Viaje apostólico del Papa Francisco a Malta

Intervenciones del Papa Francisco en el viaje apostólico a Malta (2-3 de abril de 2022).

36° viaje apostólico internacional, en el que el Sucesor de Pedro confirmará en la fe a los habitantes de la isla, llegada y puerta de esperanza para muchos migrantes, en la que Pablo comenzó su labor evangelizadora tras un naufragio, como se relata en los Hechos de los Apóstoles.

Malta, en el extremo sur de Europa, se prepara para acoger al tercer Papa de su historia. Después de San Juan Pablo II, que visitó la República de Malta en dos ocasiones en 1990 y 2001, y de Benedicto XVI en 2010, el Papa Francisco visitará ahora el archipiélago el próximo sábado y domingo. Un viaje muy deseado por el Pontífice, ya anunciado para mayo de 2020, luego aplazado por la pandemia y que estará inevitablemente marcado por la guerra de Ucrania y el incesante flujo de refugiados que huyen de los bombardeos.


Sábado, 2 de abril de 2022
- Encuentro con las autoridades y el Cuerpo Diplomático en la Sala del Consejo Supremo del Palacio del Gran Maestre en La Valeta.
- Encuentro de oración en el Santuario Nacional de "Ta' Pinu", Gozo

Domingo, 3 de abril de 2022
- Visita a la Gruta de San Pablo en la Basilíca de San Pablo de Rabat
- Santa Misa en la Plaza de los Graneros, Floriana
- Ángelus
- Encuentro con los migrantes en el Centro para Migrantes “Giovanni XXIII Peace Lab” de Hal Far


Sábado, 2 de abril de 2022

Encuentro con las autoridades y el Cuerpo Diplomático en la Sala del Consejo Supremo del Palacio del Gran Maestre en La Valeta

Señor Presidente de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas autoridades religiosas y civiles,
insignes representantes de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:

Los saludo cordialmente y agradezco al señor Presidente las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los ciudadanos. Vuestros antepasados ofrecieron hospitalidad al apóstol Pablo cuando se dirigía a Roma, tratándolo a él y a sus compañeros de viaje con «una cordialidad fuera de lo común» (Hch 28,2); ahora, viniendo de Roma, yo también experimento la cálida acogida de los malteses, tesoro que se transmite en este país de generación en generación.

Por su posición, Malta puede ser definida el corazón del Mediterráneo. Pero no sólo por su posición: el entramado de acontecimientos históricos y el encuentro de los pueblos hacen de estas islas, desde milenios, un centro de vitalidad y de cultura, de espiritualidad y de belleza, una encrucijada que ha sabido acoger y armonizar influjos provenientes de muchas partes. Esta diversidad de influencias hace pensar en la variedad de vientos que caracterizan al país. No es casual que en las antiguas representaciones cartográficas del Mediterráneo la rosa de los vientos se colocara a menudo cerca de la isla de Malta. Quisiera tomar prestada precisamente esa imagen de la rosa de los vientos, que posiciona las corrientes de aire en base a los cuatro puntos cardinales, para delinear cuatro influencias esenciales para la vida social y política de este país.

Los vientos que prevalentemente soplan en las islas malteses son del noroeste. El norte evoca Europa, en particular la casa de la Unión Europea, edificada para que allí viva una gran familia unida en la salvaguardia de la paz. Unidad y paz son los dones que el pueblo maltés pide a Dios cada vez que entona el himno nacional. La oración escrita por Dun Karm Psaila, en efecto, dice: «Concede, Dios omnipotente, sabiduría y misericordia a los que gobiernan, salud a los que trabajan, y asegura al pueblo maltés la unidad y la paz». La paz sigue a la unidad y brota de ella. Esto recuerda la importancia de trabajar juntos, de anteponer la cohesión a toda división, de afianzar las raíces y los valores compartidos que han forjado la singularidad de la sociedad maltesa.

Pero para garantizar una buena convivencia social, no basta con consolidar el sentido de pertenencia, sino que hay que reforzar los fundamentos de la vida común, que se basa en el derecho y la legalidad. La honestidad, la justicia, el sentido del deber y la transparencia son pilares esenciales de una sociedad civilmente desarrollada. Que el compromiso para extirpar la ilegalidad y la corrupción sea, por tanto, fuerte como el viento que, soplando desde el norte, barre las costas del país. Y que se cultiven siempre la legalidad y la transparencia, que permiten erradicar la delincuencia y la criminalidad, unidas por el hecho de que no actúan a la luz del sol.

La casa europea, que se compromete a promover los valores de la justicia y de la equidad social, también está en primera línea para salvaguardar la casa más amplia, la de la creación. El ambiente en el que vivimos es un regalo del cielo, como lo reconoce el himno nacional, pidiéndole a Dios que mire la belleza de esta tierra, madre adornada con la más alta luz. Es cierto, en Malta, donde la luminosidad del paisaje alivia las dificultades, la creación se muestra como el don que, en medio de las pruebas de la historia y de la vida, recuerda la belleza de habitar la tierra. Por eso, hay que protegerla de la avidez voraz, de la codicia del dinero y de la especulación edilicia, que no sólo afectan el paisaje, sino el futuro. En cambio, el cuidado del ambiente y la justicia social preparan el porvenir, y son excelentes caminos para que los jóvenes se apasionen por la buena política, sustrayéndolos a las tentaciones del desinterés y de la falta de compromiso.

