El Papa Francisco en Lituania, Letonia y Estonia

Intervenciones del Santo Padre durante su viaje apostólico a los Países Bálticos (22-25 de septiembre de 2018).

Programa

Sábado 22. Roma-Vilna

Llegada al aeropuerto internacional de Vilna. Ceremonia de bienvenida y visita de cortesía al Presidente en el Palacio Presidencial

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la plaza del Palacio Presidencial

Visita al Santuario Mater Misericordiae

Encuentro con los jóvenes en la plaza de la Catedral. Visita a la Catedral

Domingo 23. Vilna-Kaunas-Vilna

Santa Misa en el Parque Santakos de Kaunas

Ángelus en el Parque Santakos de Kaunas.

Almuerzo con los obispos en el Palacio de la Curia

Encuentro con sacerdotes, religiosos/as, consagrados/as y seminaristas en la Catedral de Kaunas

Traslado al Museo de la Ocupación y de la Lucha por la Libertad, con una breve parada de oración ante el Monumento a las víctimas del gueto (Plaza Rūdnikų)

Visita y oración en el Museo de la Ocupación y de la Lucha por la Libertad

Palabras desde la ventana de la Nunciatura de Vilna

Lunes 24. Vilna-Riga-Vilna

Llegada al aeropuerto internacional de Riga. Recibimiento oficial

Ceremonia de bienvenida en el patio del Palacio Presidencial. Visita de cortesía al presidente en el Palacio Presidencial

Encuentro con las autoridades civiles, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el Salón de recibimientos del Palacio Presidencial

Ofrenda floral y ceremonia en el Monumento a la Libertad

Encuentro ecuménico en la Catedral evangélica luterana de Riga

Encuentro con los asistidos por las obras de caridad de la Iglesia

Visita a la Catedral católica de Santiago

Almuerzo con los obispos en la Casa Archidiocesana de la Sagrada Familia

Santa Misa en el Santuario de la Madre de Dios de Aglona

Ceremonia de despedida en el helipuerto de Aglona

Martes 25. Vilna-Tallin-Roma

Llegada al aeropuerto internacional de Tallin. Recibimiento oficial. Ceremonia de bienvenida en la plaza de Palacio Presidencial.Visita de cortesía al presidente en el Palacio Presidencial

Encuentro con las autoridades civiles, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el Jardín de las Rosas del Palacio Presidencial

Encuentro ecuménico con los jóvenes en la "Kaarli Lutheran Church"

Almuerzo con el séquito papal en el Convento de Santa Brígida, Pirita

Encuentro con los asistidos por las obras de caridad de la Iglesia en la Catedral de San Pedro y San Pablo

Santa Misa en la Plaza de la Libertad

Ceremonia de despedida en el aeropuerto internacional de Tallin


Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la plaza del Palacio Presidencial

Señora Presidenta,
Miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático,
Representantes de la sociedad civil,
Distinguidas autoridades,
Señoras y señores:

Es motivo de alegría y esperanza comenzar esta peregrinación por los Países Bálticos en tierra lituana que, como le gustaba llamar a san Juan Pablo II, es «testimonio silencioso de un amor apasionado por la libertad religiosa» (Discurso en la ceremonia de bienvenida, Vilna, 4 septiembre 1993).

Le agradezco, señora Presidenta, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre propio y de su pueblo. En usted quiero saludar en primer lugar a todo el pueblo lituano que hoy me abre las puertas de su hogar y de su patria. A todos vosotros mi afecto y sincero agradecimiento.

Esta visita se desarrolla en un momento particularmente importante de vuestra vida como nación al celebrarse los 100 años de la declaración de independencia.

Un siglo marcado por múltiples pruebas y sufrimientos que han tenido que sobrellevar (detenciones, deportaciones, incluso el martirio). Celebrar los cien años de independencia significa detenerse un poco en el tiempo, recuperar la memoria de lo vivido para tomar contacto con todo aquello que los ha forjado como nación y encontrar allí las claves que les permitan mirar los desafíos presentes, y proyectarse hacia el futuro, en un clima de diálogo y de unidad con todos sus habitantes, de manera que nadie quede excluido. Cada generación está llamada a hacer suyas las luchas y los logros pasados y honrar en su presente la memoria de sus mayores. No sabemos cómo será el mañana; lo que sí sabemos es que a cada época le corresponde conservar el “alma” que la construyó y ayudó a transformar toda situación de dolor e injusticia en oportunidad, además de conservar viva y eficaz la raíz que dio los frutos de hoy. Este pueblo tiene un “alma” fuerte que le permitió resistir y construir. Y así dice vuestro himno nacional: «Que tus hijos desde el pasado extraigan fortaleza» para mirar el presente con valentía.

«Que tus hijos extraigan fortaleza del pasado»

Durante su historia, Lituania supo hospedar, acoger y recibir pueblos de diversas etnias y religiones. Todos han encontrado en estas tierras un lugar para vivir: lituanos, tártaros, polacos, rusos, bielorrusos, ucranianos, armenios, alemanes…; católicos, ortodoxos, protestantes, viejos católicos, musulmanes, judíos…; han vivido juntos y en paz hasta que llegaron las ideologías totalitarias que quebraron la capacidad de albergar y armonizar las diferencias sembrando violencia y desconfianza. Extraer fuerzas del pasado es recuperar la raíz y mantener siempre vivo lo más auténtico y original que vive en vosotros y que os ha permitido crecer y no sucumbir como nación: la tolerancia, la hospitalidad, el respeto y la solidaridad.

Mirando el escenario mundial que nos toca vivir, en el que crecen las voces que siembran división y enfrentamiento —instrumentalizando muchas veces la inseguridad o los conflictos— o que pregonan que la única manera posible de garantizar la seguridad y la subsistencia de una cultura nace buscando eliminar, cancelar o expulsar a las otras, vosotros lituanos tenéis una palabra autóctona que aportar: “albergar las diferencias”. Por medio del diálogo, de la apertura y la comprensión estas pueden convertirse en puente de unión entre el oriente y el occidente europeo. Este puede ser el fruto de una historia madura, que como pueblo ofrecéis a la comunidad internacional y en particular a la Unión Europea. Vosotros habéis sufrido en “carne propia” los intentos de imponer un modelo único, que anulase lo diverso con la pretensión de creer que los privilegios de algunos pocos estén por encima de la dignidad de los otros o del bien común. Bien lo señaló Benedicto XVI: «Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. […] Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales» (Carta enc. Caritas in veritate, 7). Todos los conflictos que se presentan tienen soluciones duraderas siempre y cuando se sustenten en el reconocimiento concreto de las personas, especialmente de las más débiles y en el sentirse desafiados a «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que los beneficiará a todos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235).

En este sentido, extraer fortaleza del pasado es prestar atención a los más jóvenes, que no solo son el futuro, sino el presente de esta nación, siempre y cuando permanezcan unidos a las raíces del pueblo. Un pueblo donde los jóvenes encuentran espacios para desarrollarse y trabajar, les ayudará sentirse protagonistas de la construcción del entramado social y comunitario. Eso posibilitará a todos alzar la mirada con ilusión hacia el mañana. La Lituania que soñáis se juega en la búsqueda incansable por promover todo tipo de políticas que incentiven la participación activa de los más jóvenes en la sociedad. Sin duda, eso será semilla de esperanza, puesto que portará a un dinamismo en el que el “alma” de este pueblo seguirá gestando hospitalidad: hospitalidad hacia el extranjero, hospitalidad hacia los jóvenes, hacia los ancianos, que son memoria viva, hacia el pobre, en definitiva, hospitalidad al porvenir.

Le aseguro señora Presidenta que pueden contar —como hasta ahora— con el esfuerzo y el trabajo mancomunado de la Iglesia católica, para que esta tierra pueda cumplir su vocación de ser tierra puente de comunión y esperanza.


Visita al Santuario Mater Misericordiae

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos frente a la “Puerta de la Aurora”, lo que queda del muro protector de esta ciudad que servía para defenderse de cualquier peligro y provocación, y que en 1799 el ejército invasor destruyó en su totalidad, dejando solo esta puerta: ya entonces estaba allí la imagen de la “Virgen de la Misericordia”, la Santa Madre de Dios que siempre está dispuesta a socorrernos, a salir en nuestro auxilio.

Ya desde esos días, ella nos quería enseñar que se puede proteger sin atacar, que es posible cuidar sin la necesidad enfermiza de desconfiar de todos. Esta Madre, sin Niño, toda dorada, es la Madre de todos; ella ve en cada uno de los que vienen hasta aquí lo que tantas veces ni nosotros mismos alcanzamos a percibir: el rostro de su Hijo Jesús grabado en nuestro corazón.

Y porque la imagen de Jesucristo está puesta como un sello en todo corazón humano, todo hombre y toda mujer nos dan la posibilidad de encontrarnos con Dios. Cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos por miedo a los demás, cuando construimos muros y barricadas, terminamos privándonos de la Buena Noticia de Jesús que conlleva la historia y la vida de los demás. Hemos construido demasiadas fortalezas en nuestro pasado, pero hoy sentimos la necesidad de mirarnos a la cara y reconocernos como hermanos, de caminar juntos descubriendo y experimentando con alegría y paz el valor de la fraternidad (cf. Exhort. ap.Evangelii gaudium, 87). Cada día visitan a la Madre de la Misericordia en este lugar multitud de personas venidas de muchos países: lituanos, polacos, bielorrusos y rusos; católicos y ortodoxos. Hoy lo permite la fluidez de las comunicaciones, la libertad de circulación entre nuestros países. Qué bueno sería que a esta facilidad para movernos de un lugar a otro se le sumara también la facilidad para establecer puntos de encuentro y solidaridad entre todos, para hacer circular los dones que gratuitamente hemos recibido, para salir de nosotros mismos y darnos a los demás, acogiendo a su vez la presencia y la diversidad de los otros como un regalo y una riqueza en nuestras vidas.

A veces pareciera que abrirnos al mundo nos lanza a espacios de competencia, donde “el hombre es lobo para el hombre” y solo hay lugar para el conflicto que nos divide, las tensiones que nos agotan, el odio y la enemistad que no nos llevan a ninguna parte(cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 71-72).

La Madre de la Misericordia, como toda buena madre, busca reunir a la familia y nos dice al oído: “Busca a tu hermano”. Así nos abre la puerta a un nuevo amanecer, a una nueva aurora. Nos lleva hasta el umbral, como en la puerta del rico Epulón del Evangelio (cf. Lc 16,19-31). Hoy nos han esperado niños y familias con las llagas sangrando; no son las de Lázaro en la parábola, son las de Jesús; son reales, concretas y, desde su dolor y oscuridad, claman para que nosotros les acerquemos la sanadora luz de la caridad. Porque es la caridad la llave que nos abre la puerta del cielo.

Queridos hermanos: Que al cruzar este umbral experimentemos la fuerza que purifica nuestro modo de abordar a los demás, y la Madre nos permita mirar sus limitaciones y defectos con misericordia y humildad, sin creernos superiores a nadie (cf. Flp 2,3). Que al contemplar los misterios del rosario le pidamos ser una comunidad que sabe anunciar a Cristo Jesús, nuestra esperanza, a fin de construir una patria que sabe acoger a todos, que recibe de la Virgen Madre los dones del diálogo y la paciencia, de la cercanía y la acogida que ama, perdona y no condena (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 165); una patria que elige construir puentes y no muros, que prefiere la misericordia y no el juicio. Que María sea siempre la Puerta de la Aurora para toda esta bendita tierra.

