Martes, 31 de enero de 2023
Miércoles, 1 de febrero de 2023
Santa Misa en el Aeropuerto de Ndolo, Kinshasa
Encuentro con las víctimas del este del país en la Nunciatura Apostólica
Encuentro con los representantes de algunas obras caritativas en la Nunciatura Apostólica
Jueves, 2 de febrero de 2023
Encuentro con los jóvenes y los catequistas en el Estadio de los Mártires
Viernes, 3 de febrero de 2023
Encuentro con los obispos en la sede de la CENCO
Sábado, 4 de febrero de 2023
Encuentro con los desplazados internos en la “Freedom Hall”
Oración ecuménica en el Mausoleo John Garang
Domingo, 5 de febrero de 2023
Santa Misa en el Mausoleo John Garang
Martes, 31 de enero de 2023
Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el jardín del Palacio de la Nación de Kinshasa
Señor Presidente de la República,
ilustres Miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas Autoridades religiosas y civiles,
insignes Representantes de la sociedad civil y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente, agradeciendo al Sr. Presidente las palabras que me ha dirigido. Me siento feliz de estar aquí, en esta tierra tan bella, grandiosa, exuberante, que abarca al norte la selva ecuatorial, al centro y hacia el sur altas mesetas y sabanas boscosas, al este colinas, montañas, volcanes y lagos, y al oeste grandes caudales, con el río Congo que confluye en el océano. En su país, que es como un continente dentro del gran continente africano, parece como si toda la tierra respirara. Pero aunque la geografía de este pulmón verde es muy rica y variada, la historia no ha sido igualmente generosa. La República Democrática del Congo, atormentada por la guerra, sigue sufriendo, dentro de sus fronteras, conflictos y migraciones forzosas, y continúa padeciendo terribles formas de explotación, indignas del hombre y de la creación. Este inmenso país lleno de vida, este diafragma de África, golpeado por la violencia como un puñetazo en el estómago, pareciera desde hace tiempo que está sin aliento. Señor Presidente, usted ha mencionado este genocidio olvidado que está sufriendo la Republica del Congo.
Y mientras ustedes, congoleños, luchan por salvaguardar su dignidad y la integridad territorial frente a los deplorables intentos de fragmentar el país, vengo a encontrarme con ustedes, en nombre de Jesús, como peregrino de reconciliación y de paz. Mucho he deseado estar aquí y por fin he venido para traerles la cercanía, el afecto y el consuelo de toda la Iglesia, y a aprender de vuestro ejemplo de paciencia, de valentía y de lucha.
Quisiera hablarles a través de una imagen que simboliza bien la belleza luminosa de esta tierra: la imagen del diamante. Queridos congoleños y congoleñas, su país realmente es un diamante de la creación; pero ustedes, todos ustedes, son infinitamente más valiosos que cualquier bien que pueda brotar de este suelo fértil. Estoy aquí para abrazarlos y recordarles que tienen un valor inestimable, que la Iglesia y el Papa confían en ustedes; que creen en vuestro futuro, en un futuro que está en vuestras manos y en el que merecen invertir los dones de inteligencia, sagacidad y laboriosidad que poseen. ¡Ánimo, hermano y hermana congoleños! Levántate, vuelve a tomar en tus manos, como un diamante puro, lo que eres, tu dignidad, tu vocación de proteger en armonía y paz la casa que habitas. Revive el espíritu de tu himno nacional, soñando y poniendo en práctica sus palabras: “A través del duro trabajo, construiremos un país más bello que antes; en paz”.
Queridos amigos, los diamantes, que por lo general son raros, aquí abundan. Si esto es cierto respecto a las riquezas materiales ocultas bajo la tierra, lo es mucho más en referencia a las riquezas espirituales contenidas en los corazones. Y es precisamente a partir de los corazones que la paz y el desarrollo siguen siendo posibles porque, con la ayuda de Dios, los seres humanos son capaces de justicia y perdón, de concordia y reconciliación, de compromiso y perseverancia en el aprovechamiento de los talentos que han recibido. Por eso, desde el principio de mi viaje, quisiera hacer un llamamiento: que cada congoleño se sienta llamado a desempeñar su propia tarea. Que la violencia y el odio no tengan ya cabida en el corazón ni en los labios de nadie, porque son sentimientos antihumanos y anticristianos que paralizan el desarrollo y hacen retroceder, hacia un pasado oscuro.
Hablando del desarrollo paralizado y del regreso al pasado, es trágico que estos lugares, y más en general el continente africano, sigan sufriendo diversas formas de explotación. Hay una consigna que brota del inconsciente de tantas culturas y de mucha gente: “África va explotada”, y esto es terrible. Tras el colonialismo político, se ha desatado un “colonialismo económico” igualmente esclavizador. Así, este país, abundantemente depredado, no es capaz de beneficiarse suficientemente de sus inmensos recursos: se ha llegado a la paradoja de que los frutos de su propia tierra lo conviertan en “extranjero” para sus habitantes. El veneno de la avaricia ha ensangrentado sus diamantes. Es un drama ante el cual el mundo económicamente más avanzado suele cerrar los ojos, los oídos y la boca. Sin embargo, este país y este continente merecen ser respetados y escuchados, merecen espacio y atención. No toquen la República Democrática del Congo, no toquen el África. Dejen de asfixiarla, porque África no es una mina que explotar ni una tierra que saquear. Que África sea protagonista de su propio destino. Que el mundo recuerde los desastres cometidos a lo largo de los siglos en detrimento de las poblaciones locales y no se olvide de este país y de este continente. Que África, la sonrisa y la esperanza del mundo, adquiera más importancia; que se hable más de ella, que tenga más peso y representación entre las naciones.
Que se abra paso a una diplomacia del hombre para el hombre, de los pueblos para los pueblos, que no tenga como centro el control de las zonas y de los recursos, ni los objetivos de expansión y el aumento de los beneficios, sino las oportunidades de crecimiento de las personas. Mirando a este pueblo, se tiene la impresión de que la comunidad internacional casi se haya resignado a la violencia que lo devora. No podemos acostumbrarnos a la sangre que corre en este país desde hace décadas, causando millones de muertos sin que muchos lo sepan. Que se conozca lo que está pasando aquí. Que los procesos de paz que están en marcha, los cuales aliento con todas mis fuerzas, se apoyen en hechos y que se mantengan los compromisos. Gracias a Dios no faltan quienes contribuyen al bien de la población local y a un desarrollo real a través de proyectos eficaces; y no de intervenciones de mero asistencialismo, sino de planes orientados al crecimiento integral. Expreso mi gratitud a los países y organizaciones que proporcionan una ayuda sustancial en este sentido, contribuyendo a combatir la pobreza y las enfermedades, defendiendo el estado de derecho y promoviendo el respeto de los derechos humanos. Manifiesto mi esperanza de que sigan desempeñando plenamente y con valentía este noble papel.
Volvamos a la imagen del diamante. Una vez tallado, su belleza también deriva de su forma, de sus numerosas caras dispuestas armoniosamente. También este país, adornado por su típico pluralismo, tiene un carácter polifacético. Es una riqueza que hay que cuidar, evitando caer en el tribalismo y la contraposición. Tomar partido obstinadamente por la propia etnia o por intereses particulares, alimentando espirales de odio y violencia, va en detrimento de todos, ya que bloquea la necesaria “química del conjunto”. Hablando de química, es interesante ver que los diamantes están compuestos por simples átomos de carbono que, sin embargo, cuando se unen entre sí de modo diferente, conforman el grafito. En la práctica, la diferencia entre el brillo de un diamante y la opacidad del grafito viene dada por la forma en que cada átomo está dispuesto dentro del retículo cristalino. Dejando de lado la metáfora, el problema no está en la naturaleza de las personas o de los grupos étnicos y sociales, sino en la forma en que deciden estar juntos. La voluntad o no de ayudarse mutuamente, de reconciliarse y empezar de nuevo marca la diferencia entre la oscuridad del conflicto y un futuro brillante de paz y prosperidad.
Queridos amigos, nuestro Padre del cielo quiere que sepamos acogernos como hermanos y hermanas de una misma familia y que trabajemos por un futuro que sea junto con los demás, no contra los demás. «Bintu bantu»: así, con mucha eficacia, uno de vuestros proverbios nos recuerda que la verdadera riqueza son las personas y las buenas relaciones con ellas. De manera especial, las religiones, con su patrimonio de sabiduría, están llamadas a contribuir a ello, en su esfuerzo cotidiano por renunciar a toda agresión, proselitismo y coacción, que son medios indignos de la libertad humana. Cuando se degenera al imponerse, persiguiendo adeptos indiscriminadamente, mediante el engaño o la fuerza, se saquea la conciencia de los demás y se da la espalda al Dios verdadero, porque ―no lo olvidemos― «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3,17) y donde no hay libertad, el Espíritu del Señor no está. En el compromiso por construir un futuro de paz y fraternidad, los miembros de la sociedad civil, algunos de los cuales están presentes, también desempeñan un papel esencial. A menudo han demostrado que saben oponerse a la injusticia y la degradación aún a costa de grandes sacrificios, para defender los derechos humanos, la necesidad de una educación sólida para todos y una vida más digna para cada uno. Agradezco sinceramente a las mujeres y a los hombres de este país, en particular a los jóvenes, que han sufrido en mayor o menor medida por este motivo, y les rindo homenaje.
El diamante, en su transparencia, refracta maravillosamente la luz que recibe. Muchos de ustedes brillan por el papel que desempeñan. Por ello, quienes ostentan responsabilidades cívicas y de gobierno están llamados a actuar con transparencia, ejerciendo el cargo recibido como un medio para servir a la sociedad. De hecho, el poder sólo tiene sentido cuando se convierte en servicio. Qué importante es actuar con este espíritu, huyendo del autoritarismo, del afán de ganancias fáciles y de la avidez del dinero, que el apóstol Pablo llama «la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Y, al mismo tiempo, favorecer la celebración de elecciones libres, transparentes, creíbles; ampliar aún más la participación en los procesos de paz a las mujeres, los jóvenes y los diversos grupos, los grupos marginados; buscar el bien común y la seguridad de la gente por encima de los intereses personales o de grupo; reforzar la presencia del Estado en todo el territorio; hacerse cargo de las numerosas personas desplazadas y refugiadas. No debemos dejarnos manipular ni comprar por quienes quieren mantener al país en la violencia, para explotarlo y hacer negocios vergonzosos; esto sólo trae descrédito y vergüenza, junto con muerte y miseria. En cambio, es bueno acercarse a la gente para darse cuenta de cómo vive. Las personas tienen confianza cuando sienten que quien las gobierna está realmente cercano, no por cálculo ni ostentación, sino por servicio.
En la sociedad, a menudo, son las tinieblas de la injusticia y la corrupción las que oscurecen la luz del bien. Hace siglos, san Agustín, que nació en este continente, ya se preguntaba: «Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?» (De civitate Dei, IV, 4). Dios está de parte de los que tienen hambre y sed de justicia (cf. Mt 5,6). Es importante no cansarse de promover la ley y la equidad en todos los ámbitos, oponiéndose a la impunidad y a la manipulación de las leyes y de la información.
Un diamante que se extrae de la tierra es genuino, pero está en bruto, necesita ser trabajado. Así también los diamantes más valiosos de la tierra congoleña, que son los hijos de esta nación, deben poder contar con oportunidades educativas sólidas, que les permitan aprovechar al máximo los brillantes talentos que poseen. La educación es fundamental, es la vía hacia el futuro, el camino que hay que tomar para alcanzar la plena libertad de este país y del continente africano. Es urgente invertir en ella para preparar sociedades que sólo se consolidarán si están bien instruidas, que serán autónomas sólo si son plenamente conscientes de sus potencialidades y capaces de desarrollarlas con responsabilidad y perseverancia. Sin embargo, muchos niños no van a la escuela; ¡cuántos, en lugar de recibir una educación digna, son explotados! Demasiados niños mueren, sometidos a un trabajo esclavizador en las minas. Que no se escatimen esfuerzos en denunciar la lacra del trabajo infantil y acabar con ella. ¡Cuántas muchachas son marginadas y vulneradas en su dignidad! Los niños, las niñas, los jóvenes son la esperanza del presente, son la esperanza, ¡no dejemos que sea suprimida, sino cultivémosla con pasión!
El diamante, regalo de la tierra, nos llama al cuidado de la creación, a la protección del medio ambiente. Situada en el corazón de África, la República Democrática del Congo alberga uno de los pulmones verdes más grandes del mundo, que debe preservarse. Como en el caso de la paz y el desarrollo, en este campo también es importante una colaboración amplia y fructífera que permita una intervención eficaz, sin imponer modelos externos que sean más útiles para los que ayudan que para los que son ayudados. Muchos han pedido el compromiso de África y han ofrecido ayuda para combatir el cambio climático y el coronavirus. Sin duda, son oportunidades que hay que aprovechar, pero lo que se necesita sobre todo son modelos sanitarios y sociales que respondan no sólo a las urgencias del momento, sino que contribuyan a un efectivo crecimiento social: hay necesidad de estructuras sólidas y personal honesto y competente, para superar los graves problemas, como el hambre y la enfermedad, que cortan de raíz el desarrollo.
Para finalizar, sabemos que el diamante es el mineral de origen natural con mayor dureza; su resistencia a los agentes químicos es muy alta. La repetición continua de ataques violentos y las muchas situaciones difíciles podrían debilitar la resistencia de los congoleños, socavar su fortaleza, llevarlos al desánimo y a replegarse en la resignación. Pero en nombre de Cristo, que es el Dios de la esperanza, el Dios de todas las posibilidades que siempre da la fuerza para volver a empezar, en nombre de la dignidad y del valor de los diamantes más preciosos de esta tierra, que son sus ciudadanos, quisiera invitarlos a todos a un reinicio social valiente e inclusivo. Lo exige la historia luminosa, aunque herida, del país; lo suplican, sobre todo, los jóvenes y los niños. Estoy con ustedes y acompaño con mi oración y cercanía todos los esfuerzos por un futuro pacífico, armonioso y próspero de este gran país. Que Dios bendiga a toda la nación congoleña.
Miércoles, 1 de febrero de 2023
Santa Misa en el Aeropuerto de Ndolo, Kinshasa
Bandeko, bobóto [Hermanos y hermanas, paz] R/Bondeko [Fraternidad]
Bondéko [Fraternidad] R/ Esengo [Alegría]
Esengo, alegría: la alegría de verlos y encontrarlos es grande; he anhelado mucho este momento —¡nos ha hecho esperar un año!—, ¡gracias por estar aquí!
El Evangelio acaba de decirnos que también la alegría de los discípulos era grande la noche de Pascua, y que esta alegría surgió «cuando vieron al Señor» (Jn 20,20). En ese clima de alegría y asombro, el Resucitado habla a los suyos. ¿Y qué les dice? Ante todo, estas palabras: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 19). Es un saludo, pero es más que un saludo: es un envío. Porque la paz, esa paz anunciada por los ángeles en la noche de Belén (cf. Lc 2,14), esa paz que Jesús prometió dejar a los suyos (cf. Jn 14,27), ahora, por primera vez, es entregada solemnemente a los discípulos. La paz de Jesús, que también se nos entrega en cada Misa, es pascual; llega con la resurrección, porque antes el Señor tenía que vencer a nuestros enemigos, el pecado y la muerte, y reconciliar al mundo con el Padre; tenía que experimentar nuestra soledad y nuestro abandono, nuestros infiernos, abrazar y salvar las distancias que nos separaban de la vida y de la esperanza. Ahora, terminadas las distancias entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, la paz de Jesús se da a los discípulos.
Pongámonos, pues, en su lugar. Aquel día estaban completamente aturdidos por el escándalo de la cruz, heridos interiormente por haber abandonado a Jesús, escapando; decepcionados por el desenlace de su historia, temerosos de acabar como él. En ellos había sentimientos de culpa, frustración, tristeza, miedo. Sin embargo, Jesús anuncia la paz mientras el corazón de los discípulos está lleno de escombros; anuncia la vida mientras ellos sienten dentro la muerte. En otras palabras, la paz de Jesús llega en el momento en que todo parecía haber terminado para ellos, en el momento más imprevisto e inesperado, cuando no había atisbos de paz. Así actúa el Señor: nos asombra, nos tiende la mano cuando estamos a punto de hundirnos, nos levanta cuando tocamos fondo. Hermanos, hermanas, con Jesús el mal nunca prevalece, nunca tiene la última palabra. «Porque Cristo es nuestra paz» (Ef 2,14) y su paz triunfa siempre. Por eso, los que pertenecemos a Jesús no podemos dejar que prevalezca en nosotros la tristeza, no podemos permitir que crezca la resignación y el fatalismo. Si a nuestro alrededor se respira este clima, que no sea así para nosotros. En un mundo abatido por la violencia y la guerra, los cristianos hacen como Jesús. Él, casi insistiendo, repitió a los discípulos: ¡La paz, la paz esté con ustedes! (cf. Jn 20,19.21); y nosotros estamos llamados a hacer nuestro y proclamar al mundo este anuncio profético e inesperado del Señor, anuncio de la paz.
Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo conservar y cultivar la paz de Jesús? Él mismo nos señala tres fuentes de paz, tres manantiales para seguir alimentándola. Son el perdón, la comunidad y la misión.
Veamos la primera fuente: el perdón. Jesús dice a los suyos: «Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen» (v. 23). Pero antes de dar a los apóstoles el poder de perdonar, los perdona; no con palabras, sino con un gesto, el primero que el Resucitado realiza ante ellos. Dice el Evangelio que Él, «les mostró sus manos y su costado» (v. 20). Es decir, les muestra las llagas, se las ofrece, porque el perdón nace de las heridas. Nace cuando las heridas sufridas no dejan cicatrices de odio, sino que se convierten en un lugar para hacer sitio a los demás y acoger sus debilidades. Entonces las fragilidades se convierten en oportunidades y el perdón en el camino hacia la paz. No se trata de dejarlo todo atrás como si nada hubiera sucedido, sino de abrir a los demás con amor el corazón. Esto es lo que hace Jesús. Ante la miseria de quien lo negó y abandonó, muestra las heridas y abre la fuente de la misericordia. No usa muchas palabras, sino que abre de par en par su corazón herido, para decirnos que Él está siempre herido de amor por nosotros.
Hermanos, hermanas, cuando la culpa y la tristeza nos oprimen, cuando las cosas no van bien, sabemos dónde mirar: a las llagas de Jesús, dispuesto a perdonarnos con su amor herido e infinito. Él conoce tus heridas, conoce las heridas de tu país, de tu gente, de tu tierra. Son heridas que queman, continuamente infectadas por el odio y la violencia, mientras que la medicina de la justicia y el bálsamo de la esperanza parecen no llegar nunca. Hermano, hermana, Jesús sufre contigo, ve las heridas que llevas dentro y desea consolarte y sanarte, ofreciéndote su Corazón herido. Dios repite a tu corazón las palabras que pronunció hoy por medio del profeta Isaías: «Lo sanaré, lo guiaré y lo colmaré de consuelos» (Is 57,18).
Juntos, hoy creemos que con Jesús siempre tenemos la posibilidad de ser perdonados y volver a empezar, y también la fuerza para perdonarnos a nosotros mismos, a los demás y a la historia. Esto es lo que Cristo desea: ungirnos con su perdón para darnos la paz y el valor de poder también nosotros perdonar; el valor de realizar una gran amnistía del corazón. ¡Cuánto bien nos hace limpiar nuestros corazones de la ira, de los remordimientos, de todo resentimiento y envidia! Queridos amigos y amigas, ¡que hoy sea el momento de gracia para acoger y experimentar el perdón de Jesús! Que sea el momento adecuado para ti, que llevas una pesada carga en el corazón y necesitas que te la quiten para poder volver a respirar. Que sea el momento oportuno para ti, que en este país te dices cristiano, pero cometes actos de violencia; a ti el Señor te dice: “Deja las armas, abraza la misericordia”. Y a todos los lastimados y oprimidos de este pueblo les dice: “No teman poner sus heridas en las mías, sus llagas en mis llagas”. Hagámoslo, hermanos y hermanas. No tengan miedo de quitarse el Crucifijo del cuello y de los bolsillos, de tomarlo entre las manos y llevarlo junto al corazón para compartir sus llagas con las de Jesús. Cuando regresen a casa, tomen el Crucifijo que tienen y abrácenlo. Démosle a Cristo la oportunidad de sanar nuestros corazones; pongamos en Él el pasado, todos los miedos y ansiedades. ¡Qué hermoso es abrir las puertas del corazón y del hogar a su paz! ¿Y si escribieran en sus habitaciones, en sus ropas, fuera de sus casas, esas palabras: La paz esté con ustedes? Muéstrenlas, serán una profecía para el país, serán la bendición del Señor sobre aquellos que encuentren. La paz esté con ustedes, dejémonos perdonar por Dios y perdonémonos unos a otros.
Veamos ahora la segunda fuente de paz: la comunidad. Jesús resucitado no se dirige a los discípulos individualmente, sino que se reúne con ellos; les habla en plural, y a la primera comunidad le entrega su paz. No hay cristianismo sin comunidad, como no hay paz sin fraternidad. Pero, como comunidad, ¿hacia dónde hemos de caminar, hacia dónde hemos de ir para encontrar la paz? Volvamos a mirar a los discípulos. Antes de la Pascua, seguían a Jesús, pero pensaban de forma demasiado humana: esperaban un Mesías conquistador que expulsara a sus enemigos, que hiciera prodigios y milagros, que aumentara su prestigio y su éxito. Pero estos deseos mundanos los dejaron con las manos vacías; es más, le quitaron paz a la comunidad, suscitando discusiones y oposición (cf. Lc 9,46; 22,24). Para nosotros también existe este riesgo; estar juntos, pero caminar por cuenta propia, buscando en la sociedad, y también en la Iglesia, el poder, la carrera, las ambiciones. Sin embargo, de ese modo, en vez de seguir al Dios verdadero, seguimos al propio yo, y terminamos como aquellos discípulos: encerrados en casa, vacíos de esperanza y llenos de miedo y decepción. Pero he aquí que en la Pascua encuentran el camino de la paz gracias a Jesús, que sopla sobre ellos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Gracias al Espíritu Santo, ya no mirarán lo que les separa, sino lo que los une; ya no irán por el mundo para sí mismos, sino para los demás; no para ganar visibilidad, sino para dar esperanza; no para obtener aprobación, sino para gastar su vida con alegría por el Señor y por los demás.
Hermanos, hermanas, el peligro que tenemos es seguir el espíritu del mundo en lugar del espíritu de Cristo. ¿Y cuál es el camino para no caer en las trampas del poder y del dinero, para no ceder a las divisiones, a las seducciones del carrerismo que corroen a la comunidad; a las falsas ilusiones del placer y de la brujería que llevan a encerrarse en sí mismos? El Señor nos lo sugiere de nuevo a través del profeta Isaías, diciendo «estoy con el contrito y humillado, para reavivar los espíritus humillados, para reavivar los corazones contritos» (Is 57,15). El camino es compartir con los pobres. Este es el mejor antídoto contra la tentación de dividirnos y mundanizarnos. Tener el valor de mirar a los pobres y escucharlos, porque son miembros de nuestra comunidad y no extraños a los que hay que eliminar de la vista y de la conciencia. Abrir el corazón a los demás, en lugar de concentrarlo en los propios problemas o vanidades personales. Recomencemos desde los pobres y descubriremos que todos compartimos la pobreza interior; que todos necesitamos el Espíritu de Dios para liberarnos del espíritu del mundo; que la humildad es la grandeza del cristiano y la fraternidad su verdadera riqueza. Creamos en la comunidad y, con la ayuda de Dios, construyamos una Iglesia vacía de espíritu mundano y llena del Espíritu Santo, libre de riquezas para sí misma y llena de amor fraterno.
Llegamos, en fin, a la tercera fuente de paz: la misión. Jesús dice a los discípulos: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Nos envía como el Padre lo ha enviado a Él. ¿Y cómo lo envió el Padre al mundo? Lo envió a servir y a dar su vida por la humanidad (cf. Mc 10,45), a manifestar su misericordia por cada uno (cf. Lc 15), a buscar a los que están lejos (cf. Mt 9,13). En una palabra, lo envió para todos; no sólo para los justos, sino para todos. En este sentido, resuenan todavía las palabras de Isaías: «¡Paz al que está lejos, paz al que está cerca! […], dice el Señor» (Is 57,19). A los que están lejos, en primer lugar, y a los que están cerca; no sólo a los “nuestros”, sino a todos.
Hermanos, hermanas, estamos llamados a ser misioneros de paz, y esto nos dará paz. Es una decisión; es hacer sitio en nuestros corazones para todos, es creer que las diferencias étnicas, regionales, sociales, religiosas y culturales vienen después y no son obstáculos; que los demás son hermanos y hermanas, miembros de la misma comunidad humana; que cada uno es destinatario de la paz que Jesús ha traído al mundo. Es creer que los cristianos estamos llamados a colaborar con todos, a romper el ciclo de la violencia, a desmantelar las tramas del odio. Sí, los cristianos, enviados por Cristo, están llamados, por definición, a ser conciencia de paz en el mundo; no sólo conciencias críticas, sino sobre todo testigos del amor; no pretendientes de sus propios derechos, sino de los del Evangelio, que son la fraternidad, el amor y el perdón; no buscadores de sus propios intereses, sino misioneros del amor apasionado que Dios tiene por cada ser humano.
La paz esté con ustedes, dice Jesús hoy a cada familia, comunidad, grupo étnico, barrio y ciudad de este gran país. La paz esté con ustedes. Dejemos que estas palabras de nuestro Señor resuenen, en silencio, en nuestros corazones. Escuchémoslas dirigidas a nosotros y decidamos ser testigos de perdón, protagonistas en la comunidad, personas en misión de paz en el mundo.
Moto azalí na matói ma koyoka [El que tenga oídos para oír] R/Ayoka [Que oiga]
Moto azalí na motema mwa kondima [El que tenga corazón para aceptar] R/Andima [Que acepte]
Encuentro con las víctimas del este del país en la Nunciatura Apostólica
Queridos hermanos y hermanas:
Gracias. Gracias por la valentía de estos testimonios. Ante la violencia inhumana que han visto con sus ojos y experimentado en su propia carne, nos quedamos impresionados. Sólo cabe llorar, permaneciendo en silencio. Bunia, Beni-Butembo, Goma, Masisi, Rutshuru, Bukavu, Uvira, lugares que los medios de comunicación internacionales no mencionan casi nunca; aquí y en otros sitios, muchos de nuestros hermanos y hermanas, hijos de la misma humanidad, son tomados como rehenes por la arbitrariedad del más fuerte, por el que posee las armas más potentes, armas que siguen circulando. Mi corazón está hoy en el oriente de este inmenso país, que no tendrá paz hasta que la paz no haya llegado allí, a la zona oriental.
Queridos habitantes del este, quiero decirles que estoy cerca de ustedes. Sus lágrimas son mis lágrimas, su dolor es mi dolor. A cada familia en luto o desplazada a causa de poblaciones incendiadas y otros crímenes de guerra, a los sobrevivientes de agresiones sexuales, a cada niño y adulto herido, les digo: estoy con ustedes, quisiera traerles la caricia de Dios. Su mirada tierna y compasiva se posa sobre ustedes. Mientras los violentos los tratan como objetos, el Padre que está en los cielos mira su dignidad y le dice a cada uno: «Tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo» (Is 43,4). Hermanos y hermanas, la Iglesia está y estará siempre de vuestra parte. Dios los ama, no se ha olvidado de ustedes, ¡pero que también los hombres se acuerden de ustedes!
En su nombre, junto a las víctimas y a quienes se comprometen por la paz, la justicia y la fraternidad, condeno la violencia armada, las masacres, los abusos, la destrucción y la ocupación de las aldeas, el saqueo de campos y ganado, que se siguen perpetrando en la República Democrática del Congo. Y también la explotación sangrienta e ilegal de la riqueza de este país, así como los intentos por fragmentarlo para poderlo controlar. Causa vergüenza e indigna saber que la inseguridad, la violencia y la guerra que golpean trágicamente a tanta gente, son alimentadas no sólo por fuerzas externas, sino también internas, por intereses y para obtener ventajas. Me dirijo al Padre que está en los cielos, que quiere que todos en la tierra seamos hermanos y hermanas. Inclino la cabeza humildemente y, con dolor en el corazón, le pido perdón por la violencia del hombre contra el hombre. Padre, ten piedad de nosotros. Consuela a las víctimas y a los que sufren. Convierte los corazones de los que cometen crueles atrocidades, que deshonran a toda la humanidad. Y abre los ojos de aquellos que los cierran o miran para otro lado ante estas abominaciones.
Se trata de conflictos que obligan a millones de personas a dejar sus casas, que provocan gravísimas violaciones de los derechos humanos, que desintegran el tejido socio-económico, que causan heridas difíciles de sanar. Son luchas en las que se entrecruzan dinámicas étnicas, territoriales y de grupos; conflictos que tienen que ver con la propiedad de la tierra; con la ausencia o la debilidad de las instituciones; con odios en los que se introduce la blasfemia de la violencia en nombre de un dios falso. Pero, sobre todo, es la guerra desatada por una insaciable avidez de materias primas y de dinero, que alimenta una economía armada, la cual exige inestabilidad y corrupción. Qué escándalo y qué hipocresía: la gente es agredida y asesinada, mientras los negocios que causan violencia y muerte siguen prosperando.
Dirijo un vehemente llamado a todas las personas, a todas las entidades, internas y externas, que manejan los hilos de la guerra en la República Democrática del Congo, depredándola, flagelándola y desestabilizándola. Ustedes se están enriqueciendo por medio de la explotación ilegal de los bienes de este país y el sacrificio cruento de víctimas inocentes. Escuchen el grito de su sangre (cf. Gn 4,10), presten atención a la voz de Dios, que los llama a la conversión y escuchen la voz de su conciencia: hagan callar las armas, pongan fin a la guerra. ¡Basta! ¡Basta de enriquecerse a costa de los más débiles, basta de enriquecerse con recursos y dinero manchado de sangre!
Queridos hermanos y hermanas, y nosotros, ¿qué podemos hacer? ¿Por dónde comenzar? ¿Cómo actuar para promover la paz? Quisiera humildemente proponerles comenzar de nuevo con dos “no” y dos “sí”.
En primer lugar, no a la violencia, siempre y en cualquier caso, sin condiciones y sin “peros”. ¡No a la violencia! Amar a la propia gente no significa alimentar el odio hacia los demás. Al contrario, querer al propio país supone negarse a ceder ante los que incitan al uso de la fuerza. Es un engaño trágico: el odio y la violencia nunca son aceptables, nunca son justificables, nunca son tolerables, con mayor razón para los cristianos. El odio sólo genera más odio y la violencia, más violencia. Un “no” claro y fuerte también debe decirse a quienes propagan en nombre de Dios esta violencia, este odio. Queridos congoleses, no se dejen seducir por personas o grupos que incitan a la violencia en su nombre. Dios es Dios de la paz y no de la guerra. Predicar el odio es una blasfemia, y el odio siempre corroe el corazón del hombre. El que vive de la violencia, en efecto, nunca vive bien; piensa que salva su vida y, en cambio, es devorado por un torbellino de mal que, llevándolo a combatir a los hermanos y a las hermanas con los que ha crecido y vivido durante años, lo mata por dentro.
Pero para decir verdaderamente “no” a la violencia no es suficiente evitar actos violentos; es necesario extirpar las raíces de la violencia. Pienso en la codicia, en la envidia y, sobre todo, en el rencor. Mientras me inclino con respeto ante el sufrimiento que tantos han padecido, quisiera pedirles a todos que se comporten como nos han sugerido ustedes, testigos valerosos, que tienen la fuerza de desarmar el corazón. Lo pido a todos en nombre de Jesús, que perdonó a quienes le traspasaron las manos y los pies con los clavos, sujetándolo a una cruz; les ruego que desarmen el corazón. Eso no quiere decir dejar de indignarse frente al mal y no denunciarlo, ¡esto es un deber! Tampoco significa impunidad y condonación de las atrocidades, siguiendo adelante como si nada pasara. Lo que se nos pide, en nombre de la paz, en nombre del Dios de la paz, es desmilitarizar el corazón, quitarle el veneno, rechazar el odio, aplacar la avaricia, eliminar el resentimiento. Decir “no” a todo eso pareciera que nos hace débiles, pero en realidad nos hace libres, porque nos da paz. Sí, la paz nace de los corazones, de corazones libres de rencor.