El viento del norte a menudo se mezcla con el que sopla del oeste. Este país europeo, particularmente en su juventud, comparte, en efecto, los estilos de vida y de pensamiento occidentales. De esto proceden grandes bienes —pienso, por ejemplo, en los valores de la libertad y de la democracia—, pero también riesgos que es necesario vigilar, para que el afán de progreso no lleve a apartarse de las raíces. Malta es un maravilloso “laboratorio de desarrollo orgánico”, donde progresar no significa cortar las raíces con el pasado en nombre de una falsa prosperidad dictada por las ganancias y las necesidades creadas por el consumismo, así como por el derecho de tener cualquier derecho. Para un desarrollo sano es importante conservar la memoria y tejer respetuosamente la armonía entre las generaciones, sin dejarse absorber por homologaciones artificiales y colonizaciones ideológicas, que frecuentemente se suscitan, por ejemplo, en el campo de la vida, del inicio de la vida. Son colonizaciones ideológicas que van contra el derecho a la vida desde el momento de la concepción.

En el fundamento de un crecimiento sólido está la persona humana, el respeto a la vida y a la dignidad de todo hombre y de toda mujer. Conozco el compromiso de los malteses por abrazar y proteger la vida. Ya en los Hechos de los Apóstoles ustedes se distinguían por salvar a mucha gente. Los animo a seguir defendiendo la vida desde el inicio hasta su fin natural, pero también a protegerla en todo momento del descarte y del abandono. Pienso especialmente en la dignidad de los trabajadores, de los ancianos y de los enfermos. Y en los jóvenes, que corren el peligro de desperdiciar el bien inmenso que son, persiguiendo espejismos que dejan tanto vacío interior. Es lo que provocan el consumismo exacerbado, la cerrazón ante las necesidades de los demás y la plaga de la droga, que sofoca la libertad creando dependencia. ¡Protejamos la belleza de la vida!

Continuando con la rosa de los vientos, miramos al sur. Desde allí llegan tantos hermanos y hermanas en busca de esperanza. Quisiera agradecer a las autoridades y a la población por la acogida que les ofrecen en nombre del Evangelio, de la humanidad y del sentido de hospitalidad típico de los malteses. Según la etimología fenicia, Malta significa “puerto seguro”. Sin embargo, ante la creciente afluencia de los últimos años, los temores y las inseguridades han provocado desánimo y frustración. Para afrontar de una manera adecuada la compleja cuestión migratoria es necesario situarla dentro de perspectivas más amplias de tiempo y de espacio. De tiempo: el fenómeno migratorio no es una circunstancia del momento, sino que marca nuestra época; lleva consigo las deudas de injusticias pasadas, de tanta explotación, de los cambios climáticos y de los desventurados conflictos cuyas consecuencias hay que pagar. Desde el sur, pobre y poblado, multitud de personas se trasladan hacia el norte más rico. Es un hecho que no se puede rechazar con cerrazones anacrónicas, porque en el aislamiento no habrá prosperidad ni integración. Asimismo, hay que considerar el espacio. La expansión de la emergencia migratoria —pensemos en los refugiados de la martirizada Ucrania actualmente— exige respuestas amplias y compartidas. No pueden cargar con todo el problema sólo algunos países, mientras otros permanecen indiferentes. Y países civilizados no pueden sancionar por interés propio acuerdos turbios con delincuentes que esclavizan a las personas. Desgraciadamente esto sucede. El Mediterráneo necesita la corresponsabilidad europea, para convertirse nuevamente en escenario de solidaridad y no ser la avanzada de un trágico naufragio de civilizaciones. El mare nostrum no puede convertirse en el mayor cementerio de Europa.

Y a propósito de naufragio, pienso en san Pablo, que en el curso de su última travesía en el Mediterráneo llegó a estas costas de manera inesperada y fue socorrido. Después, mordido por una víbora, pensaron que era un asesino; pero luego, al ver que no le pasó nada malo, fue en cambio considerado un dios (cf. Hch 28,3-6). Entre las exageraciones de los dos extremos se escapaba la evidencia principal: Pablo era un hombre, necesitado de acogida. La humanidad está ante todo y recompensa en todo. Lo enseña este país, cuya historia se ha visto beneficiada por la llegada forzosa del apóstol náufrago. En nombre del Evangelio que él vivió y predicó, ensanchemos el corazón y descubramos la belleza de servir a los necesitados. Sigamos por este camino. Hoy, mientras prevalece el miedo y “la narrativa de la invasión”, y el objetivo principal parece ser la tutela de la propia seguridad a cualquier costo, ayudémonos a no ver al migrante como una amenaza y a no ceder a la tentación de alzar puentes levadizos y de erigir muros. El otro no es un virus del que hay que defenderse, sino una persona que hay que acoger, y «el ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88). ¡No dejemos que la indiferencia desvanezca el sueño de vivir juntos! Ciertamente, acoger supone esfuerzo y exige renuncias. También le ocurrió a san Pablo: para ponerse a salvo primero tuvo que sacrificar los bienes de la nave (cf. Hch 27,38). Pero son santas las renuncias que se hacen por un bien más grande, por la vida del hombre, que es el tesoro de Dios.

