«El siguiente texto está basado en un libro que escribí en 2013 con un convencimiento personal de la necesidad de hacer conocer las raíces espirituales del Papa Francisco y contribuir a un mejor conocimiento de su personalidad. Tengo la fortuna de tratar al Cardenal Begoglio con bastante asiduidad desde el año 2000. Con motivo de su 81 cumpleaños el 17 de diciembre, espero inspirar cariño y oraciones por el Papa a todos los que lleguen a leer estas líneas» (Mariano Fazio).
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Su lema papal “Miserando atque eligendo” tiene necesidad de una explicación. Su significado no es tan obvio como el de Benedicto XVI “Cooperadores de la Verdad” ni, una vez entendido el contexto mariano en el que surge, el de san Juan Pablo II: “Totus Tuus”.
Cuando pregunté a un compatriota qué significaba el lema, me contestó con un “Creo que es algo de los jesuitas”. Una vez más comprobé que la mayoría de los argentinos somos incapaces de responder con un simple y humilde “no sé” a una pregunta de la que ignoramos la respuesta.
En esa confesión me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida. Desde ese momento para mí, Dios es el que te “primerea”
Más luz me dio un artículo publicado en L’Osservatore Romano y firmado por el teólogo Inos Biffi. Allí se explica que la frase está tomada de una homilía de san Beda el Venerable dedicada a la vocación de Mateo. Recordemos que el futuro autor del primer evangelio se dedicaba a la recaudación de impuestos: es decir, un colaboracionista con el poder imperial invasor, y, por tanto, un pecado a los ojos de los judíos. Escribe Biffi: “Beda –haciendo repetidamente referencia a Pablo con su afirmación de que Cristo “ha venido a este mundo a salvar a los pecadores”, de los cuales él se proclama el primero- se detiene con insistencia en toda esa homilía marcada por el tiempo de Cuaresma sobre el elogio de la misericordia divina, y sobre la “confianza de salvación”, que lo pecadores deben nutrir.
Y exactamente a este punto se refieren las palabras que componen el lema del Papa Francisco: “Vio Jesús a un hombre, llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme” (Mateo 9, 9). Vio no tanto con la mirada de los ojos del cuerpo, sino con la de la bondad interior. Vio a un publicano y, como lo miró con amor misericordioso en vistas a su elección, le dijo: “Sígueme”. Le dijo “sígueme”, es decir, imítame. Sígueme, dijo, no tanto con el movimiento de los pies, cuanto con la práctica de la vida. En efecto, “quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó” (1 Juan 2, 6).” (L’Osservatore Romano, ed. Esp., 15.III.2013).
“Lo miró con amor misericordioso en vistas a su elección.” Es algo aplicable a todas las almas: el Señor nos eligió desde antes de la constitución del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia (cfr. Efesios 1,4)
Y nos eligió sabiendo del barro del que estamos hechos. Pero en el caso de Jorge Mario Bergoglio, la frase cobró un significado especial. La fiesta de san Mateo se celebra el 21 de septiembre. En esa fecha, la liturgia de las horas recoge la homilía de san Beda que acabamos de citar. Precisamente un 21 de septiembre –en Argentina el Día del Estudiante-, Bergoglio descubre su vocación de entrega total al Señor. Se acercó a su parroquia –la iglesia de San José de Flores, una de las más tradicionales de la metrópoli porteña- y decidió confesarse. “En esa confesión –cuenta el cardenal en un libro entrevista- me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con la “guardia baja” (…). Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaban esperando. Eso es la experiencia religiosa: el estupor de encontrarse con alguien que te está esperando. Desde ese momento para mí, Dios es el que te “primerea”. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero. Uno quiere encontrarlo, pero Él nos encuentra primero”.