También hay que decir un segundo “no”: no a la resignación. La paz requiere combatir el desaliento, el malestar y la desconfianza, que llevan a creer que es mejor recelar de todos, vivir separados y distantes, en vez de darse la mano y caminar juntos. Nuevamente, en nombre de Dios, reitero la invitación para que cuantos viven en la República Democrática del Congo no bajen los brazos, sino que se esfuercen por construir un mundo mejor. Un futuro de paz no caerá del cielo, pero será posible si se destierra de los corazones el fatalismo resignado y el miedo de involucrarse con los demás. Un futuro diferente llegará, si es para todos y no para algunos, si es en favor de todos y no contra algunos. Un futuro nuevo llegará, si el otro, sea tutsi o hutu, ya no es más un adversario o un enemigo, sino un hermano y una hermana en cuyo corazón es necesario creer que existe, aun escondido, el mismo deseo de paz. ¡También en el este la paz es posible! ¡Creámoslo! Trabajemos por ello, sin delegar el cambio.
El futuro no se puede construir quedándose encerrados en los propios intereses particulares, replegados en los propios grupos, etnias y clanes. Un dicho suajili enseña: «jirani ni ndugu» [el vecino es un hermano]; por tanto, hermano, hermana, todos tus vecinos son tus hermanos, sean burundeses, ugandeses o ruandeses. Somos todos hermanos, porque somos hijos del mismo Padre; así nos enseña la fe cristiana, que profesa gran parte de la población. Entonces, elevemos la mirada al cielo y no permanezcamos prisioneros del temor. El mal que cada uno ha sufrido necesita ser transformado en bien para todos; que el desánimo que paraliza ceda el paso a un ardor renovado, a una lucha indómita por la paz, a valientes propósitos de fraternidad, a la belleza de gritar juntos nunca más: nunca más violencia, nunca más rencor, nunca más resignación.
Y he aquí finalmente los dos “sí” para la paz. Ante todo, sí a la reconciliación. Amigos, es maravilloso lo que están por hacer. Quieren comprometerse y perdonarse mutuamente, y repudiar las guerras y los conflictos para resolver las distancias y las diferencias. Y quieren hacerlo orando juntos, dentro de unos momentos, unidos alrededor del árbol de la cruz, bajo el cual, con gran valentía, desean deponer los signos de la violencia que han visto y sufrido: uniformes, machetes, martillos, hachas, cuchillos. También la cruz era un instrumento de dolor y de muerte, el más terrible en los tiempos de Jesús, pero, atravesado por su amor, se convirtió en instrumento universal de reconciliación, en árbol de vida.
Quisiera decirles: sean también ustedes árboles de vida. Hagan como los árboles, que absorben contaminación y devuelven oxígeno. O, como dice un proverbio: “En la vida haz como la palmera: recibe piedras, entrega dátiles”. Esta es la profecía cristiana: responder al mal con el bien, al odio con el amor, a la división con la reconciliación. La fe lleva consigo una nueva idea de justicia, que no se conforma con castigar y renunciar a la venganza, sino que quiere reconciliar, desactivar nuevos conflictos, extinguir el odio, perdonar. Y todo esto es más poderoso que el mal. ¿Saben por qué? Porque transforma la realidad desde dentro en vez de destruirla desde fuera. Sólo así se derrota el mal, precisamente como hizo Jesús en el árbol de la cruz, tomándolo sobre sí y transformándolo con su amor. De ese modo, el dolor se convirtió en esperanza. Amigos, sólo el perdón abre las puertas al mañana, porque abre las puertas a una justicia nueva que, sin olvidar, rompe el círculo vicioso de la venganza. Reconciliarse significa generar el mañana, creer en el futuro en vez de quedarse anclados en el pasado, apostar por la paz en lugar de resignarse a la guerra, huir de la prisión de las propias razones para abrirse a los demás y disfrutar juntos la libertad.
Finalmente, el último “sí”, decisivo: sí a la esperanza. Si se representase la reconciliación como un árbol, como una palmera que da frutos, la esperanza sería el agua que la hace fecunda. Esta esperanza tiene una fuente y esta fuente tiene un nombre, que quiero proclamar aquí con ustedes: ¡Jesús! Jesús: con Él, el mal ya no tiene la última palabra sobre la vida; con Él, que ha hecho de un sepulcro —final del trayecto humano—, el inicio de una historia nueva, siempre se abren nuevas posibilidades. Con Él, cada tumba puede transformarse en una cuna, cada calvario en un jardín pascual. Con Jesús nace y renace la esperanza; para quien ha sufrido el mal e, incluso, para quien lo ha cometido. Hermanos y hermanas del oriente del país, esta esperanza es para ustedes, tienen derecho a ella. Pero también es un derecho que debe ser conquistado. ¿Cómo? Sembrándola cada día, con paciencia. Vuelvo a la imagen de la palmera. Un refrán dice: «Cuando comes el coco, ves la palmera, pero el que la plantó volvió a la tierra hace mucho tiempo». En otras palabras, para conquistar los frutos esperados es necesario trabajar con el mismo espíritu de los que plantan palmeras, pensando en las generaciones futuras y no en los resultados inmediatos. Sembrar el bien hace bien, libera de la lógica estrecha del beneficio personal y regala a cada día su razón; aporta a la vida el aliento de la gratuidad y nos asemeja a Dios, sembrador paciente que esparce esperanza sin cansarse nunca.
Hoy agradezco y bendigo a todos los sembradores de paz que trabajan en el país; a las personas y a las instituciones que se prodigan en la ayuda y la lucha por las víctimas de la violencia, la explotación y los desastres naturales; a las mujeres y los hombres que están aquí animados por el deseo de promover la dignidad de la gente. Algunos perdieron la vida mientras servían a la paz, como el embajador Luca Attanasio, el guardia Vittorio Iacovacci y el conductor Mustapha Milambo, asesinados hace dos años en el este del país. Eran sembradores de esperanza y su sacrificio no se perderá.
Hermanos, hermanas, hijos e hijas de Ituri, de Kivu del Norte y del Sur, estoy con ustedes, los abrazo y los bendigo a todos. Bendigo a cada niño, adulto, anciano, a cada persona herida por la violencia en la República Democrática del Congo, en particular a cada mujer y a cada madre. Y rezo para que la mujer, toda mujer, sea respetada, protegida, valorada. Agredir a una mujer y a una madre es hacérselo a Dios mismo, que tomó de una mujer la condición humana, de una madre. Que Jesús, nuestro hermano, Dios de la reconciliación que plantó el árbol de la vida de la cruz en el corazón de las tinieblas del pecado y del sufrimiento, Jesús, Dios de la esperanza que cree en ustedes, en su país y en su futuro, bendiga a todos ustedes y los consuele; que derrame la paz en sus corazones, en sus familias y en toda la República Democrática del Congo. Gracias.
Encuentro con los representantes de algunas obras caritativas en la Nunciatura Apostólica
Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo con afecto y les agradezco los cantos, los testimonios y las cosas que me han contado; pero, sobre todo, gracias por todo lo que hacen. En este país, donde hay tanta violencia, que retumba como el estruendo ensordecedor de un árbol que es derribado, ustedes son el bosque que crece todos los días en silencio y hace que la calidad del aire mejore, que se pueda respirar. Es verdad, hace más ruido el árbol que cae, pero Dios ama y cultiva la generosidad que germina en el silencio, dando fruto; y posa su mirada, con alegría, en quien se pone al servicio de los necesitados. Así crece el bien, en la sencillez de manos y corazones abiertos a los demás; en la valentía de los pasos pequeños que se dan para acercarse a los más débiles en el nombre de Jesús. Es muy cierto aquel proverbio que citó Cecilia: “Mil pasos comienzan siempre por el primero”.
Me sorprendió una cosa, y es que no me refirieron simplemente los problemas sociales ni enumeraron muchos datos sobre la pobreza, sino que sobre todo hablaron de los pobres con cariño. Hablaron de ustedes y de personas que no conocían antes, y que ahora son para ustedes familiares, con nombres y rostros. Gracias por esta mirada que sabe reconocer a Jesús en sus hermanos más pequeños. Hay que buscar y amar al Señor en los pobres y, como cristianos, tenemos que estar atentos si nos alejamos de ellos, porque hay algo que no está bien cuando un creyente mantiene a distancia a los predilectos de Cristo.
Hoy, mientras tantos los descartan, ustedes los abrazan; mientras que el mundo los explota, ustedes los promueven. La promoción contra la explotación, este es el bosque que crece mientras que la deforestación del descarte hace estragos violentamente. Yo quisiera darle voz a lo que ustedes hacen, favorecer el crecimiento y la esperanza en la República Democrática del Congo y en este continente. He venido aquí animado por el deseo de dar voz a quien no la tiene. Cuánto quisiera que los medios de comunicación social dieran más espacio a este país y a toda África; que se conozcan los pueblos, las culturas, los sufrimientos y las esperanzas de este joven continente del futuro. Se descubrirán inmensos talentos e historias de verdadera grandeza humana y cristiana; historias nacidas en un clima auténtico, que conoce bien el respeto por los más pequeños, por los ancianos y por la creación.
Es bueno darles voz aquí en la Nunciatura, porque las Representaciones Pontificias, las “casas del Papa” diseminadas por el mundo, son y deben ser amplificadores de promoción humana, centros de caridad, en primera línea en la diplomacia de la misericordia, favoreciendo ayudas concretas y promoviendo redes de cooperación. Esto ya se hace, discretamente, en tantas partes del mundo, y aquí desde hace mucho tiempo. Esta casa es una presencia cercana desde hace décadas. Inaugurada hace noventa años como Delegación Apostólica, está por celebrar, dentro de pocos días, el sexagésimo aniversario de haber sido elevada a Nunciatura.
Hermanos y hermanas que aman este país y se dedican a su gente, todo lo que hacen es maravilloso, aunque no es para nada sencillo. Dan ganas de llorar al escuchar historias como las que me han contado, sobre personas que sufren por la indiferencia generalizada que las entregó a una vida errante, que las llevó a vivir en las calles, exponiéndose al riesgo de violencia física y de abusos sexuales, y también a ser acusadas de brujería, cuando sólo necesitan amor y cuidados. Me conmovió lo que me dijiste tú, Tekadio, que a causa de la lepra te sientes aún hoy, en el 2023, “discriminado, observado con desprecio y humillado”, mientras que la gente, con una mezcla de vergüenza, de incomprensión y de miedo, se apura a limpiar incluso ahí por donde pasó simplemente tu sombra. La pobreza y el rechazo ofenden al hombre, desfiguran su dignidad; son como ceniza que apaga el fuego que se lleva por dentro. Sí, cada persona, en cuanto creada a imagen de Dios, resplandece con un fuego luminoso, pero sólo el amor quita la ceniza que lo cubre. Sólo devolviendo la dignidad se restituye la humanidad. Me ha entristecido escuchar que también aquí, como en muchas partes del mundo, niños y ancianos son descartados. Además de escandaloso, esto es nocivo para la sociedad entera, que se construye precisamente a partir del cuidado de los ancianos y de los niños, de las raíces y del futuro. Recordemos que un desarrollo verdaderamente humano no puede estar privado de memoria y de futuro. La memoria, llevada por los ancianos; el futuro, llevado por los jóvenes.
Hermanos, hermanas, hoy quisiera compartir con ustedes y, por medio de ustedes, con los numerosos operadores de bien en este gran país, dos preguntas. En primer lugar, ¿vale la pena? ¿Vale la pena comprometerse frente a un océano de necesidades en constante y dramático aumento? ¿No sería trabajar en vano, además de ser muchas veces desalentador? Nos ayuda lo que dijo sor María Celeste: “A pesar de nuestra pequeñez, el Señor crucificado desea tenernos a su lado para sostener el drama del mundo”. Es verdad, la caridad sintoniza con Dios y Él nos sorprende con prodigios inesperados que se realizan por medio de quien ama. Sus historias son ricas de acontecimientos impresionantes, conocidos por el corazón de Dios e imposibles para las solas fuerzas humanas. Pienso en lo que nos contaste tú, Pierre, al decir que en el desierto de la impotencia y de la indiferencia, en el mar del dolor, junto con tus amigos, descubriste que Dios no los había olvidado, porque les envió personas que no se dieron la vuelta cruzando la calle donde estaban. Así, en sus rostros ustedes descubrieron el de Jesús y ahora quieren hacer lo mismo por los demás. El bien es así, es difusivo, no se deja paralizar por la resignación ni por las estadísticas, sino que invita a donar a los demás cuanto se ha recibido gratuitamente. Recibo y doy. Se necesita que principalmente los jóvenes vean esto: rostros que superan la indiferencia mirando a las personas a los ojos; manos que no empuñan armas ni manipulan dinero, sino que se extienden hacia quien está en el suelo y lo levantan a su dignidad, a la dignidad de hija e hijo de Dios. Sólo en un caso es lícito mirar a una persona desde arriba hacia abajo: para ayudarla a levantarse. De otra manera, no se puede mirar nunca a una persona desde arriba hacia abajo.
Por tanto, vale la pena, y es un buen signo que las autoridades, por medio de los recientes acuerdos con la Conferencia Episcopal, hayan reconocido y valorado la obra de quienes se comprometen en el campo social y caritativo. Ciertamente, eso no significa que se pueda delegar sistemáticamente al voluntariado el cuidado de los más frágiles, ni el esfuerzo en la asistencia sanitaria y en la educación. Son tareas prioritarias de quien gobierna, con la atención puesta en garantizar los servicios básicos también a la población que vive lejos de los grandes núcleos urbanos. Al mismo tiempo, los creyentes en Cristo nunca deben mancillar el testimonio de la caridad, que es testimonio de Dios, buscando privilegios, prestigio, visibilidad o poder. Esto es una cosa fea, que no se debe hacer nunca. No, los medios, los recursos y los buenos resultados son para los pobres, y quien se ocupa de ellos siempre está llamado a recordar que el poder es servicio y que la caridad no lleva a dormirse en los laureles, sino que requiere urgencia y concreción. En este sentido, entre las muchas cosas por hacer, quisiera subrayar un reto que compete a todos y en gran medida a este país. Lo que causa la pobreza no es tanto la ausencia de bienes o de oportunidades, sino su distribución no equitativa. El que pertenece a una clase acomodada, en particular si es cristiano, está llamado a compartir lo que posee con quien está privado de lo necesario, más aún si pertenece al mismo pueblo. No se trata de una cuestión de bondad, sino de justicia. No es filantropía, es fe. Porque, como dice la Escritura, «la fe sin obras está muerta» (St 2,26).
Un segundo interrogante, justamente sobre el deber y sobre la urgencia del bien, es ¿cómo realizarlo? ¿Cómo hacer caridad, qué criterios seguir? A este respecto, quisiera ofrecerles tres ideas sencillas. Son aspectos que las instituciones caritativas aquí operantes ya conocen, pero hace bien recordarlos, para que el servicio a Jesús en los pobres sea un testimonio cada vez más fecundo.
Antes que nada, la caridad requiere ejemplaridad. De hecho, no es sólo una cosa que se hace, sino que es expresión de aquello que se es. Se trata de un estilo de vida, de vivir el Evangelio. Por tanto, se necesita credibilidad y transparencia. Pienso en la gestión financiera y administrativa de los proyectos, pero también en el compromiso por ofrecer servicios adecuados y cualificados. Justamente este es el espíritu que caracteriza tantas obras eclesiales de las que este país se ve beneficiado y que han marcado su historia. ¡Que siempre haya ejemplaridad!
En segundo lugar, la amplitud de miras, es decir, el saber mirar hacia adelante. Es fundamental que las iniciativas y las obras de bien, además de que respondan a las exigencias inmediatas, sean sostenibles y duraderas; no simplemente asistencialistas, sino realizadas sobre la base de lo que realmente se puede hacer y con una perspectiva a largo plazo, para que perduren en el tiempo y no terminen con quien las comenzó. En este país, por ejemplo, hay un suelo increíblemente fecundo, una tierra extremadamente fértil. La generosidad de quien ayuda no puede dejar de abrazar esta característica, para favorecer el desarrollo interno de quienes habitan esta tierra, para enseñarles a cultivarla, dando vida a proyectos de desarrollo que pongan el futuro en sus manos. Más que distribuir bienes, lo cual será siempre necesario, es mejor transmitir conocimientos y herramientas que hagan el desarrollo autónomo y sostenible. A este respecto, pienso también en el gran aporte que ha ofrecido la asistencia sanitaria católica, que, en este país, como en muchos otros del mundo, da alivio y esperanza a la población, saliendo al encuentro de los que sufren, con gratuidad y con seriedad, buscando siempre —tal como debe ser— socorrer con instrumentos modernos y adecuados.