Por último, está el viento proveniente del este, que a menudo sopla al amanecer. Homero lo llamaba “Euro” (cf. La Odisea, Canto V). Pero, precisamente del este de Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las tinieblas de la guerra. Pensábamos que las invasiones de otros países, los brutales combates en las calles y las amenazas atómicas fueran oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el viento gélido de la guerra, que sólo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido con prepotencia sobre la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez más algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la noche de la guerra que ha caído sobre la humanidad —por favor— no hagamos que desaparezca el sueño de la paz.

Malta, que resplandece con luz propia en el corazón del Mediterráneo, puede inspirarnos, porque es urgente devolver la belleza al rostro del hombre, desfigurado por la guerra. Hay una hermosa estatua mediterránea datada siglos antes de Cristo que representa a la paz, Irene, como una mujer que tiene en brazos a Pluto, la riqueza. Nos recuerda que la paz produce bienestar y la guerra solamente pobreza, y nos hace pensar el hecho de que en la estatua la paz y la riqueza se representen como una mamá que tiene en brazos un bebé. La ternura de las madres, que dan la vida al mundo, y la presencia de las mujeres son la verdadera alternativa a la lógica perversa del poder, que conduce a la guerra. Necesitamos compasión y cuidados, no visiones ideológicas y populismos que se alimentan de palabras de odio y no se preocupan de la vida concreta del pueblo, de la gente común.

Hace más de sesenta años, en un mundo amenazado por la destrucción, donde las leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea lógica de las coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz contracorriente, que a la exaltación de la propia parte opuso un impulso profético en nombre de la fraternidad universal. Era la voz de Giorgio La Pira, que dijo: «La coyuntura histórica que vivimos, el choque de intereses e ideologías que sacuden a la humanidad, presa de un increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una responsabilidad capital: definir nuevamente las normas de una Medida donde el hombre, abandonado al delirio y a la desmesura, pueda reconocerse» (Intervención en el Congreso Mediterráneo de la Cultura, 19 febrero 1960). Son palabras actuales; podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad. Cuánto necesitamos una “medida humana” frente a la agresividad infantil y destructiva que nos amenaza, frente al riesgo de una “guerra fría ampliada” que puede sofocar la vida de pueblos y generaciones enteros. Ese “infantilismo”, lamentablemente, no ha desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente en las seducciones de la autocracia, en los nuevos imperialismos, en la agresividad generalizada, en la incapacidad de tender puentes y de comenzar por los más pobres. Hoy es muy difícil pensar con la lógica de la paz. Nos hemos habituado a pensar con la lógica de la guerra. Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se fue preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la segunda guerra mundial, se haya debilitado en los últimos decenios, así como el camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen adelante por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no sólo la paz, sino tantas grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las desigualdades han sido de hecho canceladas de las principales agendas políticas.

Pero la solución a las crisis de cada uno es hacerse cargo de las de todos, porque los problemas globales requieren soluciones globales. Ayudémonos a escuchar la sed de paz de la gente, trabajemos para poner las bases de un diálogo cada vez más amplio, volvamos a reunirnos en conferencias internacionales por la paz, donde el tema central sea el desarme, con la mirada dirigida a las generaciones que vendrán. Y que los cuantiosos recursos que siguen siendo destinados a los armamentos se empleen en el desarrollo, la salud y la alimentación.

En fin, mirando todavía hacia el este, quisiera dirigir un pensamiento al vecino Oriente Medio, que se refleja en la lengua de este país, que se armoniza con otras, como recordando la capacidad de los malteses de generar convivencias benéficas, en una suerte de coexistencia de las diferencias. Esto es lo que necesita Oriente Medio: el Líbano, Siria, Yemen y otros contextos destrozados por los problemas y la violencia. Que Malta, corazón del Mediterráneo, siga haciendo palpitar el latido de la esperanza, el cuidado de la vida, la acogida del otro, el anhelo de paz, con la ayuda de Dios, cuyo nombre es paz.

¡Que Dios bendiga a Malta y a Gozo!

Encuentro de oración en el Santuario Nacional de "Ta' Pinu", Gozo

Junto a la cruz de Jesús están María y Juan. La Madre que ha dado a luz al Hijo de Dios está afligida por su muerte, mientras las tinieblas cubren el mundo. El discípulo amado, que había dejado todo para seguirlo, ahora está inmóvil a los pies del Maestro crucificado. Parece que todo está perdido, que todo acabó para siempre. Y Jesús, mientras carga sobre sí las llagas de la humanidad, reza: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Esta es también nuestra oración en los momentos de la vida marcados por el sufrimiento; es la oración que cada día sube a Dios desde vuestro corazón, Sandi y Domenico. ¡Gracias por la perseverancia de vuestro amor, gracias por vuestro testimonio de fe!