Dejándonos guiar por ella, recemos ahora una decena del Rosario, contemplando el tercer misterio gozoso.


Encuentro con los jóvenes en la plaza de la Catedral

Buenas tardes a todos.

Muchas gracias Mónica y Jonás por vuestro testimonio. Lo he recibido como un amigo, como si hubiéramos estado sentados juntos, en algún bar, contándonos cosas de la vida, mientras tomamos una cerveza o un “gira” después de haber ido al “Jaunimo teatras”.

Pero vuestras vidas no son una obra de teatro, son reales, concretas, como las de cada uno de los que estamos acá, en esta hermosa plaza situada entre estos dos ríos. Y quizá todo esto nos sirva para releer vuestras historias y descubrir en ellas el paso de Dios... porque Dios pasa siempre por nuestras vidas. Pasa siempre. Un filósofo importante decía: «Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca».

Como esta iglesia catedral, vosotros habéis experimentado situaciones que os derrumbaban, incendios de los que parecía que no hubierais podido reponeros. Tantas veces este templo fue devorado por las llamas, se derrumbó y, sin embargo, siempre hubo quienes decidieron volver a levantarlo, no se dejaron vencer por las dificultades, no bajaron los brazos. Hay un canto alpino que dice así: “En el arte de subir, lo que importa no es no caer, sino no quedarse caído”. Comenzar de nuevo siempre, y así subir. Como esta catedral. También la libertad de vuestra patria está construida sobre aquellos que no se dejaron intimidar por el terror y la desventura. La vida, el modo de ser y la muerte de tu papá, Mónica; tu enfermedad, Jonás, os podría haber devastado... Y, sin embargo, estáis aquí, compartiendo vuestra experiencia con una mirada de fe, haciéndonos descubrir que Dios os dio la gracia para aguantar, para levantaros, para seguir caminando en la vida.

Y yo me pregunto: ¿Cómo se derramó en vosotros esta gracia de Dios? No por el aire, no por arte de magia, no hay una varita mágica para la vida. Esto ha sucedido a través de personas que se cruzaron en vuestras vidas, gente buena que os nutrió de su experiencia de fe. Siempre hay gente en la vida que nos da una mano para ayudarnos a levantarnos. Mónica: tu abuela y tu mamá, la parroquia franciscana, fueron para ti como la confluencia de estos dos ríos: así como el Vilna se une al Neris, tú te sumaste, te dejaste llevar por esa corriente de gracia. Porque el Señor nos salva haciéndonos parte de un pueblo. El Señor nos salva haciéndonos parte de un pueblo. Nos introduce en un pueblo, y nuestra identidad, en última instancia, está en pertenecer a un pueblo. Nadie puede decir “yo me salvo solo”, estamos todos interconectados, estamos todos “en red”. Dios quiso entrar en esta dinámica de relaciones y nos atrae hacia sí en comunidad, dando pleno sentido de identidad y pertenencia a nuestra vida (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). También tú, Jonás, encontraste en otros ―en tu esposa y en la promesa hecha el día del matrimonio― la razón para seguir, para luchar, para vivir. No permitáis que el mundo os haga creer que es mejor caminar solos. Solos no se llega a ninguna parte. Sí, podrás tener éxito en la vida, pero sin amor, sin amigos, sin pertenecer a un pueblo, sin una experiencia tan hermosa que es arriesgar junto con otros. No se puede caminar solos. No cedáis a la tentación de ensimismaros, mirándoos el ombligo, a la tentación de volveros egoístas o superficiales ante el dolor, la dificultad o el éxito pasajero. Volvamos a afirmar que “lo que le pasa al otro, me pasa a mí”, vayamos contra la corriente de ese individualismo que aísla, que nos vuelve egocéntricos, que nos hacer ser vanidosos, preocupados solamente por la imagen y el propio bienestar. Preocupado por la imagen, de cómo me verán. Es fea la vida mirándose al espejo, es feo. En cambio, la vida es hermosa con los demás, en familia, con amigos, con la lucha de mi gente... Así, la vida es hermosa.

Somos cristianos y queremos lograr la santidad. Apostad por la santidad desde el encuentro y la comunión con los demás, atentos a sus necesidades (cf. ibíd., 146). Nuestra verdadera identidad supone la pertenencia a un pueblo. No existen identidades “de laboratorio”, no existen, ni identidades “destiladas”, identidades “purasangre”: estas no existen. Existe la identidad de caminar juntos, de luchar juntos, de amar juntos. La identidad de pertenecer a una familia, a un pueblo. Existe la identidad que te da amor, ternura, de preocuparte por los demás... Existe la identidad que te da la fuerza para luchar y al mismo tiempo la ternura para acariciar. Cada uno de nosotros conoce la belleza y también el cansancio —es hermoso que los jóvenes se cansen, es signo de que trabajan—, y muchas veces el dolor de pertenecer a un pueblo, vosotros conocéis esto. Aquí radica nuestra identidad, no somos personas sin raíces. No somos personas sin raíces.

También los dos recordáis la presencia en el coro, la oración familiar, la misa, la catequesis y la ayuda a los más necesitados; son armas poderosas que el Señor nos da. La oración y el canto, para no encerrarse en la inmanencia de este mundo: al suspirar por Dios habéis salido de vosotros mismos y habéis podido contemplar con los ojos de Dios lo que os pasaba en el corazón (cf. ibíd., 147); practicando la música os abrís a la escucha y a la interioridad, os dejáis impactar de tal modo en la sensibilidad y eso es siempre una buena oportunidad para el discernimiento (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 162). Es cierto que la oración puede ser una experiencia de “batalla espiritual”, pero es allí donde aprendemos a escuchar al Espíritu, a discernir los signos de los tiempos y a recuperar las fuerzas para seguir anunciando el Evangelio hoy. ¿De qué otro modo batallaríamos contra el desaliento ante las enfermedades y dificultades propias y ajenas, ante los horrores del mundo? ¿Cómo haríamos sin la oración para no creer que todo depende de nosotros, que estamos solos ante el cuerpo a cuerpo con la adversidad? “¡Jesús y yo, mayoría completa!”. No lo olvidéis; esto lo decía un santo, san Alberto Hurtado. El encuentro con él, con su palabra, con la eucaristía nos recuerda que no importa la fuerza del oponente; no importa que esté primero el “Žalgiris Kaunas” o el “Vilnius Rytas”… A propósito, os pregunto: ¿Cuál es el primero?... No importa cuál es el primero, no importa el resultado, sino que el Señor está con nosotros.

También a vosotros os ha sostenido en la vida la experiencia de ayudar a otros, descubrir que cerca nuestro hay gente que lo pasa mal, incluso mucho peor que nosotros. Mónica: nos has contado de tu tarea con niños discapacitados. Ver la fragilidad de otros nos ubica, nos evita vivir lamiéndonos las propias heridas. Es feo vivir quejándose, es feo. Es feo vivir lamiéndose las heridas. Cuántos jóvenes se van del país por falta de oportunidades, cuántos son víctimas de la depresión, el alcohol y las drogas. Vosotros lo sabéis bien. Cuántas personas mayores solas, sin nadie con quien compartir el presente y miedosas de que vuelva el pasado. Vosotros, jóvenes, podéis responder a esos desafíos con vuestra presencia y con el encuentro entre vosotros y los demás. Jesús nos invita a salir de nosotros mismos, a arriesgar en el “cara a cara” con los otros. Es verdad que creer en Jesús implica muchas veces dar saltos de fe en el vacío, y eso da miedo. Otras veces nos lleva a cuestionarnos, a salir de nuestros esquemas, y eso puede hacernos sufrir y dejarnos tentar por el desánimo. Pero, sed valientes. Seguir a Jesús es una aventura apasionante, que llena nuestra vida de sentido, que nos hace sentir parte de una comunidad que nos anima, de una comunidad que nos acompaña, que nos compromete a servir. Queridos jóvenes, vale la pena seguir a Cristo, ¡vale la pena! No tengamos miedo a formar parte de la revolución a la que él nos invita: la revolución de la ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88).

Si la vida fuera una obra de teatro o un videojuego estaría acotada por un tiempo preciso, un comienzo y un final donde se baja el telón o alguien gana la partida. Pero la vida mide otros tiempos, no con los tiempos del teatro o del videojuego; la vida se juega en tiempos parecidos al corazón de Dios; a veces se avanza, otras se retrocede, se ensayan e intentan caminos, se cambian. La indecisión pareciera que nace del miedo a que caiga el telón, a que el cronómetro me deje fuera de la partida, o a que no pueda pasar de nivel en el juego. En cambio, la vida es siempre caminar, la vida se hace en camino, no está parada; la vida es siempre un caminar buscando la dirección correcta, sin miedo a volver si me equivoqué. Lo más peligroso es confundir el camino con un laberinto: ese andar dando vueltas por la vida, sobre sí mismos, sin atinar por el camino que conduce hacia adelante. Por favor, no seáis jóvenes de laberinto, del cual es difícil salir, sino jóvenes en camino. ¡Nada de laberinto, sino en camino!

No tengáis miedo a decidiros por Jesús, a abrazar su causa, la del Evangelio, de la humanidad, de los seres humanos. Porque él nunca se va a bajar de la barca de nuestra vida, siempre va a estar en el cruce de nuestros caminos, jamás va a dejar de reconstruirnos, aunque a veces nos empeñemos en incendiarnos. Jesús nos regala tiempos amplios y generosos, donde hay espacios para los fracasos, donde nadie tiene que emigrar, pues hay lugar para todos. Muchos querrán ocupar vuestros corazones, inundar los campos de vuestras aspiraciones con cizaña, pero al final, si le entregamos la vida al Señor, siempre vence el buen trigo. Vuestro testimonio, Mónica y Jonás, hablaba de la abuela, la madre... Me gustaría deciros —y con esto termino, no os preocupéis—, me gustaría deciros que no olvides las raíces de vuestro pueblo. Pensad en el pasado, hablad con la gente mayor: no es algo aburrido hablar con los mayores. Id a visitar a los ancianos y haced que os cuenten las raíces de vuestro pueblo, las alegrías, los sufrimientos, los valores. De este modo, valiéndose de las raíces, sacaréis adelante vuestro pueblo, la historia de vuestro pueblo para obtener un fruto mayor. Queridos jóvenes: Si queréis un pueblo grande y libre, tomad la memoria de las raíces, y llevadlo adelante. Muchas gracias.


Santa Misa en el Parque Santakos de Kaunas

San Marcos dedica toda una parte de su evangelio a la enseñanza de los discípulos. Pareciera que Jesús, a mitad de camino hacia Jerusalén, quiso que los suyos volvieran a elegir sabiendo que ese seguimiento suponía momentos de prueba y de dolor. El evangelista relata ese período de la vida de Jesús recordando que en tres ocasiones él anunció su pasión; ellos expresaron tres veces su desconcierto y resistencia, y el Señor en las tres oportunidades quiso dejarles una enseñanza. Nosotros acabamos de escuchar la segunda de esas tres secuencias (cf. Mc 9,30-37).

