Mi viaje -demasiado corto- siguiendo las huellas de Monseñor Escrivá de Balaguer en España había comenzado en Madrid, en la calle Diego de León, 14, sede de la Vicaría regional del Opus Dei. Y allí terminó también.
El edificio no causa en absoluto la impresión de un museo, sino que está lleno de vida, como corresponde al centro de dirección de una familia de varios miles de personas. Sentí especialmente el genius loci, la presencia palpable del Fundador. Allí vivió desde 1940 hasta 1946, año en el que se trasladó a Roma. En esta casa solía residir cuando regresaba a Madrid. En esta casa le encontré en los recuerdos de mis interlocutores, en la impronta que habían recibido de él, y a cada paso, en las habitaciones, en los muebles, en los recuerdos; y especialmente en el oratorio, en su modesto cuarto de trabajo y dormitorio y, también, de forma emocionante, en la cripta donde descansan sus padres.
Allí se conservan también una reproducción y algunos objetos pertenecientes a un vaporcito bastante pobretón, el «J. J. Sister», un barco correo que, en 1946, recién terminada la guerra, era la única comunicación marítima regular entre España e Italia: una vez por semana hacía la travesía entre Barcelona y Génova. Este vaporcito fue el que sirvió al Fundador para su primer viaje a Roma, que, además (si se exceptúa algún viaje a Andorra, las treinta horas en Francia durante la fuga y los viajes a Portugal), fue su primera salida al extranjero. Fue un viaje realmente fundacional y de gran importancia para el Opus Dei y para la Iglesia. La Obra, que cumplía dieciocho años, iba a adquirir la «mayoría de edad» para ponerse al servicio de la Iglesia universal. Don Josemaría partía así no sólo de Madrid a Roma, sino también de España al mundo.
Lo hizo en barco, atravesando la mar: y ante aquellas reliquias del vaporcito desguazado muchos años antes me di cuenta de que este hecho encerraba un profundo simbolismo. ¡Cuánto amaba el Fundador aquellas escenas del Evangelio en las que se habla del mar y de barcas, de pescadores y de redes! ¡Cuántas veces comparó el apostolado con un «mar sin orillas»!... Duc in altum!: ésta era una de las jaculatorias que más repetía. Evocaba aquellas palabras que el Señor había dirigido a Pedro: «Guía mar adentro y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5,4). Y comentaba: «Pierde tu tranquilidad y tu egoísmo. Complícate la vida. Métete en las aguas del mundo, en nombre de Cristo» (1). Él fue el primero en cumplir esta exhortación, también en aquel viaje: lo hizo porque no se permitía demoras, porque Alvaro del Portillo, que ya había realizado gestiones en Roma, le pidió que lo hiciera, porque su presencia era necesaria para conseguir que la Santa Sede aprobara canónicamente la Obra; y lo hizo a pesar de que desde 1944 padecía diabetes (una enfermedad cuya terapia presentaba entonces muchas más incomodidades que ahora), a pesar de que estaba muy enfermo y de que hacía el viaje en contra del parecer de los médicos. La travesía en aquel vapor (un veterano de cincuenta años y 1.500 toneladas, uno de esos barcos que los marinos llaman un «viejo cascarón» y en Alemania, más gráficamente aún, un «vendedor de almas») duró más de veinte horas y tuvo lugar en medio de una fuerte tormenta, desacostumbrada para el verano: una verdadera pesadilla.
El aspecto de Alvaro del Portillo, que esperaba al Fundador en el muelle de Génova, era otro desde hacía algún tiempo; ahora llevaba alzacuello y sombrero de teja. Hacía dos años, el 25 de junio de 1944, había sido ordenado sacerdote, junto con otros dos miembros de la Obra, por el Obispo de Madrid don Leopoldo Eijo y Garay, en la capilla del palacio episcopal. La ordenación se había hecho necesaria porque el Padre ya no podía atender sacerdotalmente él solo al número creciente de miembros del Opus Dei y al aumento de la labor apostólica; y había sido posible porque, por tercera vez, Dios le había concedido una gracia fundacional: el 14 de febrero de 1943, la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» entraba en la historia de la Obra y de la Iglesia, más o menos como un cable que Dios lanzaba al Fundador para que pudiera amarrar la barca del Opus Dei a la roca de Pedro.
