Un santo de nuestro tiempo

El obispo de Cartagena reflexiona en este artículo sobre la figura del beato Josemaría: "Un siglo de guerras y dolor -dice- no ha impedido ser, a la vez, un siglo de generosidad y grandeza. La historia es testigo de cómo en épocas de tragedia y sufrimiento surgen hombres y mujeres que, como luces iluminadoras del camino de la vida, marcan con su ejemplo la ruta de la dignidad del ser humano".

Mons. Manuel Ureña Pastor

La acertada y alta visión con que el Pontífice actual, Juan Pablo II, está gobernando la Iglesia, nos ha hecho ver las luces y las sombras que la humanidad ha vivido en el recientemente acabado siglo XX y la rica aportación que ha supuesto el cristianismo.

Un siglo de guerras y dolor no ha impedido ser, a la vez, un siglo de generosidad y grandeza. La historia es testigo de cómo en épocas de tragedia y sufrimiento surgen hombres y mujeres que, como luces iluminadoras del camino de la vida, marcan con su ejemplo la ruta de la dignidad del ser humano.

Junto a las sombras de dos guerras mundiales y de incesantes confrontaciones locales, junto a los degradantes campos de concentración y campamentos de refugiados, junto a las guerras tribales y a las matanzas del narcotráfico, la mafia o el terrorismo, no han faltado comportamientos heroicos de miles de hombres y mujeres que han vivido el dolor con fortaleza, la muerte con dignidad y el despotismo arbitrario con ejemplares gestos de perdón.

La Iglesia no ha sido ajena a estos desmanes, sino que ha vivido, en la carne de sus mejores hijos, las consecuencias de tanta locura.

Una de las tareas que el actual Papa consideró urgentes como aplicación de la doctrina conciliar fue la de sacar a la luz pública y al reconocimiento universal el testimonio ejemplar de tantos hombres y mujeres que, en pleno siglo XX, han plasmado en sus vidas el nervio que recorre toda la enseñanza del último Concilio: la vocación universal a la santidad.

Estos días estamos celebrando el centenario del nacimiento de uno de estos hombres: el beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Este ejemplar sacerdote no sólo comprendió la santidad como la única expresión genuina de su pertenencia a la Iglesia, sino que dedicó toda su vida, antes y después del Concilio, a difundir este mensaje de santidad para todos los bautizados, sea cual fuere su estado, profesión u oficio.

Desde que el 2 de octubre de 1928 el Señor le hizo ver el Opus Dei, trabajó sin descanso para gritar al oído de todos que estas crisis mundiales son crisis de santos (Camino, 301). Cuando, al inicio del Tercer Milenio, Juan Pablo II quiere poner a la Iglesia en camino de esperanza, propondrá para todos este mismo objetivo: la santidad (cfr. Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, nº 30).

Para el beato Josemaría la santidad no es una utopía que sólo algunos selectos pueden alcanzar o un ideal reservado a personas que optan por una forma de vida alejada del mundo y de sus avatares diarios. Él, parte de una convicción: el Bautismo es una verdadera vocación. Todo bautizado está llamado por Dios a ser santo. Los medios para alcanzar la santidad no están en el estado de vida que cada cual elija, sino en la Gracia de Dios, que se nos da a todos en los Sacramentos.

Toda actividad humana, rectamente entendida, es participación en la obra creadora de Dios y una forma de servicio a los hombres. Cualquier trabajo, realizado desde nuestra radical condición bautismal, exige el ejercicio de las virtudes teologales, se convierte en medio de practicar las virtudes morales y es ocasión de llevar a los demás, con la palabra y el ejemplo, el mensaje cristiano.

Ningún quehacer humano, si es honesto, nos puede impedir la unión con Dios. En la Homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967, el Beato Josemaría decía: «Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar una doble vida: la interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.

No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor o no lo encontraremos nunca».

Esta doctrina, recia y clara, es el rico legado que el beato Josemaría dejó a la Iglesia y que la Prelatura, como preciado tesoro, difunde con ejemplar fidelidad por todo el mundo, como diariamente comprobarnos en nuestra propia Diócesis.

Bueno es que demos gracias a Dios por la persona y la obra del beato Josemaría con ocasión de la celebración del primer centenario de su nacimiento, a la vez que esperarnos con, ilusión el día de su canonización.

Manuel Ureña Pastor (obispo de la diócesis de Cartagena) // La Verdad (Murcia)