Ejemplaridad, amplitud de miras y, finalmente, el tercer elemento: conexión. Hermanos y hermanas, es necesario crear una red, no sólo virtualmente, sino concretamente, tal como sucede en este país en la sinfonía de vida del gran bosque y de su variada vegetación. Crear una red, es decir, trabajar cada vez más juntos, estar en constante sinergia entre ustedes, en comunión con las Iglesias locales y con el territorio. Trabajar en red, cada uno, con su propio carisma, pero juntos, relacionados, compartiendo los asuntos urgentes, las prioridades, las necesidades, sin cerrazones ni autorreferencialidad, prontos para apoyar a otras comunidades cristianas y a otras religiones, así como a muchos organismos humanitarios presentes. Todo por el bien de los pobres. Crear una red con todos.
Queridos hermanos y hermanas, les dejo estos puntos y les agradezco lo que han depositado el día de hoy en mi corazón. Sí, muchas gracias porque me han conmovido el corazón. Ustedes valen mucho. Los bendigo y les pido, por favor, que sigan rezando por mí, porque lo necesito. Gracias.
Jueves, 2 de febrero de 2023
Encuentro con los jóvenes y los catequistas en el Estadio de los Mártires
Gracias por el cariño, por la danza y por sus palabras. Estoy feliz de haberlos mirado a los ojos, de haberlos saludado y bendecido mientras festejaban levantando sus manos al cielo.
Ahora quisiera pedirles, por unos instantes, no me miren a mí, sino miren sus manos. Abran las palmas de las manos, mírenlas atentamente. Amigos, Dios ha puesto en sus manos el don de la vida, el futuro de la sociedad y de este gran país. Hermano, hermana, ¿tus manos te parecen pequeñas y débiles, vacías e inadecuadas para tareas tan grandes? Quisiera llamar tu atención sobre un detalle: todas las manos son similares, pero ninguna es igual a la otra; nadie tiene unas manos iguales a las tuyas, por eso eres un tesoro único, irrepetible e incomparable. Nadie en la historia puede sustituirte. Pregúntate entonces, ¿para qué sirven mis manos?, ¿para construir o para destruir, para dar o para acaparar, para amar o para odiar? Ves, puedes apretar la mano y cerrarla, y se vuelve un puño; o puedes abrirla y ponerla a disposición de Dios y de los demás. Esta es la decisión fundamental, desde tiempos antiguos, desde Abel, que ofreció con generosidad los frutos de su trabajo, mientras Caín «se abalanzó sobre su hermano y lo mató» (Gn 4,8). Joven que sueñas con un futuro distinto, de tus manos nace el mañana, de tus manos puede llegar la paz que falta en este país. Pero, concretamente, ¿qué es lo que hay que hacer? Quisiera sugerirles algunos “ingredientes para el futuro”, cinco, que pueden asociar a los dedos de la mano.
Al pulgar, el dedo más cercano al corazón, corresponde la oración, que hace latir la vida. Puede parecer una realidad abstracta, lejana de los problemas tangibles. Sin embargo, la oración es el primer ingrediente, el más esencial, porque nosotros solos no somos capaces. No somos omnipotentes y, cuando alguien cree que es así, fracasa miserablemente. Es como un árbol arrancado que, aunque sea grande y robusto, no se mantiene en pie por sí mismo. Por eso, es necesario enraizarse en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios, que nos permite crecer cada día en profundidad, dar fruto y transformar la contaminación que respiramos en oxígeno vital. Para conseguirlo, cada árbol necesita un elemento simple y esencial, el agua. Y es así, la oración es “el agua del alma”, es humilde, no se ve, pero da vida. Quien reza, madura interiormente y sabe levantar la mirada hacia lo alto, acordándose que fue hecho para el cielo.
Hermano, hermana, es necesaria la oración, una oración viva. No te dirijas a Jesús como a un ser lejano y distante al que hay que tenerle miedo, sino como al mejor de los amigos, que dio la vida por ti. Él te conoce, cree en ti y te ama, siempre. Mirándolo clavado en la cruz para salvarte, comprendes cuánto vales para Él. Y puedes confiarle tus propias cruces, tus temores, tus afanes, arrojándolas sobre su cruz. Los abrazará. Lo hizo ya hace dos mil años y aquella cruz, que hoy soportas, era ya parte de la suya. No tengas miedo de tomar entre las manos el crucifijo y apretarlo contra tu pecho, derramando tus lágrimas sobre Jesús. Y no te olvides mirar su rostro, el rostro de un Dios joven, vivo, resucitado. Sí, Jesús ha vencido el mal, hizo de la cruz un puente hacia la resurrección. Entonces, levanta cada día las manos hacia Él para alabarlo y bendecirlo; grítale las esperanzas de tu corazón, confíale los secretos más íntimos de la vida: la persona que amas, las heridas que llevas dentro, los sueños que tienes en el corazón. Cuéntale acerca de tu barrio, de tus vecinos, de tus maestros y compañeros, de tus amigos y coetáneos; cuéntale de tu país. Dios ama esta oración viva, concreta, hecha con el corazón. Le permite intervenir, entrar en los pliegues de la vida de un modo especial, llegar con su “fuerza de paz”, que tiene un nombre. ¿Saben cuál es? El Espíritu Santo, aquel que consuela y da la vida. Él es el motor de la paz, es la verdadera fuerza de la paz. Por eso la oración es el arma más potente que existe. Te trasmite el consuelo y la esperanza de Dios. Te abre siempre nuevas posibilidades y te ayuda a vencer los miedos. Sí, quien reza supera el miedo y se hace cargo de su propio futuro. ¿Creen esto? ¿Quieren elegir la oración como su secreto; como el agua del alma; como la única arma que llevarán con ustedes; como compañera de viaje cada día?
Miremos ahora el segundo dedo, el índice. Con este indicamos algo a los demás. Los otros, la comunidad, este es el segundo ingrediente. Amigos, no dejen que su juventud se estropee por la soledad y el aislamiento. Piénsense siempre juntos y serán felices, porque la comunidad es el camino para estar bien consigo mismo, para ser fieles a la propia llamada. Las decisiones individualistas, en cambio, al principio parecen atrayentes, pero después sólo dejan un gran vacío interior. Piensen en la droga; te esconde de los demás, de la verdadera vida, para hacerte sentir omnipotente, pero al final te encuentras despojado de todo. Piensen también en la dependencia del ocultismo y de la brujería, que te atrapan en las garras del miedo, de la venganza y de la rabia. No se dejen encantar por esos falsos paraísos egoístas, construidos en base a la apariencia, los beneficios fáciles o unas religiosidades desviadas.
Y cuídense de la tentación de señalar a alguien con el dedo, de excluir a otro porque tenga un origen distinto al de ustedes, del regionalismo, del tribalismo, que parecen fortalecerlos en su grupo y, en cambio, representan la negación de la comunidad. ¿Saben cómo sucede esto? Primero se cree en los prejuicios sobre los demás, después se justifica el odio y, por tanto, la violencia, y al final nos encontramos en medio de la guerra. Pero —me pregunto— ¿has hablado alguna vez con las personas de los otros grupos o has estado siempre encerrado en el tuyo? ¿Has escuchado alguna vez las historias de los otros?, ¿te has acercado a sus sufrimientos? Cierto, es más fácil condenar a alguien que entenderlo; pero el camino que Dios nos indica para construir un mundo mejor pasa por el otro, por el conjunto, por la comunidad. Es hacer Iglesia, ampliar horizontes, ver en cada uno el propio prójimo, hacerse cargo del otro. ¿Ves alguien solo, sufriendo, olvidado? Acércate. No para hacerle ver lo bueno que eres, sino para darle tu sonrisa y ofrecerle tu amistad.
David, dijiste que los jóvenes quieren justamente estar conectados con los demás, pero que las redes sociales a veces los confunden. Es verdad, la virtualidad no basta. No podemos conformarnos con el mero interactuar con personas lejanas e incluso falsas. La vida no se escoge tocando la pantalla con el dedo. Es triste ver jóvenes que están horas frente a un teléfono. Después de que contemplaran tanto tiempo la pantalla, los miras a la cara y ves que no sonríen, la mirada está cansada y aburrida. Nada ni nadie puede sustituir la fuerza del grupo, la luz de los ojos, la alegría de compartir. Hablar, escucharse es esencial; mientras que en la pantalla cada uno busca sólo lo que le interesa, ustedes descubran cada día la belleza de dejarse sorprender por los demás, por sus historias y sus experiencias.
Intentemos ahora hacer una prueba de lo que significa formar comunidad. Por unos instantes, por favor, tomen la mano del que está a su lado. Siéntanse una única Iglesia, un único Pueblo. Siente que tu bien depende del bien del otro, que es multiplicado por la comunidad. Siéntete custodiado por el hermano y por la hermana, por alguien que te acepta tal como eres y que quiere cuidar de ti. Y siéntete responsable de los demás, parte viva de una gran red de fraternidad donde nos sostenemos mutuamente y en la que tú eres indispensable. Sí, eres indispensable y responsable para tu Iglesia y tu país; perteneces a una historia más grande, que te llama a ser protagonista, creador de comunión, defensor de fraternidad, indómito soñador de un mundo más unido.
En esta aventura no están solos, toda la Iglesia, esparcida por el mundo, los apoya. ¿Es un desafío difícil? Sí, pero es posible. Tienen también amigos que desde las tribunas del cielo los alientan hacia estas metas. ¿Saben quiénes son? Los santos. Pienso por ejemplo en el beato Isidoro Bakanja, en la beata María Clementina Anuarite, en san Kisito y sus compañeros, testigos de la fe, mártires que no cedieron a la lógica de la violencia, sino que confesaron con la vida la fuerza del amor y del perdón. Sus nombres, escritos en el cielo, permanecerán en la historia, mientras que la cerrazón y la violencia se vuelven siempre en contra de quienes las comenten. Sé que muchas veces han demostrado que saben levantarse para defender, incluso a costa de grandes sacrificios, los derechos humanos y la esperanza en una vida mejor para todos en el país. Les agradezco por esto y honro la memoria de cuantos —tantos— han perdido la vida o la salud en favor de estas nobles causas. Y los animo a que sigan adelante juntos, sin miedo, como comunidad.
Oración, comunidad, llegamos al dedo central, que se eleva por encima de los otros casi para recordarnos algo imprescindible. Es el ingrediente fundamental para un futuro que esté a la altura de sus expectativas. Es la honestidad. Ser cristianos es testimoniar a Cristo. Por tanto, el primer modo para hacerlo es vivir rectamente, como Él quiere. Eso significa no dejarnos enredar en los lazos de la corrupción. El cristiano no puede más que ser honesto, de lo contrario traiciona su identidad. Sin honestidad no somos discípulos ni testigos de Jesús; somos paganos, idólatras que adoran su propio yo en vez de adorar a Dios, que usan a los demás en lugar de servirlos.
Pero —me pregunto— ¿cómo vencer el cáncer de la corrupción, que parece difundirse sin parar? Nos ayuda san Pablo, con una frase sencilla y genial, que pueden repetir hasta aprenderla de memoria. Es esta: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21). No te dejes vencer por el mal, no se dejen manipular por los individuos o los grupos que buscan usarlos para mantener vuestro país en la espiral de la violencia y la inestabilidad, para poder así seguir controlándolo sin tener consideración por nadie. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien, sean ustedes los que transformen la sociedad, los que conviertan el mal en bien, el odio en amor, la guerra en paz. ¿Quieren serlo? Si lo quieren, es posible. ¿Saben por qué? Porque cada uno de ustedes tiene un tesoro que nadie puede robarles. Es vuestra capacidad de decidir. Sí, tú eres las decisiones que tomas y siempre puedes elegir hacer lo correcto. Somos libres para elegir. No permitan que sus vidas sean arrastradas por la corriente contaminada; no se dejen llevar como un tronco seco en un río de lodo. Siéntanse indignados, sin caer nunca en los halagos de la corrupción, que son persuasivos pero envenenados.
Recuerdo el testimonio de un joven como ustedes, Floribert Bwana Chui: hace 15 años, con tan solo veintiséis años de edad, fue asesinado en Goma por haber obstruido el paso de productos alimenticios en mal estado, que habrían dañado la salud de la gente. Podía haberlo ignorado, no lo habrían descubierto e incluso se habría beneficiado. Pero, como cristiano, rezó, pensó en los demás y eligió ser honesto, diciendo “no” a la suciedad de la corrupción. Esto significa mantener las manos limpias, mientras que las manos que trafican con dinero se manchan de sangre. Si alguno te intentara sobornar, te prometiera favores y riquezas, no caigas en la trampa, no dejes que te engañen, no permitas que te engulla la ciénaga del mal. No te dejes vencer por el mal, no creas en las tramas oscuras del dinero, que te hundirán en las tinieblas. Ser honestos es resplandecer en el día, es difundir la luz de Dios, es vivir la bienaventuranza de la justicia: vence al mal, haciendo el bien.
Hemos llegado al cuarto dedo, el anular. En él se ponen los anillos nupciales. Pero, si lo piensan, el anular es también el dedo más débil, el que cuesta más trabajo levantar. Nos recuerda que las grandes metas de la vida, el amor en primer lugar, pasan a través de la fragilidad, el esfuerzo y las dificultades. Estos deben vivirse, afrontarse con paciencia y confianza, sin abrumarse por problemas inútiles, como por ejemplo transformar el valor simbólico de la dote en un precio casi de mercado. Pero, en nuestra fragilidad, en las crisis, ¿cuál es la fuerza que nos permite seguir adelante? El perdón. Porque perdonar quiere decir saber empezar de nuevo. Perdonar no significa olvidar el pasado, sino no resignarse a que se repita. Es cambiar el curso de la historia. Es levantar al que ha caído. Es aceptar la idea de que nadie es perfecto y que no sólo yo, sino que todos tienen el derecho de empezar de nuevo.
Amigos, para crear un futuro nuevo necesitamos dar y recibir perdón. Esto es lo que hace el cristiano: no ama sólo a aquellos que lo aman, sino que sabe detener con el perdón la espiral de las venganzas personales y tribales. Pienso en el beato Isidoro Bakanja, vuestro hermano, que fue torturado durante mucho tiempo porque no había renunciado a dar testimonio de su piedad y había propuesto el cristianismo a otros jóvenes. No cedió nunca a sentimientos de odio y al dar la vida, perdonó a su verdugo. El que perdona lleva a Jesús también allí donde no lo acogen, introduce el amor donde el amor es rechazado. El que perdona construye el futuro. Pero, ¿cómo conseguir esta capacidad de perdonar? Dejándonos perdonar por Dios. Cada vez que nos confesamos somos nosotros los primeros en recibir esa fuerza que cambia la historia. Dios nos perdona siempre, siempre y de forma gratuita. Y también a nosotros se nos dice, como está escrito en el Evangelio: «Ve, y procede tú de la misma manera» (Lc 10,37). Sigue adelante dejando el rencor, sin veneno ni odio. Sigue adelante haciendo tuyo el estilo de Dios, el único que renueva la historia. Sigue adelante y cree que con Dios siempre se puede empezar de nuevo, siempre se puede perdonar.
Oración, comunidad, honestidad, perdón. Hemos llegado al último dedo, el más pequeño. Tú podrías decir, soy poca cosa y el bien que puedo hacer es una gota en el mar. Pero es precisamente la pequeñez, el hacerse pequeño, lo que atrae a Dios. La palabra clave en este sentido es servicio. El que sirve se hace pequeño. Como una semilla minúscula, parece que desaparece en la tierra y, sin embargo, da fruto. Según nos dice Jesús, el servicio es el poder que transforma el mundo. Por eso, la pequeña pregunta que puedes atarte al dedo cada día es: ¿qué puedo hacer yo por los demás? Es decir, ¿cómo puedo servir a la Iglesia, a mi comunidad, a mi país? Olivier nos dijo que en algunas regiones aisladas son los catequistas los que sirven cotidianamente a las comunidades de fe y que esto en la Iglesia deber ser “una tarea de todos”. Es verdad, y es hermoso servir a los demás, hacerse cargo, hacer algo gratuitamente, como lo hace Dios con nosotros. Yo quisiera agradecerles, queridos catequistas, porque para muchas comunidades ustedes son vitales como el agua; háganlas crecer siempre con la limpidez de su oración y de su servicio. Servir no es permanecer con los brazos cruzados; es ponerse en movimiento. Muchos se movilizan porque son atraídos por su propio interés; ustedes no tengan miedo de movilizarse por el bien, de invertir en el bien, en el anuncio del Evangelio, preparándose de manera apasionada y adecuada, dando vida a proyectos organizados, de largo alcance. Y no tengan miedo de hacer oír sus voces, porque no sólo el futuro, sino también el presente está en sus manos. Sitúense en el centro del presente.
