"Vengo a ayudarte, si estás dispuesto a dejarte ayudar"

“Tras saludarme, mi amigo me dijo con franqueza: Vengo a ayudarte, si estás dispuesto a dejarte ayudar. Y, en cualquier caso, te diré honradamente lo que opino de tu actitud...”. Un sacerdote de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz narra una conversación que le cambió la vida...

"Aunque han pasado muchos años, recuerdo incluso los detalles más insignificantes de una conversación mantenida con un compañero mío. Los dos ejercíamos nuestro ministerio sacerdotal en unos pueblecitos de montaña.

Don José Antonio Abad, autor del artículo

Yo casi acababa de salir de la Universidad; en cambio, hacía varios años -no muchos- que sabía lo que era vivir entre nieve bastantes meses del año. Pero el día a que me refiero, no vino a verme para hablarme de la abundante nieve que no tardaría en llegar, ni a darme unas lecciones elementales de esquí para no dejar sin misa a los pueblos cuando llegaran los temporales.

El motivo era muy distinto y casi inimaginable para mí. Él sabía que las siete casas y las 35 almas que había en el pueblo donde yo residía las había aceptado pero no digerido. Y como no estaba dispuesto a que me convirtiera en un amargado o en un rebelde, vino con aires de cirujano y decidido a realizar una operación tan dolorosa como indispensable. Nunca le agradeceré bastante su fortaleza y su caridad, tanto más destacables cuanto que mi trato respecto a él no se había distinguido por la delicadeza.

Después de unas palabras de saludo me dijo con franqueza: “Vengo a ayudarte si estás dispuesto a dejarte ayudar. Y, en cualquier caso, te diré honradamente lo que opino de tu actitud”. Y sin apenas haberme repuesto de un planteamiento al que no estaba acostumbrado, añadió: "Tú y yo nos hemos hecho sacerdotes para servir, para obedecer y para ser santos; no para hacer carrera o seguir nuestro capricho. A mí -que como sabes, soy de la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz- me lo han repetido muchas veces y puedo asegurarte que me ha hecho mucho bien. Llévalo a tu oración personal ante el Sagrario y recobrarás la paz y la alegría".

Un elemental pudor impide escribir lo que aquellas palabras supusieron para mi vida interior. Lo que no quiero dejar de señalar es que pocos meses después pedía la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Poco más tarde, gracias a Dios, Juan Pablo II la aprobaría como asociación sacerdotal intrínseca a la prelatura personal de la Santa Cruz y Opus Dei.

En agradecimiento a Dios y a su romano Pontífice -sin olvidarme del instrumento del que se sirvió la divina Providencia para manifestar su inagotable riqueza espiritual: San Josemaría Escrivá de Balaguer-, pues soy consciente del enorme bien que ello supone para toda la Iglesia y para los sacerdotes diocesanos en particular, estoy retomando unos recuerdos escritos hace años, cuyo contenido es más propio de una confidencia con un amigo que de un website. ¡Que el rubor que me produce hacerlo sea una muestra filial hacia la Santísima Virgen, tan ligada a la vida de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y pueda ayudar a otras personas -sacerdotes seculares- a dar gracias a Dios, Padre de las eternas misericordias!

'Una de las cosas que más llamaron mi atención desde los primeros momentos al recibir atención espiritual del Opus Dei, fue la insistencia con que se me hablaba de la preocupación que debía sentir por los demás sacerdotes'.

Miembro activo del presbiterado diocesano

Una de las cosas que más llamaron mi atención desde los primeros momentos al recibir atención espiritual del Opus Dei, fue la insistencia con que se me hablaba de la preocupación que debía sentir por los demás sacerdotes -por todos- y la ayuda humana y espiritual que tenía que prestarles.

El planteamiento teológico no me llamó la atención pues sabía bien que entre los sacerdotes existe una unidad y fraternidad sacramentales, como consecuencia de la común participación en el mismo Sacerdocio de Cristo a través del sacramento del Orden. Lo que me impresionó fueron las derivaciones concretas -llenas de sencillez, espontaneidad y vida- que de esa realidad teológica se hacía. Y no en alguna ocasión especial o solemne, sino de modo ordinario y habitual. Más tarde he llegado a la conclusión de que eso es sentirse miembro del presbiterio diocesano.

Yo era muy joven y gracias a esas concreciones fui aprendiendo, por ejemplo, que tenía que estimar y querer -no sólo tolerar- a los sacerdotes ancianos; estimación y afecto que debían plasmarse en cosas concretas: visitarles, consultarles y admirar su fidelidad.

La experiencia vino a demostrarme que la fraternidad sacerdotal vivida sin alardes, pero con hondura, une sin dificultad la prudencia de las canas con el entusiasmo y vigor juveniles, y derrite como la cera las murallas de la incomprensión, aislamiento o recelo, que pueden levantar la soberbia altanera o la desconfianza.