La vida cristiana siempre pasa por momentos de cruz, y a veces parecen interminables. Las generaciones pasadas habrán dejado grabado a fuego el tiempo de la ocupación, la angustia de los que eran llevados, la incertidumbre de los que no volvían, la vergüenza de la delación, de la traición. El libro de la Sabiduría nos habla acerca del justo perseguido, aquel que sufre ultrajes y tormentos por el solo hecho de ser bueno (cf. 2,10-20). Cuántos de vosotros podríais relatar en primera persona, o en la historia de algún familiar, este mismo pasaje que hemos leído. Cuántos también habéis visto tambalear vuestra fe porque no apareció Dios para defenderos; porque el hecho de permanecer fieles no bastó para que él interviniera en vuestra historia. Kaunas sabe de esto; Lituania entera lo puede testimoniar con un escalofrío ante la sola mención de Siberia, o los guetos de Vilna y de Kaunas, entre otros; y puede decir al unísono con el apóstol Santiago, en el fragmento de su carta que hemos escuchado: ambicionan, matan, envidian, combaten y hacen la guerra (cf. 4,2).

Pero los discípulos no querían que Jesús les hablase de dolor y cruz, no quieren saber nada de pruebas y angustias. Y san Marcos recuerda que se interesaban por otras cosas, que volvían a casa discutiendo quién era el mayor. Hermanos: el afán de poder y de gloria constituye el modo más común de comportarse de quienes no terminan de sanar la memoria de su historia y, quizás por eso mismo, tampoco aceptan esforzarse en el trabajo del presente. Y entonces se discute sobre quién brilló más, quién fue más puro en el pasado, quién tiene más derecho a tener privilegios que los otros. Y así negamos nuestra historia, «que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 96). Es una actitud estéril y vanidosa, que renuncia a implicarse en la construcción del presente al perder el contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel. No podemos ser como esos “expertos” espirituales, que solo juzgan desde afuera y se entretienen en un continuo hablar sobre “lo que habría que hacer” (cf. ibíd.).

Jesús, sabiendo lo que sentían, les propone un antídoto a estas luchas de poder y al rechazo del sacrificio; y, para darle solemnidad a lo que va a decir, se sienta como un Maestro, los llama, y realiza un gesto: pone a un niño en el centro; un niñito que generalmente se ganaba los mendrugos haciendo los mandados que nadie quería hacer. ¿A quién pondrá en el medio hoy, aquí, en esta mañana de domingo? ¿Quiénes serán los más pequeños, los más pobres entre nosotros, aquellos que tenemos que acoger a cien años de nuestra independencia? ¿Quién no tiene nada para devolvernos, para hacer gratificante nuestro esfuerzo y nuestras renuncias? Quizás son las minorías étnicas de nuestra ciudad, o aquellos desocupados que deben emigrar. Tal vez son los ancianos solos, o los jóvenes que no encuentran sentido a la vida porque perdieron sus raíces. “En medio” significa equidistante, para que nadie se pueda hacer el distraído, ninguno pueda argumentar que “es responsabilidad de otro”, porque “yo no lo vi” o “estoy más lejos”. Sin protagonismos, sin querer ser los aplaudidos o los primeros. Allá, en la ciudad de Vilna, le tocó al río Vilna aportar su caudal y perder su nombre ante el Neris; acá, es el mismo Neris el que pierde su nombre aportando su caudal al Nemunas. De eso se trata, de ser una Iglesia “en salida”, de no tener miedo a salir y entregarnos aun cuando parezca que nos disolvemos, de perder en pos de los más pequeños, de los olvidados, de aquellos que habitan en las periferias existenciales. Pero sabiendo que ese salir implicará también en ocasiones un detener el paso, dejar de lado ansiedades y urgencias, para saber mirar a los ojos, escuchar y acompañar al que se quedó al borde del camino. A veces tocará comportarse como el padre del hijo pródigo, que se queda a la puerta esperando su regreso, para abrirle apenas llegue (cf. ibíd., 46); y otras, como los discípulos que tienen que aprender que cuando se recibe a un pequeño es al mismo Jesús a quien se recibe.

Porque por eso estamos hoy acá, ansiosos de recibir a Jesús: en su palabra, en la eucaristía, en los pequeños. Recibirlo para que él reconcilie nuestra memoria y nos acompañe en un presente que nos sigue apasionando por sus desafíos, por los signos que nos deja, para que lo sigamos como discípulos, porque no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en el corazón de los discípulos de Cristo, y así sentimos como nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y afligidos (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. ap. Gaudium et spes, 1). Por eso, y porque como comunidad nos sentimos verdadera e íntimamente solidarios del género humano —de esta ciudad y de toda Lituania— y de su historia (cf. ibíd.), queremos entregar la vida en el servicio y en la alegría, y así hacer saber a todos que Cristo Jesús es nuestra única esperanza.


Ángelus en el Parque Santakos de Kaunas

Queridos hermanos y hermanas:

El libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos habla del justo perseguido, de aquel cuya “sola presencia” molesta a los impíos. El impío es descrito como el que oprime al pobre, no tiene compasión de la viuda ni respeta al anciano (cf. 2,17-20). El impío tiene la pretensión de creer que su “fuerza es la norma de la justicia”. Someter a los más frágiles, usar la fuerza en cualquiera de sus formas: imponer un modo de pensar, una ideología, un discurso dominante, usar la violencia o represión para doblegar a quienes simplemente, con su hacer cotidiano honesto, sencillo, trabajador y solidario, expresan que es posible otro mundo, otra sociedad. Al impío no le alcanza con hacer lo que quiere, dejarse llevar por sus caprichos; no quiere que los otros, haciendo el bien, dejen en evidencia su modo de actuar. En el impío, el mal siempre intenta aniquilar el bien.

Hace 75 años, esta nación presenciaba la destrucción definitiva del Gueto de Vilnia; así culminaba el aniquilamiento de miles de hebreos que ya había comenzado dos años antes. Al igual que se lee en el libro de la Sabiduría, el pueblo judío pasó por ultrajes y tormentos. Hagamos memoria de aquellos tiempos, y pidamos al Señor que nos dé el don del discernimiento para detectar a tiempo cualquier rebrote de esa perniciosa actitud, cualquier aire que enrarezca el corazón de las generaciones que no han vivido aquello y que a veces pueden correr tras esos cantos de sirena.

Jesús en el Evangelio nos recuerda una tentación sobre la que tendremos que vigilar con insistencia: el afán de primacía, de sobresalir por encima de los demás, que puede anidar en todo corazón humano. Cuántas veces ha sucedido que un pueblo se crea superior, con más derechos adquiridos, con más privilegios por preservar o conquistar. ¿Cuál es el antídoto que propone Jesús cuando aparece esa pulsión en nuestro corazón o en el latir de una sociedad o un país? Hacerse el último de todos y el servidor de todos; estar allí donde nadie quiere ir, donde nada llega, en lo más distante de las periferias; y sirviendo, generando encuentro con los últimos, con los descartados. Si el poder se decidiera por eso, si permitiéramos que el Evangelio de Jesucristo llegara a lo hondo de nuestras vidas, entonces sí sería una realidad la “globalización de la solidaridad”. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (Ga 6,2)» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).

Aquí en Lituania está la colina de las cruces, donde millares de personas, a lo largo de los siglos, han plantado el signo de la cruz. Los invito a que, al rezar el Ángelus, le pidamos a María que nos ayude a plantar la cruz de nuestro servicio, de nuestra entrega allí donde nos necesitan, en la colina donde habitan los últimos, donde es preciso la atención delicada a los excluidos, a las minorías, para que alejemos de nuestros ambientes y de nuestras culturas la posibilidad de aniquilar al otro, de marginar, de seguir descartando a quien nos molesta y amenaza nuestras comodidades.

Jesús pone en medio a un pequeño, lo pone a la misma distancia de todos, para que todos nos sintamos desafiados a dar una respuesta. Al recordar el “sí” de María, pidámosle que haga nuestro “sí” generoso y fecundo como el suyo.

V. Angelus Domini nuntiavit Mariae.

R. Et concepit de Spiritu Sancto.

...

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo aprovechar esta ocasión para agradecer a la señora Presidenta de la República y a las demás autoridades de Lituania, así como a los obispos y sus colaboradores, por la preparación de esta visita; extiendo también mi agradecimiento a todos los que de tantos modos han dado su contribución, incluso con la oración.

Pienso en modo particular durante estos días a la comunidad judía. Esta tarde rezaré delante del Monumento a las Víctimas del Gueto en Vilna, en el 75 aniversario de su destrucción. Que el Altísimo bendiga el diálogo y el compromiso común por la justicia y la paz.

Feliz domingo. Buen almuerzo. —Gražaus sekmadienio! Skaniu pietu!


Encuentro con sacerdotes, religiosos/as, consagrados/as y seminaristas en la Catedral de Kaunas

Queridos hermanos y hermanas: buenas tardes.

Antes que nada, me gustaría manifestar una sensación que tengo. Mirándoos, veo muchos mártires detrás de vosotros. Mártires anónimos, en el sentido de que ni siquiera sabemos dónde fueron enterrados. También alguno entre vosotros: saludé a uno que sabía lo que era la cárcel. Me acuerdo de una palabra para comenzar: no lo olvidéis, tened memoria. Vosotros sois hijos de mártires, esta es vuestra fuerza. Y que el espíritu del mundo no venga a deciros algo diferente de lo que vivieron vuestros antepasados. Recordad a vuestros mártires y tomad ejemplo de ellos: no tenían miedo. Hablando con los obispos, vuestros obispos, decían hoy: “¿Cómo podemos hacer para presentar la causa de beatificación de tantos, de los que no tenemos documentos, pero sabemos que son mártires?”. Es un consuelo; es hermoso escuchar esto: la preocupación por aquellos que nos han dado testimonio. Ellos son santos.

El obispo [Linas Vodopjanovas, O.F.M., responsable para la vida consagrada] habló sin matices —los franciscanos hablan así—: “Hoy, en muchos sentidos, nuestra fe se pone a prueba”, dijo. Él no pensó en la persecución de los dictadores, no. “Después de responder a la llamada de la vocación, con frecuencia no sentimos más alegría en la oración o en la vida comunitaria”.

El espíritu de la secularización, del aburrimiento por todo lo que tiene relación con la comunidad es la tentación de la segunda generación. Nuestros padres lucharon, sufrieron, estuvieron en la cárcel y, quizás, nosotros no tenemos la fuerza para seguir adelante. Tened esto en cuenta.

La Carta a los Hebreos exhorta: “Recordad aquellos días primeros. No olvides a tus antepasados” (cf. 10,32-39). Esta es la exhortación que os dirijo al inicio.

Toda la visita a vuestro país ha estado enmarcada en una expresión: “Cristo Jesús, nuestra esperanza”. Ya casi al finalizar este día, nos encontramos con un texto del apóstol Pablo que nos invita a esperar con constancia. Y esta invitación la hace habiéndonos anunciado el sueño de Dios para todo ser humano, es más, para toda la creación: que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman» (Rm 8,28); “endereza” todas las cosas, sería la traducción literal.

Hoy querría compartir con vosotros algunos rasgos de esa esperanza; rasgos que nosotros —sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas— estamos invitados a vivir.

