Santa María, Estrella del Mar

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En noviembre de 1957, Monseñor Taguchi, Obispo de Osaka, se encuentra en Roma. Tiene proyectado un viaje por España y Sudamérica, donde hay colonias de emigrados japoneses con elevado número de fieles católicos. Antes de concluir el año regresará a Japón.

Monseñor Escrivá de Balaguer es amigo suyo. Además, el Cardenal Ottaviani ha explicado al Obispo asiático, con todo detalle, los planes apostólicos del Opus Dei. Le ha dicho que tendrá una gran ayuda cuando la Obra llegue al Japón.

Aprovechando la estancia de Monseñor Taguchi en la Ciudad Eterna, el Padre envía a don José Luis Múzquiz, que también se encuentra temporalmente en Roma, a visitarle.

El Fundador cree que ya es tiempo de que sus hijos crucen otros mares, camino de Oriente, y piensa en don José Luis para iniciar las gestiones que han de llevar a los primeros miembros de la Obra hasta el Japón.

El Obispo japonés recibe, en Roma, la primera visita de don José Luis. Le escucha con amabilidad. Cuando termina de grabar mentalmente los proyectos de la Obra para llevar el mensaje de Cristo a los japoneses, dice:

«Me gustaría que usted llegara a Japón hacia mediados de abril. En esos días estaré yo en Tokyo en una reunión y podré recibirle. Y es la época en que están los cerezos en flor: sacará una impresión más agradable del país» (33).

Cuando el Padre conoce la respuesta, sonríe divertido, por el detalle de cortesía relacionado con los cerezos.

Desde el primer momento, el Fundador y aquellos que van a emprender la aventura de Oriente tienen un hondo respeto al modo de ser del pueblo japonés. Aprenderán más tarde que en el Japón casi todo lo expresan los árboles. El paisaje, verde, con infinitas tonalidades, es como el ritual de un inmenso templo. Las hileras de bosques enteros dibujan la permanente armonía del cosmos. De ahí que Monseñor Taguchi desee al Opus Dei, como un augurio de bienvenida, la nevada belleza de los cerezos en primavera.

A primeros de abril de 1958, don José Luis Múzquiz toma el avión que ha de conducirle a Tokyo. Nada más bajar, en el aeropuerto, tiene la evidencia de haber llegado a un mundo distinto. Felizmente, le espera un muchacho japonés que ha conocido el Opus Dei en Illinois, Estados Unidos, y que ha vuelto a su país de origen.

El Padre tuvo siempre un gran interés en el apostolado con orientales desplazados de su tierra. A los hijos de estos emigrantes, en Japón, se les conoce con el nombre de nissei . Y cuando uno de ellos solicita visado de entrada en el país de sus padres las autoridades estampan, sobre el pasaporte, la siguiente leyenda: «vuelve a su patria»(34). Nadie mejor que ellos para traer a Oriente, junto con la identidad de sangre y de idioma, la eternidad de un Evangelio que ya tuvo raíces muy profundas en la tierra japonesa.

Nada más acomodarse en la ciudad envía su primera carta al Padre. Cuenta todas las impresiones del viaje. Y, entre ellas, algo que será muy importante para las futuras actividades de los miembros de la Obra en Japón: el interés que tienen muchos japoneses por conocer idiomas de ámbito internacional.

La carta saldrá de Tokyo el día 19 de abril, y su llegada a Roma llenará de alegría el corazón de todos. El Padre escribe en el mismo sobre:

«¡La primera carta del Japón! Sancta Maria, Stella maris, fijos tuos adiuva !»(35)

Repite esta frase de oración a la Señora, Estrella del Mar, para que ayude a sus hijos del Opus Dei que irán a Oriente. En 1974, en su catequesis por América, insiste a todos:

«Pedid mucho por Japón (...). Yo quiero mucho a ese país maravilloso de gente trabajadora, ordenada, seria, de una cabeza formidable. Tengo para el Japón todas las alabanzas, pero me da mucha pena que no conozcan la verdadera fe (...). Es un país inmenso: si no por la extensión, sí por el número de habitantes. Conviene que recéis para que el Señor mande muchas vocaciones, y así podáis atraer a Dios a tantos, que con la fe católica harán todavía mucho más bien» (36)

Y más adelante:

«Me emociona pensar en la laboriosidad, en el encanto, en la espiritualidad de todas esas criaturas (...) de aquella tierra bendita, donde llega un momento en el que florecen los cerezos, y todo es poesía. Pero, además, con esa poesía yo quiero que metáis el amor a Jesucristo, la devoción a la Santísima Virgen, que es la flor más hermosa que hay en el Paraíso» (37).