Todo ello era consecuencia natural de un desarrollo sobrenatural, del «milagro» que había traído, al terminar la guerra civil, un verdadero alud de vocaciones.En el otoño de 1939, y en un piso de Madrid, la Obra había reanudado con normalidad su labor apostólica; es decir, en la misma ciudad en que había quedado interrumpida en el verano de 1936; pues bien, cuando don Josemaría Escrivá, casi siete años más tarde, se trasladó a Roma, existían ya centros del Opus Dei en Madrid y en Barcelona, en Bilbao, Granada, Santiago de Compostela, Zaragoza, Sevilla, Valencia y Valladolid. En 1945 abría sus puertas la primera casa de retiros y convivencias: Molinoviejo, cerca de Segovia. En 1946 se instalaba el primer centro fuera de las fronteras españolas, en la ciudad universitaria de Coimbra, en Portugal (2).
Poco después de su regreso a Madrid, al final de la guerra, el Padre había vuelto a ocupar la Rectoría del Patronato de Santa Isabel. Así como existen enfermedades contagiosas, también hay curaciones y estados de salud contagiosos. España seguía sangrando de las mil heridas que le había producido la guerra fratricida; grande era la pobreza y el agotamiento después de la lucha, pero había esperanza, voluntad y afán por sanar el país. Muchos españoles tenían deseos de reconciliación y de renovación cristiana. Entre los jóvenes de las «dos Españas» crecía el número de los que se daban cuenta de que el destino (de cada uno, del país, de la humanidad) no depende, en último término, de los sistemas estatales, de las ideologías y estructuras sociales, sino de que todo esto se impregne del espíritu, de Cristo. Las últimas consecuencias de cada situación dependen, en último término, de que siempre haya esos «diez justos» con los que Abraham, regateando, habría conseguido, de la bondad de Dios, la salvación de Sodoma (Gén 18, 23-33); «justos» que, en la era del Nuevo Testamento, tras la venida salvífica de Cristo, se han de encontrar sobre todo entre los cristianos.
Y precisamente cuando estallaba la Segunda Guerra Mundial el Opus Dei recomenzaba su labor en un país que había sufrido el horroroso preludio de la gran contienda, pero que ahora no quedaría implicado en ella. Esta Guerra, que habría de durar cinco años y ocho meses, cambiaría la faz de Europa y del mundo, en una transformación que es cada vez más patente, que ha causado verdaderas montañas de papel y dé debates, y cuyas consecuencias (y las consecuencias de las consecuencias) experimentamos todos.
Un proceso callado y nada espectacular, casi oculto: la «metanoia», la conversión en los corazones de algunos cientos de hombres y su caminar con Cristo por el mundo («mundo», esa suma de los asuntos de la tierra que se ha encomendado a los hombres), es una revolución que no llama la atención: pero puede producir transformaciones más profundas que una guerra; tiene mayor alcance y puede dar incluso una nueva dirección a la historia de la humanidad. Es ésta una idea que quizá nos resulte desacostumbrada e incluso chocante. Pero es cierta: los bautizados, que han elegido la identificación con Jesucristo porque han sentido, entendido y aceptado una vocación, una llamada, compensan todas las cabezas atómicas en los arsenales de las grandes potencias.
En los años posteriores a la Guerra de España, Monseñor Escrivá dirigió espiritualmente a cientos de personas: hombres y mujeres, solteros y casados, profesores y estudiantes, académicos y artesanos. Y muchos de ellos pidieron la admisión en la Obra. Como una gracia fundacional especial, don Josemaría poseía la capacidad de descubrir hasta la menor chispa del amor de Dios en un alma, por muy escondida que estuviera bajo la ceniza. Y casi siempre conseguía que volviera a arder en llama viva.
Normalmente una vocación al Opus Dei, hasta pedir la admisión, se va desarrollando en el alma muy despacio, a veces durante años; pero en aquel entonces este proceso interior a menudo se acortaba, como con una «cámara rápida» sobrenatural, y se daba en pocas semanas, y en algunos casos incluso en pocos días u horas. Aun cuando éstos fueron casos extremos (pero que sucedían con cierta frecuencia), la cosecha apostólica en la España de los años cuarenta iba madurando con gran rapidez y en plenitud poco común.