Amigos, les he dejado cinco consejos para distinguir las prioridades entre todas esas voces persuasivas que circulan. En la vida, como en el tránsito urbano, frecuentemente el desorden crea atascos y bloqueos inútiles, que hacen perder tiempo y energías, y alimentan la rabia. Nos hace bien, en cambio, aun en la confusión, tener en el corazón y en la vida puntos fijos, direcciones estables, para dar comienzo a un futuro distinto, sin perseguir los vientos del oportunismo. Queridos amigos, jóvenes y catequistas, les agradezco lo que hacen y lo que son, su entusiasmo, su luz y su esperanza. Quisiera decirles una última cosa: no se desanimen nunca. Jesús cree en ustedes y no los dejará solos. La alegría que tienen hoy cuídenla y no dejen que se apague. Como decía Floribert a sus amigos cuando tenían baja la moral: “Toma el Evangelio y léelo. Te consolará, te dará alegría”. Salgan juntos del pesimismo que paraliza. La República Democrática del Congo espera de sus manos un futuro distinto, porque el futuro está en sus manos. Que su país vuelva a ser, gracias a ustedes, un jardín fraterno, el corazón de paz y de libertad de África. Gracias.
Encuentro de oración con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas en la Catedral de Nuestra Señora del Congo
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas,
queridas consagradas, queridos consagrados: buenas tardes y feliz fiesta.
Me alegra encontrarme con ustedes precisamente hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, día en el cual rezamos de modo especial por la vida consagrada. Todos, como Simeón, esperamos la luz del Señor para que ilumine las oscuridades de nuestra vida y, más aún, todos desearíamos vivir la misma experiencia que él hizo en el Templo de Jerusalén: tomar en brazos a Jesús. Tomarlo en brazos, para poder tenerlo ante los ojos y cerca del corazón. De ese modo, poniendo a Jesús en el centro nos cambia la perspectiva sobre la vida y, aun en medio de trabajos y fatigas, nos sentimos envueltos por su luz, consolados por su Espíritu, animados por su Palabra, sostenidos por su amor.
Digo esto pensando en las palabras de bienvenida pronunciadas por el cardenal Ambongo, las cuales agradezco. Ha hablado de los «enormes desafíos» que se deben afrontar para vivir el compromiso sacerdotal y religioso en esta tierra marcada por «condiciones difíciles y frecuentemente peligrosas», tierra de tanto sufrimiento. Y, sin embargo, como señalaba, también hay mucha alegría en el servicio del Evangelio y son numerosas las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Ahí está la abundancia de la gracia de Dios, que actúa precisamente en la debilidad (cf. 2 Co 12,9) y que los hace capaces, junto a los fieles laicos, de generar esperanza en las circunstancias muchas veces dolorosas, de vuestro pueblo.
Es la fidelidad de Dios la que nos da certeza de que nos acompaña incluso en las dificultades. Él, por medio del profeta Isaías, dice: «Pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa» (43,19). He pensado proponerles algunas reflexiones que nacen, precisamente, de estas palabras de Isaías. Dios abre sus caminos en nuestros desiertos y nosotros, ministros ordenados y personas consagradas, estamos llamados a ser signo de esta promesa y a realizarla en la historia del Pueblo santo de Dios. Pero, concretamente, ¿a qué se nos llama? A servir al pueblo como testigos del amor de Dios. Isaías nos ayuda a comprender de qué manera.
Por boca del profeta, el Señor llega a su pueblo en un momento dramático, mientras los israelitas habían sido deportados a Babilonia y reducidos a la esclavitud. Movido por la compasión, Dios quiere consolarlos. Esta parte del libro de Isaías, efectivamente, es conocida como el “Libro de la consolación”, porque el Señor dirige a su pueblo palabras de esperanza y promesas de salvación. Y lo primero que hace es recordar el vínculo de amor que lo une a su pueblo: «No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán» (43,1-2). De ese modo, el Señor se revela como Dios de la compasión y nos asegura que nunca nos dejará solos, siempre estará a nuestro lado, siendo refugio y fortaleza en las dificultades. Dios es compasivo. Los tres nombres de Dios, los tres rasgos de Dios son misericordia, compasión y ternura. Porque todos estos nos acercan a Dios: un Dios cercano, compasivo y tierno.
Queridos sacerdotes y diáconos, consagradas y consagrados, seminaristas: a través de ustedes el Señor también hoy quiere ungir a su pueblo con el aceite de la consolación y de la esperanza. Y ustedes están llamados a ser eco de esta promesa de Dios; a recordar que Él nos ha formado y a Él le pertenecemos, a animar la senda de la comunidad; y a acompañarla en la fe al encuentro de Aquel que ya camina junto a nosotros. Dios no permite que las aguas nos sumerjan, ni que el fuego nos abrase. Sintámonos portadores de este anuncio en medio de los sufrimientos de la gente. Esto es lo que significa ser servidores del pueblo: sacerdotes, religiosas, misioneros que han experimentado la alegría del encuentro liberador con Jesús y la ofrecen a los demás. Recordemos que, si vivimos para “servirnos” del pueblo en vez de “servir” al pueblo, el sacerdocio y la vida consagrada se vuelven estériles. No se trata de un trabajo para ganar dinero o tener una posición social, ni tampoco para resolver la situación de la familia de origen, sino que se trata de ser signos de la presencia de Cristo, de su amor incondicional; del perdón con el que quiere reconciliarnos; de la compasión con la que quiere hacerse cargo de los pobres. Nosotros fuimos llamados para ofrecer la vida por los hermanos y las hermanas, llevándoles a Jesús, el único que cura las heridas del corazón.
Para vivir de ese modo nuestra vocación siempre tendremos desafíos que afrontar, tentaciones que vencer. Quisiera brevemente detenerme sobre estos tres: la mediocridad espiritual, la comodidad mundana, la superficialidad.
Ante todo, vencer la mediocridad espiritual. ¿Cómo? La Presentación del Señor, que en el Oriente cristiano se llama la “fiesta del encuentro”, nos recuerda cuál es la prioridad de nuestra vida: el encuentro con el Señor, especialmente en la oración personal, porque la relación con Él es el fundamento de nuestra acción. No olvidemos que el secreto de todo está en la oración, porque el ministerio y el apostolado no son, en primer término, obra nuestra y no dependen sólo de los medios humanos. Y ustedes me dirán: sí, es verdad, pero los compromisos, las urgencias pastorales, los esfuerzos apostólicos, el cansancio amenazan con no dejarnos ni tiempo ni energías suficientes para la oración. Por eso quisiera compartir algunos consejos: en primer lugar, seamos fieles a ciertos ritmos litúrgicos de oración que acompasan la jornada, desde la Misa al breviario. La celebración eucarística cotidiana es el corazón palpitante de la vida sacerdotal y religiosa. La Liturgia de las Horas nos permite rezar con la Iglesia y de forma regular; no la descuidemos nunca. Y tampoco olvidemos la Confesión; siempre necesitamos ser perdonados para poder ofrecer misericordia. Otro consejo: como sabemos, no podemos limitarnos a la mera recitación protocolaria de las oraciones, sino que es necesario reservar cada día un tiempo intenso de oración, para estar con el Señor, corazón con corazón. Un momento prolongado de adoración, de meditación de la Palabra, el santo Rosario; un encuentro íntimo con Aquel que amamos sobre todas las cosas. Además, cuando estamos en plena actividad, recurramos también a la oración del corazón, a breves “jaculatorias” —son un tesoro, las jaculatorias—, palabras de alabanza, de agradecimiento y de invocación que podemos repetir al Señor en cualquier lugar donde nos encontremos. La oración nos hace salir del yo, nos abre a Dios, nos vuelve a poner en pie porque nos pone en sus manos; crea en nosotros el espacio para experimentar la cercanía de Dios, para que su Palabra nos sea familiar y, a través de nosotros, lo sea a todos los que encontramos. Sin la oración no se va lejos. Finalmente, para superar la mediocridad espiritual, no nos cansemos nunca de invocar a la Virgen María, —es nuestra Madre— y de aprender de ella a contemplar y seguir a Jesús.
El segundo desafío es vencer la tentación de la comodidad mundana, de una vida cómoda, en la que se tienen las cosas más o menos resueltas y se sigue adelante por inercia, buscando nuestro confort y dejándonos llevar sin entusiasmo. Pero de este modo se pierde el corazón de la misión, que es salir de los territorios del yo para ir hacia los hermanos y las hermanas ejercitando, en nombre de Dios, el arte de la cercanía. Hay un gran riesgo ligado a la mundanidad, especialmente en un contexto de pobreza y sufrimiento: el de aprovecharse del papel que tenemos para satisfacer nuestras necesidades y nuestras comodidades. Es triste, muy triste cuando nos replegamos en nosotros mismos, convirtiéndonos en fríos burócratas del espíritu. Entonces, en vez de servir al Evangelio, nos preocupamos de gestionar las finanzas y de llevar adelante algún negocio que nos resulte ventajoso. Hermanos y hermanas, es escandaloso cuando esto sucede en la vida de un sacerdote o de un religioso, que, por el contrario, deberían ser modelos de sobriedad y de libertad interior. En cambio, qué hermoso es mantenerse rectos en las intenciones y libres de componendas con el dinero, abrazando con alegría la pobreza evangélica y trabajando junto a los pobres. Y qué hermoso es ser signos luminosos de disponibilidad total al Reino de Dios, viviendo el celibato. No permitamos que esos vicios, los cuales quisiéramos arrancar de los demás y de la sociedad, se encuentren bien arraigados en nosotros. Por favor, estemos alerta a la comodidad mundana.
Por último, el tercer desafío es vencer la tentación de la superficialidad. Dado que el Pueblo de Dios espera ser alcanzado y consolado por la Palabra del Señor, se necesitan sacerdotes y religiosos preparados, formados, apasionados por el Evangelio. Se ha puesto un don en nuestras manos y, de nuestra parte, sería presuntuoso pensar que podemos vivir la misión a la que Dios nos ha llamado sin trabajar cada día en nosotros mismos y sin formarnos de forma adecuada, tanto en la vida espiritual como en la preparación teológica. La gente no necesita funcionarios de lo sagrado o profesionales distantes del pueblo. Estamos obligados a entrar en el corazón del misterio cristiano, a profundizar la doctrina, a estudiar y meditar la Palabra de Dios; y al mismo tiempo a permanecer abiertos a las inquietudes de nuestro tiempo, a las preguntas cada vez más complejas de nuestra época, para poder comprender la vida y las exigencias de las personas; para entender de qué manera tomarlas de la mano y acompañarlas. Por eso, la formación del clero no es opcional. Lo digo a los seminaristas, pero vale para todos: la formación es un camino que debe continuar siempre y para toda la vida. Se llama formación permanente: formación siempre, para toda la vida.
Si queremos servir al pueblo como testigos del amor de Dios, hay que afrontar estos desafíos de los que les he hablado, porque el servicio es eficaz sólo si pasa a través del testimonio. No olviden esta palabra: el testimonio. De hecho, después de haber pronunciado las palabras de consolación, el Señor dice por medio de Isaías: «¿Quién de entre ellos había anunciado estas cosas? ¿Quién nos predijo lo que sucedió en el pasado? Ustedes son mis testigos» (43,9.10). Testigos, porque para ser buenos sacerdotes, diáconos, consagradas y consagrados no son suficientes las palabras y las intenciones; lo que realmente cuenta es la vida misma, la propia vida. Queridos hermanos y hermanas, mirándolos a ustedes doy gracias a Dios, porque son signos de la presencia de Jesús que pasa por los caminos de este país y toca la vida de la gente, las heridas de su carne. Pero todavía se necesitan jóvenes que le digan “sí” al Señor, más sacerdotes y religiosos que dejen trasparentar su belleza con la propia vida.
En sus testimonios me recordaron cuán difícil es vivir la misión en una tierra tan rica de bellezas naturales y recursos, pero herida por la explotación, la corrupción, la violencia y la injusticia. Hablaron también de la parábola del buen samaritano; es Jesús que pasa por nuestros caminos y, especialmente a través de su Iglesia, se detiene y se hace cargo de las heridas de los oprimidos. Queridos hermanos y hermanas, el ministerio al que están llamados es precisamente este: ofrecer cercanía y consolación, como una luz siempre encendida en medio de la oscuridad. Aprendamos del Señor, que siempre está cerca. Y para ser hermanos y hermanas de todos, séanlo en primer lugar entre ustedes. Testigos de fraternidad, jamás en guerra; testigos de paz, aprendiendo a superar también las particularidades de cada cultura y origen étnico, para que, como afirmó Benedicto XVI al dirigirse a los sacerdotes africanos: «vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones» (Exhort. ap. Africae munus, 108).
Un proverbio dice: «El viento no quiebra lo que sabe plegarse». La historia de muchos pueblos de este continente ha sido, por desgracia, plegada y plagada de heridas y de violencia, y por eso, si hay un deseo que nace del corazón, es el de no tener que hacerlo más; el de no tener que someterse más a la prepotencia de los más fuertes; el de no tener que abajar más la cabeza bajo el yugo de la injusticia. Pero podemos acoger las palabras del proverbio principalmente en sentido positivo: existe un plegarse que no es sinónimo de debilidad, de ser cobarde, sino de fortaleza; que significa ser flexibles, superando los rigorismos; significa cultivar una humanidad dócil, que no se cierre en el odio y en el rencor; significa estar disponibles a dejarnos cambiar, sin obstinarnos en nuestras propias ideas y posiciones. Si nos inclinamos ante Dios, con humildad, Él nos hará como Él, obreros de la misericordia. Cuando permanecemos dóciles en las manos de Dios, Él nos modela y hace de nosotros personas reconciliadas, que saben abrirse y dialogar, acoger y perdonar, poner ríos de paz en las áridas estepas de la violencia. Y, así, cuando soplan, impetuosos, los vientos de los conflictos y de las divisiones, estas personas no pueden ser quebrantadas, porque están llenas del amor de Dios. Sean ustedes también así, dóciles al Dios de la misericordia, sin jamás dejarse quebrantar por los vientos de las divisiones.
Hermanas y hermanos, gracias de corazón, por lo que son y lo que hacen; gracias por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia. Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren. Muchas gracias, hermanas y hermanos, gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Encuentro de oración con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas en la Catedral de Nuestra Señora del Congo
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas,
queridas consagradas, queridos consagrados: buenas tardes y feliz fiesta.
Me alegra encontrarme con ustedes precisamente hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, día en el cual rezamos de modo especial por la vida consagrada. Todos, como Simeón, esperamos la luz del Señor para que ilumine las oscuridades de nuestra vida y, más aún, todos desearíamos vivir la misma experiencia que él hizo en el Templo de Jerusalén: tomar en brazos a Jesús. Tomarlo en brazos, para poder tenerlo ante los ojos y cerca del corazón. De ese modo, poniendo a Jesús en el centro nos cambia la perspectiva sobre la vida y, aun en medio de trabajos y fatigas, nos sentimos envueltos por su luz, consolados por su Espíritu, animados por su Palabra, sostenidos por su amor.
Digo esto pensando en las palabras de bienvenida pronunciadas por el cardenal Ambongo, las cuales agradezco. Ha hablado de los «enormes desafíos» que se deben afrontar para vivir el compromiso sacerdotal y religioso en esta tierra marcada por «condiciones difíciles y frecuentemente peligrosas», tierra de tanto sufrimiento. Y, sin embargo, como señalaba, también hay mucha alegría en el servicio del Evangelio y son numerosas las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Ahí está la abundancia de la gracia de Dios, que actúa precisamente en la debilidad (cf. 2 Co 12,9) y que los hace capaces, junto a los fieles laicos, de generar esperanza en las circunstancias muchas veces dolorosas, de vuestro pueblo.
Es la fidelidad de Dios la que nos da certeza de que nos acompaña incluso en las dificultades. Él, por medio del profeta Isaías, dice: «Pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa» (43,19). He pensado proponerles algunas reflexiones que nacen, precisamente, de estas palabras de Isaías. Dios abre sus caminos en nuestros desiertos y nosotros, ministros ordenados y personas consagradas, estamos llamados a ser signo de esta promesa y a realizarla en la historia del Pueblo santo de Dios. Pero, concretamente, ¿a qué se nos llama? A servir al pueblo como testigos del amor de Dios. Isaías nos ayuda a comprender de qué manera.
