Trabajo en los talleres. Postergado por católico. «Revolución de octubre»: militarizado.

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

La presencia del Señor se traduce, claro está, en la calidad del trabajo. Isidoro siempre fue buen cumplidor de su deber. Ahora los quehaceres profesionales se han convertido, además, en ocasión de manifestar el amor a Dios. Y, por Él, al prójimo.

El trabajo actual de Zorzano es poco brillante: no se trata de concebir o realizar proyectos, sino de dirigir y, sobre todo, controlar la tarea de los caldereros, chapistas, soldadores, torneros, ajustadores, etcétera —son varios centenares de hombres—, que reparan las locomotoras y ténderes llegados al sanatorio de trenes.

El ingeniero sabe aprovechar el tiempo, que para él no es oro sino gloria de Dios. Nadie le ve perder un minuto. Cuando no tiene que revisar si han substituido una válvula, qué tal marcha la nueva biela o si han terminado de forjar una ballesta, está en su despacho estudiando. «¿Para qué estudia más?», le pregunta un ajustador. Entre su gente, son comunes frases del tipo: «¡Hay que ver lo enterado que está don Isidoro!»; «Si yo valiese lo que él [...] llegaría a ser el amo de los ferrocarriles». También los colegas ingenieros señalan que su labor «fue siempre inmejorable, muy trabajador».

El hecho de ser el primero en cumplir con sus obligaciones le confiere autoridad para exigir que los subordinados realicen cabalmente las suyas. Zorzano sabe mandar a los contramaestres y obreros. Lo hace sin autoritarismos: «siempre llegaba a cualquier pabellón» —recordarán— «daba la mano, con una sonrisa, a aquellos a quienes tenía que dirigirse o dar órdenes»; «Jamás habíamos visto que nos trataran con la finura y atención con que lo hacía»; «aunque mandaba cosas difíciles, no había más remedio que hacerlas por la manera como las mandaba». Expone su punto de vista: «Vamos a hacer esto; mi opinión es que se haga de esta o de la otra manera; pero díganme qué les parece a ustedes». Si le convencen, cambia de opinión. Pero, una vez que «resolvía hacer esto o aquello, ya era inflexible» al exigir su ejecución.

Cuando hay que reprender, reprende «con gran autoridad y delicadeza». Al contramaestre que denuncia fallos en el trabajo de alguien, le dice: «Damián, a ver si lo arreglamos. Llámele usted y hablaremos». El interesado «quedaba convencido de su falta, sin [...] el menor resquemor». Alguno comentará: «Diga lo que diga, no es posible enfadarse con él, porque lo dice de tal manera, que no hay lugar».

El ingeniero no discrimina a la gente por sus ideas políticas o religiosas. Un subordinado, que se consideraba contrario a Zorzano, reconocerá que «cuantas veces fue requerido», por él, «para algún beneficio para los obreros, lo cumplió con cariño». Isidoro siente como propios los derechos de los obreros y pone los medios para que se viva la justicia en el trabajo y en su retribución. También busca recursos para facilitar la promoción de los trabajadores con talento. Pero no adopta el aire —«paternalista», en sentido peyorativo— de quien simula favores cuando sólo hace justicia. Conoce qué derechos asisten a cada uno y suele atribuir a los patronos la culpa de muchos conflictos.

Por todo ello «gozaba del máximo respeto». Un compañero de pensión le acompaña una vez al trabajo. «Era —puntualiza— la época en que los obreros hacían desprecio y burla públicos de los jefes y patronos». Pues bien, «me fijé que, en el tranvía, a Zorzano todos los obreros le saludaban quitándose la gorra con la mayor amabilidad». Ya en los talleres, advierte que no sólo se trata de respeto: «la gente ¡le quería!». Al cabo de los años, los trabajadores señalarán que «no había un obrero que pudiera hablar mal de él»; «sentimos en el alma el día que se marchó de estos talleres». Lloran al recordarlo: «Si pudiera hoy darle la vida», dirá el ordenanza, «se la daría».

Alguien pondera esas simpatías advirtiendo que se trataba de «un personal envenenado por doctrinas sectarias como lo estaba Málaga en aquellos años». Isidoro no disimula su fe. Sus hombres recordarán cómo «no se recataba de usar el nombre de Dios con frecuencia, con las frases usadas entre los buenos cristianos; singularmente, cuando nos despedía, [...] nos decía: Hasta mañana si Dios quiere».

Invoca con respeto el nombre de Dios y le apena extraordinariamente que sea injuriado. En cierta ocasión, un obrero se lastima un dedo y suelta una blasfemia. Isidoro acudió solícito y, tras comprobar que había sido un golpe sin consecuencia, le hizo ver «que con eso no remediaba nada. Luego le mandó descansar un ratito».

Aunque «no por eso hacía antipática la religión ni la vida piadosa», su condición de católico practicante es el único «pero» que los obreros lamentan en el superior. Lo hacen con los términos de la época: «Don Isidoro es un camarada más. No tiene una mala palabra para nadie y por eso le queremos; y se le sirve, de cabeza. ¡Lástima que sea un poco cavernícola!».

No sólo ellos piensan así. Isidoro ha sido propuesto para un ascenso. No se lo conceden. «Después de mí han entrado dos ingenieros más en la Compañía; pues bien, sin saber por qué, uno de ellos me ha pasado de categoría y el otro me ha emulado; es decir, que me han postergado». Al desahogo sigue la consideración sobrenatural: «Ésta es una de las mortificaciones mayores que el Señor ha podido concederme». Félez descubrirá el «mérito» de los nuevos: eran novios de alguna hija o cuñada del jefe. Y bromea con Zorzano: «Cásate con una hija y ¡verás cómo asciendes!». Pero el jefe esgrime un «argumento» inapelable: «¡Qué clase de ingeniero es ése que va a Misa todos los días!».

Junto a la oportunidad de ofrecer a Dios una humillación, Zorzano se siente de nuevo azuzado a buscar trabajo en Madrid. Pero no vislumbra «ningún resquicio que me oriente».Octubre de 1934 será movido. En el cuarto gobierno presidido por Alejandro Lerroux figuran por vez primera tres ministros —Aizpún, Anguera de Sojo y Giménez Fernández— pertenecientes a la confederación derechista (CEDA) que ganara las elecciones de 1933. El sindicato socialista UGT, con el apoyo de todas las facciones políticas de izquierda, declara una huelga general revolucionaria. La «Revolución de octubre» tuvo resonancia particular en Cataluña (donde, como en el País Vasco, se mezclaban ribetes separatistas) y, más que nada, en Asturias, donde fue sofocada mediante la toma militar del Principado.

En los Andaluces de Málaga, el sábado día 6 «se declararon en huelga los obreros dentro de los talleres; abandonaron el trabajo y no volvieron hasta el lunes», para continuar de brazos caídos. «En vista de lo serio de la situación —narra Isidoro—, entraron los guardias civiles y soldados, tomando militarmente los talleres». Los cabecillas son encarcelados y el resto militarizado por decreto. Para Zorzano esto significa madrugar más: «Como tengo que estar todos los días antes de las 7 en los Talleres, me levanto a las cinco y media para poder oír la Misa de 6».