El actual Prelado del Opus De¡, don Alvaro del Portillo, recuerda un viaje del Padre a Valladolid, en busca de vocaciones para este camino de Dios:
«Aunque esta ciudad (...) se encuentra relativamente cerca de Madrid, en aquellas circunstancias el desplazamiento estaba lleno de incomodidades. Tomaron el tren, llegaron a Valladolid ya de noche, había niebla y hacía mucho frío, cargaron con las maletas -porque no tenían dinero para un taxi- y se fueron a pie en busca de hotel (...). A la mañana siguiente, nuestro Padre dirigió la meditación, y habló de la vocación de los Apóstoles. El día anterior, jueves, se había celebrado la fiesta de San Andrés: fue el 30 de noviembre de 1939 (...).
Había ido a Valladolid por amor a Jesucristo, con el plan de citar a mucha gente para moverles a practicar más intensamente la vida cristiana. Después de meditar sobre la llamada de los Apóstoles, el Padre comentó:
-"Hemos venido a esta ciudad para trabajar por Jesucristo, luego ya hemos tenido éxito en nuestra empresa. Si no conseguimos ver a ninguno, no por eso nos consideraríamos fracasados. Después avisaremos a las personas que deseamos conocer, que vendrán o no vendrán; pero, aunque no consigamos nada, el Señor está contento de nosotros" (...).
Llevaba una lista con nombres de estudiantes universitarios y sus respectivas direcciones, y enseguida envió a cada uno un tarjetón, citándoles en el hotel. Se presentaron todos (...). El Padre charló con todos, los entusiasmó, los llenó de amor de Dios. Llegó la hora de cenar, y no se iban: estaban muy a gusto con nuestro Padre, que sólo les hablaba de Dios (...). De ahí salieron muchas vocaciones»(25).
He aquí el relato de uno de aquellos estudiantes:
«Yo residía en Valladolid (...). La voz de su presencia en la ciudad se esparcía rapidísimamente, y aunque nos encontrásemos en los puntos más distantes, nos presentábamos enseguida (...). Salíamos contentísimos, alentados y confortados. Era como si el Padre nos conociese personalmente desde muchos años atrás. Recuerdo que nunca dejaba de preguntarnos por nuestra familia.
Llevaba entonces un solideo de paño negro, porque -como supimos después- deseaba parecer de más edad: era muy joven y su aspecto era aún más juvenil (...). Derrochaba buen humor. Todavía me acuerdo del comentario de algunos de mis amigos:
-¡Se lleva a la gente de calle! (...).
Me recibió en su habitación del hotel. La conversación duró poco tiempo. Me preguntó si había entendido bien que se trataba de una vocación y que, por tanto, era una decisión para toda la vida. Insistió en que no empujaba a nadie, explicándome que su misión era cerrar las puertas»(26).
De estos viajes surgen los primeros hombres de la Obra en la ciudad castellana de Valladolid.
Ya no es posible reunirse en la pequeña habitación del Hotel Roma, del Castilla o del Fernando-Isabel. El Padre encarga a José Luis Múzquiz -que suele ir con frecuencia a esta ciudad universitaria- que busque un pequeño piso en el que afirmar la ancha tarea que comienza. El padre de Teodoro Ruiz, uno de los miembros de la Obra, tiene un local desalquilado... y una mala experiencia de los estudiantes que acaban de abandonarlo. Por eso hoy, cuando su hijo le aborda durante el almuerzo, la contestación es lacónica:
-«¡De ningún modo!»
Teodoro no replica, pero empieza a llamar en su ayuda a todos los ángeles del Cielo porque no ve ni un resquicio por donde abordar eficazmente a su padre. Pero, inesperadamente, ya en la sobremesa, le oye decir:
-«Bueno, si se trata de unos chicos formales, adelante»(27).
El Padre bendecirá el piso el 2 de mayo de 1940, después de haber celebrado la Santa Misa en una capilla de la Catedral. El espacio es mínimo, y la circunstancia pone nombre al inmueble recién estrenado: El Rincón. Solamente tienen seis sillas por mobiliario. Es suficiente.
El 29 de junio de 1940, el Padre vuelve una vez más a esta ciudad de Castilla para dirigir un curso de retiro en el colegio Nuestra Señora de Lourdes, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Aquí tiene la oportunidad de conocer a Ignacio Echeverría y a Jesús Urteaga, que preparan en esta fecha unos exámenes.
Al final del día, enseñan al Padre la huerta del colegio y se detienen ante una jaula, grande y a la vez pequeña porque sirve de encierro a un águila. Los alumnos juegan con ella y le echan de comer.
El Padre observa la escena. Y el aspecto deteriorado del ave de presa que se abalanza sobre un trozo de carne le da mucho que pensar.
«Os he contado ya otras veces la triste impresión que me produjo ver un águila dentro de una jaula de hierro, con un pedazo de carroña entre sus garras. Aquel animal -que en las alturas es todo majestad, dueño de los aires, y mira de hito en hito al sol- encerrado en la jaula daba asco y pena a la vez, por las mil diabluras que le gastaban unos niños»(28).
El Padre aprovecha todas las situaciones y sucesos para establecer una conexión con el mundo sobrenatural. Monseñor Alvaro del Portillo recuerda que en una meditación habla de tantas mujeres y de tantos hombres que, «llamados por Dios a volar como esas águilas (...), invitados por Nuestro Señor a elevarse por encima de las cosas bajas de la tierra, para estar viviendo en el mundo con los ojos y el corazón puestos en el Cielo (...), tienen las alas cortadas por sus pasiones, y son como aquel águila vieja, desplumada, atenta sólo al pedazo de carne que le echaban... »(29).
En la madrugada del domingo al lunes hay que tomar un tren de regreso a Madrid para iniciar la semana con el ritmo acostumbrado. En cada viaje hace ver a los que le acompañan, la alegría de su apostolado, tan igual al de los primeros cristianos: en medio de la calle, con sus compañeros y amigos... Les recuerda que una de las veces en que tuvo más alta oración fue en un tranvía de Madrid, en el ajetreo diario de la calle, en medio de los quehaceres y trabajos del mundo.
La actividad del Padre va a continuar incesante. En este curso de 1940-41 -entre otras ciudades-, visitará León, Salamanca, Bilbao, San Sebastián y Zaragoza. En la primavera del 40 tiene la oportunidad de volver una vez más a su querida Basílica de El Pilar. Se aloja en casa de la familia de José María Albareda, y cuando retorna a Madrid lleva una gran alegría: han solicitado la dmisión en la Obra Jesús Arellano, Javier Ayala y José Javier López Jacoísti.
Del 29 al 30 de agosto de 1941 el Fundador está de nuevo en San Sebastián. Ya hay una buena representación del país vasco en la Obra: la encabezan Juan Antonio Galarraga, Ignacio Echeverría, Miguel Rivilla y Jesús Urteaga.
En verdad, la semilla está echada. Y de estos primeros que se quedan aislados, cada vez, esperando la próxima visita del Padre, van a surgir centenares de vocaciones en los próximos años.