Por boca del profeta, el Señor llega a su pueblo en un momento dramático, mientras los israelitas habían sido deportados a Babilonia y reducidos a la esclavitud. Movido por la compasión, Dios quiere consolarlos. Esta parte del libro de Isaías, efectivamente, es conocida como el “Libro de la consolación”, porque el Señor dirige a su pueblo palabras de esperanza y promesas de salvación. Y lo primero que hace es recordar el vínculo de amor que lo une a su pueblo: «No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán» (43,1-2). De ese modo, el Señor se revela como Dios de la compasión y nos asegura que nunca nos dejará solos, siempre estará a nuestro lado, siendo refugio y fortaleza en las dificultades. Dios es compasivo. Los tres nombres de Dios, los tres rasgos de Dios son misericordia, compasión y ternura. Porque todos estos nos acercan a Dios: un Dios cercano, compasivo y tierno.
Queridos sacerdotes y diáconos, consagradas y consagrados, seminaristas: a través de ustedes el Señor también hoy quiere ungir a su pueblo con el aceite de la consolación y de la esperanza. Y ustedes están llamados a ser eco de esta promesa de Dios; a recordar que Él nos ha formado y a Él le pertenecemos, a animar la senda de la comunidad; y a acompañarla en la fe al encuentro de Aquel que ya camina junto a nosotros. Dios no permite que las aguas nos sumerjan, ni que el fuego nos abrase. Sintámonos portadores de este anuncio en medio de los sufrimientos de la gente. Esto es lo que significa ser servidores del pueblo: sacerdotes, religiosas, misioneros que han experimentado la alegría del encuentro liberador con Jesús y la ofrecen a los demás. Recordemos que, si vivimos para “servirnos” del pueblo en vez de “servir” al pueblo, el sacerdocio y la vida consagrada se vuelven estériles. No se trata de un trabajo para ganar dinero o tener una posición social, ni tampoco para resolver la situación de la familia de origen, sino que se trata de ser signos de la presencia de Cristo, de su amor incondicional; del perdón con el que quiere reconciliarnos; de la compasión con la que quiere hacerse cargo de los pobres. Nosotros fuimos llamados para ofrecer la vida por los hermanos y las hermanas, llevándoles a Jesús, el único que cura las heridas del corazón.
Para vivir de ese modo nuestra vocación siempre tendremos desafíos que afrontar, tentaciones que vencer. Quisiera brevemente detenerme sobre estos tres: la mediocridad espiritual, la comodidad mundana, la superficialidad.
Ante todo, vencer la mediocridad espiritual. ¿Cómo? La Presentación del Señor, que en el Oriente cristiano se llama la “fiesta del encuentro”, nos recuerda cuál es la prioridad de nuestra vida: el encuentro con el Señor, especialmente en la oración personal, porque la relación con Él es el fundamento de nuestra acción. No olvidemos que el secreto de todo está en la oración, porque el ministerio y el apostolado no son, en primer término, obra nuestra y no dependen sólo de los medios humanos. Y ustedes me dirán: sí, es verdad, pero los compromisos, las urgencias pastorales, los esfuerzos apostólicos, el cansancio amenazan con no dejarnos ni tiempo ni energías suficientes para la oración. Por eso quisiera compartir algunos consejos: en primer lugar, seamos fieles a ciertos ritmos litúrgicos de oración que acompasan la jornada, desde la Misa al breviario. La celebración eucarística cotidiana es el corazón palpitante de la vida sacerdotal y religiosa. La Liturgia de las Horas nos permite rezar con la Iglesia y de forma regular; no la descuidemos nunca. Y tampoco olvidemos la Confesión; siempre necesitamos ser perdonados para poder ofrecer misericordia. Otro consejo: como sabemos, no podemos limitarnos a la mera recitación protocolaria de las oraciones, sino que es necesario reservar cada día un tiempo intenso de oración, para estar con el Señor, corazón con corazón. Un momento prolongado de adoración, de meditación de la Palabra, el santo Rosario; un encuentro íntimo con Aquel que amamos sobre todas las cosas. Además, cuando estamos en plena actividad, recurramos también a la oración del corazón, a breves “jaculatorias” —son un tesoro, las jaculatorias—, palabras de alabanza, de agradecimiento y de invocación que podemos repetir al Señor en cualquier lugar donde nos encontremos. La oración nos hace salir del yo, nos abre a Dios, nos vuelve a poner en pie porque nos pone en sus manos; crea en nosotros el espacio para experimentar la cercanía de Dios, para que su Palabra nos sea familiar y, a través de nosotros, lo sea a todos los que encontramos. Sin la oración no se va lejos. Finalmente, para superar la mediocridad espiritual, no nos cansemos nunca de invocar a la Virgen María, —es nuestra Madre— y de aprender de ella a contemplar y seguir a Jesús.
El segundo desafío es vencer la tentación de la comodidad mundana, de una vida cómoda, en la que se tienen las cosas más o menos resueltas y se sigue adelante por inercia, buscando nuestro confort y dejándonos llevar sin entusiasmo. Pero de este modo se pierde el corazón de la misión, que es salir de los territorios del yo para ir hacia los hermanos y las hermanas ejercitando, en nombre de Dios, el arte de la cercanía. Hay un gran riesgo ligado a la mundanidad, especialmente en un contexto de pobreza y sufrimiento: el de aprovecharse del papel que tenemos para satisfacer nuestras necesidades y nuestras comodidades. Es triste, muy triste cuando nos replegamos en nosotros mismos, convirtiéndonos en fríos burócratas del espíritu. Entonces, en vez de servir al Evangelio, nos preocupamos de gestionar las finanzas y de llevar adelante algún negocio que nos resulte ventajoso. Hermanos y hermanas, es escandaloso cuando esto sucede en la vida de un sacerdote o de un religioso, que, por el contrario, deberían ser modelos de sobriedad y de libertad interior. En cambio, qué hermoso es mantenerse rectos en las intenciones y libres de componendas con el dinero, abrazando con alegría la pobreza evangélica y trabajando junto a los pobres. Y qué hermoso es ser signos luminosos de disponibilidad total al Reino de Dios, viviendo el celibato. No permitamos que esos vicios, los cuales quisiéramos arrancar de los demás y de la sociedad, se encuentren bien arraigados en nosotros. Por favor, estemos alerta a la comodidad mundana.
Por último, el tercer desafío es vencer la tentación de la superficialidad. Dado que el Pueblo de Dios espera ser alcanzado y consolado por la Palabra del Señor, se necesitan sacerdotes y religiosos preparados, formados, apasionados por el Evangelio. Se ha puesto un don en nuestras manos y, de nuestra parte, sería presuntuoso pensar que podemos vivir la misión a la que Dios nos ha llamado sin trabajar cada día en nosotros mismos y sin formarnos de forma adecuada, tanto en la vida espiritual como en la preparación teológica. La gente no necesita funcionarios de lo sagrado o profesionales distantes del pueblo. Estamos obligados a entrar en el corazón del misterio cristiano, a profundizar la doctrina, a estudiar y meditar la Palabra de Dios; y al mismo tiempo a permanecer abiertos a las inquietudes de nuestro tiempo, a las preguntas cada vez más complejas de nuestra época, para poder comprender la vida y las exigencias de las personas; para entender de qué manera tomarlas de la mano y acompañarlas. Por eso, la formación del clero no es opcional. Lo digo a los seminaristas, pero vale para todos: la formación es un camino que debe continuar siempre y para toda la vida. Se llama formación permanente: formación siempre, para toda la vida.
Si queremos servir al pueblo como testigos del amor de Dios, hay que afrontar estos desafíos de los que les he hablado, porque el servicio es eficaz sólo si pasa a través del testimonio. No olviden esta palabra: el testimonio. De hecho, después de haber pronunciado las palabras de consolación, el Señor dice por medio de Isaías: «¿Quién de entre ellos había anunciado estas cosas? ¿Quién nos predijo lo que sucedió en el pasado? Ustedes son mis testigos» (43,9.10). Testigos, porque para ser buenos sacerdotes, diáconos, consagradas y consagrados no son suficientes las palabras y las intenciones; lo que realmente cuenta es la vida misma, la propia vida. Queridos hermanos y hermanas, mirándolos a ustedes doy gracias a Dios, porque son signos de la presencia de Jesús que pasa por los caminos de este país y toca la vida de la gente, las heridas de su carne. Pero todavía se necesitan jóvenes que le digan “sí” al Señor, más sacerdotes y religiosos que dejen trasparentar su belleza con la propia vida.
En sus testimonios me recordaron cuán difícil es vivir la misión en una tierra tan rica de bellezas naturales y recursos, pero herida por la explotación, la corrupción, la violencia y la injusticia. Hablaron también de la parábola del buen samaritano; es Jesús que pasa por nuestros caminos y, especialmente a través de su Iglesia, se detiene y se hace cargo de las heridas de los oprimidos. Queridos hermanos y hermanas, el ministerio al que están llamados es precisamente este: ofrecer cercanía y consolación, como una luz siempre encendida en medio de la oscuridad. Aprendamos del Señor, que siempre está cerca. Y para ser hermanos y hermanas de todos, séanlo en primer lugar entre ustedes. Testigos de fraternidad, jamás en guerra; testigos de paz, aprendiendo a superar también las particularidades de cada cultura y origen étnico, para que, como afirmó Benedicto XVI al dirigirse a los sacerdotes africanos: «vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones» (Exhort. ap. Africae munus, 108).
Un proverbio dice: «El viento no quiebra lo que sabe plegarse». La historia de muchos pueblos de este continente ha sido, por desgracia, plegada y plagada de heridas y de violencia, y por eso, si hay un deseo que nace del corazón, es el de no tener que hacerlo más; el de no tener que someterse más a la prepotencia de los más fuertes; el de no tener que abajar más la cabeza bajo el yugo de la injusticia. Pero podemos acoger las palabras del proverbio principalmente en sentido positivo: existe un plegarse que no es sinónimo de debilidad, de ser cobarde, sino de fortaleza; que significa ser flexibles, superando los rigorismos; significa cultivar una humanidad dócil, que no se cierre en el odio y en el rencor; significa estar disponibles a dejarnos cambiar, sin obstinarnos en nuestras propias ideas y posiciones. Si nos inclinamos ante Dios, con humildad, Él nos hará como Él, obreros de la misericordia. Cuando permanecemos dóciles en las manos de Dios, Él nos modela y hace de nosotros personas reconciliadas, que saben abrirse y dialogar, acoger y perdonar, poner ríos de paz en las áridas estepas de la violencia. Y, así, cuando soplan, impetuosos, los vientos de los conflictos y de las divisiones, estas personas no pueden ser quebrantadas, porque están llenas del amor de Dios. Sean ustedes también así, dóciles al Dios de la misericordia, sin jamás dejarse quebrantar por los vientos de las divisiones.
Hermanas y hermanos, gracias de corazón, por lo que son y lo que hacen; gracias por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia. Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren. Muchas gracias, hermanas y hermanos, gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Viernes, 3 de febrero de 2023
Encuentro con los obispos en la sede de la CENCO
Queridos hermanos obispos, ¡buenos días!
Me alegra encontrarme con ustedes y les agradezco de corazón la calurosa acogida. Gracias a Mons. Utembi Tapa por el saludo que me ha dirigido y por haberles dado voz con sus palabras: les agradezco cómo anuncian con valentía el consuelo del Señor, caminando en medio del pueblo, compartiendo sus fatigas y sus esperanzas.
Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero. La importancia de este patrimonio ecológico nos recuerda que estamos llamados a conservar la belleza de la creación y a defenderla de las heridas causadas por el egoísmo rapaz. Pero esta inmensa extensión verde que es vuestra selva, es también una imagen que habla a nuestra vida cristiana. Como Iglesia necesitamos respirar el aire puro del Evangelio, expulsar el aire contaminado de la mundanidad y custodiar el corazón joven de la fe. Así imagino a la Iglesia africana y así veo a esta Iglesia congoleña, una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad; una comunidad capaz de atraer y contagiar con su entusiasmo y, por tanto, al igual que vuestras selvas, con mucho “oxígeno”. ¡Gracias por ser un pulmón que da aliento a la Iglesia universal!
Es desagradable comenzar un párrafo con la palabra “lamentablemente”, pero debo hacerlo. Lamentablemente, sé bien que la comunidad cristiana de esta tierra tiene también otra fisonomía. En efecto, vuestro rostro joven, luminoso y hermoso está surcado por el dolor y la fatiga, marcado a veces por el miedo y el desaliento. Es el rostro de una Iglesia que sufre por su pueblo, es un corazón en el que palpita intensamente la vida de la gente con sus alegrías y tribulaciones. Es una Iglesia signo visible de Cristo que, aún hoy, es rechazado, condenado y despreciado en tantos crucificados del mundo, y llora nuestras mismas lágrimas. Es una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo.
Con ustedes, hermanos, veo a Jesús que sufre en la historia de este pueblo, pueblo crucificado, pueblo oprimido, devastado por una violencia que no perdona, marcado por el dolor inocente, obligado a convivir con las aguas turbias de la corrupción y la injusticia que contaminan la sociedad; y que sufre la pobreza en tantos de sus hijos. Pero veo al mismo tiempo a un pueblo que no ha perdido la esperanza, que abraza con entusiasmo la fe y mira a sus Pastores, que sabe volver al Señor y confiar en sus manos, porque la paz que anhela, sofocada por la explotación, por egoísmos de grupos, por el veneno de los conflictos y las verdades manipuladas, pueda finalmente llegar como un don de lo alto.
Cabe preguntarse, ¿cómo ejercer el ministerio en esta situación? Pensando en ustedes, pastores del Pueblo santo de Dios, me vino a la mente la historia de Jeremías, un profeta llamado a vivir su misión en un momento dramático de la historia de Israel, en medio de injusticias, abominaciones y sufrimientos. Él gastó su vida para anunciar que Dios nunca abandona a su pueblo y lleva adelante proyectos de paz incluso en las situaciones que parecen perdidas e irrecuperables. Pero este anuncio consolador de fe, Jeremías lo vivió ante todo en su persona, él fue el primero en experimentar la cercanía de Dios. Sólo así pudo llevar a los demás una valiente profecía de esperanza. También vuestro ministerio episcopal vive entre estas dos dimensiones, de las que quisiera hablarles: la cercanía de Dios y la profecía para el pueblo.
Ante todo, quisiera invitarlos a que se dejen abrazar y consolar por la cercanía de Dios. Él está cerca nuestro. La primera palabra que el Señor dirige a Jeremías es esta: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía» (Jr 1,5). Es una declaración de amor que Dios esculpe en el corazón de cada uno de nosotros, que nadie puede borrar y que, en medio de las tormentas de la vida, es una fuente de consuelo. Para nosotros, que hemos recibido la llamada a ser pastores del Pueblo de Dios, es importante estar cimentados en esta cercanía del Señor, “estructurarnos en la oración”, estando horas delante de Él. Sólo así se acerca al Buen Pastor el pueblo que nos ha encomendado y sólo así nos convertiremos verdaderamente en pastores, pues nosotros, sin Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Seríamos empresarios, “maestros”, pero no seguiríamos la vocación del Señor. Sin Él no podemos hacer nada. Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder. Ese feo espíritu del “carrerismo”. Y, sobre todo, que no entre el espíritu de la mundanidad, que nos hace interpretar el ministerio según criterios de beneficio personal, que nos vuelven fríos y alejados de la administración de cuanto nos ha sido confiado, que nos lleva a servirnos del rol antes que a servir a los demás, y a no cuidar más esa relación indispensable, la de la oración humilde y cotidiana. No olvidemos que la mundanidad es lo peor que le puede suceder a la Iglesia, es lo peor. Siempre me ha impactado ese final del libro del cardenal De Lubac sobre la Iglesia, las últimas tres, cuatro páginas, donde dice que la mundanidad espiritual es lo peor que puede suceder, peor aún que la época de los Papas mundanos y concubinarios. Es peor. Y la mundanidad está siempre al acecho. ¡Estemos atentos!
