Residencia DYA. Apuros económicos. Desprendimiento

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En la misma carta en que relata los sucesos, comunica Isidoro que ya está lista una nueva placa para la «RESIDENCIA DYA». Esta vez ha mandado hacerla en latón. A Zorzano le gusta cómo ha quedado y le satisface prestar esa pequeña contribución a la nueva residencia, por la que venía rezando desde principios de año.

En enero (1934) el Padre había presentado a varios sacerdotes y seglares el programa de DYA para el año que comenzaba. A la vista de las dificultades, también económicas, uno de los sacerdotes, sin que le faltase razón humana, dijo que aquello era una locura, como lanzarse desde un avión sin paracaídas. El Fundador, con lógica a lo divino, decidió que, el curso próximo se mudarían a una casa más grande para instalar también residencia de estudiantes.

A principios de agosto Isidoro pasa en la capital un fin de semana. Por esos días aparece, no lejos de la Ciudad Universitaria en construcción, una casa —en la calle de Ferraz, 50— que reúne buenas condiciones. En las dos manos del segundo piso puede instalarse la residencia. La academia estaría lo bastante próxima, y a la vez con cierta independencia, si se alquila uno de los apartamentos de la tercera planta. El problema radica en el precio: 400 pesetas por departamento significan un total de 1.200 mensuales.

Pero Zorzano, cada vez más identificado con el modo sobrenatural como el Beato Josemaría plantea los asuntos, de regreso en Málaga, deja constancia escrita de su adhesión a las perspectivas del Fundador: ya el año pasado, con la academia, «encontramos también para constituirla todo tipo de dificultades [...] pero fuimos adelante y el resultado puede verse palpablemente».

La instalación de Ferraz 50 constituye una odisea de fe y sacrificio, que gravita sobre los hombros del Padre. La familia del Beato Josemaría presta su apoyo en grado heroico: para poner en marcha la residencia, venden las tierras heredadas, en Fonz, a la muerte del tío Mosén Teodoro Escrivá. Algunos amigos del Fundador proporcionan enseres y los almacenes de Simeón —camerano de Ortigosa— le fían la ropa blanca.

«Me ha producido verdadera alegría» —escribe Isidoro— la confirmación de que el proyecto sigue adelante. Y a los parabienes añade una sustanciosa trasferencia: 1.000 pesetas, a nombre del arquitecto Ricardo Fernández Vallespín, que figura como director oficial de la residencia.

Se amueblan los dormitorios para los residentes, a medida que van llegando... muy poco a poco: son los días de la «Revolución de octubre». Cuando los estudiantes salen a la Universidad, el Fundador hará camas y fregará suelos.

El 10 de noviembre habrá que pagar la renta de los pisos. Pero no hay dinero. «Dios, para poder realizar su Santa Voluntad, nos tiene que dar los medios», escribe Isidoro desde Málaga, cuando llega la fecha. «Además hoy sábado, día dedicado a nuestra Madre [...], no puede negarnos esta merced. Estoy completamente seguro».

Los residentes siguen sin aparecer. Pero llega, inexorable, el 10 de diciembre: «Otro mes que ha vencido; y sin ingresos apenas. Dios nos ampare». Todavía no sabe Isidoro que la Obra tiene un «administrador general»: San Nicolás de Bari. El 6 de diciembre, a punto de celebrar la Misa del Santo, el Fundador le ha retado: «¡Si me sacas de esto, te nombro Intercesor!». Saliendo de la sacristía, pensó que a un Santo no se le ponen condiciones: «...Y si no me sacas, también». El lance tuvo lugar en la iglesia de Santa Isabel, en Atocha, de cuyo Real Patronato don Josemaría será nombrado Rector pocos días más tarde.

Isidoro tendrá gran devoción al Santo Obispo de Myra... que, por el momento, se hace de rogar. Llegado febrero (1935), hay que dejar la planta tercera y fundir, en la segunda, residencia y academia. Zorzano hace suya la interpretación que, del contratiempo, escuchó al Padre: como un muelle, «nos comprimimos ahora para [...] dar a su debido tiempo el gran salto». Ya desde los momentos fundacionales, las obras corporativas del Opus Dei padecen un «pecado original»: dado su objetivo apostólico, resultan deficitarias. En efecto, una elevada proporción del espacio se dedica a zonas no rentables económicamente: salas para clases de formación, cuarto de estar, oratorio...

Precisamente al mes de abandonar la planta de academia, se celebra la Santa Misa en el oratorio de la residencia y el Santísimo Sacramento queda reservado, por vez primera, en un centro del Opus Dei. Cuando conoce la gran novedad, Isidoro revienta de gozo: «¡Qué alegría tan grande me proporcionasteis ayer! Lo primero que hice [...] fue darle gracias por la felicidad tan grande que ha derramado sobre la Obra. [...] ¿A qué más podemos aspirar?, pues no sólo lo llevamos en nuestro corazón, sino que también quiere llenar nuestra casa. No te digo más que esta noche me he despertado varias veces pensando en ello».