Abundando en su llamada para seguir a Dios, el cardenal comenta su lema episcopal: “La vocación religiosa es una llamada de Dios ante un corazón que la está esperando consciente o inconscientemente. A mí siempre me impresionó una lectura del breviario que dice que Jesús lo miro a Mateo en una actitud que, traducida, sería algo así como “misericordiando y eligiendo”. Esa fue, precisamente, la manera en que sentí que Dios me miró durante aquella confesión. Y esa es la manera con la que Él me pide que siempre mire a los demás: con mucha misericordia y como si estuviera eligiéndoles para Él: no excluyendo a nadie, porque todos son elegidos para el amor a Dios. “Misericordiandolo y eligiéndolo” fue el lema de mi consagración como obispo y es uno de los pivotes de mi experiencia religiosa: el servicio para la misericordia y la elección de las personas en base a una propuesta. Propuesta que podría sintetizarse coloquialmente así: “Mirá, a vos te quieren por tu nombre, a vos te eligieron y lo único que te piden es que te dejes querer”. Esa es la propuesta que yo recibí” (El Jesuita, p, 49).
A mí siempre me impresionó una lectura del breviario que dice que Jesús lo miro a Mateo en una actitud que, traducida, sería algo así como “misericordiando y eligiendo”.
“A vos te quieren por tu nombre”. El cardenal tomó como texto básico para un retiro espiritual predicado por él las cartas a las siete iglesias del Apocalipsis. Comentando por él la carta a la iglesia de Pérgamo, se refiere al pasaje en el que se expresa que el Señor dará a sus elegidos una piedrita blanca con un nombre nuevo. Predicaba el cardenal: “El pasaje de la piedrita blanca con el nombre nuevo, que solo conocen Dios y el alma que la recibe, es de una gran intimidad. Sucede a veces que una persona, inspirada por el amor, da a otra un nombre particular, que expresa lo que le gusta y lo que ama en ella. De seguro que no querría que este nombre se hiciese público: solo debe existir entre él y la persona amada. La piedrita lleva inscrito el nombre con el cual Dios creador expresa el ser –irrepetible, personal, único- del hombre amado. Esta es la intimidad apocalíptica, en la que cada miembro de las multitudes inmensas tiene su trato personal con el Señor.
Familia, estudios, personalidad
La luz de Dios que mostró a Bergoglio su vocación –su nombre nuevo– tuvo lugar cuando gastaba su decimoséptimo año de vida. Había nacido en Buenos Aires en 1936, hijo de inmigrantes italianos procedentes de Piamonte por parte de padre, y también de Piamonte y Liguria por parte materna.
Dios llama desde toda la eternidad, pero la vocación se hace presente en un lugar y en un momento determinados. Jorge Bergoglio nace en una ciudad que en ese tiempo era una de las más pobladas del mundo. El tango triunfaba en París, y el cine argentino se disputaba con el mexicano todo el mundo hispánico. Los porteños habían visto pasar mucha agua de su Río de la Plata desde aquel lejano 1536, cuando Pedro de Mendoza, originario de Guadix, había fundado una ciudad, que en realidad era un villorio de chozas precarias, destruidas por los indios. En el año del nacimiento del cardenal se celebró el cuarto centenario de la primera fundación, y se inauguró el Obelisco, uno de los símbolos de la ciudad. En 1580 la ciudad renace por obra del vasco Juan de Garay, para mantenerse hasta la actualidad. En 1620 es capital de una pobre gobernación, y siendo periférica al Imperio español ha de vivir del contrabando. La ciudad va prosperando lentamente hasta convertirse en capital virreinal a finales del siglo XVIII, promotora de la independencia a partir de 1810, y receptora de un flujo cada vez más numeroso de inmigrantes durante todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Su iniciación laboral surgió por las necesidades de su ámbito familiar. La familia Bergoglio Sívori estaba constituida por sus padres, sus abuelos y cinco hermanos, de los que Jorge era el mayor.
La historia de la familia Bergoglio es común a millones de argentinos de clase media. En su caso, el cien por ciento de su sangre es italiana. Más habitual es una mezcla de distintos porcentajes, con base ítalo-española.