Sin embargo, la hora de Jesús —que en el Evangelio de Juan es la hora de la muerte en la cruz— no representa la conclusión de la historia, sino que señala el comienzo de una vida nueva. Junto a la cruz, en efecto, contemplamos el amor misericordioso de Cristo, que extiende hacia nosotros sus brazos abiertos de par en par y, a través de su muerte, nos abre a la alegría de la vida eterna. En la hora del final se desvela una vida que comienza; en esa hora de la muerte comienza otra hora llena de vida: es el tiempo de la Iglesia que nace. De esa célula originaria el Señor reunirá un pueblo, que seguirá recorriendo los arduos caminos de la historia, llevando en el corazón el consuelo del Espíritu, para enjugar las lágrimas de la humanidad.

Hermanos y hermanas, desde este Santuario de Ta’ Pinu podemos meditar juntos sobre el nuevo inicio que brota de la hora de Jesús. También en este lugar, antes del espléndido edificio que vemos hoy, había sólo una pequeña capilla en estado de abandono. Se había dispuesto que fuera demolida; parecía el final. Pero una serie de acontecimientos cambiaron el curso de la historia, como si el Señor quisiera decir a este pueblo: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra, “Devastada”; a ti te llamarán “Mi delicia está en ella”, y a tu tierra, “Desposada”» (Is 62,4). Esa capillita se convirtió en el Santuario nacional, meta de peregrinos y fuente de vida nueva. Nos lo has recordado tú, Jennifer; aquí muchos confían a la Virgen sus sufrimientos y sus alegrías, y todos se sienten acogidos. Aquí también llegó como peregrino san Juan Pablo II, del que hoy recordamos el aniversario de su muerte. Un lugar que parecía perdido, ahora renueva, en el Pueblo de Dios, la fe y la esperanza.

Teniendo en cuenta esto, intentemos comprender también la invitación de la hora de Jesús, de esa hora de la salvación, para nosotros. Nos dice que, para renovar nuestra fe y la misión de la comunidad, estamos llamados a volver a ese inicio, a la Iglesia naciente que vemos en María y Juan al pie de la cruz. ¿Pero qué significa volver a ese comienzo? ¿Qué significa volver a los orígenes?

En primer lugar, se trata de redescubrir lo esencial de la fe. Volver a la Iglesia de los orígenes no significa mirar hacia atrás para copiar el modelo eclesial de la primera comunidad cristiana. No podemos “omitir la historia”, como si el Señor no hubiera hablado y obrado grandes cosas también en la vida de la Iglesia de los siglos sucesivos. Tampoco significa ser demasiado idealistas, imaginando que en esa comunidad no hayan existido dificultades; al contrario, leemos que los discípulos discutían, que llegaron incluso a pelearse entre ellos, y que no siempre comprendían las enseñanzas del Señor. Volver a los orígenes significa más bien recuperar el espíritu de la primera comunidad cristiana, es decir, volver al corazón y redescubrir el centro de la fe: la relación con Jesús y el anuncio de su Evangelio al mundo entero. ¡Y esto es lo esencial! Esta es la alegría de la Iglesia: evangelizar.

Vemos, en efecto, que los primeros discípulos, como María Magdalena y Juan, después de la hora de la muerte de Jesús, viendo la tumba vacía corrieron con el corazón estremecido, sin perder tiempo, para ir a anunciar la buena noticia de la Resurrección. El llanto de dolor junto a la cruz se transforma en la alegría del anuncio. Y pienso también en los apóstoles, de los que se escribió que «todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús» (Hch 5,42). La principal preocupación de los discípulos de Jesús no era el prestigio de la comunidad y de sus ministros, no era la influencia social, no era el refinamiento del culto. No. La inquietud que los movía era el anuncio y el testimonio del Evangelio de Cristo (cf. Rm 1,1), porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Hermanos y hermanas, la Iglesia maltesa cuenta con una historia inestimable que ofrece numerosas riquezas espirituales y pastorales. Sin embargo, la vida de la Iglesia —recordémoslo siempre— no es solamente “una historia pasada que hay que recordar”, sino “un gran futuro que hay que construir”, dóciles a los proyectos de Dios. No nos puede bastar una fe hecha de costumbres transmitidas, de celebraciones solemnes, de hermosas reuniones populares y de momentos fuertes y emocionantes; necesitamos una fe que se funda y se renueva en el encuentro personal con Cristo, en la escucha cotidiana de su Palabra, en la participación activa en la vida de la Iglesia, en el espíritu de la piedad popular.