En primer lugar, antes de invitarnos a la esperanza, Pablo ha repetido tres veces la palabra “gemir”: gime la creación, gimen los hombres, gime el Espíritu en nosotros (cf. Rm 8,22-23.26). Se gime desde la esclavitud de la corrupción, desde el anhelo de plenitud. Y hoy nos hará bien preguntarnos si está presente en nosotros ese gemido, o por el contrario ya nada grita en nuestra carne, nada anhela al Dios vivo. Como decía vuestro obispo: “No sentimos más la alegría en la oración, en la vida comunitaria”. El bramido de la cierva sedienta ante la escasez de agua debería ser el nuestro, en la búsqueda de lo profundo, de lo verdadero, de lo bello de Dios. Queridos hermanos: ¡No somos “funcionarios de Dios”! Quizás la “sociedad del bienestar” nos tiene demasiado repletos, llenos de servicios y de bienes, y terminamos “empachados” de todo y llenos de nada; quizás nos tiene aturdidos o dispersos, pero no plenos. Peor aún: A veces no tenemos más hambre. Somos nosotros, hombres y mujeres de especial consagración, los que nunca nos podemos permitir perder ese gemido, esa inquietud del corazón que solo encuentra descanso en el Señor (cf. S. Agustín, Confesiones,I,1,1). La inquietud del corazón. Ninguna información inmediata, ninguna comunicación virtual instantánea nos puede privar de los tiempos concretos, prolongados, para conquistar —de eso se trata, de un esfuerzo sostenido—; para conquistar un diálogo cotidiano con el Señor por medio de la oración y la adoración. Se trata de cultivar nuestro deseo de Dios, como escribía san Juan de la Cruz. Decía así: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón» (Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, 9).

Ese gemido también brota de la contemplación del mundo de los hombres, es un clamor de plenitud ante las necesidades insatisfechas de nuestros hermanos más pobres, ante la ausencia de sentido de la vida de los más jóvenes, la soledad de los ancianos, el atropello al mundo creado. Es un gemido que busca organizarse para incidir en el acontecer de una nación, de una ciudad; no como presión o ejercicio del poder, sino como servicio. A nosotros nos debe impactar el clamor de nuestro pueblo, como a Moisés, a quien Dios le reveló el sufrimiento de su pueblo en el encuentro junto a la zarza ardiente (cf. Ex 3,9). Escuchar la voz de Dios en la oración nos hace ver, nos hace oír, conocer el dolor de los demás para liberarlos. Pero también nos debe impactar cuando nuestro pueblo ha dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que sacia la sed. Es un momento también para discernir qué puede estar anestesiando la voz de nuestra gente.

El clamor que nos hace buscar a Dios en la oración y adoración es el mismo que nos hace auscultar el quejido de nuestros hermanos. Ellos “esperan” en nosotros y precisamos, desde un delicado discernimiento, organizarnos, planificar y ser audaces y creativos en nuestros apostolados. Que nuestra presencia no esté entregada a la improvisación, sino que responda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 33).

Pero el apóstol también habla de constancia; constancia en el sufrimiento, constancia para perseverar en el bien. Esto supone estar centrados en Dios, permanecer firmemente arraigados en él, ser fieles a su amor.

Vosotros, los de mayor edad —cómo no mencionar a Mons. Sigitas Tamkevicius— sabéis testimoniar esta constancia en el sufrir, ese “esperar contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18). La violencia ejercida sobre vosotros por defender la libertad civil y religiosa, la violencia de la difamación, la cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor de la historia. Por eso, tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también mucho que proponer, sin necesidad de juzgar la aparente debilidad de los más jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a encerraros en vosotros mismos, a recurrir a estilos y diversiones que no están acordes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Veo que hay jóvenes aquí. Repito, porque hay jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante las pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a cerraros en vosotros mismos, a recurrir a comportamientos y evasiones que no son coherentes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Es mejor que toméis otro camino que vivir en la mediocridad. Esto para jóvenes. Todavía estáis a tiempo, y la puerta está abierta. Son precisamente las tribulaciones las que perfilan los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fracaso. No sucede lo mismo con la esperanza cristiana, ella sale más nítida, más aquilatada tras pasar por el crisol de las tribulaciones.

Es cierto que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras, pero también es cierto que esos consejos son mejor asimilados cuando los que han vivido esas experiencias duras no se encierran, sino que las comparten aprovechando los momentos comunes. Sus relatos no están llenos de añoranzas de tiempos pasados presentados como mejores, ni de acusaciones solapadas ante los que tienen estructuras afectivas más frágiles. La reserva de constancia de una comunidad discipular es eficaz cuando sabe integrar —como aquel escriba— lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,52), cuando es consciente de que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda florecer.

Por último, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza significa identificarnos con él, participar comunitariamente de su suerte. Para el apóstol Pablo, la salvación esperada no se limita a un aspecto negativo —liberación de una tribulación interna o externa, temporal o escatológica— sino que el énfasis está puesto en algo altamente positivo: la participación en la vida gloriosa de Cristo (cf. 1 Ts 5,9-10), la participación en su Reino glorioso (cf. 2 Tm 4,18), la redención del cuerpo (cf. Rm 8,23-24). Entonces, se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno, para cada uno. Porque no hay nadie que nos conozca ni nos haya conocido con tanta profundidad como Dios, por eso él nos destina a algo que parece imposible, apuesta sin posibilidad a equivocarse a que reproduzcamos la imagen de su Hijo. Él ha puesto sus expectativas en nosotros, y nosotros esperamos en él.

Nosotros, un “nosotros” que integra, pero también supera y excede el “yo”; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos que incluye a toda la creación. Muchas veces hemos puesto tanto énfasis en la responsabilidad personal que lo comunitario pasó a ser un telón de fondo, solo un ornamento. Pero el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para impulsar la misión de la Iglesia (cf. Exhort. ap.Evangelii gaudium, 131; 235).

Este templo en el que nos reunimos, está dedicado a San Pedro y San Pablo. Ambos apóstoles fueron conscientes del tesoro que se les había dado; ambos, en momentos y en circunstancias diferentes, fueron invitados a «ir mar adentro» (Lc 5,4). En la barca de la Iglesia estamos todos, intentando siempre clamar a Dios, ser constantes en medio de las tribulaciones y tener a Cristo Jesús como el objeto de nuestra esperanza. Y esta barca reconoce en el centro de su misión el anuncio de esa gloria esperada, que es la presencia de Dios en medio de su pueblo, en Cristo Resucitado, y que un día, anhelado por toda la creación, se manifestará en los hijos de Dios. Este es el desafío que nos urge: el mandato a evangelizar. Es la razón de ser de nuestra esperanza y de nuestra alegría.

Cuantas veces encontramos sacerdotes, consagrados y consagradas, tristes. La tristeza espiritual es una enfermedad. Triste porque no saben... Triste porque no encuentran el amor, porque no están enamorados: enamorados del Señor. Dejaron atrás una vida de matrimonio, de familia, y querían seguir al Señor. Pero ahora parece que están cansados... Y la tristeza va calando. Por favor, cuando os sintáis tristes, deteneos. Y buscad un sacerdote sabio, una monja sabia. No son sabios porque tienen un título universitario, no, no por eso. Sabio o sabia porque han sido capaces de avanzar en el amor. Id y pedid consejo. Cuando inicia esa tristeza, podemos profetizar que si no se cura a tiempo, os hará “solterones” y “solteronas”, hombres y mujeres que no son fecundos. ¡Tened miedo a esta tristeza! El diablo siembra.

Y hoy ese mar, en el que “se adentrarán”, serán “los escenarios y los desafíos siempre nuevos” de esta Iglesia en salida. Es necesario volver a preguntarnos: ¿qué nos pide el Señor? ¿Cuáles son las periferias que más necesitan de nuestra presencia para llevarles la luz del Evangelio? (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).

Si no, si no tenéis la alegría de la vocación, ¿quién podrá creer que Cristo Jesús es nuestra esperanza? Solo nuestro ejemplo de vida dará razón de nuestra esperanza en él.

Hay algo más que tiene relación con la tristeza: confundir la vocación con una empresa, con una empresa de trabajo. “Yo me dedico a esto, trabajo en esto, tengo entusiasmo con esto... y estoy feliz porque tengo esto”. Pero mañana, viene un obispo, otro o el mismo, o viene otro superior, superiora, y te dice: “No, deja esto y ve a otra parte”. Es el momento de la derrota. ¿Por qué? Porque, en ese momento, caerás en la cuenta de que has tomado un camino equivocado. Te darás cuenta de que el Señor, que te ha llamado a amar, está desilusionado contigo, porque has preferido hacer negocios. Al principio os dije que la vida de los que siguen a Jesús no es la vida de un funcionario o funcionaria: es la vida del amor del Señor y del celo apostólico por la gente. Haré una caricatura: ¿Qué hace un sacerdote funcionario? Él tiene su tiempo, su oficina, abre la oficina a una hora, hace su trabajo, cierra la oficina... Y la gente está afuera. Él no se acerca a la gente. Queridos hermanos y hermanas: Si no queréis ser funcionarios, os diré una palabra: cercanía. Proximidad, cercanía. Cercanía al Sagrario, cara a cara con el Señor. Y cercanía a las personas. “Pero, padre, la gente no viene...”. ¡Id a buscarla! “Pero, los jóvenes hoy no vienen...”. Inventa algo: el oratorio, para seguirlos, para ayudarlos. Cercanía a las personas y cercanía con el Señor en el Sagrario. El Señor os quiere pastores del pueblo, y no clérigos del estado. Después diré algo a las hermanas, pero después…

Cercanía significa misericordia. En esta tierra donde Jesús se reveló a sí mismo como Jesús misericordioso, un sacerdote tiene que ser misericordioso. Sobre todo en el confesionario. Pensad en cómo Jesús daría la bienvenida a esta persona [que se confiesa]. ¡A ese pobre hombre, ya lo ha golpeado bastante la vida! Hazle sentir el abrazo del Padre que perdona. Si no puedes darle la absolución, por ejemplo, dale el consuelo de hermano, de padre. Anímalo a seguir adelante. Convéncelo de que Dios perdona todo. Pero esto con la calidez de un padre. ¡Nunca eches a nadie del confesionario! Nunca eches a nadie. “Mira, no puedes... Ahora no puedo, pero Dios te ama, reza, vuelve y hablaremos...”. Así, cercanía. Esto es ser padre ¿No te importa ese pecador que lo echas así? No estoy hablando de vosotros, porque no os conozco. Hablo de otras realidades. Y misericordia. El confesionario no es el estudio de un psiquiatra. El confesionario no es para hurgar en los corazones de las personas.

Y por esto, queridos sacerdotes, la cercanía para vosotros también significa tener entrañas de misericordia. Y las entrañas de misericordia, ¿sabéis dónde se adquieren? Allí, en el Sagrario.

Y ustedes, queridas hermanas: Muchas veces vemos hermanas que son buenas —todas las monjas son buenas—, pero hablan, chismorrean... Preguntadle a la que está en el primer puesto en el otro lado —la penúltima—, si en la cárcel tenía tiempo para comentarios mientras cosía guantes. Preguntadle. Por favor, ¡sed madres! Sed madres, porque son un ícono de la Iglesia y de la Virgen. Y que cada persona que os vea pueda ver a la Madre Iglesia y a la Madre María. No olvidéis esto. Y la Madre Iglesia no es una “solterona”. La Madre Iglesia no chismorrea: ama, sirve, hace crecer. Vuestra cercanía es ser madre: un ícono de la Iglesia y un ícono de la Virgen.

