó pidiendo la admisión también.

Jack: "Para mí el Opus Dei trata de santificar mi vida y mi familia y de animar a otros a hacer lo mismo. En el trabajo, procuro dar ejemplo y conocer mejor a mis compañeros, para poder ayudarlos. A veces, necesitan un consejo y yo les digo lo que pienso. No sermoneándoles, claro, sino de una manera natural".

Dorothy: "Lo que más me impresionó cuando Jack se hizo del Opus Dei es que empezó a ayudarme mucho más en la casa. Tenemos seis hijos y fue como si de repente se diese cuenta de que yo necesitaba colaboración para hacer la vida agradable en el hogar. Solía jugar al béisbol al salir del trabajo, al menos tres días por semana, pero lo dejó. Llegaba a casa antes y bañaba a los niños. Parece una tontería, pero me impresionó y me hizo pensar...

Cuando la familia es numerosa, una llega a sentirse abandonada si carece de vida interior. La vida interior proporciona seguridad y fuerza para afrontar las dificultades. La gente se enfada y se altera por cualquier cosa. Mi experiencia es que, rezando, las cosas se resuelven. No es que todo salga a pedir de boca, pero ayuda. La gente quiere que todo le salga bien... Yo hago lo que puedo, procuro hacerlo, y dejo que Dios haga el resto.

Hay tantas cosas que alejan de Dios, tantas cosas materiales, tantas ideas que tratan de arrancarnos la fe... Una vez, leyendo en una revista femenina un artículo de una doctora en Filosofía, católica, me extrañó que tratara de justificar por qué solo quería tener dos hijos. Se lo di a leer a Jack, que, cuando lo hubo leído, me dijo: "No menciona a Dios ni una sola vez. Sólo habla de sus deseos: yo quiero, yo quiero..." Era cierto".

Jack: "Es todo muy sutil. La gente escribe muy bien y parece que tiene razón. Pero, cuando se reflexiona, uno se da cuenta de que se olvida de Dios, de que sólo trata de hacer lo que le apetece. A mí, por ejemplo, me apasiona la pesca, pero si dejara que me absorbiese y me apartase de mi vida espiritual y mi familia...

En junio iremos todos de pesca, con los chicos y los vecinos. Disfrutaremos de lo lindo y, al mismo tiempo, tendremos oportunidad de hablar con los demás y procuraremos ayudarles, si hace falta. Lo malo es que cuando se va de pesca se suele beber mucho, así que tendremos que tener cuidado...".