La crisis de la fe, la apatía de la práctica creyente sobre todo en la pospandemia y la indiferencia de tantos jóvenes respecto a la presencia de Dios no son cuestiones que debemos “endulzar”, pensando que al fin y al cabo un cierto espíritu religioso todavía resiste, no. A veces, en efecto, el andamiaje puede ser religioso, pero detrás de ese revestimiento la fe envejece. De hecho, el elegante guardarropa de los hábitos religiosos no siempre corresponde a una fe entusiasta animada por el dinamismo de la evangelización. Es necesario vigilar para que las prácticas religiosas no se reduzcan a la repetición de un repertorio del pasado, sino que expresen una fe viva, abierta, que difunda la alegría del Evangelio, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Sé que a través del Sínodo habéis iniciado un proceso de renovación, os doy las gracias por este camino. Hermanos, hermanas, esta es la hora para volver a ese comienzo, al pie de la cruz, mirando a la primera comunidad cristiana. Para ser una Iglesia a la que le importa la amistad con Jesús y el anuncio de su Evangelio, no la búsqueda de espacios y atenciones; una Iglesia que pone en el centro el testimonio, y no ciertas prácticas religiosas; una Iglesia que desea ir al encuentro de todos con la lámpara encendida del Evangelio y no ser un círculo cerrado. No tengáis miedo de recorrer, como ya estáis haciendo, itinerarios nuevos, quizá incluso arriesgados, de evangelización y de anuncio, que transforman la vida, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Sigamos contemplando los orígenes, a María y Juan al pie de la cruz. En los inicios de la Iglesia está su gesto de acogerse mutuamente. El Señor, en efecto, confió a cada uno al cuidado del otro: Juan a María y María a Juan, de modo que «desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,27). Volver al inicio también significa desarrollar el arte de la acogida. Entre las últimas palabras que Jesús pronunció desde la cruz, las dirigidas a su Madre y a Juan exhortan a hacer de la acogida el estilo permanente del discipulado. No se trató, en efecto, de un simple gesto de piedad, por medio del cual Jesús confió su mamá a Juan para que no se quedara sola después de su muerte, sino de una indicación concreta sobre el modo de vivir el mandamiento más alto, el del amor. El culto a Dios pasa por la cercanía al hermano.

¡Y qué importante es en la Iglesia el amor entre los hermanos y la acogida del prójimo! El Señor nos lo recuerda en la hora de la cruz, en la acogida recíproca de María y Juan, exhortando a la comunidad cristiana de cada tiempo a no perder de vista esta prioridad: «Ahí tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu madre» (vv. 26.27). Es como decir: han sido salvados por la misma sangre, son una única familia, por tanto, acójanse mutuamente, ámense unos a otros, cúrense las heridas recíprocamente. Sin sospechas, sin divisiones, sin habladurías, rumores o recelos. Hermanos y hermanas, hagan “sínodo”, es decir, “caminen juntos”. Porque Dios está presente donde reina el amor.

Queridos amigos, la acogida recíproca, no por mera formalidad sino en el nombre de Cristo, es un desafío permanente. Lo es sobre todo para nuestras relaciones eclesiales, porque nuestra misión da fruto si trabajamos en la amistad y la comunión fraterna. Malta y Gozo: sois dos hermosas comunidades, Gozo y Malta —no sé cuál es la más importante o cuál va antes—, precisamente como dos eran María y Juan. Que las palabras de Jesús en la cruz sean entonces vuestra estrella polar, para acogerse mutuamente, crear familiaridad y trabajar en comunión. Y siempre avanzando en la evangelización, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Pero la acogida también es la prueba de fuego para verificar cuán efectivamente la Iglesia está impregnada del espíritu del Evangelio. María y Juan se acogen no en el cálido refugio del cenáculo, sino al pie a la cruz, en aquel lugar oscuro donde eran condenados y crucificados como malhechores. Y también nosotros, no podemos acogernos sólo entre nosotros, a la sombra de nuestras hermosas iglesias, mientras fuera tantos hermanos y hermanas sufren y son crucificados por el dolor, la miseria, la pobreza, la violencia. Ustedes se encuentran en una posición geográfica crucial, frente al Mediterráneo como polo de atracción y puerto de salvación para tantas personas sacudidas por las tormentas de la vida que, por diversos motivos, llegan a vuestras costas. En el rostro de estos pobres es Cristo mismo el que se presenta a ustedes. Esta ha sido la experiencia del apóstol Pablo que, después de un terrible naufragio, fue acogido calurosamente por vuestros antepasados. Los Hechos de los Apóstoles afirman: «Como llovía intensamente y hacía mucho frío, [los nativos] encendieron una hoguera y nos recibieron a todos» (Hch 28,2).

Este es el Evangelio que estamos llamados a vivir: acoger, ser expertos en humanidad y encender hogueras de ternura cuando el frío de la vida se cierne sobre aquellos que sufren. Y también en este caso, de una experiencia dramática nació algo importante, porque Pablo anunció y difundió el Evangelio y, a continuación, muchos anunciadores, predicadores, sacerdotes y misioneros siguieron sus huellas, impulsados por el Espíritu Santo, por evangelizar, por hacer patente la alegría de la Iglesia que es evangelizar. Quisiera agradecerles especialmente a ellos, a estos evangelizadores, a los numerosos misioneros malteses que difunden la alegría del Evangelio en el mundo entero, a tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, y a todos ustedes. Como ha dicho vuestro obispo, Mons. Teuma, sois una isla pequeña, pero de corazón grande. Sois un tesoro en la Iglesia y para la Iglesia. Lo digo otra vez: son un tesoro en la Iglesia y para la Iglesia. Para cuidarlo, es necesario volver a la esencia del cristianismo: al amor de Dios, motor de nuestra alegría, que nos hace salir y recorrer los caminos del mundo; y a la acogida del prójimo, que es nuestro testimonio más sencillo y hermoso en la tierra, y así seguir avanzando, recorriendo los caminos del mundo, porque la alegría de la Iglesia es evangelizar.