Durante un mes, don José Luis continuará su viaje de trabajo por las grandes islas del archipiélago japonés. Tomará nota de los diversos ambientes. La imagen de sus campos, sus ciudades y sus gentes. Desde el tren, a la salida de Tokyo, ve con claridad la cumbre majestuosa, nevada, del monte Fui¡. Según una leyenda, el Fujiyama es extraordinariamente celoso y suele esconderse detrás de las nubes cuando un extranjero pretende mirarlo. Sólo pueden ver la cima aquellos que miran con ojos sinceros...

Las llanuras están cultivadas con esmero: campos de arroz y muchos árboles frutales. Los pueblos, muy próximos, se envuelven en el humo de las fábricas. Japón es agricultor e industrial. Lo aponés y lo occidental conviven en este país, en cada calle, en cada edificio, en la vida del archipiélago. Su condición de isla no le ha separado, sino que ha contribuido a la unidad de las grandes culturas eurasiáticas. De ahí el espíritu cosmopolita de la civilización japonesa, que llega hasta los últimos márgenes de sus pueblos y ciudades. Esta carencia de grandes extensiones ha contribuido también a modelar sus características de minuciosidad.

Toda esta riqueza de matices será apreciada y transmitida al Padre por don José Luis; así como también el deseo, expresado por varias autoridades católicas, de que la Obra llegue lo antes posible y trabaje en los medios culturales universitarios.

Antes de salir de las islas, cumplirá un último encargo del Padre: besar, en su nombre, la tierra de Nagasaki donde murieron multitud de cristianos.

Después del regreso de don José Luis a Roma, el primer miembro del Opus Dei que llega al Japón es don José Ramón Madurga, que aterriza en estas tierras el 8 de noviembre de 1958; dos meses más tarde, el 18 de enero de 1959, le sigue don.Fernando Acaso. Entre los dos montan el que habrá de ser primer Centro de la Obra en Osaka: situado en Toyonaka, un amplio barrio de esta ciudad que tiene más de un millón y medio de habitantes.

El 8 de abril de 1959 se instala en la casa el primer sagrario del Opus Dei en Asia. Cerca, cruzan los barcos la bahía de Osaka; la ciudad continúa su ritmo incesante de trabajo. En los corazones de un reducido número de hombres alborea hoy, por amor de Dios, la luz del sol naciente.

Además de iniciar en este nuevo país las actividades profesionales que cada uno puede desarrollar de acuerdo con su preparación, empiezan a relacionarse con otras personas a quienes logran interesar en el proyecto de un instituto de idiomas.

En 1960 comienza, en la ciudad de Ashiya, el Seido Language Institute . Su primera sede estará situada en una casa de típico corte japonés. Sobre la entrada, una placa de madera con el primitivo nombre del Instituto de Idiomas: Seido Juku .

Las actividades de este Centro Cultural tratan de poner en contacto a los japoneses con los idiomas y civilización occidentales. Serán numerosísimos, en pocos años, los universitarios y profesionales que asistan a estos cursos; porque Seido no es una isla occidental en un mundo oriental, sino un equipo que ha hecho suyas las necesidades de la sociedad japonesa. Los profesores de inglés, francés, español y alemán ofrecen, a diario, el testimonio de un trabajo serio y concienzudo, de un modo de ser que ha intentado asimilar las esencias y formas del alma japonesa.

