Pozoalbero, 1968

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

«Hijas e hijos míos queridísimos: os habréis preguntado por qué voy, en estos últimos años, de un Santuario de la Santísima Virgen a otro, en una continua peregrinación a través de muchos países, que me da además ocasión de agradecer al Señor el poder conocer a miles de hijas e hijos suyos en el Opus Dei.

¿Qué pide el Padre? Pues el Padre pide a los pies de Nuestra Madre Santa María, Omnipotencia suplicante, por la paz del mundo, por la santidad de la Iglesia, de la Obra y de cada uno de sus hijas y de sus hijos»(5).

Esta carta del Fundador está fechada en Roma, octubre de 1970. Desde 1968, sus viajes por Europa para consolidar los caminos de la Obra de Dios comienzan y terminan con el espíritu de un romero de Santa María. Cada vez que su ruta pasa cerca de una advocación popular, hace escala obligatoria junto al corazón de la Virgen.

«Estoy rezando todo el día, procurando hablar continuamente con Dios, sirviéndome como Intercesora de la Virgen (...). He hecho estos viajes, con el ánimo, con la sencillez y con el gozo de un antiguo romero»(6).

En septiembre de 1968, inicia uno de estos desplazamientos. Antes de llegar a Nápoles, pasan por Pompeya y visitan un primer Santuario, porque aquí se venera una imagen de la Señora muy conocida en Italia. Envía una tarjeta a los que han quedado en la Sede Central de Roma. Desde Nápoles, por mar, llegan a Algeciras. A la mañana siguiente toman el camino de Pozoalbero , la casa de retiros que se alza en España, junto a Jerez de la Frontera. Celebrarán allí el cuarenta aniversario de la Obra.

El 2 de octubre, el Padre oficia la Misa en el oratorio de Pozoalbero . Fuera hay un silencio luminoso, inundado, todavía en esta época, por el olor de los jazmines. En lo alto del retablo, las miradas no pueden apartarse de una hermosísima talla, que reproduce la elegancia, la atractiva y alegre serenidad de la escuela andaluza: Nuestra Señora está radiante en medio de las lámparas que sostienen, en graciosa movilidad, los ángeles laterales. Esta Virgen, de tamaño natural, con el Niño en brazos, la consiguió hace años un Cooperador de la Obra y le tiene un gran cariño. Precisamente por ello, ha querido que estuviera en un lugar donde muchas personas pudieran verla y saludarla.

En una ocasión, un hombre de la tierra le preguntará al Padre:

-«¿Podemos ser exagerados en el amor a la Virgen?».

-«¡Qué vais a exagerar! La queréis con locura; pero aun esa locura vuestra es demasiada cordura. ¡Queredla más! No se exagera nunca en el amor a nuestra Madre... » (7).

Hoy, en la homilía, el Fundador recuerda el caminar de estas cuatro décadas que cuenta ya el Opus Dei:

«Cuarenta años en la vida de una persona, pueden parecer muchos: son muchos años. Pero en la historia de la Iglesia, en la vida de una Institución, es poco tiempo, porque aún hay que extender más y más el mandato de Dios (...).

Me vienen a la memoria las penas, los sufrimientos, las persecuciones por las que hemos debido de pasar: en medio del dolor (...) siempre hemos encontrado el empuje del Todopoderoso. Nunca nos ha faltado su protección fuerte y suave, segura y amorosa; y, con esa protección, el aliento y la caricia de Nuestra Madre del cielo» (8).

Cuando la tarde escapa en la primera oscuridad, alguien le pide que sugiera un tema para orientar la oración:

«El otro día me llevé a los dos niños, hijos de Diego -el jardinero-,, al oratorio, y se plantaron delante de la Virgen y le dijeron: ¡guapa!... ¡Qué bonita forma de hacer oración!

Y sigue diciendo:

«No hay hombre más fuerte que el que se hace niño delante de Dios. Cada uno, débil; todos juntos con el Señor, fortísimos»(9).

