Semana Santa con el Papa Francisco (2023)

Homilías de las celebraciones litúrgicas del Papa Francisco durante la Semana Santa: Domingo de Ramos, Jueves Santo, Viernes Santo, la Vigilia Pascual y el Domingo de Pascua.

Semana Santa con el Papa Francisco (2023)

Domingo de Ramos - Audiencia del miércolesJueves Santo (Misa Crismal) - Jueves Santo - Santa Misa de la Cena del SeñorViernes Santo / Via Crucis - Sábado Santo Vigilia Pascual - Domingo de Pascua / Bendición Urbi et Orbi


Domingo de Ramos. 2 de abril de 2023

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es la invocación que la Liturgia nos hace repetir hoy en el Salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, al punto culminante de los sufrimientos que padeció para salvarnos. ¿Por qué me has abandonado?

El sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos conmueve. Sufrió en el cuerpo: de las bofetadas a los golpes, de la flagelación a la corona de espinas, hasta llegar al suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Pero sucede lo impensable; antes de morir grita: ‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? El abandono de Jesús.

Este es el sufrimiento más lacerante, el del espíritu; en la hora más trágica, Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios. Para transmitirnos la fuerza de aquel acontecimiento, el Evangelio indica la frase también en arameo: es la única, entre las pronunciadas por Jesús en la cruz, que nos llega en la lengua original. El acontecimiento es, pues, real y el abajamiento es extremo, lo que es el abandono de su Padre, el abandono de Dios. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros, lo que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo “abandonar” en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fracasados, negados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas heridas de las relaciones. Cristo llevó todo ello a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: la lejanía de Dios.

Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué llegó a ese punto? La respuesta es una sola: por nosotros. Hermanos y hermanas, todo esto no es un espectáculo. Cada uno, oyendo el abandono de Jesús, cada uno de nosotros se diga: por mí. Este abandono es el precio que ha pagado por mí. Se hizo solidario con cada uno de nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas consecuencias. Para que ninguno de nosotros pudiera considerarse solo e insalvable. Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre. Hermano, hermana, lo hizo por ti, por mí, para que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la espada y la pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por el torbellino del "por qué", pueda tener esperanza. No es el final, porque Jesús ha estado allí y está ahora contigo. Él, el Padre y el Espíritu sufrieron el alejamiento del abandono para acoger en su amor todos nuestros distanciamientos. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas –cada uno de nosotros ha caído tantas veces–, en mi desolación, cuando me siento traicionado o he traicionado a alguien, cuando me siento descartado o he descartado a alguien, cuando me siento abandonado o he abandonado a otros, pensemos que Él fue abandonado, traicionado, descartado. Y ahí lo encontramos a Él. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Él está conmigo. En mis tantos "por qué" sin respuesta, Tú estás conmigo.

El Señor nos salva así, desde el interior de nuestros "por qué". Desde ahí despliega la esperanza que no defrauda. En la cruz, de hecho, aunque se sienta abandonado completamente, no cede a la desesperación –esto es el límite–, sino que reza y se encomienda. Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lc 23,46), o no lo siente porque se encuentra abandonado. En el abandono se entrega. No sólo eso, sino que en el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo y perdona a los que lo crucifican (v. 34). Así es como el abismo de nuestra maldad se hunde en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión.

Hermanos y hermanas, un amor así, todo para nosotros, hasta el extremo, el amor de Jesús es capaz de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne. Es un amor de piedad, de ternura, de compasión. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas, sino que está Él, Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo más profundo de nuestra condición humana. Está con cada uno de ellos, abandonados hasta la muerte. Pienso en aquel hombre llamado ‘de la calle’, alemán, que murió bajo la columnata, solo, abandonado. Él es Jesús para cada uno de nosotros. Muchos necesitan nuestra cercanía, muchos abandonados. Yo también necesito que Jesús me acaricie y se acerque a mí, y por eso voy a buscarlo en los abandonados, en los solitarios. Quiere que cuidemos de los hermanos y de las hermanas que más se asemejan a Él, en el momento extremo del dolor y la soledad. Hoy hay tantos "cristos abandonados". Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada; emigrantes que ya no son rostros sino números; presos rechazados, personas catalogadas como problemas. Pero también hay tantos cristos abandonados invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no nacidos, ancianos que han sido dejados solos, enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor.

Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte. Porque, recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo. Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Pidamos hoy la gracia de saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada. Pidamos la gracia de saber ver y reconocer al Señor que sigue gritando en ellos. No dejemos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos de aquellos que han sido dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y los sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí mismo» (Flp 2,7). Se vació totalmente para nosotros.

Audiencia del miércoles. “El Crucificado, fuente de esperanza”

El pasado domingo la Liturgia nos hizo escuchar la Pasión del Señor. Termina con estas palabras: «Sellando la piedra» (Mt 27,66): todo parece terminado. Para los discípulos de Jesús esa roca marca el término de la esperanza. El Maestro ha sido crucificado, asesinado de la forma más cruel y humillante, colgado en un patíbulo infame fuera de la ciudad: un fracaso público, el peor final posible —en esa época era el peor—. Pues bien, ese desánimo que oprimía a los discípulos no es del todo extraño a nosotros hoy. También en nosotros se condensan pensamientos profundos y sentimientos de frustración: ¿por qué tanta indiferencia hacia Dios? Es curioso, esto: ¿por qué hay tanta indiferencia hacia Dios? ¿Por qué tanto mal en el mundo? ¡Mira que hay mal en el mundo! ¿Por qué las desigualdades siguen creciendo y la anhelada paz no llega? ¿Por qué estamos tan apegados a la guerra, al hacerse mal el uno al otro? ¡Y en los corazones de cada uno, cuántas expectativas desvanecidas, cuántas desilusiones! Y también, esa sensación de que los tiempos pasados fueron mejores y que, en el mundo, quizá también en la Iglesia, las cosas no van como antes… En resumen, también hoy la esperanza parece a veces sellada bajo la piedra de la desconfianza. E invito a cada uno de vosotros a pensar en esto: ¿dónde está tu esperanza? Tú, ¿tienes una esperanza viva o la has sellado ahí, o la tienes en el cajón como un recuerdo? Pero ¿tú esperanza te empuja a caminar o es un recuerdo romántico como si fuera algo que no existe? ¿Dónde está tu esperanza, hoy?