Por eso, Seido Juku será también un foco de evangelización entre las personas que asisten diariamente a estudiar idiomas. Esta casa acogerá en sus aulas a doscientos alumnos. Pero pronto hay que proyectar una segunda etapa, con un nuevo edificio capaz para seiscientos. En tres años, estas plazas pasan a convertirse en mil doscientas, con «peligro» de rebasar también esta cifra. La última ampliación contará con la generosa colaboración de todo el personal: el notario, corredor de fincas, intermediarios... No son cristianos, pero conocen ya la labor de Seido . Un empleado trae un puñado de dinero proporcional a medio año de sueldo.

Esta generosidad será agradecida por Dios con el regalo de una nueva fe. En pocos años, el Centro abre a muchos empleados y alumnos las puertas a la Iglesia Católica.

«L'Osservatore Romano» del 4-VII-63, al referirse al Seido Cultural Center , afirmaba:

«El apostolado del Opus Dei, universal por su espíritu y por su difusión en todos los ambientes y en los más diversos países, no podía menos de ser particularmente idóneo para superar las extraordinarias dificultades que la evangelización encuentra en Oriente».

Hoy, el sistema de idiomas utilizado en Seido ha sido adoptado por muchas Escuelas y Universidades japonesas; los libros y material de laboratorio se extienden por los principales centros docentes. Pronto se traduce «Camino» al japonés. Cada uno de sus puntos ha adoptado, con la misma flexibilidad que preside su espíritu, las formas de una escritura que pertenece al lugar del mundo más apartado de Occidente.

El 13 de junio de 1960 parten camino del Japón las primeras mujeres del Opus Dei. Harán el viaje en barco. Al salir de Roma, el Fundador enciende una lamparilla ante la imagen de la Virgen que hay en una de las galerías de la casa. Para pedirle protección durante el camino... Y les ha dicho:

«Cristo vive, Cristo ha resucitado y con Cristo podemos todo. Estoy seguro de que antes de un año me escribiréis y me diréis: Padre, ya tenemos vocaciones»(38).

El deseo del Padre se cumplirá: antes de diez meses, las primeras japonesas habrán solicitado la admisión en el Opus Dei.

El viernes día 17 hacen escala en Port Said. Los vendedores egipcios, con túnica y fez rojo, arman sus puestos de venta sobre cubierta: figuras de marfil, cuero repujado, pantuflas de color vivo...

Por entre el bullicio, Margaret viene radiante con un sobre que acaban de entregarle: son unas líneas desde Roma. Siguen pendientes del viaje. «Hasta que sepamos que estáis en Osaka luce la lamparica junto a la Madonna de la galería»(39).

El 27 de junio el barco entra en el gigantesco puerto de Colombo. Poco después, enfila su proa hacia el mar de la China. Unos días más tarde, Japón aparece a la vista. Cuatro muchachas de pelo muy negro, ojos oscuros y hablar suave las están esperando en el puerto: son las primeras amigas de Osaka. El coche las lleva ahora hacia un barrio residencial: Shukugawa. Y aquí, el primer Centro de la Sección de mujeres en Oriente. En el jardín hay pinos y cerezos. El sol, brillante, ilumina un rótulo que campea sobre la puerta: Shukugawa Juku . Es el 15 de julio de 1960. Al seguir la costumbre de cambiar los zapatos por sandalias para no dañar el suelo, frágil suelo de los pasos japoneses, parecen sonar las palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer en la homilía de la Misa del domingo de Resurrección de 1960 en la Casa Central:

«Firmes, seguras, alegres, sinceras»...

Y las que les dirige unos días más tarde:

«Yo tengo la seguridad completa de vuestra victoria... daréis al Señor el consuelo de ver un fruto espléndido»(40).

El Padre sigue afirmando que su fe, su trabajo, su apostolado personal, tendrán el respaldo del Cielo y la respuesta será un acercamiento de las almas a Jesucristo. Cuando este es el móvil exclusivo, que conduce todo esfuerzo, los resultados siempre son positivos.

El 2 de septiembre, la voz del Padre se dejará oír a través del teléfono: llama desde Londres. Quiere hablar unos segundos con cada una de sus hijas. Y enviarles, una vez más, su bendición para el comienzo de la tarea en Japón.