Mons. Escrivá de Balaguer transmitió constantemente, incansable, el mensaje de la Obra, pero nunca intentó que llegaran vocaciones por otros medios que por la oración, el sacrificio y la atención llena de cariño. Poseía un carisma que sin duda necesitaba para cumplir la enorme tarea que le había sido encomendada; un carisma que consistía en reconocer inmediatamente en las personas su «disposición» para una entrega de acuerdo con el espíritu del Opus Dei. Se daba cuenta enseguida si una persona estaba llamada para este o para otro camino, si podría «ir rápido» o necesitaría tiempo. Algo que, sin embargo, no modificaba en absoluto la amistad y estima que sentía hacia cada uno. Dios llama a quien quiere. Nadie puede hacer más que esto: ir delante de quien Élllama, tocando la campanilla. Y Monseñor Escrivá tocaba una campana perfectamente perceptible, que hizo que muchos dormilones se levantaran de la cama, abrieran la ventana y asomaran la cabeza para poder ver ya, de lejos, al pregonero divino... También se pueden entender en este sentido las palabras del Fundador: «Somos gente de la calle. En medio del mundo, iguales entre nuestros iguales, entre todo tipo de personas, con los brazos abiertos a todas las almas, siendo luz y sal, sin ningún distintivo externo, que no tenemos por qué llevar: sólo hay una diferencia, que es interior, del alma: la vocación, que el Señor nos ha dado» (3). Para contagiar a los demás -y no sólo para eso, sino también para «contagiarse» a sí mismo- hay que salir de las cuatro paredes que, a menudo, le aprisionan a uno.
El «apostolado del viaje», del «despliegue»: ya el sentido común lo dictaba como lo más natural... y la experiencia de dos mil años de labor misionera de la Iglesia lo confirmaba como lo más adecuado y aconsejable. Don Josemaría, incansable, viajó a todas las grandes ciudades, y a algunas menos grandes de España. Esos viajes no suponían precisamente una diversión: había que prescindir de cualquier comodidad, de conceptos como «descanso», «tiempo libre», «fin de semana» y otros que han pasado a ser los ídolos de la sociedad occidental y casi su único, su último consenso. Tras una semana de noventa horas, que era lo «normal», el Fundador viajaba en tren, casi siempre en la tarde del sábado y haciendo noche en el viaje, a la ciudad en cuestión; el domingo por la noche utilizaba el mismo medio de transporte para regresar a Madrid, donde proseguía el trabajo con toda normalidad el lunes por la mañana. Y no hay que pensar en los trenes de lujo que conocemos hoy, sino en viejos vagones con duros bancos de madera, avanzando parsimoniosamente, a sacudidas, entre vahos de vapor. Y España es grande: como dos veces la República Federal de Alemania. Diez o doce horas de viaje no eran nada extraordinario. Y cuando, de mañana, llegaba a la ciudad, no le esperaba un centro del Opus Dei: las meditaciones tenía que darlas en la habitación de algún hotel (y de un «hotel» tampoco se podía esperar gran cosa en aquella época), y las conversaciones con las personas que iba a ver tenía que tenerlas en el banco de un parque, en un rincón de un pequeño café o paseando...
Nada ha cambiado respecto a este modo apostólico. En todos los países a los que ha llegado la Obra y en todos a los que llegará, la labor empieza siempre así: con confianza en Dios, con laboriosidad y buen humor; y nunca falta el compañero más fiel: la pobreza. Es importante comprender que se trata de una pobreza en sentido literal: comidas muy sencillas (a veces sólo una comida fuerte al día), vida en condiciones muy modestas, viajes en los medios de transporte más baratos... Aun así, muchas veces hubo problemas para pagar los billetes de aquellos «viajes de apostolado». Una vez -contaba Mons. Escrivá de Balaguer-, en plena guerra, se encontró sin dinero suficiente para el viaje de regreso de Córdoba a Burgos; entonces vació sus bolsillos, puso todo el dinero que tenía en la taquilla y pidió un billete en dirección a Burgos, hasta donde llegara con aquel dinero... Supongo que el empleado le miraría algo perplejo, pero el Padre consiguió llegar hasta cerca de Salamanca, a unos doscientos cincuenta kilómetros de la meta de su viaje (4).