En la mente de los discípulos permanece fija una imagen: la cruz. Y ahí ha terminado todo. Ahí se concentraba el final de todo. Pero poco después descubrirían precisamente en la cruz un nuevo inicio. Queridos hermanos y hermanas, la esperanza de Dios brota así, nace y renace en los agujeros negros de nuestras expectativas decepcionadas; y esta, la esperanza verdadera, sin embargo, no decepciona nunca. Pensemos precisamente en la cruz: del terrible instrumento de tortura Dios ha realizado el mayor signo del amor. Ese madero de muerte, convertido en árbol de vida, nos recuerda que los inicios de Dios empiezan a menudo en nuestros finales. Así Él ama obrar maravillas. Hoy, por tanto, miremos al árbol de la cruz para que brote en nosotros la esperanza: esa virtud cotidiana, esa virtud silenciosa, humilde, pero esa virtud que nos mantiene en pie, que nos ayuda a ir adelante. Sin esperanza no se puede vivir. Pensemos: ¿dónde está mi esperanza? Hoy, miremos al árbol de la cruz para que brote en nosotros la esperanza: para ser sanados de la tristeza —pero, cuánta gente triste—… A mí, cuando podía ir por las calles, ahora no puedo porque no me dejan, pero cuando podía ir por las calles en la otra diócesis, me gustaba ver la mirada de la gente, ¡Cuántas miradas tristes! Gente triste, gente que hablaba consigo misma, gente que caminaba solamente con el teléfono, pero sin paz, sin esperanza. ¿Dónde está tu esperanza hoy? Hace falta un poco de esperanza para ser sanados de la tristeza de la que estamos enfermos, para ser sanados de la amargura con la que contaminamos a la Iglesia y al mundo. Hermanos y hermanas, miramos el Crucifijo. ¿Y qué vemos? Vemos a Jesús desnudo, Jesús despojado, Jesús herido, Jesús atormentado. ¿Es el final de todo? Ahí está nuestra esperanza.

Comprendamos entonces que en estos dos aspectos renace la esperanza que parece morir. En primer lugar, vemos a Jesús despojado: de hecho, «una vez que lo crucificaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes» (v. 35). Dios despojado: Él que tiene todo se deja privar de todo. Pero esa humillación es el camino de la redención. Dios vence así sobre nuestras apariencias. A nosotros, de hecho, nos cuesta ponernos al desnudo, decir la verdad: siempre tratamos de cubrir la verdad porque no nos gusta; nos revestimos de exterioridad que buscamos y cuidamos, con máscaras para camuflarnos y mostrarnos mejor de lo que somos. Es un poco como la costumbre del maquillaje: maquillaje interior, parecer mejor que los otros… Pensamos que lo importante es ostentar, aparentar, para que los otros hablen bien de nosotros. Y nos adornamos de apariencias, nos adornamos de apariencias, de cosas superfluas; pero así no encontramos paz. Luego el maquillaje se va y tú te miras al espejo con la cara fea que tienes, pero verdadera, la que Dios ama, no esa “maquillada”. Y Jesús despojado de todo nos recuerda que la esperanza renace diciendo la verdad sobre nosotros —decir la verdad a uno mismo—, dejando caer las dobleces, liberándonos de la pacífica convivencia con nuestras falsedades. A veces, estamos tan acostumbrados a decirnos falsedades que convivimos con las falsedades como si fueran la verdad y terminamos por envenenarnos con nuestras falsedades. Lo que hace falta es volver al corazón, a lo esencial, a una vida sencilla, despojada de tantas cosas inútiles, que son sucedáneos de esperanza. Hoy, cuando todo es complejo y se corre el riesgo de perder el hilo, necesitamos sencillez, redescubrir el valor de la sobriedad, el valor de la renuncia, de limpiar lo que contamina el corazón y entristece. Cada uno de nosotros puede pensar en algo inútil de lo que puede liberarse para reencontrarse. Piensa tú, cuántas cosas inútiles. Aquí, hace quince días, en Santa Marta, donde yo vivo —que es un hotel para mucha gente— se corrió la voz de que para esta Semana Santa sería bonito mirar el armario y despojar, quitar cosas que tenemos, que no usamos… ¡no imagináis la cantidad de cosas! Es bonito despojarse de las cosas inútiles. Y esto fue para los pobres, a la gente que tiene necesidad. También nosotros, tenemos muchas cosas inútiles dentro del corazón y fuera del corazón. Mirad vuestro armario: miradlo. Esto es útil, esto es inútil… y haced limpieza. Mirad el armario del alma: cuántas cosas inútiles tienes, cuántas ilusiones estúpidas. Volvamos a la sencillez, a las cosas verdaderas, que no necesitan maquillarse. ¡Este es un bonito ejercicio!

Dirigimos una segunda mirada al Crucifijo y vemos a Jesús herido. La cruz muestra los clavos que le atraviesan las manos y los pies, el costado abierto. Pero a las heridas del cuerpo se añaden las del alma: ¡cuánta angustia! Jesús está solo: traicionado, entregado y renegado por los suyos, sus amigos, también sus discípulos, condenado por el poder religioso y civil, excomulgado, Jesús siente incluso el abandono de Dios (cfr. v. 46). Sobre la cruz aparece además el motivo de la condena, «Este es Jesús: el Rey de los judíos» (v. 37). Es una burla: Él, que había huido cuando trataban de hacerle rey (cfr. Jn 6,15), es condenado por haberse hecho rey; incluso no habiendo cometido crímenes, es colocado entre dos criminales y se prefiere al violento Barrabás (cfr. Mt 27,15-21). Jesús, en fin, está herido en el cuerpo y en el alma. Me pregunto: ¿de qué forma ayuda esto a nuestra esperanza? Así, Jesús desnudo, privado de todo, de todo; ¿qué dice esto a mi esperanza?, ¿cómo me ayuda?

También nosotros estamos heridos: ¿quién no lo está en la vida? Y muchas veces, con heridas escondidas que escondemos por la vergüenza. ¿Quién no lleva las cicatrices de decisiones pasadas, de incomprensiones, de dolores que permanecen dentro y es difícil superar? ¿Pero también de daños sufridos, de palabras cortantes, de juicios inclementes? Dios no esconde a nuestros ojos las heridas que le han traspasado el cuerpo y el alma. Las muestra para hacernos ver que en Pascua se puede abrir un pasaje nuevo: hacer de las propias heridas focos de luz. “Pero Santidad, no exagere”, alguien puede decirme. No, es verdad: prueba; prueba. Intenta hacerlo. Piensa en tus heridas, esas que tú solo sabes, que cada uno tiene escondidas en el corazón. Y mira al Señor. Y verás, verás cómo de esas heridas salen focos de luz. Jesús en la cruz no recrimina, ama. Ama y perdona a quien lo hiere (cfr. Lc 23,34). Así convierte el mal en bien, así convierte y transforma el dolor en amor.