Queridos hermanos obispos, cuidemos la cercanía con el Señor para ser sus testigos creíbles y portavoces de su amor ante el pueblo. Él quiere ungirlo a través de nosotros con el aceite de la consolación y de la esperanza. Son ustedes la voz con la que Dios quiere decir a los congoleses: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios» (Dt 7,6). El anuncio del Evangelio, la animación de la vida pastoral y la guía del pueblo no pueden resolverse con principios distantes de la realidad de la vida cotidiana, sino que deben tocar las heridas y comunicar la cercanía divina, para que las personas descubran su dignidad de hijos de Dios y aprendan a caminar con la frente en alto, sin agachar la cabeza ante las humillaciones y las opresiones. Por medio de ustedes este pueblo tiene la gracia de sentir dirigidas a él palabras similares a las que el Señor dijo a Jeremías: «Eres un pueblo bendito, antes de formarte yo ya te había pensado, conocido, amado». Si cultivamos la cercanía con Dios, nos sentimos impulsados hacia el pueblo y sentiremos siempre compasión por aquellos que nos son confiados. Esa actitud de la compasión, que no es un sentimiento; es un sufrir con. Animados y fortalecidos por el Señor, nos hacemos, a su vez, instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión. De manera que la cercanía con Dios da profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra.
Y para adentrarnos en este segundo punto, la profecía para el pueblo, miremos de nuevo la experiencia de Jeremías. Después de haber recibido la Palabra amorosa y consoladora de Dios, está llamado a ser «profeta para las naciones» (Jr 1,5), enviado para llevar luz en la oscuridad, para dar testimonio en un contexto de violencia y corrupción. Y Jeremías, que devora la Palabra del Señor, pues es para él gozo y alegría del corazón (cf. Jr 15,16), confiesa que esa misma Palabra siembra en él una inquietud imposible de suprimir, y lo conduce a encontrarse con otros para que sean abrazados por la presencia de Dios. «Pero había en mi corazón —escribe— como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9). No podemos retener sólo para nosotros la Palabra de Dios, no podemos contener su fuerza; es un fuego que quema nuestra apatía y enciende en nosotros el deseo de iluminar a quien está en la oscuridad. La Palabra de Dios es un fuego que quema por dentro y que nos empuja a salir. Esta es nuestra identidad episcopal: encendidos por el fuego de la Palabra de Dios, en salida hacia el Pueblo de Dios, con celo apostólico.
Pero —podríamos preguntarnos—, ¿en qué consiste este anuncio profético de la Palabra, este ardor? Al profeta Jeremías el Señor le dice: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (Jr 1,9-10). Son verbos fuertes: primero arrancar y derribar, para luego poder edificar y plantar. Se trata de colaborar en favor de una historia nueva que Dios desea construir en un mundo de perversión e injusticia. Así que también ustedes están llamados a seguir alzando su voz profética, para que las conciencias se sientan interpeladas y cada uno pueda ser protagonista y responsable de un futuro diferente. Por tanto, es necesario arrancar las plantas venenosas del odio y el egoísmo, del rencor y la violencia; derribar los altares consagrados al dinero y a la corrupción; edificar una convivencia fundada en la justicia, la verdad y la paz; y finalmente, plantar semillas de renovación, para que el Congo del mañana sea verdaderamente el que el Señor sueña, una tierra bendecida y feliz, ya no más maltratada, oprimida ni ensangrentada.
Pero tengamos cuidado, pues no se trata de una acción política. La profecía cristiana se encarna en muchas acciones políticas y sociales, pero la tarea de los obispos y de los pastores en general no es esta. Es más bien la del anuncio de la Palabra para despertar las conciencias, para denunciar el mal, para alentar a los que están abatidos y sin esperanza. “Consuela, consuela a mi pueblo”, esa frase que resuena es una invitación del Señor: consolar al pueblo. “Consuela, consuela a mi pueblo”. Es un anuncio hecho no sólo con palabras, sino con cercanía y testimonio: cercanía, ante todo, con los sacerdotes —los sacerdotes son los más próximos a un obispo—, escucha de los agentes pastorales, apoyo al espíritu sinodal para trabajar juntos. Y testimonio, porque los pastores, primero y en todo, deben ser creíbles, y en particular al cultivar la comunión, en la vida moral y en la administración de los bienes. En este sentido, es esencial saber construir armonía, sin subirse a pedestales, sin asperezas, sino dando buen ejemplo con el sostén y perdón mutuos, trabajando juntos, como modelos de fraternidad, de paz y de sencillez evangélica. Que nunca suceda que, mientras el pueblo sufre de hambre, se diga de ustedes: “a aquellos no les importa y se va uno a su campo, otro a su negocio” (cf. Mt 22,5). No, por favor, los negocios dejémoslos fuera de la viña del Señor. Un pastor no puede ser un hombre de negocios, ¡no puede! Seamos pastores y servidores del pueblo de Dios, no administradores de cosas, no hombres de negocios, ¡pastores! La administración del obispo debe ser la del pastor: delante del rebaño, en medio del rebaño, detrás del rebaño. Delante del rebaño para indicar el camino; en medio del rebaño para sentir su olor y no perderlo; detrás del rebaño para ayudar a los que van más despacio, y también para dejar al rebaño un poco solo y ver dónde encuentra pastos. El pastor tiene que moverse en estas tres direcciones.
Queridos hermanos obispos, he compartido con ustedes lo que sentía en mi corazón, es decir, cultivar la cercanía con el Señor para ser signos proféticos de su compasión por el pueblo. Les ruego que no descuiden el diálogo con Dios y no dejen que el fuego de la profecía se extinga por cálculos o ambigüedades con el poder, ni tampoco por la vida tranquila o por la rutina. Ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz. Cuando alzamos la voz, según Dios, nos arriesgamos. Un hermano de ustedes lo hizo, el siervo de Dios Mons. Christophe Munzihirwa, pastor valiente y voz profética, que protegió a su pueblo ofreciendo su vida. El día antes de morir envió un mensaje a todos, diciendo: “En estos días, ¿qué más podemos hacer? Permanezcamos firmes en la fe. Confiemos en que Dios no nos abandonará y que de alguna parte surgirá para nosotros un pequeño destello de esperanza. Dios no nos abandonará si nos comprometemos a respetar la vida de nuestros vecinos, sea cual sea la etnia a la que pertenecen”. El día después fue asesinado en una plaza de la ciudad, pero su semilla, plantada en esta tierra, junto a la de muchos otros, dará fruto. Es bueno recordar, con gratitud, a los grandes pastores que marcaron la historia de vuestro país y de vuestra Iglesia; que los evangelizaron y precedieron en la fe. Hermanos, ellos son vuestras raíces, que los robustecen en el ardor evangélico. Pienso en el bien que me ha hecho conocer al cardenal Laurent Monsengwo Pasinya.
Estimados hermanos, no tengan miedo de ser profetas de esperanza para el pueblo, voces armónicas de la consolación del Señor, testigos y anunciadores gozosos del Evangelio, apóstoles de la justicia, samaritanos de la solidaridad; testigos de misericordia y reconciliación en medio de la violencia desencadenada no sólo por la explotación de los recursos y por los conflictos étnicos y tribales, sino también y sobre todo, por la fuerza oscura del maligno, enemigo de Dios y del hombre. Pero no se desanimen nunca, el Crucificado ha resucitado, Jesús vence, es más, ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33) y desea resplandecer en ustedes, en vuestra valiosa labor, en vuestra semilla fecunda de paz. Hermanos, quiero agradecerles vuestro servicio, vuestro celo pastoral y vuestro testimonio.
Llegando ya al final de este viaje, quisiera expresarles mi agradecimiento a todos ustedes y a cuantos lo han preparado. Tuvieron la paciencia de esperar un año, ¡qué buenos son! Gracias por esto. Tuvieron que trabajar el doble, porque la primera vez la visita fue cancelada, pero yo sé que son misericordiosos con el Papa. De verdad, gracias. El próximo mes de junio van a celebrar en Lubumbashi el Congreso Eucarístico Nacional. Jesús está verdaderamente presente y operante en la Eucaristía; ahí da paz y restaura, consuela y une, ilumina y transforma; ahí inspira, sostiene y hace eficaz su ministerio. Que la presencia de Jesús, pastor manso y humilde de corazón, vencedor del mal y de la muerte, transforme este gran país y sea siempre vuestra alegría y vuestra esperanza. Los bendigo de corazón.
Quisiera agregar una sola cosa: dije “sean misericordiosos”. La misericordia. Perdonar siempre. Cuando un fiel viene a confesarse, viene a pedir perdón, viene a pedir la caricia del Padre. Y nosotros, con el dedo acusador: “¿Cuántas veces? ¿Y cómo lo has hecho?”. No, esto no. Perdonar. Siempre. “Pero no sé… es que el código me dice…”. El código lo tenemos que observar, porque es importante, pero el corazón del pastor va más allá. Arriesguen. Por el perdón, arriesguen. Siempre. Perdonen siempre, en el Sacramento de la Reconciliación. Y así sembrarán perdón en toda la sociedad.
Los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí, porque esta tarea es un poco difícil. Pero confío en ustedes. Gracias.
Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en el jardín del Palacio Presidencial (Yuba)
Señor Presidente de la República,
señores Vicepresidentes,
ilustres Miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas Autoridades religiosas,
insignes Representantes de la sociedad civil y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Gracias, señor Presidente, por sus palabras. Me alegra estar en esta tierra que llevo en el corazón. Le agradezco, señor Presidente, la bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente a cada uno de ustedes y, a través de ustedes, a todas las mujeres y a los hombres que habitan en este joven y querido país. Vengo como peregrino de reconciliación, con el sueño de acompañarles en su camino de paz, un camino tortuoso, pero que ya no puede ser postergado. No he llego solo, porque en la paz, como en la vida, se camina juntos. Me encuentro ante ustedes con dos hermanos, el Arzobispo de Canterbury y el Moderador de la Asamblea general de la Iglesia de Escocia, a los que agradezco lo que nos dirán. Juntos, tendiéndoles la mano, nos presentamos a ustedes y a este pueblo en el nombre de Jesucristo, Príncipe de la paz.
Nos hemos embarcado en esta peregrinación ecuménica de paz después de haber escuchado el grito de todo un pueblo que, con gran dignidad, llora por la violencia que sufre, por la constante inseguridad, por la pobreza que lo golpea y por los desastres naturales que lo atormentan. Son años de guerras y conflictos que parecen no tener fin, incluso también recientemente, incluso ayer, se han verificado violentos enfrentamientos, mientras que los procesos de reconciliación y las promesas de paz permanecen incumplidas. Que este sufrimiento extenuante no sea en vano; que la paciencia y los sacrificios del pueblo sursudanés, de esta gente joven, humilde y valiente, interpelen a todos y, que como semillas que en la tierra dan vida a la planta, vean nacer brotes de paz que den fruto. Hermanos y hermanas, es la hora de la paz.
Aquí abundan los frutos y la vegetación gracias al gran río que atraviesa el país. Lo que el antiguo historiador Heródoto decía de Egipto, es decir, que era un “don del Nilo”, vale también para Sudán del Sur. Verdaderamente, como se dice aquí, esta es una “tierra de gran abundancia”. Quisiera por tanto dejarme transportar por la imagen del gran río que atraviesa este país reciente, pero con una historia antigua. Durante siglos los exploradores se han adentrado en el territorio en que nos encontramos para remontar el Nilo Blanco en búsqueda de las fuentes del río más largo del mundo. Quisiera comenzar mi itinerario con ustedes partiendo precisamente de la búsqueda de las fuentes de nuestra convivencia. Porque esta tierra, que abunda de muchos bienes en el subsuelo, pero, sobre todo, en los corazones y en las mentes de sus habitantes, hoy necesita volver a apagar su sed en fuentes frescas y vitales.
Distinguidas autoridades, ustedes son esas fuentes, las fuentes que riegan la convivencia común, los padres y las madres de este país niño. Ustedes están llamados a regenerar la vida social, como fuentes límpidas de prosperidad y de paz, porque esto es lo que necesitan los hijos de Sudán del Sur: necesitan padres, no patrones; pasos decididos hacia el desarrollo, no continuas caídas. Ya es hora de que los años sucesivos al nacimiento del país, marcados por una infancia herida, dejen paso a un crecimiento pacífico. Ilustres autoridades, vuestros “hijos” y la historia misma les recordarán si hacen el bien a esta población, que les has sido confiada para servirla. Las generaciones futuras honrarán o borrarán la memoria de sus nombres en base a cuanto ustedes hagan ahora, porque, así como el río deja las fuentes para comenzar su curso, también el curso de la historia dejará atrás a los enemigos de la paz y dará renombre a quienes trabajaron por la paz. En efecto, lo enseña la Escritura, «el que busca la paz tendrá una descendencia» (Sal 37,37).
La violencia, sin embargo, hace retroceder el curso de la historia. El mismo Heródoto mostraba el trastorno generacional, señalando cómo en la guerra no son los hijos quienes entierran a los padres, sino los padres los que entierran a los hijos (cf. Historias I,87). Para que esta tierra no quede reducida a un cementerio, sino que vuelva a ser un jardín floreciente, les ruego, de todo corazón, que acojan una palabra sencilla, que no es mía, sino de Cristo. Él la pronunció precisamente en un jardín, en el Getsemaní, cuando, ante el discípulo que había desenvainado la espada, dijo: «Basta» (Lc 22,51). Señor Presidente, señores Vicepresidentes, en nombre de Dios, del Dios al que juntos rezamos en Roma; del Dios manso y humilde de corazón (cf. Mt 11,29), en el que mucha gente de vuestro país cree, ha llegado la hora de decir basta, sin condiciones y sin “peros”. Basta ya de sangre derramada, basta de conflictos, basta de agresiones y acusaciones recíprocas sobre quien haya sido culpable, basta de dejar al pueblo sediento de paz. Basta de destrucción, es la hora de la construcción. Hay que dejar atrás el tiempo de la guerra y propiciar un tiempo de paz. Y sobre esto, señor Presidente, me viene al corazón ese coloquio nocturno que hace tantos años tuvimos en Uganda. Su voluntad de paz estaba allí. Sigamos adelante con esto.
Volvamos a las fuentes del río, al agua que simboliza la vida. En las fuentes de este país encontramos otra palabra, que designa el curso emprendido por el pueblo sursudanés el 9 de julio de 2011: República. Pero, ¿qué quiere decir ser una res publica? Significa reconocerse como realidad pública, es decir, afirmar que el Estado es de todos; y, por tanto, que quien, en su seno, asume responsabilidades mayores, presidiéndolo o gobernándolo, está obligado a ponerse al servicio del bien común. Este es el propósito de la autoridad: servir a la comunidad. La tentación que está siempre al acecho es servirse de ella para alcanzar los propios intereses. No basta por tanto llamarse República; es necesario serlo, a partir de los bienes primarios. Que los abundantes recursos, con los que Dios ha bendecido esta tierra, no se reserven a unos pocos, sino que sean prerrogativa de todos, y que los planes de reactivación económica se correspondan con proyectos dirigidos a una ecua distribución de las riquezas.
Para la vida de la República es fundamental el desarrollo democrático. Este tutela la benéfica distribución de los poderes públicos, de modo que, por ejemplo, quien administra la justicia pueda ejercitarla sin condicionamientos por parte de quien legisla o gobierna. La democracia presupone, además, el respeto de los derechos humanos, custodiados por la ley y por su aplicación, y específicamente presupone la libertad de expresar las propias ideas. En efecto, es necesario recordar que no hay paz sin justicia (cf. S. Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2002), pero también que no hay justicia sin libertad. Por tanto, se debe conceder a cada ciudadano y ciudadana la posibilidad de disponer del don único e irrepetible de la existencia con los medios adecuados para realizarlo. Como escribía el Papa Juan, el hombre tiene «derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida» (S. Juan XIII, Carta enc. Pacem in terris, 11).
El río Nilo, dejando las fuentes, después de haber atravesado algunas zonas escarpadas que crean cascadas y rápidos, una vez que entra en la llanura sursudanesa, precisamente en los alrededores de Yuba, se hace navegable, para después adentrarse en zonas más pantanosas. Análogamente, espero que el itinerario de paz de la República no proceda entre altos y bajos, sino que, desde esta capital, se vuelva transitable, sin quedarse empantanado en la inercia. Amigos, es tiempo de pasar de las palabras a los hechos. Es tiempo de pasar página; es tiempo de compromiso en favor de una transformación que es urgente y necesaria. El proceso de paz y de reconciliación requiere un nuevo impulso. Que se entienda y se lleve adelante el acuerdo de paz, así como la hoja de ruta. En un mundo marcado por las divisiones y los conflictos, este país acoge una peregrinación ecuménica de paz, que constituye una rareza; ojalá represente un cambio de marcha, la ocasión para que Sudán del Sur vuelva a navegar por aguas tranquilas, reanudando el diálogo sin falsedades y oportunismos. Que sea para todos una ocasión para relanzar la esperanza, no sólo para el gobierno, sino para todos; que cada ciudadano pueda comprender que ya no es tiempo de dejarse llevar por las aguas malsanas del odio, del tribalismo, del regionalismo y de las diferencias étnicas. Hermanos y hermanas, es tiempo de navegar juntos hacia el futuro, juntos. Esta palabra no se debe olvidar: juntos.