«No basta querer ser pobre -dice el Fundador-. Hay que aprender a ser pobre» (5). Y él mismo dominó a la perfección el arte de la pobreza: cuando estaba solo, comía muy poco y con gran rapidez, pero si tenía un huésped se desvivía por tratarle bien, aunque se gastara la última peseta y tuviera luego que ayunar; recorrió muchísimos kilómetros a pie por las calles de Madrid, pero cuando invitaba a comer a un sacerdote que se encontraba muy solo y algo desanimado hacía que se le recogiera y llevara luego a su casa en taxi; ¡cuántas noches, cuando en Roma se estaban haciendo obras en la sede central del Opus Dei, en Villa Tevere, durmió en el suelo! ¡Cuántos años palo sin colcha para su cama! Su dormitorio era tan sobrio, que en él querría vivir poca gente de nuestro país; y, sin embargo, los que le visitaban se admiraban del buen gusto de las salas de visita y de la belleza de los oratorios.
No hay un solo centro del Opus Dei de entre los cientos que existen que se haya instalado con holgura, o al menos con los medios necesarios; siempre y en todo lugar se han dado los signos precisos para reconocer, sin posibilidad de error, que se trata de una cosa de Dios; el trabajo profesional es la primera fuente de ingresos y, como nunca basta, se procura reunir dinero o -digámoslo claramente- pedir limosna, se buscan contactos, se piden citas, se hace antesala, se camina bajo el viento, el frío y la lluvia o bajo el sofoco del calor; se advierte que el otro sólo quiere deshacerse cortésmente de uno, se experimenta lo que supone que le echen a uno, que no le den nada o que le despachen con un pequeño donativo para que deje de «dar la lata»... Siempre y en todo lugar se ha repetido esta historia, y también la historia contraria: ayuda, generosidad y comprensión por parte de muchas personas de carácter y condición muy diversos. Sí: siempre y en todo lugar se ha dado este fenómeno contrario, porque Dios no se deja ganar en generosidad y a las pequeñas renuncias por amor responde con la abundancia de su gracia.
Es característico del Opus Dei el que dos cosas vayan siempre muy unidas: los esfuerzos de cada uno por conducir a otros a la entrega total a Cristo en medio del mundo (es decir, el preparar a las personas para responder a su vocación) y la propia formación religiosa y espiritual que capacita para ello. Si se quiere invitar a alguien a buscar la santidad y la imitación de Cristo en la vida cotidiana, y si se quiere que la invitación surta efecto, es necesario querer crecer personalmente en esa santidad. Con el desarrollo de la Obra, esta doble actividad, el apostolado en el mundo y la mejora de la propia vida interior y del espíritu de familia (que en realidad constituye una unidad), se fue distribuyendo sobre más espaldas. Pero al principio el peso recaía exclusiva o casi exclusivamente sobre el Fundador. Viajaba por toda España, de norte a sur y de este a oeste, para ir extendiendo el Opus Dei. Preparaba la fundación de cada centro, en cada ciudad, con su labor de catequesis, sus conversaciones con el Obispo diocesano, sus contactos con los organismos oficiales. Y a la vez se dedicaba, incansable, a la formación de los que ya pertenecían a la Obra: se trataba -les decía- de ganar la «batalla de la formación.