Hermanos y hermanas, el punto no es estar heridos poco o mucho por la vida, el punto es qué hacer con mis heridas. Las pequeñas, las grandes, las que dejarán una marca en mi cuerpo, en mi alma para siempre. ¿Qué hago yo con mis heridas? ¿Qué haces tú y tú con tus heridas? “No, Padre, yo no tengo heridas” – “Estate atento, piensa dos veces antes de decir eso”. Y te pregunto: ¿qué haces con tus heridas, las que sólo tú sabes? Tú puedes dejar que se infecten de rencor, tristeza o puedes unirlas con las de Jesús, para que también mis llagas se vuelvan luminosas. Pensad en cuántos jóvenes no toleran las propias heridas y buscan en el suicidio una vía de salvación: hoy, en nuestras ciudades, muchos, muchos jóvenes que no ven una salida, que no tienen esperanza y prefieren ir más allá con la droga, con el olvido…pobrecitos. Pensad en ellos. Y tú, ¿cuál es tu droga para cubrir las heridas? Nuestras heridas pueden convertirse en fuentes de esperanza cuando, en lugar de compadecernos de nosotros mismos o esconderlas, enjugamos las lágrimas de los demás; cuando, en vez de guardar rencor por lo que nos quitan, nos preocupamos de lo que les falta a los demás; cuando, en lugar de hurgar en nosotros mismos, nos inclinamos hacia los que sufren; cuando, en vez de tener sed de amor por nosotros, saciamos a los que nos necesitan. Porque sólo si dejamos de pensar en nosotros mismos, nos encontramos. Pero si seguimos pensando en nosotros mismos ya no nos encontraremos. Y haciendo esto —dice la Escritura— nuestra herida cicatriza rápidamente (cfr. Is 58, 8), y la esperanza florece de nuevo. Pensad: ¿qué puedo hacer por los otros? Estoy herido, estoy herido de pecado, estoy herido de historia, cada uno tiene la propia herida. ¿Qué hago? Estoy herido de pecado, estoy herido de historia, cada uno tiene la propia herida. ¿Qué hago: lamo mis heridas así, toda la vida? ¿O miro las heridas de los otros y voy con la experiencia herida de mi vida, a sanar, a ayudar a los otros? Este es el desafío de hoy, para todos vosotros, para cada uno de vosotros, para cada uno de nosotros. Que el Señor nos ayude a ir adelante.

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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, que son tantos. En particular, saludo a los jóvenes que participan en el Encuentro internacional Univ 2023. En estos días santos, acerquémonos a Jesús crucificado. Contemplándolo a Él, herido y despojado de todo, reconozcamos nuestra propia verdad. Presentémosle todo lo que somos y dejemos que renueve en nosotros la esperanza de una vida nueva. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

Jueves Santo (Misa Crismal)

«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar (cf. Is 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.

Y sobre Él quisiera reflexionar hoy con ustedes, queridos hermanos, sobre el Espíritu del Señor. Porque sin el Espíritu del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad. Él es el protagonista y, en este día en que nació el sacerdocio, es hermoso reconocer que Él está en el origen de nuestro ministerio, de la vida y de la vitalidad de todo pastor. En efecto, la santa Madre Iglesia nos enseña a profesar que el Espíritu Santo es «dador de vida» [1], como lo afirmó Jesús diciendo: «El Espíritu es el que da Vida» ( Jn 6,63); una enseñanza de la que se hizo eco el apóstol Pablo, quien escribió que «la letra mata, pero el Espíritu da vida» ( 2 Co 3,6) y habló de «la ley del Espíritu, que da la Vida […] en Cristo Jesús» ( Rm 8,2). Sin Él, tampoco la Iglesia sería la Esposa viva de Cristo, sino a lo sumo una organización religiosa —más o menos buena—; no sería el Cuerpo de Cristo, sino un templo construido por manos humanas. ¿Cómo, pues, puede edificarse la Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo” que “habita en nosotros»” (cf. 1 Co 6,19; 3,16)? No podemos dejarlo de lado o aparcarlo en alguna zona de devoción. No, debemos ponerlo en el centro. Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre” [2].

El Espíritu del Señor está sobre mí. Cada uno de nosotros puede decir esto; y no es presunción, es una realidad, pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las siguientes palabras: «porque el Señor me ha ungido» (Is 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios. Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la unción.

Tras la primera “unción” que tuvo lugar en el vientre de María, el Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán. Después de esto, como explica san Basilio, «toda acción [de Cristo] se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo» [3]. En efecto, por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos; en virtud de ella «salía de Él una fuerza que sanaba a todos» ( Lc 6,19). Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos del Padre [4] —Ireneo dice esto— que, extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo. Sí, hermanos, el Señor no sólo nos ha elegido y llamado de aquí y de allá, sino que ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los Apóstoles. Hermanos, nosotros somos “ungidos”.

Fijémonos, pues, en ellos, en los Apóstoles. Jesús los eligió y a su llamada dejaron sus barcas, sus redes, sus casas y todo lo demás. La unción de la Palabra cambió sus vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. No debemos tener miedo. Seamos valientes para leer nuestra propia vida y nuestras caídas. Ellos llegaron a renegar y a abandonar al Maestro, Pedro el primero. Tomaron conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido. El “no conozco a ese hombre” (cf. Mc 14,71), que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena, no es sólo una defensa impulsiva, sino una confesión de ignorancia espiritual: él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue precisamente esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Esta es la contradicción que debemos resolver: ¿soy pastor del pueblo de Dios o de mí mismo? Y es el Espíritu el que nos enseña el camino. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor (cf. Mc 10,35-45), nuestro carrerismo, hermanos; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo. Es el Espíritu el que cambia nuestro corazón, el que lo pone en ese plano distinto, diferente.

Hermanos, un itinerario como éste abarca nuestra vida sacerdotal y apostólica. También para nosotros hubo una primera unción, que comenzó con una llamada de amor que cautivó nuestros corazones. Por ella soltamos las amarras, y sobre ese entusiasmo genuino descendió la fuerza del Espíritu, que nos consagró. Luego, según el tiempo de Dios, llega para cada uno la etapa pascual, que marca el momento de la verdad. Y es un momento de crisis, que reviste diversas formas. A todos, antes o después, nos sucede que experimentamos decepciones, dificultades, debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Esta etapa —de esta tentación, de esta prueba que todos tuvimos, tenemos y tendremos— esta etapa representa un momento culminante para quienes han recibido la unción. De ella se puede salir mal parado, deslizándose hacia una cierta mediocridad, arrastrándose cansinamente hacia una “normalidad” en la que se insinúan tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo —que es lo más común—, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias permanecen intactas —“Yo soy sacerdote, yo soy cura”—, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón; y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. Es un destilado, ¿entiendes? Cuando el sacerdocio lentamente va deslizándose hacia el clericalismo y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un clérigo estatal.