Cercanía al Sagrario y a la oración. Esa sed del alma de la que hablé, y con los demás. Servicio sacerdotal y vida consagrada no de funcionarios, sino de padres y madres de misericordia. Y si hacéis así, cuando seáis ancianos, tendréis una sonrisa hermosa y ojos brillantes. Porque tendréis el alma llena de ternura, de mansedumbre, de misericordia, de amor, de paternidad y maternidad.

Y rezad por este pobre obispo. Gracias.


Visita y oración en el Museo de la Ocupación y de la Lucha por la Libertad

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,47).

Tu grito, Señor, no deja de resonar, y hace eco en estas paredes que recuerdan los padecimientos vividos por tantos hijos de este pueblo. Lituanos y provenientes de diferentes naciones han sufrido en su carne el afán prepotente de quienes pretendían controlarlo todo.

En tu grito, Señor, encuentra eco el grito del inocente que se une a tu voz y se eleva hacia el cielo. Es el Viernes Santo del dolor y de la amargura, de la desolación y de la impotencia, de la crueldad y del sinsentido que vivió este pueblo lituano ante la ambición desenfrenada que endurece y ciega el corazón.

En este lugar de la memoria, te imploramos Señor que tu grito nos mantenga despiertos. Que tu grito, Señor, nos libre de la enfermedad espiritual al que como pueblo estamos siempre tentados: olvidarnos de nuestros padres, de lo que se vivió y padeció.

Que en tu grito y en las vidas de nuestros mayores que tanto sufrieron encontremos la valentía para comprometernos decididamente con el presente y con el futuro; que aquel grito sea estímulo para no acomodarnos a las modas de turno, a los slogans simplificadores, y a todo intento de reducir y privar a cualquier persona de la dignidad con la que tú la has revestido.

Señor, que Lituania sea faro de esperanza. Sea tierra de la memoria operosa que renueve compromisos contra toda injusticia. Que promueva intentos creativos en la defensa de los derechos de todas las personas, especialmente de los más indefensos y vulnerables. Y que sea maestra en cómo reconciliar y armonizar la diversidad.

Señor, no permitas que seamos sordos al grito de todos los que hoy siguen clamando al cielo.


Encuentro con las autoridades civiles, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el Salón de recibimientos del Palacio Presidencial

Señor Presidente,
Miembros del Gobierno y autoridades,
Miembros del Cuerpo Diplomático y de la sociedad civil,
queridos amigos todos:

Agradezco, señor Presidente, sus amables palabras de bienvenida así como la invitación que me hizo para visitarlos durante el encuentro que mantuvimos en el Vaticano. Es motivo de alegría poder estar por primera vez en Letonia y en esta ciudad que, como todo vuestro país, ha estado marcada por duras pruebas sociales, políticas, económicas y también espirituales —fruto de las divisiones y conflictos del pasado—, pero que hoy se ha convertido en uno de los principales centros culturales, políticos y portuarios de la región. Vuestros representantes del ámbito de la cultura y del arte y, en particular, del mundo musical son bien conocidos fuera de vuestras fronteras. También lo he podido apreciar a mi llegada en el aeropuerto. De ahí creo que pueden aplicarse bien las palabras del salmista: «Cambiaste mi luto en danza» (Sal 30,12). Letonia, tierra de las “dainas”, ha sabido cambiar su luto y dolor en canto y danza y se ha esforzado en transformarse en lugar de diálogo y de encuentro, de convivencia pacífica que busca mirar hacia adelante.

Celebráis los 100 años de vuestra independencia, momento significativo para la vida de toda la sociedad. Vosotros conocéis muy bien el precio de esta libertad que habéis tenido que conquistar y reconquistar. Una libertad hecha posible gracias a las raíces que os constituyen, como le gustaba recordar a Zenta Maurina que ha inspirado a tantos de vosotros: «Mis raíces están en el cielo». Sin esa capacidad de mirar hacia arriba, de apelar a horizontes más altos que nos recuerden esa «dignidad trascendente» de la que todos los seres humanos estamos formados (cf. Discurso al Parlamento Europeo, 25 noviembre 2014), la reconstrucción de vuestra nación no hubiera sido posible. Esa capacidad espiritual de mirar más allá, y que se hace concreta en pequeños y cotidianos gestos de solidaridad, compasión y auxilio mutuo, los ha sostenido y, a su vez, les ha dado la creatividad necesaria para generar nuevas dinámicas sociales frente a todos los intentos reduccionistas y de exclusión que siempre amenazan el tejido social.

Me alegra saber que en el corazón de las raíces que constituyen esta tierra se encuentra la Iglesia Católica, en un trabajo de plena colaboración con las otras Iglesias cristianas, lo cual es signo de cómo es posible desarrollar una comunión en las diferencias. Realidad que ocurre cuando las personas se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y se miran en su dignidad más profunda. Así, podemos afirmar que cada vez que las personas y las comunidades aprendemos a apuntar más alto de nosotros mismos y de nuestros intereses particulares, la comprensión y el compromiso mutuo se transforman en solidaridad; la cual, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierte en un modo de hacer la historia, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones e incluso los que se podrían haber considerados opuestos en el pasado, pueden alcanzar una unidad multiforme que engendra nueva vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Así como nutrió la vida de vuestro pueblo, hoy el Evangelio puede seguir abriendo caminos para afrontar los desafíos actuales, valorando las diferencias y especialmente fomentando la común-unión entre todos.

La celebración del centenario recuerda la importancia de seguir apostando por la libertad y la independencia de Letonia, que ciertamente son un don, pero también una tarea que implica a todos. Trabajar por la libertad es comprometerse por un desarrollo integral e integrador de las personas y de la comunidad. Si hoy se puede hacer fiesta es gracias a tantos que han abierto caminos, puertas, futuro, y les han dejado en herencia la misma responsabilidad: abrir futuro poniendo la mirada en que todo esté al servicio de la vida, generando vida. Y en este sentido, al finalizar este encuentro, iremos hacia el Monumento de la Libertad donde estarán presentes niños, jóvenes y familias. Ellos nos recuerdan que «la maternidad» de Letonia —analogía sugerida por el lema de este viaje— encuentra eco en la capacidad de promover estrategias que sean realmente eficaces y estén más centradas en los rostros concretos de estas familias, ancianos, niños y jóvenes, que en el primado de la economía sobre la vida. La “maternidad” de Letonia se manifiesta también en la capacidad de generar fuentes de trabajo para que nadie necesite desarraigarse por construir su futuro. El índice de desarrollo humano también se mide por la capacidad de crecer y multiplicarse. El desarrollo de las comunidades no se produce únicamente, y menos se mide, por la capacidad de bienes o recursos que se posean, sino por las ganas que se tenga de engendrar vida y crear futuro. Esto solo es posible en la medida que haya arraigo en el pasado, creatividad en el presente y confianza y esperanza en el mañana. Y se mide en la capacidad de entrega y de apuesta tal como las generaciones pasadas nos supieron testimoniar.

Señor Presidente, amigos todos: Comienzo aquí mi peregrinación por esta tierra, pidiéndole a Dios que siga acompañando, bendiciendo y haciendo próspera la labor de vuestras manos para esta nación.


Encuentro ecuménico en la Catedral evangélica luterana de Riga

Me alegra poder encontrarme con vosotros, en esta tierra que se caracteriza por realizar un camino de reconocimiento, colaboración y amistad entre las diversas iglesias cristianas, que han logrado generar unidad manteniendo la riqueza y la singularidad que les es propia. Me animaría a decir que es “un ecumenismo vivo”, siendo una de las características particulares de Letonia. Sin ninguna duda, una razón para la esperanza y la acción de gracias.

Gracias al señor arzobispo Jānis Vanags por abrirnos las puertas de esta casa para realizar este encuentro de oración. Casa catedral que por más de 800 años alberga la vida cristiana de esta ciudad; testimonio fiel de tantos hermanos nuestros que se han acercado para adorar, rezar, sostener la esperanza en tiempos de sufrimiento y tomar coraje para enfrentar tiempos de mucha injusticia y sufrimiento. Hoy nos hospeda para que el Espíritu Santo siga tejiendo artesanalmente lazos de comunión entre nosotros y, así, volvernos también nosotros artesanos de unidad en nuestros pueblos, haciendo que nuestras diferencias no se conviertan en división. Dejemos que el Espíritu Santo nos revista con las armas del diálogo, del entendimiento, de la búsqueda del reconocimiento mutuo y de la fraternidad (cf. Ef 6,13-18).

En esta catedral se encuentra uno de los órganos más antiguos de Europa, y que fue el más grande del mundo en el tiempo de su inauguración. Podemos imaginar cómo acompañó la vida, la creatividad, la imaginación y la piedad de todos aquellos que se dejaban acariciar por su melodía. Ha sido instrumento de Dios y de los hombres para elevar la mirada y el corazón. Hoy es un emblema de esta ciudad y de esta catedral. Para el “residente” en este lugar significa más que un órgano monumental, es parte de su vida, de su tradición, de su identidad. En cambio, para un turista, es lógicamente una pieza más de arte a conocer y fotografiar. Y ese es uno de los peligros que siempre se corre: pasar de residentes a turistas. Hacer de aquello que nos identifica una pieza del pasado, una atracción turística y de museo que recuerda las gestas de antaño, de alto valor histórico, pero que ha dejado de movilizar el corazón de aquellos que lo escuchan.

Con la fe nos puede pasar exactamente lo mismo. Podemos dejar de sentirnos cristianos residentes para volvernos turistas. Es más, podríamos afirmar que toda nuestra tradición cristiana puede correr la misma suerte: quedar reducida a una pieza del pasado que, encerrada en las paredes de nuestros templos, deja de entonar una melodía capaz de movilizar e inspirar la vida y el corazón de aquellos que la escuchan. Sin embargo, como afirma el evangelio que hemos escuchado, nuestra fe no es para ocultarla sino para darla a conocer y hacerla resonar en diferentes ámbitos de la sociedad, para que todos puedan contemplar su belleza y ser iluminados con su luz (cf. Lc 11,33).

Si la música del evangelio deja de ejecutarse en nuestra vida y se convierte en una bella partitura del pasado, dejará de romper las monotonías asfixiantes que impiden movilizar la esperanza, volviendo así estériles todos nuestros esfuerzos.

Si la música del evangelio deja de vibrar en nuestras entrañas, habremos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que nace de la confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su fuente en sabernos siempre perdonados-enviados.

Si la música del evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y mujer, sea cual sea su proveniencia, encerrándonos en “lo mío”, olvidándonos de “lo nuestro”: la casa común que nos atañe a todos.

Si la música del evangelio deja de sonar, habremos perdido los sonidos que conducirán nuestras vidas al cielo, encerrándonos en uno de los peores males de hoy en día: la soledad y el aislamiento. Esa enfermedad que nace en quien no tiene vínculos, y que puede verse en los ancianos abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro (cf. Discurso al Parlamento Europeo, 25 noviembre 2014).