Que el Señor los acompañe en esta senda y la Virgen Santa los guíe. Que Ella, que pidió que recemos tres “Ave María” para acordarnos de su corazón materno, reavive en nosotros sus hijos el fuego de la misión y el deseo de cuidarnos unos a otros. ¡Que la Virgen los cuide y los acompañe en la evangelización!

Domingo, 3 de abril de 2022

Visita a la Gruta de San Pablo en la Basilíca de San Pablo de Rabat

Dios de misericordia,
en tu admirable providencia
quisiste que el apóstol Pablo
anunciase tu amor a los habitantes de Malta,
que todavía no te conocían.
Él les proclamó tu palabra
y curó sus enfermedades.

Salvados del naufragio,
san Pablo y sus compañeros de viaje
encontraron aquí para acogerlos
gente pagana de buen corazón,
que los trató con una cordialidad
fuera de lo común,
dándose cuenta de que necesitaban
refugio, seguridad y asistencia.

Ninguno conocía sus nombres,
su procedencia o condición social;
sólo sabían una cosa:
que necesitaban ayuda.

No era tiempo para las discusiones,
para los juicios, los análisis y los cálculos;
era el momento de prestar auxilio;
dejaron sus ocupaciones
y así lo hicieron.

Encendieron un gran fuego,
y los hicieron secarse y calentarse.
Los acogieron con corazón abierto
y, junto con Publio,
primero en el gobierno y en la misericordia,
encontraron alojamiento para ellos.

Padre bueno,
concédenos la gracia de un buen corazón
que palpite por amor a los hermanos.
Ayúdanos a reconocer desde lejos las necesidades
de cuantos luchan entre las olas del mar,
golpeados contra las rocas de una costa desconocida.
Haz que nuestra compasión
no se agote en palabras vanas,
sino que encienda la hoguera de la acogida,
que hace olvidar el mal tiempo,
da calor a los corazones y los une;
fuego de la casa construida sobre roca,
de la única familia de tus hijos,
hermanas y hermanos todos.
Tú los amas sin distinción
y quieres que sean uno
con tu Hijo, Jesucristo, nuestro Señor,
por el poder del fuego que enviaste del cielo,
tu Espíritu Santo,
que quema toda enemistad,
y en la noche ilumina el camino
hacia tu reino de amor y de paz.
℟. Amén.

Oración en la Basílica de San Pablo

Oh Dios, tu misericordia es infinita
e inagotable el tesoro de tu bondad,
acrecienta benigno la fe del pueblo a Ti consagrado,
para que todos comprendan con sabiduría
qué amor los ha creado,
qué Sangre los ha redimido,
qué Espíritu los ha regenerado.
Por Jesucristo nuestro Señor.
℟. Amén.

Santa Misa en la Plaza de los Graneros, Floriana

Jesús «al amanecer se presentó en el Templo y toda la gente se acercó a él» (Jn 8,2). Así empieza el episodio de la mujer adúltera. El escenario se muestra sereno: una mañana en el lugar santo, en el corazón de Jerusalén. El protagonista es el pueblo de Dios, que busca a Jesús, el Maestro, en el patio del templo. Desea escucharlo, porque lo que Él dice ilumina y reconforta. Su enseñanza no tiene nada de abstracto, toca la vida y la libera, la transforma y la renueva. Ese es el “olfato” del pueblo de Dios, que no se conforma con el templo hecho de piedras, sino que se reúne alrededor de la persona de Jesús. En esta página se vislumbra al pueblo de los creyentes de todos los tiempos, el pueblo santo de Dios, que aquí en Malta es numeroso y vivaz, fiel en la búsqueda del Señor, vinculado a una fe concreta, vivida. Les doy las gracias por esto.

Jesús, ante el pueblo que acudía a Él, no tenía prisa: «Se sentó —dice el Evangelio— y comenzó a enseñarles» (v. 2). Pero en la escuela de Jesús hay lugares vacíos. Hay algunos ausentes: son la mujer y sus acusadores. No se acercaron al Maestro como los demás, y las razones de su ausencia son diferentes: los escribas y los fariseos creen que ya lo saben todo, que no necesitan las enseñanzas de Jesús; la mujer, en cambio, es una persona extraviada, que terminó por mal camino, buscando la felicidad por senderos equivocados. Ausencias debidas, pues, a motivaciones diferentes, como diferente es el desenlace de sus historias. Reflexionemos sobre estos ausentes.