Pero esta crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso» [5]. Al final de esta celebración les darán como regalo un clásico, un libro que trata este problema: “La segunda llamada”, es un clásico del padre Voillaume que aborda este problema, léanlo. Por otra parte, todos nosotros necesitamos reflexionar sobre este momento de nuestro sacerdocio. Es el momento bendito en el que, como los discípulos en Pascua, estamos llamados a ser «suficientemente humildes para confesarnos vencidos por Cristo humillado y crucificado, y aceptar iniciar un nuevo camino, el del Espíritu, el de la fe y el de un amor fuerte y sin ilusiones» [6]. Es el kairós en el que descubre que «las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir con la ayuda del Espíritu Santo hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad» [7]. Con la ayuda del Espíritu Santo: es el tiempo, para nosotros como para los Apóstoles, de una “segunda unción”, tiempo de una segunda llamada que debemos escuchar, para la segunda unción, en la que acojamos al Espíritu no en el entusiasmo de nuestros sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad. Es una unción que desvela la verdad en lo profundo de nosotros mismos, que le permite al Espíritu ungir nuestras debilidades, nuestros trabajos, nuestra pobreza interior. Entonces la unción tiene de nuevo buen olor: la fragancia de Cristo, no la nuestra. En este momento, interiormente, estoy haciendo memoria de algunos de ustedes que están en crisis —digámoslo así— que están desorientados y que no saben cómo afrontar el camino, cómo retomar el camino en esta segunda unción del Espíritu. A estos hermanos —yo los tengo presentes— simplemente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tu debilidad, que tus pecados. Abandónate en el Señor y déjate llamar una segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirar todo por la ventana, tampoco. Mira hacia adelante, déjate acariciar por la unción del Espíritu Santo.

Y el camino para este paso de maduración es admitir la verdad de la propia debilidad. A esto nos exhorta «el Espíritu de la Verdad» (Jn 16,13), que nos impulsa a mirar hasta el fondo de nosotros mismos, para preguntarnos: ¿mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores, o de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida? Hermanos, la madurez sacerdotal pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el protagonista de nuestra vida. Entonces todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras —también los pecados—, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a Aquel que nos ha impregnado en su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros. Hermanos, redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!

Si dejamos actuar en nosotros al Espíritu de la verdad custodiaremos la unción —custodiar la unción—, porque enseguida saldrán a la luz las falsedades —las hipocresías clericales—, las falsedades con las que estamos tentados de convivir. Y el Espíritu, que “lava las manchas”, nos sugerirá, sin cansarse, que “no manchemos la unción”, ni un poco. Me viene a la memoria aquella frase de Qohélet que dice: «Una mosca muerta corrompe y hace fermentar el óleo del perfumista» (10,1). Es verdad, toda doblez —la doblez clerical, por favor— toda doblez que se insinúa es peligrosa, no hay que tolerarla, sino sacarla a la luz del Espíritu. Porque si «nada es más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo» ( Jr 17,9), el Espíritu Santo es el único que nos cura de la infidelidad (cf. Os 14,5). Para nosotros es una lucha a la que no podemos renunciar, en efecto, es indispensable, como escribía san Gregorio Magno, que «quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar. [...] que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior» [8]. El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir. Hermanos, custodiemos la unción; que invocar al Espíritu no sea una práctica ocasional, sino el aliento de cada día. Ven, ven, custodia la unción. Yo, ungido por Él, estoy llamado a sumergirme en Él, a dejar que su luz entre en mis sombras —tenemos tantas— para encontrar la verdad de lo que soy. Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones.

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió» —continúa la profecía—, y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía. Después de haberles hablado de la unción, quisiera decirles algo sobre esta armonía, que es su consecuencia. En efecto, el Espíritu Santo es armonía. Antes que nada, en el cielo. San Basilio explica que «toda esa armonía sobrecelestial e indecible en el servicio de Dios y en la sinfonía mutua de las potencias supracósmicas, es imposible que se conserve si no es por la autoridad del Espíritu» [9]. Y luego, en la tierra. Él es, en efecto, en la Iglesia, esa «Armonía divina y musical» [10]que lo une todo;. si no, piensen en un presbítero sin armonía, sin Espíritu, no funciona. Él suscita la diversidad de los carismas y la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la homologación, sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad. Así crea armonía en un presbítero. En los años del Concilio Vaticano II, que fue un don del Espíritu, un teólogo publicó un estudio en el que hablaba del Espíritu no en clave individual, sino plural. Invitaba a pensar en él como una Persona divina no tanto singular, sino “plural”, como el “nosotros de Dios”, el “nosotros” del Padre y del Hijo, porque es su nexo, es en sí mismo concordia, comunión, armonía [11]. Recuerdo que cuando leí este tratado teológico —estaba estudiando teología— me escandalicé, me parecía una herejía, porque en nuestra formación no se entendía bien cómo era el Espíritu Santo.

Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es bailar el minué, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu. Se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de división, por ejemplo —y volvemos al mismo tema— con las murmuraciones. Cuando somos instrumentos de división pecamos contra el Espíritu. Y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas, alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo. Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto de la Santa Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con cualquier falta de caridad y de comunión. Recordemos que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma comunitaria: es decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones.

La armonía no es una virtud entre otras, es mucho más. San Gregorio Magno escribe: «De cuánto valga, pues, la virtud de la concordia consta, puesto que, sin ella, queda demostrado que las demás virtudes no son virtudes» [12]. Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, custodiar la armonía —esta es la tarea—, empezando no por los demás, sino por uno mismo; preguntándonos: mis palabras, mis comentarios, lo que digo y escribo, ¿tienen el sello del Espíritu o el del mundo? Pienso también en la amabilidad del sacerdote —porque muchas veces los curas, nosotros, somos unos maleducados—; pensemos en la amabilidad del sacerdote: si la gente encuentra incluso en nosotros personas insatisfechas, personas descontentas, solterones, que critican y señalan con el dedo, ¿dónde descubrirán la armonía? ¡Cuánta gente no se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino mirada con recelo y juzgada! En nombre de Dios, ¡acojamos y perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que es comunión y armonía. Y esto desagrada mucho y sobre todo al Espíritu Santo, a quien el apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer (cf. Ef 4,30).

