Santidad en la familia

San Josemaría recordó siempre a los esposos cristianos que su santidad está en la vida ordinaria del hogar. Santidad que se muestra en la lealtad y cariño mutuo pese a las dificultades; en facilitar la vida amable a todos los miembros de la familia; en vivir la solidaridad con parientes y necesitados...

El matrimonio está hecho para santificarse en él.

En unas declaraciones realizadas en 1968, decía san Josemaría Escrivá: “Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando -creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y a un amor humano noble y limpio- me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!”.

Esas palabras forman parte del mensaje que recibió de Dios el 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei. Si el Señor le hizo ver aquel día que todas las tareas y actividades de los hombres eran santificables, no hay duda de que existen dos ámbitos muy particulares que los hombres y mujeres deben santificar y en los que ellos mismos han de encontrar la santidad. Me refiero a la familia y al trabajo que cada uno realiza.

Por eso, la familia ha ocupado un lugar privilegiado en la predicación de quien fue canonizado el pasado 6 de octubre. Efectivamente, desde los comienzos, habló de vocación matrimonial no como un reducto para los que no son llamados al celibato apostólico en el mundo, al sacerdocio o a la vida religiosa, sino como una concreta vocación de Dios en la que puede vivirse con plenitud la vida cristiana.

También los que forman una familia están comprendidos en aquellos que fueron elegidos “antes de la constitución del mundo” para ser santos, según dice san Pablo a los de Éfeso. O, por expresarlo con palabras de Jesús recogidas en el Evangelio, los casados están igualmente llamados a ser perfectos como el Padre Celestial es perfecto.

Sin duda, hubo un silencio de siglos, casi total, sobre la santidad en medio del mundo, silencio que, por supuesto, afectó al estado matrimonial del que a nadie -o a casi nadie- se le ocurría afirmar que constituía una llamada de Dios.

El Señor quiso que el fundador del Opus Dei colaborase fuertemente a romper ese silencio clamoroso: “El matrimonio está hecho -afirmaba- para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo”. Quien es llamado al estado matrimonial encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive”.

Coherentemente con el resto de su predicación, recordó siempre a los esposos cristianos que esa santidad está en la vida ordinaria del hogar: en traer al mundo los hijos que Dios quiera viviendo una paternidad y maternidad responsables según la ley del mismo Dios, en educarlos, en proporcionarles con su esfuerzo una vida lo más digna posible, en enseñarles de modo adecuado y libre los elementos de la fe, en formarles en las virtudes cívicas y cristianas, etc.

Está también cifrada esa santidad en la lealtad y cariño que se deben los esposos por encima de cualquier dificultad, en hacer de sus casas hogares luminosos y alegres, en facilitar la vida amable a todos los miembros de la familia, también cuando surgen los problemas; en vivir la solidaridad con el resto de parientes y con los necesitados; en cuidar la responsabilidad de todos para sacar adelante la familia y las tareas del hogar. Y un largo etcétera en el que estaría el aprendizaje de la sobriedad y el desprendimiento, el valor del dolor y el sacrificio o el aprovechamiento de los días duros en lo económico, para no dejarse absorber por el consumo desmedido.

Con un modo de hacer que es humano y divino, el fundador del Opus Dei aconsejaba el arreglo personal -cuidar la fachada, decía bromeando-, sobre todo cuando pasan los años, por cariño y respeto al otro. Sugería no pelearse delante de los hijos y tantas otras cosas que vienen movidas por el sentido común y el de los hijos de Dios, que hacen de los hogares un reflejo del de Nazaret.

Así, “el matrimonio -no me cansaré nunca de repetirlo- es un camino divino, grande y maravilloso, y como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio. El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida. Este es un punto fundamental, que hay que tener presente, a propósito del matrimonio y del número de hijos”, afirmaba san Josemaría respondiendo a una pregunta sobre este último tema, pero que es muy aplicable a la vida entera.

Pablo Cabellos//La Verdad (Murcia)