La ocasión da pie a que Zorzano se explaye sobre su vocación: «Tengo la convicción plena de que el Señor nos tenía designados para ella desde el origen de los tiempos. ¡De cuántas circunstancias tan particulares ha venido rodeada nuestra vocación a la Obra!». La Providencia dirige todos los caminos, también los del Banco Español del Río de la Plata: «Si mi familia hubiera seguido con el plan de vida en que se desarrolló mi infancia, tengo la seguridad de que no hubiese hallado a la Obra. De la Cruz de mi familia, llevada en parte por mí, surgió mi vocación». Una vocación que compensa con creces cualquier quebranto: «¡Qué verdad es que da en esta vida el ciento por uno!».

Pero hay que seguir arrimando el hombro. Un mes después Isidoro manda otras 900 pesetas. Su saldo bancario queda en 21,70 pesetas. El Padre dirá que «en los momentos primeros y más difíciles de la Obra, cuando los problemas eran de cinco duros y hacía falta mucha fe, Isidoro lo dio todo, literalmente, hasta la camisa»: entre los miembros de la Obra, «Isidoro fue el que primero y mejor vivió» la virtud del desprendimiento. De hecho algunos obreros y alumnos están sorprendidos con la austeridad de Zorzano, por ejemplo en el vestir.

El espíritu cristiano de pobreza tiene rasgos distintos para un fiel corriente —como son los miembros del Opus Dei— que, por ejemplo, para un religioso. Todos deben cultivar el desprendimiento. Así, como medida de carácter ascético, da cuenta de los gastos que ha efectuado cada mes: incluso los viajes en tranvía. Nunca tuvo nada superfluo; ahora no considera cosa alguna como propia. Está en manos de Dios. Pero del Fundador aprende que la pobreza de un hombre de la calle no significa la despreocupación de quien sabe cubiertas sus necesidades. A Isidoro, por ejemplo, le contraría permanecer en Málaga. Pero existe un motivo, de pobreza «civil», que le impide trasladarse a Madrid: no tiene un empleo que le permita vivir en la capital.

Su indigencia es como la de un padre de familia numerosa, que ha de vigilar los desembolsos e incrementar los ingresos, pensando en los suyos: no sólo en doña Teresa y en Chichina, por cuyos intereses continúa velando. Precisamente uno de los aspectos de la entrega que pide Dios, se refiere a dejar padres y hermanos. A Isidoro, tan arraigado entre los de su sangre, ¡cómo le cuesta esa renuncia! Ahora bien, su solicitud —también económica— debe ampliarse a la nueva familia de vínculos sobrenaturales.

Sacar adelante los apostolados, siempre deficitarios, del Opus Dei incumbe a todos sus miembros. De modo señalado a quienes, como Zorzano, por sus circunstancias y carismas personales, por ejemplo el celibato, cargan con la tarea de dirigir las iniciativas apostólicas y formar a sus hermanos. En los futuros Estatutos a estos miembros se les llamará Numerarios. Su papel es servir.

En 1935 integran el Opus Dei algunos jóvenes —Isidoro es el mayor, con 32 años— y unas pocas mujeres. Su número es insuficiente para solicitar una constitución jurídica dentro de la Iglesia. El derecho canónico vigente no prevé ningún apartado que cuadre con la índole teológica y ascética de la Obra. Basta, de momento, con la bendición del Ordinario local, a quien se informa de cuanto se hace. Pero resulta imprescindible una estructura mínima. También conviene formalizar la incorporación a la Obra, incluso con algún símbolo externo: un anillo, por ejemplo.

Para confeccionar los primeros anillos Isidoro aporta «una monedita que tenía de Carlos III, recuerdo de familia, y una medalla escapulario con su cadena, que son todas mis reservas en oro (excepción hecha de dos dientes y una muela) [...]. Doy gracias a Dios por la merced que me ha concedido, deparándome la ocasión de poderle ofrecer ese pequeño sacrificio de desprenderme de aquello que me era tan querido[...]. Con ello, la barquilla del espíritu se encuentra más cerca de Él». Sus palabras conmueven al Padre, que anota: «Al recibir esta tarde una hermosa carta de Isidoro, besé a mi Virgen de los Besos, y me arrodillé ante la imagen de nuestra Madre, humillada la cabeza, diciendo: Nos cum prole pia, benedicat Virgo Maria! Omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam!».

El 19 de marzo de 1935 se concede a Isidoro la incorporación definitiva al Opus Dei. Pero no puede viajar a Madrid hasta Semana Santa; por lo cual, la sencilla ceremonia establecida por el Fundador para realizar esta incorporación no tiene lugar hasta el 18 de abril, jueves Santo. Desde este día Isidoro llevará su anillo.