Hermanos, les dejo estas reflexiones que han salido del corazón y concluyo dirigiéndoles una palabra sencilla e importante: gracias. Gracias por su testimonio, gracias por su servicio; gracias por el mucho bien escondido que hacen, gracias por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios: perdonar siempre, por favor, nunca negar el perdón; gracias por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo, incomprensiones y poco reconocimiento. Hermanos, que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de armonía.

[1] Símbolo niceno-constantinopolitano.

[2] Cf. Secuencia de Pentecostés.

[3] Spir. 16,39.

[4] Cf. Ireneo, Adv. haer. IV,20,1.

[5] R. Voillaume, «La seconda chiamata», en S. Stevan ed., La Seconda chiamata. Il coraggio della fragilità, Bolonia 2018, 15.

[6] Ibíd., 24.

[7] Ibíd., 16.

[8] Homilías sobre Ezequiel, I,X,13-14.

[9] Spir. XVI, 38.

[10] In Ps. 29,1.

[11] Cf. H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.

[12] Homilías sobre Ezequiel, I,VIII,8.

Jueves Santo - Santa Misa de la Cena del Señor

Lo que nos llama la atención es cómo Jesús, justo el día antes de ser crucificado, lleva a cabo esta acción. Lavarse los pies era costumbre en aquella época porque las calles estaban polvorientas. La gente venía de fuera y, al entrar en una casa, antes de cenar, antes de reunirse, se lavaban los pies. Pero, ¿quién les lavaba los pies? Los esclavos, los esclavos, porque era un trabajo relegado a los esclavos.

Imaginemos cómo se asombraron los discípulos cuando vieron que Jesús empezaba a realizar esta tarea propia de esclavos... Quería hacerles comprender el mensaje para el día siguiente, cuando moriría como un esclavo para pagar la deuda por todos nosotros. Si escucháramos estas cosas de Jesús, la vida sería muy hermosa porque nos apresuraríamos a ayudarnos unos a otros en lugar de sacar lo mejor de los demás, de aprovecharnos unos de otros, como nos enseñan los estafadores. Es muy hermoso ayudarse, echarse una mano: son gestos humanos universales que nacen de un corazón noble. Y con esta celebración de hoy, Jesús quiere enseñarnos esto: la nobleza del corazón. Cada uno de nosotros podría decir: "Pero si el Papa supiera las cosas que yo tengo dentro....". Pero Jesús lo sabe, ¡y nos quiere tal como somos! Y nos lava los pies a cada uno. Jesús nunca se escandaliza de nuestras debilidades. Nunca se asombra, porque ya ha pagado. Sólo quiere acompañarnos, quiere llevarnos de la mano para que la vida no sea tan dura para nosotros.

Voy a realizar la misma acción del lavatorio de los pies, que no es algo folclórico, no. Todos podemos pensar que es un gesto que nos indica cómo debemos tratarnos los unos a los otros. En la sociedad, vemos cuánta gente se aprovecha de los demás; cuánta gente está acorralada y no puede salir..... Cuántas injusticias, cuánta gente sin trabajo, cuánta gente trabaja y cobra la mitad, cuánta gente no tiene dinero para comprar medicinas, cuántas familias destruidas, tantas cosas horribles....

Y ninguno de nosotros puede decir: "Gracias a Dios yo no soy así". "¡Si no estoy así es por la gracia de Dios!". Cada uno de nosotros puede resbalar, cada uno de nosotros. Y esta conciencia, esta certeza de que cada uno de nosotros puede resbalar, es lo que nos da la dignidad -escuchad la palabra-, la "dignidad" de ser pecadores. Y Jesús nos quiere así, y por eso quiso lavarles los pies [a sus discípulos] y decirles: "He venido a salvaros, a serviros".

Ahora, haré lo mismo como recuerdo de lo que Jesús nos enseñó, para ayudarnos mutuamente y así, la vida es más bella y podemos seguir así. Durante el lavatorio de los pies - espero lograrlo porque no puedo caminar tan bien - pero durante el lavatorio de los pies, piensen en esto: "Jesús me ha lavado los pies. Jesús me ha salvado, y ahora tengo esta dificultad". Pero pasará, pero el Señor está siempre a tu lado, nunca te abandona, nunca. Piensa en todo esto.

Celebración de la Pasión del Señor

Homilía a cargo del Predicador de la Casa Pontificia, el Cardenal Raniero Cantalamessa

Desde hace dos mil años, la Iglesia anuncia y celebra, en este día, la muerte del Hijo de Dios en la cruz. En cada Misa, después de la consagración, repetimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús”.

Otra muerte de Dios, sin embargo, ha sido proclamada durante más de un siglo en nuestro mundo occidental descristianizado. Cuando, en el ámbito de la cultura, se habla de la "muerte de Dios", es esta otra muerte de Dios -ideológica y no histórica- que se entiende. Algunos teólogos, para no quedarse atrás, se apresuraron a construir sobre ella una teología: "La teología de la muerte de Dios".

No podemos desconocer la existencia de esta narrativa diferente, sin dejar presa de la sospecha a muchos creyentes. Esta muerte diferente de Dios ha encontrado su perfecta expresión en la conocida proclama que Nietzsche pone en boca del "hombre loco" que llega sin aliento a la plaza de la ciudad: ¿A dónde se ha ido Dios? -gritó- ¡Te lo diré yo! Fuimos nosotros quienes lo matamos: ¡tú y yo! Nunca hubo una acción más grande. Todos los que vengan después de nosotros, en virtud de esta acción, pertenecerán a una historia más alta que cualquier historia que haya existido hasta ahora.

En la lógica de estas palabras - y, creo, en las expectativas del autor - estaba que, después de él, la historia no se dividiera más en Antes de Cristo y Después de Cristo, más bien en Antes de Nietzsche y Después de Nietzsche.

Aparentemente, no es la Nada lo que se pone en el lugar de Dios, sino el hombre, y más precisamente el "superhombre", o "el más-allá-del-hombre". De este hombre nuevo hay que exclamar ahora – con un sentimiento de satisfacción y de orgullo, no ya de compasión: “¡Ecce homo!”: ¡Aquí está el verdadero hombre! Sin embargo, no tardaremos mucho en darnos cuenta de que, dejado a sí mismo, el hombre no es nada.

¿Qué hicimos desatando esta tierra de la cadena de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Adónde caminamos? Lejos de todo sol? ¿No es la nuestra una caída eterna? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, de todos lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando como por una nada infinita?