Unos meses antes, cuando la Navidad tendía el puente de 1967 a 1968, les había escrito desde Roma:

«Gastamos ya los primeros cuarenta años de la Obra, y el Señor espera de nosotros una ilusión nueva, un deseo renovado de realizar esta vocación divina que, en su infinito amor y misericordia, ha querido regalarnos.

Dios Nuestro Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, confía en que siempre le serviremos de testimonio; en que, cada día y todos los días de nuestra vida, anunciaremos a nuestros compañeros, a nuestros iguales, que El sigue viviendo (...) entre sus hermanos los hombres; recordándoles que el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne (...) para salvar a todos, y llenar la tierra con su alegría y con su paz» (10).

Y ésta es la oración que hoy, junto al albero llano y encendido de esta tierra andaluza, sube al Cielo desde los cuarenta años de empeño enamorado que ha querido vivir el Opus Dei.

El 9 de octubre de 1968, el Padre llega a Madrid. Al pasar por Sevilla, camino de la meseta, ha lanzado su saeta de despedida a la Virgen Macarena. Tal vez sean estas palabras de amor, repetidas por un pueblo que la quiere apasionadamente, el secreto de la sonrisa mezclada con lágrimas que tiene esta Virgen del Sur de España.

En Madrid, visita la Virgen coronada de la Almudena, patrona de la Villa. Se trata de una imagen venerada desde el siglo XI, y que tiene un nombre con sabor a campo, a trabajo y a pan de trigo. Cuenta la tradición que todos los labradores que se acercaban a vender su cosecha de grano a Madrid dejaban un almud para la Señora. Hoy el Padre reza ante la Almudena por esta siembra de amor que Dios ha puesto en sus manos.

El 16 de octubre se acerca a Ávila, ciudad amurallada donde naciera Teresa de Jesús, y vuelve a la ermita de Sonsoles. Viene de nuevo a su memoria aquella romería que hizo en 1935:

«No era una romería tal como se entiende habitualmente. No era ruidosa ni masiva: íbamos tres personas. Respeto y amo esas otras manifestaciones públicas de piedad, pero personalmente prefiero intentar ofrecer a María el mismo cariño y el mismo entusiasmo, con visitas personales, o en pequeños grupos, con sabor de intimidad» (11).

Cinco días más tarde, pasa por Vitoria y reza ante la Virgen Blanca, que preside la Catedral en su hornacina de jaspe. El 22 de octubre cruza la frontera francesa y saluda también a la Virgen del Santuario de Lourdes.

De regreso a Roma, Monseñor Escrivá de Balaguer tendrá presentes a cuantos intentan olvidar el cariño a María como si se tratara de algo trasnochado, pasado de fecha.

«Los que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría

de hijos»(12).

Para entender el Rosario en definitiva se requiere ser pequeño. Y «ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños»(13)

Por eso, el Fundador de la Obra, que mantiene intactos su candor y su esperanza, saca el rosario en los lugares públicos y en los olvidados; en las grandes basílicas y en las ermitas perdidas junto a la montaña. Y reza, con la emoción de quien repite un nombre amado, con la reiteración de quien desgasta una frase feliz mil veces repetida.

Desde el Concilio de Efeso, que proclamó solemnemente la Maternidad divina de María, los Santuarios se multiplican en Oriente y Occidente; los imagineros populares esculpen su afecto en multitud de advocaciones. Y este reguero de cariño es el que busca el Fundador de la Obra en sus viajes.

En 1970 se acerca, una vez más, a Portugal. En abril, cruzará la gran explanada de Fátima para arrodillarse a los pies de esta Virgen que va, también, peregrina de un lugar a otro pidiendo la paz entre los pueblos.

«Tierra de Santa María, donde Ella quiso dejar rastro de su amor por los hombres. Vengo una vez más a decirle que no nos abandone, que se ocupe de su Iglesia, que se ocupe de nosotros » (14)

También visitará a la Virgen de Loreto, bajo cuya custodia puso la Obra en momentos especialmente difíciles. Siempre que su camino cruza esas tierras italianas, sube hasta la loma en la que siguen creciendo los laureles. Y sonríe para decir a la Señora: todos volvemos para darte, una vez más, las gracias.