Por distintas vicisitudes económicas –tan fluctuantes en la Argentina–, los Bergoglio deben trabajar duramente para sostenerse. No pasan hambre, pero no pueden darse el lujo de tener un automóvil o de ir de vacaciones. Son hijos del trabajo esforzado, honrado, oculto. El mismo Jorge Mario simultaneará sus estudios en la secundaria, que lo preparaba para ser un técnico químico, con distintos trabajos, para terminar trabajando en un laboratorio.
La cultura del trabajo lo marcó para el resto de su vida. La actividad incesante de sus últimos años no se improvisa: es fruto de hábitos de trabajo arraigados. Inicia su jornada muy temprano, a las 4 de la mañana, y duerme habitualmente cinco horas. Su puntualidad era proverbial en Buenos Aires: solía llegar con bastante antelación a las ceremonias litúrgicas o a los lugares donde lo requería su actividad pastoral. Ritmo de trabajo sostenido, pero sin dar sensación de prisa. El cardenal siempre encontraba tiempo para dedicarlo a los demás, a través de múltiples encuentros, personales o telefónicos, o contestando personalmente innumerables cartas, escritas de puño y letra, que él mismo colocaba en el sobre, al que añadía la dirección y el código postal.
Estas circunstancias vitales han ayudado a Jorge Bergoglio a desarrollar una de las características más evidentes de su personalidad: la austeridad.
Su experiencia personal del mundo del trabajo –al igual que Juan Pablo II- le facilitó comprender en sus alegrías y dolores al obrero, al empleado. Y le llevó a abogar por la recuperación de la cultura del trabajo en una Argentina que en los últimos años cayó en la anticultura del asistencialismo. Considera el trabajo como el punto clave de la moderna Doctrina Social de la Iglesia. Todos los años, el 7 de agosto, celebraba la Santa Misa en el Santuario de san Cayetano, uno de los santos más populares del país y patrono del trabajo. A él acuden millones de personas pidiendo pan y trabajo, y el cardenal siempre les acompañó en sus súplicas.
Estas circunstancias vitales han ayudado a Jorge Bergoglio a desarrollar una de las características más evidentes de su personalidad: la austeridad, manifestada en sus pocas necesidades, el uso de transportes públicos y su desprendimiento de los bienes materiales.
Su iniciación laboral surgió por las necesidades de su ámbito familiar. La familia Bergoglio Sívori estaba constituida por sus padres, sus abuelos y cinco hermanos, de los que Jorge era el mayor. Católicos practicantes, constituían una familia normal de clase media de un barrio del populoso Buenos Aires. En su seno aprendió las virtudes familiares de respeto y cariño por sus padres, de sana fraternidad y de entrega mutua. También se inició en el gusto por la cultura. Su madre hacía escuchar a sus hijos el programa de Ópera que transmitía Radio Nacional, explicándoles los argumentos y advirtiéndoles cuando llegaban las escenas más importantes. Como buen porteño, también aprendió de su padre a seguir a un equipo de fútbol –en su caso, San Lorenzo de Almagro– y practicó algún deporte personalmente.
Entorno familiar sano, cultura del trabajo, diversión honesta. También tocó a sus puertas el dolor. Recuerdo un día en que me dirigía con el cardenal desde el hotel al santuario de Aparecida, distantes unos centenares de metros. Hacía calor, y el cardenal iba bastante abrigado. Al preguntarle si no sentía calor, me contestó que le faltaba medio pulmón y que por eso debía cuidarse. Después me enteré que cuando tenía 21 años tuvo una afección pulmonar muy grave, que obligó a los médicos a extirparle la parte superior del pulmón derecho. El joven sufrió mucho, y ninguno de los consuelos que recibía por parte de familiares y amigos hacían mella en su alma, hasta que una religiosa le dijo que con su dolor estaba imitando a Jesús en su pasión. El razonamiento sobrenatural fue lo que realmente le dio sentido a ese trance tan doloroso, y vio los dolores de la existencia humana desde esa óptica cristocéntrica.
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Extractos de El Papa Francisco. Claves de su pensamiento. Mariano Fazio, Ediciones Rialp, 2013.