La respuesta tácita y consoladora del "hombre loco" a estas preguntas suyas es: "¡No, no vagaremos en una nada infinita, porque el hombre cumplirá la tarea encomendada hasta ahora a Dios!" En cambio, nuestra respuesta como creyentes es: “¡Sí, y eso es exactamente lo que sucedió y está sucediendo! Vagamos espiritualmente como por una nada infinita”. Es significativo que, precisamente en la estela del autor de esa proclama, algunos hayan llegado a definir la existencia humana como un "ser-para-la-muerte", y a considerar todas las supuestas posibilidades del hombre como "nulidades desde el principio".

“Más allá del bien y del mal” , fue otro grito de batalla del autor[3]; pero más allá del bien y del mal, solo hay “voluntad de poder”, y sabemos adónde ella nos lleva…

No se nos permite juzgar el corazón de un hombre que solo Dios conoce. Incluso el autor de ese anuncio ha tenido su parte de sufrimiento en la vida, y el sufrimiento une a Cristo, quizás, más de lo que lo separan de Él las invectivas. La oración de Jesús en la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Luca 23,34), ¡no fue dicha sólo para los que estaban presentes en el Calvario ese día!

Me viene a la mente una imagen que a veces he observado en vivo (¡y que espero se haya hecho realidad, mientras tanto, para el autor de aquella proclama!): un niño enfadado intenta golpear con sus manos y rascar la cara del padre, hasta que, agotado, cae llorando en sus brazos, quien lo calma y lo estrecha contra su pecho.

No juzgamos, repito, a la persona que sólo Dios conoce. Los frutos, sin embargo, que su proclamación produjo, los podemos y debemos juzgar. Ella ha sido declinada de las más diversas maneras y con los más diversos nombres, hasta convertirse en una moda, en un aire que se respira en los círculos intelectuales del Occidente “posmoderno”. El denominador común de todas estas diferentes declinaciones es el relativismo total en todos los campos: ética, lenguaje, filosofía, arte y, por supuesto, religión. Nada más es sólido; todo es líquido, o incluso vaporoso. En la época del romanticismo la gente se deleitaba en la melancolía, hoy en el nihilismo.

Como creyentes, es nuestro deber mostrar lo que hay detrás o debajo de esa proclamación. Hay el brillo de una llama antigua, la repentina erupción de un volcán activo desde el principio del mundo. El drama humano también tuvo su "prólogo en el cielo", en ese "espíritu de negación" que no aceptaba existir en la gracia de otro. Desde entonces, ha estado reclutando seguidores para su causa, empezando por los ingenuos Adán y Eva: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Genesis 3,5).

Para el hombre moderno, todo esto no parece más que un mito etiológico para explicar la existencia del mal en el mundo. Y -en el sentido positivo que se le da hoy al mito- ¡así es en realidad! Pero la historia, la literatura y nuestra propia experiencia personal nos dicen que detrás de este "mito" hay una verdad trascendente que ninguna narración histórica o razonamiento filosófico podría transmitirnos.

Dios conoce nuestro orgullo y ha venido a nuestro encuentro. Él se ha “aniquilado” primero delante nuestros ojos. De hecho Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. (Fil 2, 6-8).

"¿Dios? ¡Fuimos nosotros quienes lo matamos: tú y yo!”: grita “el hombre loco”. Esta cosa terrible en realidad sucedió una vez en la historia humana, pero en un sentido muy diferente de lo qué él entendía.

Porque es verdad, hermanos y hermanas: ¡fuimos nosotros, vosotros y yo, quienes matamos a Jesús de Nazaret! El murió por nuestros pecado y por los del mundo entero (Jn 2,2). Pero su resurrección nos asegura que este camino no conduce a la derrota, sino que, gracias a nuestro arrepentimiento, conduce a esa "apoteosis de la vida", buscada en vano por otros caminos.

¿Por qué hablar de todo esto en una liturgia de Viernes Santo? No para convencer a los ateos de que Dios no está muerto. Los más famosos entre ellos lo descubrieron por su cuenta, en el momento en que cerraron los ojos a la luz -de hecho, a la oscuridad- de este mundo.

En cuanto a aquellos que todavía están entre nosotros, se necesitan otros medios que las palabras de un pobre predicador. Medios que el Señor no fallará otorgar a los que tienen el corazón abierto a la verdad, como le pediremos a Dios en la oración universal que va a seguir en nuestra liturgia.

No, el verdadero motivo es otro; es para evitar que los creyentes, quién sabe, tal vez solo unos pocos estudiantes universitarios, sean arrastrados a este vórtice del nihilismo que es el verdadero "agujero negro" del universo espiritual. El intento es de hacer resonar entre nosotros la exhortación siempre actual de Dante Alighieri:

Sed, oh cristianos, en moveros más graves. No seáis como pluma a todo viento y no penséis que cada agua os lave.

Sigamos pues, Venerados Padres, hermanos y hermanas, repitiendo agradecidos y más convencidos que nunca, las palabras que proclamamos en cada Misa:

Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.

¡Ven, Señor Jesús!

Sábado Santo Vigilia Pascual

La noche está llegando a su fin y despuntan las primeras luces del amanecer, cuando las mujeres se ponen en camino hacia la tumba de Jesús. Avanzan con incertidumbre, desorientadas, con el corazón desgarrado de dolor por esa muerte que les había quitado al Amado. Pero, llegando hasta ese lugar y viendo la tumba vacía, invierten la ruta, cambian de camino; abandonan el sepulcro y corren a anunciar a los discípulos un nuevo rumbo: Jesús ha resucitado y los espera en Galilea. En la vida de estas mujeres se produjo la Pascua, que significa paso. Ellas, en efecto, pasan del triste camino hacia el sepulcro a la alegre carrera hacia los discípulos, para decirles no sólo que el Señor había resucitado, sino que hay una meta a la que deben dirigirse sin demora, Galilea. La cita con el Resucitado es allí, allí conduce la Resurrección. El nuevo nacimiento de los discípulos, la resurrección de sus corazones pasa por Galilea. Entremos también nosotros en este camino de los discípulos que va del sepulcro a Galilea.

Las mujeres, dice el Evangelio, «fueron a visitar el sepulcro» (Mt 28,1). Piensan que Jesús se encuentra en el lugar de la muerte y que todo terminó para siempre. A veces también nosotros pensamos que la alegría del encuentro con Jesús pertenece al pasado, mientras que en el presente vemos sobre todo tumbas selladas: las de nuestras desilusiones, nuestras amarguras, nuestra desconfianza; las del “no hay nada más que hacer”, “las cosas no cambiarán nunca”, “mejor vivir al día” porque “no hay certeza del mañana”. También nosotros, cuando hemos sido atenazados por el dolor, oprimidos por la tristeza, humillados por el pecado; cuando hemos sentido la amargura de algún fracaso o el agobio por alguna preocupación, hemos experimentado el sabor acerbo del cansancio y hemos visto apagarse la alegría en el corazón.