Las cartas que dirigía en aquellos años a los miembros de la Obra, las Instrucciones que iba escribiendo para encauzar aquella «batalla», dejan entrever algo del fuego que ardía en su alma. «Espera el Señor de vosotros y de mí -escribía en 1940- que, gozosamente agradecidos por la vocación que su infinita bondad ha puesto en nuestra alma, formemos un gran ejército de sembradores de paz y de alegría en los caminos de los hombres, de manera que pronto sean innumerables las almas que puedan repetir con nosotros: cantad al Señor un cántico nuevo; sea toda la tierra un cántico de alabanza a Dios» (6). Y haciendo alusión a la parábola del convite mesiánico, en la que el Señor ordena: «Sal a los caminos y a los cercados, y obliga a entrar (compelle intrare), para que se llene mi casa» (Lc 14, 23), se lee en una carta del año 1942: «El compelle intrare, que habéis de vivir en el proselitismo, no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios: filiación que os llena de una serena felicidad... que los demás ven y envidian... Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare (7). Y un año más tarde: «Hijas e hijos queridísimos, daos cuenta de tantas cosas como el Señor, la Iglesia, la humanidad entera esperan del Opus Dei, que es todavía casi como una semilla escondida en el surco; percataos de toda la grandeza de vuestra vocación y amadla cada día más, decididos a ser el instrumento que el Señor necesita, con optimismo, con alegría, con sentido sobrenatural. Adelante, hijos míos, que Jesús y la Iglesia esperan mucho de vosotros; pero que se os meta bien en la cabeza y en el corazón que no haremos nada si no somos santos» (8). Y otro año después: «Si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros. La oración ha sido siempre el secreto -el arma poderosa- del Opus Dei: la oración es el fundamento de nuestra paz y de nuestra eficacia apostólica...; por eso os insisto en que tengáis fe en que el Señor nos concederá lo que pedimos» (9). Una carta especialmente conmovedora es la de mayo de 1945, fechada dos días antes de que se terminara la guerra en Europa: «Somos para la masa, hijos míos, para la multitud. No hay alma a la que no queramos amar y ayudar, haciéndonos todo para todos: omnibus omnia factus sum (I Cor IX, 22) (11)., No me deja de interesar ninguna criatura, hijas e hijos míos: deseo llevarlas todas a Dios. ¡Me duelen las almas! A veces no entiendo cómo me aguantan el corazón y la cabeza. Éste es el espíritu nuestro: sentir el lamento de tantos corazones áridos, que parecen decirnos hominem non babeo (Ioann V, 7), no tengo quien me dé una mano y me acerque a la luz y al calor de Cristo... Somos nosotros otros Cristos, llamados a corredimirli, y tampoco se puede seccionar nuestra vida de hijos de Dios en su Obra, separándola de nuestro celo apostólico» (12).
En numerosísimas ocasiones, de palabra y por escrito, el Fundador dio salida a esta fuerza motriz de todo su vivir y quehacer, una fuerza que se identifica con el sentido que tiene la vida en el Opus Dei. «Porque no tiene vocación para el Opus Dei -decíaaquel que no tiene sed universal de almas. Tú y yo, hijos de Dios..., cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma -hemos de decirnos- que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay qué convivir; un alma que hay que salvar» (13). Pero esta exigencia paulina del amor universal como fundamento del apostolado universal no excluye, ni mucho menos, la prudencia e incluso el deber de tener en cuenta ciertas circunstancias. Ya en una instrucción del año 1934 había presentado algo así como un catálogo negativo de la vocación a la Obra: «No caben: los egoístas, ni los cobardes, ni los indiscretos, ni los pesimistas, ni los tibios, ni los tontos, ni los vagos, ni los tímidos, ni los frívolos. Caben: los enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas» (14). Y ¿qué pasa con los intelectuales, con los sabios? «Bienvenidos sean los sabios a la Obra, pero nos conformamos con que la mayoría -todos los demás- sean doctos en su profesión o en su oficio» (15). Esta cercanía a la vida, este sentido de la realidad es casi «refrescante»: espíritus grandes, personalidades importantes, los «fuera de serie»... sí, bien, muy bien..., pero lo que el Opus Dei necesita y lo que Dios quiere que haya en él son «hombres y mujeres... cultos, santos, discretos, obedientes y enérgicos, que son quienes sacarán adelante la Obra, como premio de su humildad» (16). Y en una lista que casi suena pintoresca va enumerando lo que -como dice- «interesa a Dios nuestro Señor»; le interesa que haya muchas vocaciones entre las personas que, por su profesión, están ya continuamente rodeadas de otras personas y que, enseguida, pueden ser «multiplicadores»: maestros artesanos, funcionarios, representantes, peluqueros, farmacéuticos, comadronas, carteros, camareros, vendedores de periódicos... (17). O sea: nada de elitismos; el Fundador buscaba hombres que estuvieran dispuestos a servir como fermento de Cristo en el pan divino que es la humanidad, no hombres que se empeñaran por todos los medios en ser pasa o almendra en un buen bollo. Por eso, su mirada se dirigía con perseverancia hacia aquellos que, desde un punto de vista sociológico, eran ya algo así como el fermento en la masa de la sociedad y que tan sólo tenían que recibir el refrendo sobrenatural de su posición natural.