Cordilleras que parecían infranqueables se convertían en camino carretero cambiando impresiones, tomando una taza de café, haciéndose confidencias de amigo, confesándose mutuamente y poniendo un poco de sal sobrenatural en las pequeñeces de la vida ordinaria.

Cuando con el rodar de los años, he tenido como párroco a un sacerdote mayor he podido comprobar de modo habitual que la fraternidad sacerdotal crea unos lazos tan fuertes que nada tienen que envidiar a los que se fundan en la sangre. No es que desaparezcan las limitaciones y miserias personales y ajenas, sino que quedan embalsamadas con el perfume de la comprensión, del realismo y -a veces- del perdón mutuo y sacramental.

Otra cosa que me impresionó vivamente desde mi adscripción a la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz fue el amor a los enfermos. Durante mis años de seminarista, sobre todo cuando se acercaba la fecha de mi ordenación sacerdotal, había meditado más de una vez en las palabras de San Mateo relativas al Juicio final, en las que expresamente se habla de visitar los enfermos, viendo en ellos al mismo Jesucristo.

Pero, aunque parezca raro, mis meditaciones se referían a las almas que un día tendría encomendadas. Es posible que alguna vez también se centrase en los sacerdotes. Con todo, no debieron de ser muchas, pues aún recuerdo la actitud de sorpresa gozosa que me producía oír detalle tras detalle sobre el particular.

Por otra parte, comencé a otear unos horizontes en los que ni siquiera había soñado. Refiriéndose a las enseñanzas y la vida del fundador del Opus Dei -para quien la receta era tener un corazón de madre - me enseñaron que había que darse cuenta si un hermano sacerdote tenía mala cara, si estaba demasiado delgado o demasiado grueso, acompañarle al médico, estar junto a su cama, sobre todo si era internado en una clínica u hospital, poner todos los medios humanos para que se curase y, a la vez, después dejarlo todo en las manos de Dios, y especialmente en el caso de enfermos crónicos, ayudarles a santificar esa situación.

'Mi vinculación a la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz reforzaba mi condición de sacerdote secular diocesano'.

Con el paso del tiempo he comprobado la importancia que tenía insistir en la atención espiritual de los sacerdotes enfermos, sobre todo cuando uno sabe que, si Dios no hace un milagro, la situación es irreversible. ¡Qué maravilla podré llevar la Sagrada Comunión a un sacerdote enfermo, confesarle con frecuencia, administrarle la Unción de enfermos y darle el santo Viático! Y puede pasarse por alto o minusvalorarse.

Pero falsearía la realidad si afirmara que el tono habitual de la preocupación por los sacerdotes se refería a los ancianos y enfermos. Tanto en la dirección espiritual como en otros medios de formación permanente se insistía en las circunstancias normales. Y lo normal es el sacerdote que tienes al lado, con el que trabajas o del que, por una u otra causa, eres amigo. A ese había que dedicar ese tesoro que es el tiempo. Un tesoro que no se podía malgastar. Para ello había que superar la mera camaradería o el simple compañerismo, para dar paso a una amistad fraterna auténtica y verdadera.

Al hilo de esa amistad surge hablar de cosas íntimas: penas, alegrías, dificultades, ilusiones, trabajo, etcétera. Y cuando la amistad alcanzara quilates muy subidos había que hablar de Dios, de la frecuencia en recibir el sacramento de la Penitencia, de la generosidad en el sacrificio, del celo ardiente por las almas, de disponibilidad total, de amor a la pobreza efectiva y afectiva, de la dirección espiritual, de saber perdonar y sonreír, de tratar de contraer la “enfermedad del trabajo apostólico”, etcétera, etcétera. Y todo ello, sin ánimo de dar lecciones a nadie, sin sentirse superiores a los demás –es más, aprendiendo tantas cosas de ellos- aunque sin detenerse por las propias miserias.

Nada sin el obispo

Con motivo del estudio de la teología y, sobre todo, del doctorado había tenido que manejar los textos de los padres apostólicos. Entre ellos había uno que ya entonces era muy citado cuando se hablaba del sacerdocio. Es muy breve pero lleno de incisividad. No en vano pertenece al sabio Santo Obispo de Antioquia, San Ignacio. Refiriéndose a la unidad que debe existir entre los sacerdotes y el propio obispo dice lapidariamente: Nihil sine episcopo , nada debe hacerse contra el criterio del obispo.

Como ocurre con tantas cosas que uno estudia, yo me aprendí el texto. Pero no me detuve -al menos como requería- en desentrañar las implicaciones que llevaba consigo. Y, desde luego, ni se me pasó por la cabeza examinar las relaciones con mi obispo a la luz de este principio.