A veces simplemente hemos experimentado la fatiga de llevar adelante la cotidianidad, cansados de exponernos en primera persona frente a la indiferencia de un mundo donde parece que siempre prevalecen las leyes del más astuto y del más fuerte. Otras veces, nos hemos sentido impotentes y desalentados ante el poder del mal, ante los conflictos que dañan las relaciones, ante las lógicas del cálculo y de la indiferencia que parecen gobernar la sociedad, ante el cáncer de la corrupción —hay tanta—, ante la propagación de la injusticia, ante los vientos gélidos de la guerra. E incluso, quizá nos hayamos encontrado cara a cara con la muerte, porque nos ha quitado la dulce presencia de nuestros seres queridos o porque nos ha rozado en la enfermedad o en las desgracias, y fácilmente quedamos atrapados por la desilusión y se seca en nosotros la fuente de la esperanza. De ese modo, por estas u otras situaciones —cada uno sabe cuáles son las propias—, nuestros caminos se detienen frente a las tumbas y permanecemos inmóviles llorando y lamentándonos, solos e impotentes, repitiéndonos nuestros “por qué”. Esa cadena de “por qué”…

En cambio, las mujeres en Pascua no se quedaron paralizadas frente a una tumba, sino que —dice el Evangelio— «atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y corrieron a dar la noticia a los discípulos» (v. 8). Llevan la noticia que cambiará para siempre la vida y la historia: ¡Cristo ha resucitado! (cf. v. 6). Y, al mismo tiempo, custodian y transmiten la recomendación del Señor, su invitación a los discípulos: que vayan a Galilea, porque allí lo verán (cf. v. 7). Pero, hermanos y hermanas, nos preguntamos hoy: ¿qué significa ir a Galilea? Dos cosas. Por una parte, salir del encierro del cenáculo para ir a la región habitada por las gentes (cf. Mt 4,15), salir de lo escondido para abrirse a la misión, escapar del miedo para caminar hacia el futuro. Y por otra parte —y esto es muy bonito—, significa volver a los orígenes, porque precisamente en Galilea había comenzado todo. Allí el Señor encontró y llamó por primera vez a los discípulos. Por tanto, ir a Galilea significa volver a la gracia originaria; significa recuperar la memoria que regenera la esperanza, la “memoria del futuro” con la que hemos sido marcados por el Resucitado.

Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia. Pero, para hacer esto, la Pascua del Señor nos lleva a nuestro pasado de gracia, nos hace volver a Galilea, allí donde comenzó nuestra historia de amor con Jesús, donde fue el primer llamado. Es decir, nos pide que revivamos ese momento, esa situación, esa experiencia en la que encontramos al Señor, sentimos su amor y recibimos una mirada nueva y luminosa sobre nosotros mismos, sobre la realidad, sobre el misterio de la vida. Hermanos y hermanas, para resurgir, para recomenzar, para retomar el camino, necesitamos volver siempre a Galilea; no al encuentro de un Jesús abstracto, ideal, sino a la memoria viva, a la memoria concreta y palpitante del primer encuentro con Él. Sí, para caminar debemos recordar, para tener esperanza debemos alimentar la memoria. Y esta es la invitación: ¡recuerda y camina! Si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con Dios, irás hacia adelante. Recuerda y camina.

Recuerda tu Galilea y camina hacia tu Galilea. Es el “lugar” en el que conociste a Jesús en persona; donde Él para ti dejó de ser un personaje histórico como otros y se convirtió en la persona más importante de tu vida. No es un Dios lejano, sino el Dios cercano, que te conoce mejor que nadie y te ama más que nadie. Hermano, hermana, haz memoria de Galilea, de tu Galilea; de tu llamada, de esa Palabra de Dios que en un preciso momento te habló justamente a ti; de esa experiencia fuerte en el Espíritu; de la alegría inmensa que sentiste al recibir el perdón sacramental en aquella confesión; de ese momento intenso e inolvidable de oración; de esa luz que se encendió dentro de ti y transformó tu vida; de ese encuentro, de esa peregrinación. Cada uno sabe dónde está la propia Galilea, cada uno de nosotros conoce dónde tuvo lugar su resurrección interior, ese momento inicial, fundante, que lo cambió todo. No podemos dejarlo en el pasado, el Resucitado nos invita a volver allí para celebrar la Pascua. Recuerda tu Galilea, haz memoria de ella, reavívala hoy. Vuelve a ese primer encuentro. Pregúntate cómo y cuándo sucedió; reconstruye el contexto, el tiempo y el lugar; vuelve a experimentar las emociones y las sensaciones; revive los colores y los sabores. Porque sabes que, cuando has olvidado ese primer amor, cuando has pasado por alto ese primer encuentro, ha comenzado a depositarse el polvo en tu corazón. Y experimentaste la tristeza y, como les ocurrió a los discípulos, todo parecía sin perspectiva, como si una piedra sellara la esperanza. Pero hoy, hermano, hermana, la fuerza de la Pascua nos invita a quitar las lápidas de la desilusión y la desconfianza. El Señor, experto en remover las piedras sepulcrales del pecado y del miedo, quiere iluminar tu memoria santa, tu recuerdo más hermoso, hacer actual ese primer encuentro con Él. Recuerda y camina; regresa a Él, recupera la gracia de la resurrección de Dios en ti. Vuelve a Galilea, vuelve a tu Galilea.

Hermanos, hermanas, sigamos a Jesús en Galilea; encontrémoslo y adorémoslo allí donde Él nos espera. Revivamos la belleza del momento en que, después de haberlo descubierto vivo, lo proclamamos Señor de nuestra vida. Volvamos a Galilea, a la Galilea del primer amor. Que cada uno vuelva a su propia Galilea, la del primer encuentro, ¡y resurjamos a una vida nueva!

Bendición Urbi et Orbi

Queridos hermanos y hermanas: ¡Cristo ha resucitado!

Hoy proclamamos que Él, el Señor de nuestra vida, es «la resurrección y la vida» del mundo (cf. Jn 11,25). Es Pascua, que significa “paso”, porque en Jesús se realizó el paso decisivo de la humanidad: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del miedo a la confianza, de la desolación a la comunión. En Él, Señor del tiempo y de la historia, quisiera decirles a todos, con alegría en el corazón: ¡feliz Pascua!