En primer lugar, fijémonos en los acusadores de la mujer. En ellos vemos la imagen de los que se jactan de ser justos, observantes de la ley de Dios, personas buenas y honestas. No tienen en cuenta sus propios defectos, pero están muy atentos a descubrir los de los demás. Así se presentan ante Jesús; no con el corazón abierto para escucharlo, sino «para ponerlo a prueba y poder acusarlo» (v. 6). Es una actitud que refleja la interioridad de estas personas cultas y religiosas, que conocen las Escrituras, asisten al templo, pero todo lo subordinan a sus propios intereses, y no combaten contra los pensamientos maliciosos que se agitan en sus corazones. A los ojos de la gente parecen expertos de Dios, pero, precisamente ellos, no reconocen a Jesús; más aún, lo ven como un enemigo que hay que quitar del medio. Para esto, le ponen delante a una persona, como si fuera una cosa, llamándola con desprecio «esta mujer» y denunciando su adulterio públicamente. Presionan para que la mujer sea lapidada, descargando en ella la aversión que ellos sienten por la compasión de Jesús. Y hacen todo esto amparados en su fama de hombres religiosos.

Hermanos y hermanas, estos personajes nos dicen que también en nuestra religiosidad pueden insinuarse la carcoma de la hipocresía y la mala costumbre de señalar con el dedo. En todo tiempo, en toda comunidad. Siempre se corre el peligro de malinterpretar a Jesús, de tener su nombre en los labios, pero desmentirlo con los hechos. Y esto también puede producirse elevando estandartes con la cruz. ¿Cómo verificar, entonces, si somos discípulos en la escuela del Maestro? Por nuestra mirada, por el modo en que miramos al prójimo y nos miramos a nosotros mismos. Este es el punto para definir nuestra pertenencia.

Por el modo en que miramos al prójimo: si lo hacemos como Jesús nos muestra hoy, es decir, con una mirada de misericordia; o de una manera que juzga, a veces incluso que desprecia, como los acusadores del Evangelio, que se erigen como paladines de Dios, pero no se dan cuenta de que pisotean a los hermanos. En realidad, el que cree que defiende la fe señalando con el dedo a los demás tendrá incluso una visión religiosa, pero no abraza el espíritu del Evangelio, porque olvida la misericordia, que es el corazón de Dios.

Para entender si somos verdaderos discípulos del Maestro, también es necesario examinar cómo nos miramos a nosotros mismos. Los acusadores de la mujer están convencidos de que no tienen nada que aprender. Ciertamente, su estructura exterior es perfecta, pero falta la verdad del corazón. Son el retrato de esos creyentes de todos los tiempos, que hacen de la fe un elemento de fachada, donde lo que se resalta es la exterioridad solemne, pero falta la pobreza interior, que es el tesoro más valioso del hombre. Para Jesús, en efecto, lo que cuenta es la apertura y disponibilidad del que no siente que haya alcanzado la meta, sino más bien que está necesitado de salvación. Entonces nos hace bien, cuando estamos rezando y también cuando participamos en hermosas ceremonias religiosas, preguntarnos si hemos sintonizado con el Señor. Podemos preguntárselo directamente a Él: “Jesús, estoy aquí contigo, pero Tú, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que cambie en mi corazón, en mi vida? ¿Cómo quieres que vea a los demás?”. Nos hará bien rezar así, porque el Maestro no se conforma con la apariencia, sino que busca la verdad del corazón. Y cuando le abrimos el corazón en la verdad, puede hacer grandes cosas en nosotros.

Lo vemos en la mujer adúltera. Su situación parece comprometida, pero ante sus ojos se abre un horizonte nuevo, antes impensable. Cubierta de insultos, lista para recibir palabras implacables y castigos severos, con asombro se ve absuelta por Dios, que le abre ante sí, de par en par, un futuro inesperado: «¿Nadie te ha condenado? —le dijo Jesús— Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (vv. 10.11). ¡Qué diferencia entre el Maestro y los acusadores! Estos habían citado la Escritura para condenar; Jesús, la Palabra de Dios en persona, rehabilita completamente a la mujer, devolviéndole la esperanza. De esta situación aprendemos que cualquier observación, si no está movida por la caridad y no contiene caridad, hunde ulteriormente a quien la recibe. Dios, en cambio, siempre deja abierta una posibilidad y sabe encontrar caminos de liberación y de salvación en cada circunstancia.

La vida de esa mujer cambió gracias al perdón. Se encontraron la Misericordia y la miseria. Misericordia y miseria estaban allí. Y la mujer cambió. Incluso se podría pensar que, perdonada por Jesús, aprendió a su vez a perdonar. Quizá haya visto en sus acusadores ya no personas rígidas y malvadas, sino personas que le permitieron encontrar a Jesús. El Señor desea que también nosotros sus discípulos, nosotros como Iglesia, perdonados por Él, nos convirtamos en testigos incansables de la reconciliación, testigos de un Dios para el que no existe la palabra “irrecuperable”; de un Dios que siempre perdona, siempre. Dios siempre perdona. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Un Dios que sigue creyendo en nosotros y nos brinda a cada momento la posibilidad de volver a empezar. No hay pecado o fracaso que al presentarlo a Él no pueda convertirse en ocasión para iniciar una vida nueva, diferente, en el signo de la misericordia. No hay pecado que no pueda ir por este camino. Dios perdona todo. Todo.