Cuando me asocié la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz el texto cobró una gran importancia, hasta el punto de que, al menos una vez a la semana, comencé a tener que examinarme sobre sus exigencias. Aunque al principio no entendía bien esta importancia, no tardé en entender que no podía ser de otro modo.

'Hasta humanamente ha valido la pena, pues ello me ha reportado serenidad y paz interiores y una alegría cuyo gusto está reservado a quien la paladea'.

En efecto, según el mensaje espiritual del fundador del Opus Dei, la adscripción a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no cambiaba mi estatuto teológico y jurídico, puesto que seguía siendo, única y exclusivamente sacerdote secular incardinado a una diócesis y dependiente de un obispo concreto. Se trataba de una especial llamada a santificarme en mi propio estado.

Por tanto, mi vinculación a la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz reforzaba mi condición de sacerdote secular diocesano, dentro de la cual la figura del obispo ocupa un lugar muy importante, al tener que ejercer mi ministerio, en todas sus vertientes, según sus indicaciones, y en íntima comunión con él. Mi larga y gozosa experiencia es que nunca me he sentido como formando un grupo aparte y que tampoco ha habido en mi ministerio sacerdotal una doble obediencia.

Por tanto, si yo quería santificarme de verdad, tenía que estar en sintonía de pensamiento y acción con el propio obispo. Esta sintonía, por otra parte, iba mucho más lejos que el mero “no estar en contra”, al enrolarme en una órbita de amor y colaboración tan íntima y sincera como la que rige entre los padres y los hijos.

Es evidente que las exigencias prácticas de estos principios son muy grandes y exigentes. Yo tenía que querer a mi obispo reconociendo gustosamente el lugar que ocupa en la diócesis por voluntad de Jesucristo: maestro, liturgo y pastor.

Asimismo, tenía que vivir mi condición de colaborador suyo en la tarea de santificar a los fieles, en el lugar que él creyera más oportuno, lo cual suponía estar pendiente de todas sus indicaciones episcopales para llevarlas a la práctica con prontitud, inteligencia, fidelidad y total disponibilidad, incluso en los casos en los que me encomendaran tareas humanamente poco deseables.

De otro lado, debía hacerme cargo de que la responsabilidad que pesa sobre los hombros de un obispo es muy grande, y que exige mucha gracia de Dios y mucha santidad. Mi comunión íntima con él tendría que llevarme a rezar todos los días por sus intenciones, sobre todo cuando supiera que tenía especial necesidad de mi oración.

Además tenía que estar plenamente disponible para secundar la tarea que me encomendase, fuese gustosa o costosa, viendo en ello la mano de Dios. Sólo así podría obedecer sin peros o distingos, antes bien, de modo alegre, libre e incondicional.

Mi obispo, por lo demás, por su condición de hombre, tenía que tener sus limitaciones, incluso físicas; las cuales, en el contexto que estoy exponiendo, tenían que ser un motivo más para darle cariño, incluso humano, y alargar la capa de la comprensión y la disculpa, llevando a la práctica la recomendación paulina: "llevad los unos las cargas de los otros".

Sin jactancia por mi parte -pues todo es gracia de Dios- puedo decir que mi asociación a la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz me ha ayudado a querer de verdad a mis obispos, a rezar por ellos todos los días en la santa Misa y en el santo Rosario, a aceptar con alegría nombramientos que en otras circunstancias quizá no hubiese aceptado bien, a sentirme plenamente identificado con sus orientaciones pastorales -sin que ello haya sido obstáculo para manifestarles lealmente mis opiniones-, a luchar en serio para no murmurar de ellos y arrepentirme sinceramente si alguna vez he caído en esa tentación; y finalmente a estar contento en las diversas tareas que me han encomendado, fueran humildes o brillantes.

Puedo decir que hasta humanamente ha valido la pena, pues ello me ha reportado serenidad y paz interiores y una alegría cuyo gusto está reservado a quien la paladea, aunque, a veces, haya ido envuelta en lágrimas físicas o morales.

Después de lo dicho es fácil comprender que mi adscripción a la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz no me ha creado la más mínima dificultad respecto a mi condición de sacerdote secular diocesano. Al contrario, la ha facilitado y potenciado, pues me llevaba a querer con obras a mis hermanos sacerdotes, sin distinción de edad, formación o carácter; a tener una comunión jerárquica con mis obispos sincera y leal; y a trabajar pastoralmente con las almas que, según los casos, he tenido encomendadas.

Por eso agradezco mucho a mi Padre Dios que un día inesperadamente viniese un sacerdote al pueblecito de montaña con pocos habitantes y mucha nieve en el que yo estaba, pero no a gusto, para abrirme horizontes y transmitirme su alegría de servir, que Dios le había concedido".

José Antonio Abad Profesor de la Facultad de Teología del Norte de España