Padre, «que todos sean uno, […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). Estas palabras siguen resonando con fuerza en medio nuestro, gracias a Dios. Es Jesús que antes de su entrega reza al Padre. Es Jesucristo que, mirando de frente su cruz y la cruz de tantos hermanos nuestros, no deja de implorar al Padre. Es el susurro de esta oración la que nos marca el sendero y nos indica el camino a seguir. Sumergidos en su oración, como creyentes en él y en su Iglesia, deseando la comunión de gracia que el Padre tiene desde toda la eternidad (cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 9), encontramos allí el único camino posible para todo ecumenismo: en la cruz del sufrimiento de tantos jóvenes, ancianos y niños expuestos muchas veces a la explotación, al sin sentido, a la falta de oportunidades y a la soledad. Mirando Jesús a su Padre y a nosotros sus hermanos no deja de implorar: que todos sean uno.

La misión hoy nos sigue pidiendo y reclamando la unidad, es la misión la que nos exige dejar de mirar las heridas del pasado o toda actitud autorreferencial para centrarnos en la oración del Maestro. Es la misión la que reclama que la música del evangelio no deje de sonar en nuestras plazas.

Algunos pueden llegar a decir: son tiempos difíciles, son tiempos complejos los que nos toca vivir. Otros pueden llegar a pensar que, en nuestras sociedades, los cristianos tienen cada vez menos márgenes de acción o de influencia debido a un sinfín de componentes como puede ser el secularismo o las lógicas individualistas. Esto no debe conducir a una actitud de encierro, de defensa, e incluso de resignación. No podemos dejar de reconocer que ciertamente no son tiempos fáciles, especialmente para muchos hermanos nuestros que hoy viven en su carne el destierro e inclusive el martirio a causa de la fe. Pero su testimonio nos lleva a descubrir que el Señor nos sigue llamando e invitando a vivir el evangelio con alegría, gratitud y radicalidad. Si Cristo nos consideró dignos de vivir en estos tiempos, en esta hora —la única que tenemos—, no podemos dejarnos vencer por el miedo ni dejarla pasar sin asumirla con la alegría de la fidelidad. El Señor nos dará la fuerza para hacer de cada tiempo, de cada momento, de cada situación una oportunidad de comunión y reconciliación con el Padre y con nuestros hermanos, especialmente con aquellos que hoy son considerados inferiores o material de descarte. Si Cristo nos consideró dignos de hacer sonar la melodía del evangelio, ¿dejaremos de hacerlo?

La unidad a la que el Señor nos llama es una unidad siempre en clave misionera, que nos pide salir y llegar al corazón de nuestros pueblos y culturas, a la sociedad posmoderna en la que vivimos, «allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas [para] alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74). Lograremos realizar esta misión ecuménica si nos dejamos empapar por el Espíritu de Jesucristo que es capaz de «romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende siempre con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del evangelio brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (ibíd., 11).

Queridos hermanos y hermanas: Que siga sonando entre nosotros la música del evangelio, que no deje de sonar lo que permite que nuestro corazón siga soñando y mirando la vida plena a la que el Señor nos llama a todos: a ser sus discípulos misioneros en medio del mundo que nos toca vivir.


Santa Misa en el Santuario de la Madre de Dios de Aglona

Bien podríamos decir que aquello que relata san Lucas en el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles se repite hoy aquí: íntimamente unidos, dedicados a la oración, y en compañía de María, nuestra Madre (cf. 1,14). Hoy hacemos nuestro el lema de esta visita: “¡Muéstrate, Madre!”, haz evidente en qué lugar sigues cantando el Magníficat, en qué sitios está tu Hijo crucificado, para encontrar a sus pies tu firme presencia.

El evangelio de Juan relata solo dos momentos en que la vida de Jesús se entrecruza con la de su Madre: las bodas de Caná (cf. Jn2,1-12) y el que acabamos de leer, María al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27). Pareciera que al evangelista le interesa mostrarnos a la Madre de Jesús en esas situaciones de vida aparentemente opuestas: el gozo de unas bodas y el dolor por la muerte de un hijo. Que, al adentrarnos en el misterio de la Palabra, ella nos muestre cuál es la Buena Noticia que el Señor hoy quiere compartirnos.

Lo primero que señala el evangelista es que María está “firmemente de pie” junto a su Hijo. No es un modo liviano de estar, tampoco evasivo y menos aún pusilánime. Es con firmeza, “clavada” al pie de la cruz, expresando con la postura de su cuerpo que nada ni nadie podría moverla de ese lugar. María se muestra en primer lugar así: al lado de los que sufren, de aquellos de los que todo el mundo huye, incluso de los que son enjuiciados, condenados por todos, deportados. No se trata solo de que sean oprimidos o explotados, sino de estar directamente “fuera del sistema”, al margen de la sociedad (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 53). Con ellos está también la Madre, clavada junto a esa cruz de la incomprensión y del sufrimiento.

También María nos muestra un modo de estar al lado de estas realidades; no es ir de paseo ni hacer una breve visita, ni tampoco es “turismo solidario”. Se trata de que quienes padecen una realidad de dolor nos sientan a su lado y de su lado, de modo firme, estable; todos los descartados de la sociedad pueden hacer experiencia de esta Madre delicadamente cercana, porque en el que sufre siguen abiertas las llagas de su Hijo Jesús. Ella lo aprendió al pie de la cruz. También nosotros estamos llamados a “tocar” el sufrimiento de los demás. Vayamos al encuentro de nuestro pueblo para consolarlo y acompañarlo; no tengamos miedo de experimentar la fuerza de la ternura y de implicarnos y complicarnos la vida por los otros (cf. ibíd., 270). Y, como María, permanezcamos firmes y de pie: con el corazón puesto en Dios y animados, levantando al que está caído, enalteciendo al humilde, ayudando a terminar con cualquier situación de opresión que los hace vivir como crucificados.

María es invitada por Jesús a recibir al discípulo amado como su hijo. El texto nos dice que estaban juntos, pero Jesús percibe que no lo suficiente, que no se han recibido mutuamente. Porque uno puede estar al lado de muchísimas personas, puede incluso compartir la misma vivienda, o el barrio, o el trabajo; puede compartir la fe, contemplar y gozar de los mismos misterios, pero no acogerse, no hacer el ejercicio de una aceptación amorosa del otro. Cuántos matrimonios podrían relatar sus historias de estar cerca pero no juntos; cuántos jóvenes sienten con dolor esta distancia con los adultos, cuántos ancianos se sienten fríamente atendidos, pero no amorosamente cuidados y recibidos.

Es cierto que, a veces, cuando nos hemos abierto a los demás nos ha hecho mucho daño. También es verdad que, en nuestras realidades políticas, la historia de desencuentro de los pueblos todavía está dolorosamente fresca. María se muestra como mujer abierta al perdón, a dejar de lado rencores y desconfianzas; renuncia a hacer reclamos por lo que “hubiera podido ser” si los amigos de su Hijo, si los sacerdotes de su pueblo o si los gobernantes se hubieran comportado de otra manera, no se deja ganar por la frustración o la impotencia. María le cree a Jesús y recibe al discípulo, porque las relaciones que nos sanan y liberan son las que nos abren al encuentro y a la fraternidad con los demás, porque descubren en el otro al mismo Dios (cf. ibíd., 92). Monseñor Sloskans, que descansa aquí, una vez apresado y enviado lejos, escribía a sus padres: «Os lo pido desde lo más hondo de mi corazón: no dejéis que la venganza o la exasperación se abran camino en vuestro corazón. Si lo permitiésemos no seríamos verdaderos cristianos, sino fanáticos». En tiempos donde pareciera que vuelve a haber modos de pensar que nos invitan a desconfiar de los otros, que con estadísticas nos quieren demostrar que estaríamos mejor, seríamos más prósperos, habría más seguridad si estuviéramos solos, María y los discípulos de estas tierras nos invitan a acoger, a volver a apostar por el hermano, por la fraternidad universal.

Pero María se muestra también como la mujer que se deja recibir, que humildemente acepta pasar a ser parte de las cosas del discípulo. En aquella boda que se había quedado sin vino, con el peligro de terminar llena de ritos pero seca de amor y de alegría, fue ella la que les mandó que hicieran lo que él les dijera (cf. Jn 2,5). Ahora, como discípula obediente, se deja recibir, se traslada, se acomoda al ritmo del más joven. Siempre cuesta la armonía cuando somos distintos, cuando los años, las historias y las circunstancias nos ponen en modos de sentir, pensar y hacer que a simple vista parecen opuestos. Cuando con fe escuchamos el mandato de recibir y ser recibidos, es posible construir la unidad en la diversidad, porque no nos frenan ni dividen las diferencias, sino que somos capaces de mirar más allá, de ver a los otros en su dignidad más profunda, como hijos de un mismo Padre (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228).

En esta, como en cada eucaristía, hacemos memoria de aquel día. Al pie de la cruz, María nos recuerda el gozo de haber sido reconocidos como sus hijos, y su Hijo Jesús nos invita a traerla a casa, a ponerla en medio de nuestra vida. Ella nos quiere regalar su valentía, para estar firmemente de pie; su humildad, que la hace adaptarse a las coordenadas de cada momento de la historia; y clama para que en este, su santuario, todos nos comprometamos a acogernos sin discriminarnos. Que todos en Letonia, sepan que estamos dispuestos a privilegiar a los más pobres, levantar a los caídos y recibir a los demás así como vienen y se presentan ante nosotros.

Al concluir la Misa

Queridos hermanos y hermanas:

Al final de esta celebración, agradezco a vuestro Obispo las palabras que me ha dirigido. Quiero dar las gracias de corazón a todos los que de diversas maneras han colaborado en esta visita. En particular, expreso mi profunda gratitud al Presidente de la República y a las autoridades del país por su acogida.

En esta “Tierra mariana”, ofrezco a la Santa Madre de Dios el obsequio de una especial corona del Rosario: Que la Virgen os proteja y os acompañe siempre.


Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático

Señora Presidenta,
Miembros del Gobierno y autoridades,
Distinguidos Miembros del Cuerpo Diplomático,
Excelencias, señoras y señores:

Estoy muy contento de encontrarme entre vosotros, aquí en Tallin, la capital más septentrional que el Señor me ha regalado visitar. Le agradezco señora Presidenta sus palabras de bienvenida, así como la oportunidad de encontrarme con los representantes del pueblo de Estonia. Sé que entre vosotros hay también una delegación de los sectores de la sociedad civil y del mundo de la cultura, lo que me permite expresaros mi intención de conocer un poco más vuestra cultura, especialmente esa capacidad de resiliencia que os ha permitido recomenzar frente a tantas situaciones de adversidad.

Desde hace siglos, esta tierra es llamada “Tierra de María”, Maarjamaa. Un nombre que no pertenece solamente a vuestra historia, sino que es parte de vuestra cultura. Pensar en María, me evoca dos palabras: memoria y fecundidad. Ella es la mujer de la memoria, que guarda todo lo que vive, como un tesoro en su corazón (cf. Lc 2,19) y es la madre fecunda que engendra la vida de su hijo. De ahí que me gustaría pensar en Estonia como tierra de memoria y de fecundidad.