Que sea para cada uno de ustedes, queridos hermanos y hermanas —en particular para los enfermos y los pobres, para los ancianos y los que están atravesando momentos de prueba y dificultad—, un paso de la tribulación a la consolación. No estamos solos, Jesús, el Viviente, está con nosotros para siempre. Que la Iglesia y el mundo se alegren, porque hoy nuestra esperanza ya no se estrella contra el muro de la muerte; el Señor nos ha abierto un puente hacia la vida. Sí, hermanos y hermanas, en Pascua el destino del mundo cambió; y hoy, que coincide además con la fecha más probable de la resurrección de Cristo, podemos alegrarnos de celebrar, por pura gracia, el día más importante y hermoso de la historia.

Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado, como se proclama en las Iglesias de Oriente: Christòs anesti! Ese verdaderamente nos dice que la esperanza no es una ilusión, ¡es verdad! Y que, a partir de la Pascua, el camino de la humanidad, marcado por la esperanza, avanza veloz. Nos lo muestran con su ejemplo los primeros testigos de la Resurrección. Los Evangelios describen la prisa con la que el día de Pascua «las mujeres corrieron a dar la noticia a los discípulos» (Mt 28,8). Y, después que María Magdalena «corrió al encuentro de Simón Pedro» (Jn 20,2), Juan y el mismo Pedro “corrieron los dos juntos” (cf. v. 4) para llegar al lugar donde Jesús había sido sepultado. Y después, la tarde de Pascua, habiendo encontrado al Resucitado en el camino de Emaús, dos discípulos “partieron sin demora” (cf. Lc 24,33) y se apresuraron para recorrer muchos kilómetros en subida y a oscuras, movidos por la alegría incontenible de la Pascua que ardía en sus corazones (cf. v. 32). Es la misma alegría por la que Pedro, viendo a Jesús resucitado a orillas del lago de Galilea, no pudo quedarse en la barca con los demás, sino que se tiró al agua de inmediato para nadar rápidamente hacia Él (cf. Jn 21,7). En definitiva, en Pascua el andar se acelera y se vuelve una carrera, porque la humanidad ve la meta de su camino, el sentido de su destino, Jesucristo, y está llamada a ir de prisa hacia Él, esperanza del mundo.

Apresurémonos también nosotros a crecer en un camino de confianza recíproca: confianza entre las personas, entre los pueblos y las naciones. Dejémonos sorprender por el gozoso anuncio de la Pascua, por la luz que ilumina las tinieblas y las oscuridades que se ciernen tantas veces sobre el mundo.

Apresurémonos a superar los conflictos y las divisiones, y a abrir nuestros corazones a quien más lo necesita. Apresurémonos a recorrer senderos de paz y de fraternidad. Alegrémonos por los signos concretos de esperanza que nos llegan de tantos países, empezando de aquellos que ofrecen asistencia y acogida a quienes huyen de la guerra y de la pobreza.

Pero a lo largo del camino todavía hay muchas piedras de tropiezo, que hacen arduo y fatigoso nuestro apresurarnos hacia el Resucitado. A Él dirijamos nuestra súplica: ¡ayúdanos a correr hacia Ti! ¡Ayúdanos a abrir nuestros corazones!

Ayuda al amado pueblo ucraniano en el camino hacia la paz e infunde la luz pascual sobre el pueblo ruso. Conforta a los heridos y a cuantos han perdido a sus seres queridos a causa de la guerra, y haz que los prisioneros puedan volver sanos y salvos con sus familias. Abre los corazones de toda la comunidad internacional para que se esfuerce por poner fin a esta guerra y a todos los conflictos que ensangrientan al mundo, comenzando por Siria, que aún espera la paz. Sostiene a cuantos han sido afectados por el violento terremoto en Turquía y en la misma Siria. Recemos por cuantos han perdido familiares y amigos, y se quedaron sin casa; que puedan recibir consuelo de Dios y ayuda de la familia de las naciones.

En este día te confiamos, Señor, la ciudad de Jerusalén, primer testigo de tu Resurrección. Expreso mi profunda preocupación por los ataques de estos últimos días, que amenazan el deseado clima de confianza y respeto recíproco, necesario para retomar el diálogo entre israelíes y palestinos, de modo que la paz reine en la Ciudad Santa y en toda la región.

Ayuda, Señor, al Líbano, todavía en busca de estabilidad y unidad, para que supere las divisiones y todos los ciudadanos trabajen juntos por el bien común del país.

No te olvides del querido pueblo de Túnez, en particular de los jóvenes y de aquellos que sufren a causa de los problemas sociales y económicos, para que no pierdan la esperanza y colaboren en la construcción de un futuro de paz y fraternidad.

Dirige tu mirada sobre Haití, que está sufriendo desde hace varios años una grave crisis sociopolítica y humanitaria, y sostiene el esfuerzo de los actores políticos y de la comunidad internacional en la búsqueda de una solución definitiva a los numerosos problemas que afligen a esa población tan atribulada.

Consolida los procesos de paz y reconciliación emprendidos en Etiopía y en Sudán del Sur, y haz que cese la violencia en la República Democrática del Congo.

Sostiene, Señor, a las comunidades cristianas que hoy celebran la Pascua en circunstancias particulares, como en Nicaragua y en Eritrea, y acuérdate de todos aquellos a quienes se les impide profesar libre y públicamente su fe. Concede consuelo a las víctimas del terrorismo internacional, especialmente en Burkina Faso, Malí, Mozambique y Nigeria.

Ayuda a Myanmar a recorrer caminos de paz e ilumina los corazones de los responsables para que los martirizados Rohinyá encuentren justicia.

Conforta a los refugiados, a los deportados, a los prisioneros políticos y a los migrantes, especialmente a los más vulnerables, así como a todos aquellos que sufren a causa del hambre, la pobreza y los nefastos efectos del narcotráfico, la trata de personas y toda forma de esclavitud. Inspira, Señor, a los responsables de las naciones, para que ningún hombre o mujer sea discriminado y pisoteado en su dignidad; para que en el pleno respeto de los derechos humanos y de la democracia se sanen esas heridas sociales, se busque siempre y solamente el bien común de los ciudadanos, se garantice la seguridad y las condiciones necesarias para el diálogo y la convivencia pacífica.

Hermanos, hermanas, encontremos también nosotros el gusto del camino, aceleremos el latido de la esperanza, saboreemos la belleza del cielo. Obtengamos hoy la fuerza para perseverar en el bien, hacia el encuentro del Bien que no defrauda. Y si, como escribió un Padre antiguo, «el mayor pecado es no creer en la fuerza de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I,5), hoy creemos y «sabemos que Cristo verdaderamente resucitó» (Secuencia de Pascua). Creemos en Ti, Señor Jesús, creemos que contigo la esperanza renace y el camino sigue. Tú, Señor de la vida, aliéntanos en nuestro caminar y repítenos, como a los discípulos la tarde de Pascua: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21).

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