Este es el Señor Jesús. Lo conocen verdaderamente quienes experimentan su perdón. Quienes, como la mujer del Evangelio, descubren que Dios nos visita valiéndose de nuestras llagas interiores. Es precisamente allí donde al Señor le gusta hacerse presente, porque no ha venido para los sanos sino para los enfermos (cf. Mt 9,12). Y hoy es esta mujer —que ha conocido la misericordia en su miseria y que regresa al mundo sanada por el perdón de Jesús— la que nos sugiere, como Iglesia, que volvamos a empezar en la escuela del Evangelio, en la escuela del Dios de la esperanza que siempre sorprende. Si lo imitamos, no nos enfocaremos en denunciar los pecados, sino en salir en busca de los pecadores con amor. No nos fijaremos en quienes están, sino que iremos a buscar a los que faltan. No volveremos a señalar con el dedo, sino que empezaremos a ponernos a la escucha. No descartaremos a los despreciados, sino que miraremos como primeros aquellos que son considerados últimos. Esto, hermanos y hermanas, nos enseña hoy Jesús con su ejemplo. Dejémonos asombrar por Él y acojamos su novedad con alegría.

Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Agradezco las palabras que Mons. Scicluna me ha dirigido en nombre de todos ustedes. Pero soy yo el que les digo a ustedes: ¡Gracias!

Quisiera expresar mi gratitud al señor Presidente de la República y a las autoridades, a mis hermanos obispos, a ustedes, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, y a todos los ciudadanos y fieles de Malta y de Gozo por la acogida y el afecto recibidos. Esta tarde, después de haberme encontrado con varios hermanos y hermanas migrantes, será ya hora de volver a Roma, pero llevaré conmigo muchos momentos y palabras de estos días. Tantos gestos. Sobre todo, guardaré en el corazón numerosos rostros, y el rostro luminoso de Malta. También agradezco a quienes han trabajado para esta visita y quisiera saludar cordialmente a los hermanos y hermanas de diversas confesiones cristianas y religiones que encontré durante estos días. A todos les pido que recen por mí; yo lo haré por ustedes. ¡Rezamos unos por otros!

En estas islas se respira el sentido del Pueblo de Dios. Sigan adelante así, recordando que la fe crece en la alegría y se fortalece en la entrega. Continúen la cadena de santidad que ha llevado a tantos malteses a darse con entusiasmo a Dios y a los demás. Pienso en Dun Ġorġ Preca, que fue canonizado hace quince años. Y, por último, quisiera dirigir unas palabras a los jóvenes, que son vuestro futuro. Queridos amigos jóvenes, comparto con ustedes lo más hermoso de la vida. ¿Saben qué es? Es la alegría de desgastarse en el amor, que nos hace libres. Pero esta alegría tiene un nombre: Jesús. Les deseo la belleza de enamorarse de Jesús, que es Dios de la misericordia —lo hemos escuchado hoy en el Evangelio—, que cree en ustedes, sueña con ustedes, ama sus vidas y no los defraudará jamás. Y para avanzar siempre con Jesús también con la familia, con el pueblo de Dios, no se olviden de las raíces. Hablar con los mayores, hablar con los abuelos, hablar con los ancianos.

Que el Señor los acompañe y que la Virgen los proteja. Le pedimos ahora por la paz, pensando en la tragedia humanitaria de la martirizada Ucrania, todavía bajo los bombardeos de esta guerra sacrílega. No nos cansemos de rezar y de ayudar a los que sufren. ¡Que la paz esté con ustedes!

Oración al final el encuentro con los migrantes en el Centro para Migrantes “Giovanni XXIII Peace Lab” de Hal Far

Señor Dios, creador del universo,
fuente de libertad y de paz,
de amor y de fraternidad,
Tú nos has creado a tu imagen
y has infundido en todos nosotros tu soplo vital,
para hacernos partícipes de tu ser en comunión.
Aun cuando hemos quebrantado tu alianza
Tú no nos has abandonado en poder de la muerte
sino que en tu infinita misericordia
siempre nos has llamado a volver a Ti
y a vivir como tus hijos.
Infunde en nosotros tu Santo Espíritu
y danos un corazón nuevo,
capaz de escuchar el grito, a menudo silencioso,
de nuestros hermanos y hermanas que han perdido
el calor del hogar y de la patria.
Haz que podamos infundirles esperanza
con miradas y gestos de humanidad.
Haz de nosotros instrumentos de paz
y de amor fraterno concreto.
Líbranos de los miedos y de los prejuicios,
para hacer nuestros sus sufrimientos
y luchar juntos contra la injusticia;
para que crezca un mundo en el que cada persona
sea respetada en su inviolable dignidad,
esa que Tú, oh Padre, has puesto en nosotros
y tu Hijo ha consagrado para siempre.
Amén.