Tierra de memoria

Vuestro pueblo debió soportar en diversos períodos de la historia momentos duros de sufrimientos y tribulaciones. Luchas por la libertad y la independencia que siempre se veían cuestionadas o amenazadas. Sin embargo, en los últimos poco más de 25 años —en los que habéis reingresado con título pleno en la familia de las naciones— la sociedad de Estonia ha dado “pasos de gigante” y vuestro país, aun siendo pequeño, se encuentra en primera línea en el índice de desarrollo humano, en su capacidad de innovación, además de demostrar un alto nivel en lo relativo a la libertad de prensa, democracia y libertad política. También habéis estrechado vínculos de cooperación y amistad con varios países. Mirando vuestro pasado y vuestro presente, encontramos razones para mirar el futuro con esperanza frente a los nuevos desafíos que se os presentan. Ser tierra de la memoria es animarse a recordar que el lugar que habéis alcanzado hoy día es gracias al esfuerzo, al trabajo, al espíritu y a la fe de vuestros mayores. Cultivar la memoria agradecida permite identificar todos los logros de los que hoy gozáis con una historia de hombres y mujeres que lucharon para que esta libertad fuera posible, y que a su vez os desafía a rendirles homenaje abriendo caminos para los que vendrán después.

Tierra de fecundidad

Como lo señalé al inicio de mi ministerio como obispo de Roma, «la humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 52); sin embargo, es necesario recordar con insistencia que el bienestar y el vivir bien no siempre son sinónimos.

Una de las consecuencias que podemos observar en nuestras sociedades tecnocráticas es la pérdida del sentido de la vida, de la alegría de vivir y, por tanto, un apagarse lento y silencioso de la capacidad de asombro, lo cual sumerge muchas veces a los ciudadanos en un cansancio existencial. La conciencia de pertenecer y de luchar por otros, de estar enraizados en un pueblo, en una cultura, en una familia poco a poco se puede perder privando, especialmente a los más jóvenes, de raíces desde donde construir su presente y su futuro, ya que se les priva de la capacidad de soñar, de arriesgar, de crear. Poner toda la confianza en el progreso tecnológico como única vía posible de desarrollo puede provocar que se pierda la capacidad de crear vínculos interpersonales, intergeneracionales, interculturales. En definitiva, ese tejido vital tan importante para sentirnos parte los unos de los otros y partícipes de un proyecto común en el sentido más amplio de la palabra. De ahí que una de las responsabilidades más importantes que tenemos todos aquellos que asumimos una responsabilidad social, política, educativa, religiosa radica precisamente en cómo nos convertimos en artesanos de vínculos.

Una tierra fecunda reclama escenarios desde los cuales arraigar y crear una red vital que sea capaz de hacer que los miembros de sus comunidades se sientan “en casa”. No existe peor alienación que experimentar que no se tienen raíces, que no se pertenece a nadie. Una tierra será fecunda, un pueblo dará fruto, y podrá engendrar el día de mañana solo en la medida que genere relaciones de pertenencia entre sus miembros, que cree lazos de integración entre las generaciones y las distintas comunidades que la conforman; y también en la medida que rompa los círculos que aturden los sentidos alejándonos cada vez más los unos de los otros. En este esfuerzo, queridos amigos, quiero aseguraros que contáis siempre con el apoyo y la ayuda de la Iglesia católica, pequeña comunidad entre vosotros, pero con muchas ganas de contribuir a la fecundidad de esta tierra.

Señora Presidenta, señoras y señores: Os agradezco de nuevo la bienvenida y la hospitalidad. El Señor os bendiga a vosotros y al querido pueblo estonio. De manera especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes para que, preservando la memoria y haciéndose cargo de ella, hagan de esta tierra un modelo de fecundidad.

Gracias.


Encuentro ecuménico con los jóvenes en la "Kaarli Lutheran Church"

Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra cálida bienvenida, por vuestros cantos y los testimonios de Lisbel, Tauri y Mirko. Agradezco las gentiles y fraternas palabras del arzobispo de la Iglesia evangélica luterana de Estonia, Urmas Viilma, como también la presencia del Presidente del Consejo de Iglesias de Estonia, arzobispo Andrés Põder, la del obispo Mons. Philippe Jourdan, administrador apostólico en Estonia, y la de los demás representantes de las distintas confesiones cristianas presentes en el país. También agradezco la presencia de la señora Presidenta de la República.

Siempre es bueno reunirnos, compartir testimonios de vida, expresar lo que pensamos y queremos; y es muy lindo estar juntos los que creemos en Jesucristo. Estos encuentros hacen realidad aquel sueño de Jesús en la última cena: «Que todos sean uno, […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). Si nos esforzamos por vernos como peregrinos que hacen el camino juntos, aprenderemos a confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, mirando solamente lo que en realidad buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Y como la paz es artesanal, confiarse al otro es también algo artesanal, es fuente de felicidad: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Y este camino, este camino no lo hacemos solo con creyentes, sino con todos. Todos tienen algo que decirnos. A todos tenemos algo que decir.

La gran pintura que está en el ábside de esta iglesia contiene una frase del evangelio de san Mateo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Vosotros, jóvenes cristianos, os podéis identificar con algunos elementos de esta parte del evangelio.

En las narraciones anteriores, Mateo nos cuenta que Jesús viene acumulando desengaños. Primero se queja porque parece que a los que se dirige nada les cae bien (cf. Mt 11,16-19). A vosotros jóvenes os sucede a menudo que los adultos que tenéis cerca no saben lo que quieren o esperan de vosotros; o a veces, cuando os ven muy alegres, desconfían; y si os ven angustiados, relativizan lo que os pasa. En la consulta previa al Sínodo, que celebraremos dentro de poco y en el que reflexionaremos sobre los jóvenes, muchos de vosotros pedís que alguien os acompañe y os comprenda sin juzgar y que sepa escucharos, como también que responda a vuestros interrogantes (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 132). Nuestras iglesias cristianas —y me animo a decir que todo proceso religioso estructurado institucionalmente— a veces arrastra estilos donde nos ha sido más fácil hablar, aconsejar y proponer desde nuestra experiencia, que escuchar, que dejarnos interpelar e iluminar desde lo que vosotros vivís. Muchas veces la comunidad cristiana se cierra, sin darse cuenta, y no escucha vuestras inquietudes. Sabemos que vosotros queréis y «esperáis ser acompañados no por un juez inflexible o por un padre temeroso y sobreprotector que crea dependencia, sino por alguien que no tiene miedo de su propia debilidad y sabe hacer resplandecer el tesoro que, como recipiente de barro, protege dentro de sí (cf. 2 Co 4)» (ibíd., 142). Hoy aquí deseo deciros que queremos llorar con vosotros si estáis llorando, acompañar con nuestras palmas y nuestra risa vuestras alegrías, ayudaros a vivir el seguimiento del Señor. Vosotros, muchachos y muchachas, jóvenes, sabed esto: cuando una comunidad cristiana es verdaderamente cristiana, no hace proselitismo. Solo escucha, acoge, acompaña y camina; pero no impone nada.

También Jesús se queja de las ciudades que ha visitado haciendo en ellas más milagros y teniendo con ellas mayores gestos de ternura y cercanía; y se lamenta de la falta de tino que tienen para darse cuenta de que el cambio que les venía a proponer era urgente, no podía esperar. Hasta llega a decir que son más tercas y obcecadas que Sodoma (cf. Mt 20-24). Y cuando los adultos nos cerramos a una realidad que ya es un hecho, vosotros nos decís con franqueza: “¿Es que no lo veis?”. Y algunos más valientes os animáis a más: “¿No percibís que ya nadie os escucha, ni os cree?”. En verdad nos falta convertirnos, descubrir que para estar a vuestro lado debemos revertir tantas situaciones que son, en definitiva, las que os alejan.

Sabemos —así nos lo habéis dicho— que muchos jóvenes no nos piden nada porque no nos consideran interlocutores significativos para su existencia. Esto es feo, cuando una Iglesia, una comunidad se comporta de tal manera que los jóvenes piensan: “Estos no me dirán nada que me sirva para mi vida". Algunos incluso, piden que los dejemos en paz, sienten la presencia de la Iglesia como algo molesto y hasta irritante. Y esto es verdad. Les indignan los escándalos económicos y sexuales ante los que no ven una firme condena, el no saber interpretar adecuadamente la vida y la sensibilidad de los jóvenes por falta de preparación, o simplemente el rol pasivo que les asignamos (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 66); estos son algunos de sus reclamos. Queremos responder a ellos, queremos, como vosotros mismos lo expresáis, ser una «comunidad transparente, acogedora, honesta, atractiva, comunicativa, asequible, alegre e interactiva» (ibíd., 67), es decir, una comunidad sin miedo. Los temores hacen que nos encerremos. Los temores nos instan a ser proselitistas. Y ser hermanos es otra cosa: el corazón abierto y el abrazo fraterno.

Antes de llegar al escrito del Evangelio que preside este templo, Jesús comienza haciendo una alabanza al Padre. Lo hace porque se percata de que los que sí se han dado cuenta, los que entienden el centro de su mensaje y de su persona, son los pequeños, aquellos que tienen el alma sencilla, abierta. Y al veros así, reunidos, cantando, yo me uno a la voz de Jesús y me admiro, porque vosotros, a pesar de nuestras faltas de testimonio, seguís descubriendo a Jesús en el seno de nuestras comunidades. Porque sabemos que donde está Jesús siempre hay renovación, siempre hay oportunidad para la conversión, para dejar atrás todo lo que nos aparta de él y de nuestros hermanos. Donde está Jesús la vida siempre tiene sabor a Espíritu Santo. Vosotros, hoy aquí, sois la actualización de aquella admiración de Jesús.

Entonces sí, volvemos a decir: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Pero lo decimos convencidos de que más allá de nuestros límites, de nuestras divisiones, Jesús sigue siendo la razón de ser para estar aquí. Sabemos que no hay alivio más grande que dejar que Jesús lleve nuestros agobios. También sabemos que hay muchos que todavía no lo conocen y viven en la tristeza y el desconcierto. Una famosa cantante vuestra, hace unos diez años decía en una de sus canciones: «El amor ha muerto, el amor se ha ido, el amor ya no vive aquí» (Kerli Kõiv, El amor ha muerto). ¡No, por favor! Hagamos que el amor esté vivo, y todos nosotros debemos hacer esto. Y son tantos los que hacen esa experiencia: ven que se termina el amor de sus padres, se disuelve el amor de pareja apenas casados, experimentan el desamor cuando a nadie le importa que tengan que emigrar a buscar trabajo o se los mire de reojo por ser extranjeros. Pareciera que el amor ha muerto, como decía Kerli Kõiv, pero nosotros sabemos que no, y tenemos una palabra que decir, algo que anunciar, con pocos discursos y muchos gestos. Porque vosotros sois la generación de la imagen, la generación de la acción sobre la especulación, la teoría.

Y así le gusta a Jesús; porque él pasó haciendo el bien, y al morir privilegió el gesto contundente de la cruz sobre las palabras. A nosotros nos une la fe en Jesús, y es él el que está esperando que lo llevemos a todos los jóvenes que han perdido el sentido de sus vidas. Y el riesgo es, incluso para nosotros, creyentes, perder el sentido de la vida. Y esto sucede cuando nosotros creyentes somos incoherentes. Aceptemos juntos esa novedad que trae Dios a nuestra vida; esa novedad que nos empuja a partir una y otra vez, para ir allí donde está la humanidad más herida. Allí donde los hombres, más allá de la apariencia de superficialidad y conformismo, siguen buscando una respuesta a la pregunta por el sentido de sus vidas. Pero nunca iremos solos: Dios viene con nosotros; él no tiene miedo, no tiene miedo a las periferias, es más, él mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8; Jn 1,14). Si nos atrevemos a salir de nosotros mismos, de nuestros egoísmos, de nuestras ideas cerradas, e ir a las periferias, allí lo encontraremos, porque Jesús nos primerea en la vida del hermano que sufre y está descartado. Él ya está allí (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 135).

Jóvenes: El amor no está muerto, nos llama y nos envía. Pide solo que abramos el corazón. Pidamos el valor apostólico de llevar el Evangelio a los demás —pero ofrecerlo no imponerlo— y de renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. La vida cristiana es vida, es futuro, es esperanza. No es un museo. Dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús resucitado, así la Iglesia, así nuestras Iglesias serán capaces de seguir adelante acogiendo en ellas las sorpresas del Señor (cf. ibíd., 139), recuperando su juventud, la alegría y la belleza, que hablaba Mirko, de la esposa que va al encuentro del Señor. Las sorpresas del Señor. El Señor nos sorprende, porque la vida siempre nos sorprende. Sigamos adelante, saliendo al encuentro de estas sorpresas. Gracias.


Encuentro con los asistidos por las obras de caridad de la Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por recibirme esta tarde en vuestra casa. Para mí es importante realizar esta visita y poder estar aquí entre vosotros. Gracias a vosotros por vuestro testimonio y por haber querido compartir con nosotros todo lo que lleváis dentro del corazón.

En primer lugar, quisiera felicitaros a ti, Marina, y a tu esposo, por el hermoso testimonio que nos habéis regalado. Habéis sido bendecidos con nueve hijos, con todo el sacrificio que eso significa, como bien lo has señalado. Donde hay niños y jóvenes, hay mucho sacrificio, pero sobre todo hay futuro, alegría y esperanza. Por eso es reconfortante escucharte decir: “Damos gracias al Señor por la comunión y el amor que reina en nuestra casa”. En esta tierra, donde los inviernos son crudos, a vosotros no os falta el calor más importante, el del hogar, ese que nace de estar en familia. ¿Con discusiones y problemas? Sí, es normal, pero con ganas de salir adelante juntos. No son palabras bonitas, sino un claro ejemplo.

Y gracias por compartir también el testimonio de esas hermanas que no tuvieron miedo de salir e ir allí donde vosotros estabais para ser signo de la cercanía y de la mano tendida de nuestro Dios. Dijiste que eran como ángeles que vinieron a visitarte. Es así: son ángeles.

Cuando la fe no tiene miedo de dejar la comodidad, de ponerse en juego y se anima a salir, logra transparentar las palabras más hermosas del Maestro: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Jn 13,34). Amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes; amor que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa, como sucede en este hogar. Amor que sabe de compasión y de dignidad. Y esto es hermoso. [Mira a los nueve hijos de Marina sentados en un solo banco y los cuenta] Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. ¡Hermosa familia!

La fe misionera va como estas hermanas por las calles de nuestras ciudades, de nuestros barrios, de nuestras comunidades, diciendo con gestos bien concretos: tú eres parte de nuestra familia, de la gran familia de Dios en la que todos tenemos un lugar. No te quedes afuera. Y vosotras, hermanas, haced esto. Gracias.

Creo que ese es el milagro del que tú nos hablaste Vladímir. Encontraste hermanas y hermanos que te regalaron la posibilidad de despertar el corazón y ver que, en todo momento, el Señor te buscaba incansablemente para vestirte de fiesta (cf. Lc 15,22) y para celebrar que cada uno de nosotros es su hijo muy querido. La mayor alegría del Señor es vernos nacer de nuevo, por eso no se cansa nunca de regalarnos una nueva oportunidad. Por esta razón, son importantes los lazos, sentir que nos pertenecemos los unos a los otros, que toda vida vale, y estamos dispuestos a jugárnosla por esto.

Quisiera invitaros a seguir creando lazos. A que salgáis por los barrios a decirles a muchos: Tú y tú eres parte de nuestra familia. Jesús llamó a los discípulos, y hoy también os llama a cada uno de vosotros, queridos hermanos, para seguir sembrando y transmitiendo su reino. Él cuenta con vuestras historias, con vuestras vidas, con vuestras manos para recorrer la ciudad y compartir lo mismo que vosotros habéis vivido. Hoy, ¿puede contar Jesús con vosotros?

Gracias por el tiempo que me habéis regalado. Ahora me gustaría daros la bendición para que el Señor siga haciendo milagros por medio de vuestras manos.

Y, por favor, también yo necesito ayuda; no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.


Santa Misa en la Plaza de la Libertad

Al escuchar, en la primera lectura, la llegada del pueblo hebreo —una vez liberado de la esclavitud en Egipto— al monte Sinaí (cf. Ex19,1) es imposible no pensar en vosotros como pueblo; es imposible no pensar en toda la nación de Estonia y en todos los países Bálticos. ¿Cómo no recordaros en aquella “revolución cantada”, o en aquella fila de 2 millones de personas desde aquí hasta Vilna? Vosotros sabéis de luchas por la libertad, podéis identificaros con aquel pueblo. Nos hará bien, entonces, escuchar qué le dice Dios a Moisés, para discernir qué nos dice a nosotros como pueblo.

El pueblo que llega hasta el Sinaí es un pueblo que ya ha visto el amor de su Dios expresado en los milagros y portentos, es un pueblo que decide hacer un pacto de amor porque Dios ya lo amó primero y le expresó ese amor. No está obligado, Dios lo quiere libre. Cuando decimos que somos cristianos, cuando abrazamos un estilo de vida, lo hacemos sin presiones, sin que sea un intercambio donde cumplimos si Dios cumple. Pero, sobre todo, sabemos que la propuesta de Dios no nos quita nada, al contrario, lleva a la plenitud, potencia todas las aspiraciones del hombre. Algunos se consideran libres cuando viven sin Dios o al margen de él. No advierten que de ese modo transitan por esta vida como huérfanos, sin un hogar donde volver. «Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 170).

Nos toca a nosotros, al igual que al pueblo salido de Egipto, escuchar y buscar. A veces algunos piensan que la fuerza de un pueblo se mide hoy desde otros parámetros. Hay quien habla con un tono más alto, quien al hablar parece más seguro —sin fisuras ni titubeos—, hay quien al gritar añade amenazas de armamento, despliegue de tropas, estrategias... Este es el que parece más “firme”. Pero eso no es “buscar” la voluntad de Dios; sino un acumular para imponerse desde el tener. Esta actitud esconde en sí un rechazo a la ética y, en ella, a Dios. Pues la ética nos pone en relación con un Dios que espera de nosotros una respuesta libre y comprometida con los demás y con nuestro entorno, que está fuera de las categorías del mercado (cf. ibíd., 57). Vosotros no habéis conquistado vuestra libertad para terminar esclavos del consumo, del individualismo, o del afán de poder o dominio.

Dios conoce lo que necesitamos, lo que a menudo escondemos detrás del afán de tener; también nuestras inseguridades resueltas desde el poder. Esa sed, que habita en todo corazón humano, Jesús, en el Evangelio que hemos escuchado, nos anima a resolverla yendo a su encuentro. Él es quien puede saciarnos, llenarnos de la plenitud que tiene la fecundidad de su agua, su pureza, su fuerza arrolladora. La fe es también caer en la cuenta de que él vive y nos ama; no nos abandona y, por eso, es capaz de intervenir misteriosamente en nuestra historia; él saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad (cf. ibíd., 278).

En el desierto, el pueblo de Israel va a caer en la tentación de buscarse otros dioses, de adorar el becerro de oro, de confiar en sus propias fuerzas. Pero Dios siempre lo atrae nuevamente, y ellos recordarán lo que escucharon y vieron en el monte. Como aquel pueblo, nosotros nos sabemos pueblo “elegido, sacerdotal y santo” (cf. Ex 19,6; 1 P 2,9), el Espíritu es el que nos recuerda todas estas cosas (cf. Jn 14,26).

Elegidos no significa exclusivos, ni sectarios; somos la pequeña porción que tiene que fermentar toda la masa, que no se esconde ni se aparta, que no se considera mejor ni más pura. El águila pone a resguardo sus polluelos, los lleva a lugares escarpados hasta que pueden valerse por sí mismos, pero tiene que empujarlos para que salgan de ese lugar de confort. Agita a su nidada, tira a los polluelos al vacío para que pongan en juego sus alas; y se pone debajo para protegerlos, para evitar que se hagan daño. Así es Dios con su pueblo elegido, lo quiere en “salida”, arriesgado en su vuelo y siempre protegido solo por él. Tenemos que perder el miedo y salir de los espacios blindados, porque hoy la mayoría de los estonios no se reconocen como creyentes.

Salir como sacerdotes; lo somos por el bautismo. Salir a promover la relación con Dios, a facilitarla, a favorecer un encuentro amoroso con aquel que está gritando «venid a mí» (Mt 11,28). Necesitamos crecer en una mirada cercana para contemplar, conmovernos y detenernos ante el otro, cuantas veces sea necesario. Este es el “arte del acompañamiento” que se realiza con el ritmo sanador de la “projimidad”, con una mirada respetuosa y llena de compasión que es capaz de sanar, desatar ataduras y hacer crecer en la vida cristiana (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 169).

Y dar testimonio de ser un pueblo santo. Podemos caer en la tentación de pensar que la santidad es solo para algunos. Sin embargo, «todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Pero, así como el agua en el desierto no era un bien personal sino comunitario, así como el maná no podía ser acumulado porque se echaba a perder, del mismo modo la santidad vivida se expande, fluye, fecunda todo lo que está a sus márgenes. Hoy elegimos ser santos saneando los márgenes y las periferias de nuestra sociedad, allí donde nuestro hermano yace y sufre el descarte. No dejemos que sea el que viene detrás de mí el que dé el paso para socorrerlo, ni tampoco que sea una cuestión para resolver desde las instituciones; que seamos nosotros mismos los que fijemos nuestra mirada en ese hermano y le tendamos la mano para levantarlo, pues en él está la imagen de Dios, es un hermano redimido por Jesucristo. Esto es ser cristianos y la santidad vivida en el día a día (cf. ibíd., 98).

Vosotros habéis manifestado en vuestra historia el orgullo de ser estonios, lo cantáis diciendo: “Soy estonio, me quedaré estonio, estonio es algo bueno, somos estonios”. Qué bueno es sentirse parte de un pueblo, qué bueno es ser independientes y libres. Vayamos a la montaña santa, a la de Moisés, a la de Jesús, y pidámosle —como dice el lema de esta visita—, que nos despierte el corazón, que nos regale el don del Espíritu para discernir en cada momento de la historia cómo ser libres, cómo abrazar el bien y sentirnos elegidos, cómo dejar que Dios haga crecer, aquí en Estonia y en el mundo entero, su nación santa, su pueblo sacerdotal.

Al concluir la Misa

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de la bendición final, y de concluir este Viaje Apostólico en Lituania, Letonia y Estonia, deseo expresaros mi gratitud, comenzando por el administrador apostólico de Estonia. Gracias por vuestra acogida, expresión de un pequeño rebaño con un corazón grande. Renuevo mi gratitud a la señora Presidenta de la República y a las demás autoridades del país. Pienso de modo especial en todos los hermanos cristianos, en particular en los luteranos que, tanto aquí en Estonia como en Letonia, han acogido los encuentros ecuménicos. Que el Señor siga guiándonos por el camino de la comunión. Gracias a todos.