El cauce del gran río nos sigue ayudando, sugiriéndonos la modalidad. En su recorrido, junto al lago No se une a otro río, dando vida al denominado Nilo Blanco. La límpida claridad de las aguas brota, por tanto, del encuentro. Este es el camino, hermanos y hermanas: respetarse, conocerse y dialogar. Porque, si detrás de cada agresión hay rabia y rencor, y detrás de cada rabia y rencor está el recuerdo de heridas, humillaciones y errores que no se han sanado, la única ruta para salir de ahí es el encuentro, la cultura del encuentro: acoger a los demás como hermanos y darles su espacio, incluso sabiendo dar un paso atrás. Esta actitud, esencial para los procesos de paz, es indispensable también para el desarrollo cohesionado de la sociedad. Y para pasar de la barbarie del enfrentamiento al civismo del encuentro es decisivo el papel que pueden y quieren realizar los jóvenes. Que se les aseguren por ello espacios de libertad y de encuentro donde reunirse y debatir; y donde puedan hacerse cargo, sin miedo, del futuro que les pertenece. Que se involucre más, incluso en los procesos políticos y decisionales, también a las mujeres, las madres, que saben cómo se genera y se conserva la vida. Que haya respeto hacia ellas, porque quien comete violencia contra una mujer, la comete contra Dios, que de una mujer tomó la carne.
Cristo, el Verbo encarnado, nos ha enseñado que cuanto más pequeños nos hacemos, dando espacio a los demás y acogiendo a cada prójimo como a un hermano, más grandes somos a los ojos del Señor. La joven historia de este país, desgarrado por los enfrentamientos étnicos, necesita reencontrar la mística del encuentro, la gracia de la comunidad. Es necesario mirar más allá de los grupos y de las diferencias para caminar como un único pueblo, en el que, como sucede en el Nilo, los distintos afluentes traigan riquezas. Fue precisamente a través del río que los primeros misioneros, hace más de un siglo, llegaron a estas costas; a ellos se unieron con el tiempo muchos cooperantes. A todos ellos quisiera agradecerles la hermosa obra que realizan. Pero también pienso en los misioneros, que lamentablemente encuentran la muerte mientras siembran la vida. No los olvidemos y no dejemos de garantizarles a ellos y a los cooperantes la necesaria seguridad; ni de respaldar sus obras de bien con los apoyos necesarios, de modo que el río del bien siga fluyendo.
Con todo, un gran río puede a veces desbordarse y provocar desastres. En esta tierra, lamentablemente, lo han experimentado muchas víctimas de inundaciones, a las que expreso mi cercanía, invitando a que no se les prive de las ayudas oportunas. Las calamidades naturales recuerdan una creación herida y destrozada, que de ser fuente de vida puede convertirse en amenaza de muerte. Es necesario hacerse cargo, con una mirada amplia, que tenga en el punto de mira a las generaciones futuras. Pienso, en particular, en la necesidad de combatir la deforestación causada por el afán de conseguir más ganancias.
Para prevenir los desbordamientos de un río es necesario mantener limpio su lecho. Dejando de lado la metáfora, la limpieza que el curso de la vida social necesita es la lucha contra la corrupción. Tráficos inicuos de dinero, tramas ocultas para enriquecerse, negocios clientelares, falta de transparencia: este es el fondo contaminado de la sociedad humana, que impide que los recursos necesarios lleguen donde es más necesario; en primer lugar, para combatir la pobreza, que constituye el terreno fértil en el que se enraízan odios, divisiones y violencia. La urgencia de un país civilizado es hacerse cargo de sus ciudadanos, en particular de los más frágiles y desfavorecidos. Pienso sobre todo en los millones de desplazados que viven aquí. Cuántos de ellos han tenido que dejar su casa y se encuentran relegados en los márgenes de la vida luego de enfrentamientos y migraciones forzadas.
Con el fin de que las aguas de vida no se transformen en peligros de muerte es fundamental dotar a un río de diques adecuados. Esto vale también para la convivencia humana. En primer lugar, debe detenerse el tráfico de armas que, a pesar de las prohibiciones, continúan llegando a muchos países de la zona y también a Sudán del Sur. Aquí se necesitan muchas cosas, pero ciertamente no hay ninguna necesidad de más instrumentos de muerte. Otros diques son imprescindibles para garantizar el curso de la vida social; me refiero al desarrollo de adecuadas políticas sanitarias; a la necesidad de infraestructuras vitales; y, de modo especial, al papel primordial de la alfabetización y de la instrucción, único camino para que los hijos de esta tierra tomen las riendas de su futuro. Ellos, como todos los niños de este continente y del mundo, tienen derecho a crecer teniendo en sus manos cuadernos y juguetes, y no herramientas de trabajo y armas.
El Nilo Blanco, finalmente, deja Sudán de Sur, atraviesa otros estados, se encuentra con el Nilo Azul y llega al mar. El río no conoce fronteras, sino que une territorios. De modo similar, para alcanzar un desarrollo adecuado es esencial, hoy más que nunca, cultivar las relaciones positivas con otros países, comenzando por los circundantes. Pienso también en la preciosa contribución de la comunidad internacional en lo que respecta a este país. Expreso mi reconocimiento por el esfuerzo dirigido a favorecer la reconciliación y el desarrollo del mismo. Estoy convencido de que, para aportar subsidios provechosos, es indispensable una comprensión real de las dinámicas y de los problemas sociales. No basta observarlos y denunciarlos desde el exterior; es necesario implicarse, con paciencia y determinación y, más en general, resistir la tentación de imponer modelos prestablecidos que, por el contrario, son extraños a la realidad local. Como dijo san Juan Pablo II hace treinta años en Sudán: «Hay que hallar soluciones africanas para los problemas africanos» (Discurso durante la Ceremonia de bienvenida, 10 febrero 1993).
Señor Presidente, distinguidas Autoridades, siguiendo el itinerario del Nilo he querido adentrarme en el camino de este país que es tan joven como querido. Sé que algunas de mis expresiones pueden haber sido francas y directas, pero les ruego que crean que esto nace del afecto y de la preocupación con la que sigo vuestras vicisitudes, junto a los hermanos con los que he venido hoy aquí, peregrino de paz. Deseamos ofrecerles de corazón nuestra plegaria y nuestro respaldo para que Sudán del Sur se reconcilie y cambie de ruta; para que su curso vital no se detenga ante el aluvión de la violencia, obstaculizado por los cenagales de la corrupción ni frustrado por el desbordamiento de la pobreza. El Señor del cielo, que ama esta tierra, le conceda un nuevo tiempo de paz y de prosperidad. Que Dios bendiga la República de Sudán del Sur. Gracias.
Sábado, 4 de febrero de 2023
Encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas en la Catedral de Santa Teresa
Queridos hermanos obispos, presbíteros y diáconos,
queridos consagrados y consagradas,
queridos seminaristas, novicias, novicios y aspirantes: ¡buenos días a todos!
Desde hace tiempo tenía el deseo de encontrarme con ustedes; por eso hoy quisiera agradecer al Señor. Agradezco a Mons. Tombe Trille su saludo y a todos ustedes su presencia y su saludo. Algunos hicieron días de camino para estar hoy aquí. Llevo siempre grabados en el corazón algunos momentos que hemos vivido antes de esta visita, como la celebración en San Pedro en el 2017, durante la cual elevamos una súplica a Dios pidiendo el don de la paz; y el retiro espiritual del 2019 con los líderes políticos, que fueron invitados para que, por medio de la oración, acogieran en sus corazones la firme resolución de trabajar por la reconciliación y la fraternidad en el país. Nuestra necesidad primordial es acoger a Jesús, nuestra paz y nuestra esperanza.
En mi discurso de ayer me inspiré en el curso de las aguas del Nilo, que atraviesa vuestro país como si fuera su espina dorsal. En la Biblia, a menudo se asocia el agua a la acción de Dios creador; a la compasión que sacia nuestra sed cuando atravesamos el desierto; a la misericordia que nos purifica cuando caemos en el pantano del pecado. Él, en el Bautismo, nos ha santificado «por el baño del nuevo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo» (Tt 3,5). Precisamente desde una perspectiva bíblica, quisiera mirar nuevamente las aguas del Nilo. Por una parte, en el lecho de este curso de agua se derraman las lágrimas de un pueblo inmerso en el sufrimiento y en el dolor, martirizado por la violencia; un pueblo que puede rezar como el salmista: «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar» (Sal 137,1). Las aguas del gran río, en efecto, recogen el llanto desgarrado de vuestra comunidad, recogen el grito de dolor por tantas vidas destrozadas, recogen el drama de un pueblo que huye, la aflicción del corazón de las mujeres y el miedo impreso en los ojos de los niños. Se ve el miedo en los ojos de los niños. Pero, al mismo tiempo, las aguas del gran río nos evocan la historia de Moisés y, por eso, son signo de liberación y de salvación. Moisés, de hecho, fue salvado de las aguas y, al haber conducido a los suyos por el Mar Rojo, se convirtió en instrumento de liberación, icono del auxilio de Dios que ve la opresión de sus hijos, escucha sus gritos y baja a liberarlos (cf. Ex 3,7). Contemplando la historia de Moisés, que guio al Pueblo de Dios por el desierto, preguntémonos qué significa ser ministros de Dios en una historia marcada por la guerra, el odio, la violencia y la pobreza. ¿Cómo ejercitar el ministerio en esta tierra, a lo largo de la orilla de un río bañado por tanta sangre inocente, mientras que los rostros de las personas que se nos confían están surcados por lágrimas de dolor? Esta es la pregunta. Y cuando hablo de ministerio, lo hago en sentido amplio: ministerio presbiteral, diaconal y ministerio catequístico, de enseñanza, que hacen tantos consagrados, consagradas y laicos.
Para intentar responder, quisiera concentrarme en dos actitudes de Moisés: la docilidad y la intercesión. Creo que estas dos cosas tocan nuestra vida, aquí.
Lo primero que nos impacta de la historia de Moisés es su docilidad a la iniciativa de Dios. Pero no debemos pensar que siempre haya sido así; en un primer momento pretendió llevar adelante por su cuenta el esfuerzo por combatir la injusticia y la opresión. Habiendo sido salvado por la hija del faraón en las aguas del Nilo, cuando ya había descubierto su identidad se conmovió por el sufrimiento y la humillación de sus hermanos, tanto que un día decidió hacer justicia por sí mismo, hiriendo de muerte a un egipcio que maltrataba a un hebreo. Sin embargo, después de este episodio tuvo que escapar y permanecer muchos años en el desierto. Allí experimentó una especie de desierto interior: había pensado afrontar la injusticia sólo con sus fuerzas y ahora, como consecuencia, se había convertido en un fugitivo; tenía que esconderse, vivir en soledad y experimentar el amargo significado del fracaso. Me pregunto: ¿cuál había sido el error de Moisés? Pensar que él era el centro, contando solamente con sus propias fuerzas. Pero, de ese modo, se había quedado prisionero de los peores métodos humanos, como el de responder a la violencia con más violencia.
Algo parecido nos puede pasar también en nuestra vida como sacerdotes, diáconos, religiosos y seminaristas, consagradas, consagrados, todos; en el fondo, pensamos que nosotros somos el centro, que podemos confiar —si no en teoría, al menos en la práctica— casi exclusivamente en nuestras propias habilidades; o, como Iglesia, pensamos dar respuestas a los sufrimientos y a las necesidades del pueblo con instrumentos humanos, como el dinero, la astucia, el poder. En cambio, nuestra obra viene de Dios. Él es el Señor y nosotros estamos llamados a ser dóciles instrumentos en sus manos. Moisés aprendió esto cuando, un día, Dios fue a su encuentro, apareciendo «en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza» (Ex 3,2). Moisés se dejó atraer, dio espacio al asombro, adoptó una actitud dócil para dejarse iluminar por la fascinación de ese fuego, ante el cual pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?» (v. 3). Esta es la docilidad que se necesita en nuestro ministerio: acercarnos a Dios con asombro y humildad. Hermanas y hermanos, no pierdan el asombro del encuentro con Dios. No pierdan el asombro del contacto con la Palabra de Dios. Moisés se dejó atraer y orientar por Dios. Confiemos en su Palabra antes de usar nuestras palabras, acojamos con mansedumbre su iniciativa antes de centrarnos en nuestros proyectos personales y eclesiales; pues la primacía no es nuestra, la primacía es de Dios.
Este dejarnos modelar dócilmente es lo que nos hace vivir el ministerio de manera renovada. Ante el Buen Pastor, comprendemos que no somos los jefes de una tribu, sino pastores compasivos y misericordiosos; que no somos los dueños del pueblo, sino siervos que se inclinan a lavar los pies de los hermanos y las hermanas; que no somos una organización mundana que administra bienes terrenos, sino la comunidad de los hijos de Dios. Hermanas y hermanos, entonces, hagamos como Moisés en la presencia de Dios: quitémonos las sandalias con humilde respeto (cf. v. 5), despojémonos de nuestra presunción humana, dejémonos atraer por el Señor y cultivemos el encuentro con Él en la oración; acerquémonos cada día al misterio de Dios, para que nos sorprenda, para que queme la maleza de nuestro orgullo y de nuestras ambiciones desmedidas y nos haga humildes compañeros de viaje de las personas que se nos encomiendan.
Purificado e iluminado por el fuego divino, Moisés se convierte en instrumento de salvación para sus hermanos que sufren; la docilidad a Dios lo hace capaz de interceder por ellos. Esta es la segunda actitud de la que quisiera hablarles hoy: la intercesión. Moisés hizo experiencia de un Dios compasivo, que no permanece indiferente frente al clamor de su pueblo y desciende a liberarlo. Es hermoso este descender. Dios desciende a liberarlo. Dios, por su condescendencia hacia nosotros, vino entre nosotros hasta asumir en Jesús nuestra carne, experimentar nuestra muerte y nuestros infiernos. No deja de descender para levantarnos. Quien es un experimentado de Él, está llamado a imitarlo. Eso hace Moisés, que “desciende” entre los suyos. Lo hará más veces durante el paso por el desierto. Él, en efecto, en los momentos más importantes y difíciles, sube y baja del monte de la presencia de Dios para interceder por el pueblo, es decir, para entrar en su historia y acercarlo a Dios. Hermanos y hermanas, interceder «no quiere decir simplemente “rezar por alguien”, como casi siempre pensamos. Etimológicamente significa “dar un paso al medio”, o sea, dar un paso para ponernos en medio de una situación» (C.M. Martini, Diccionario Espiritual, Madrid, 1997). A veces no se obtiene mucho, pero es necesario hacerlo; un grito de intercesión. Interceder es, por tanto, descender para ponerse en medio del pueblo, “hacerse puentes” que lo unen con Dios.
A los pastores se les pide que desarrollen precisamente este arte de “caminar en medio”. La especialidad de los pastores debe ser caminar en medio: en medio de los sufrimientos, en medio de las lágrimas, en medio del hambre de Dios y de la sed de amor de los hermanos y hermanas. Nuestro primer deber no es el de ser una Iglesia perfectamente organizada —esto lo puede hacer cualquier empresa—, sino una Iglesia que, en nombre de Cristo, está en medio de la vida dolorosa del pueblo y se ensucia las manos por la gente. Nunca debemos ejercitar el ministerio persiguiendo el prestigio religioso y social —ese feo “hacer carrera”—, sino caminando en medio y juntos, aprendiendo a escuchar y a dialogar, colaborando entre nosotros ministros y con los laicos. Quisiera repetir esta palabra importante: juntos. No lo olvidemos: juntos. Obispos y sacerdotes, sacerdotes y diáconos, pastores y seminaristas, ministros ordenados y religiosos, siempre en el respeto de la maravillosa especificidad de la vida religiosa. Tratemos de vencer entre nosotros la tentación del individualismo, de los intereses de parte. Es muy triste cuando los pastores no son capaces de comunión, ni logran colaborar entre ellos, ¡incluso se ignoran! Cultivemos el respeto recíproco, la cercanía, la colaboración concreta. Si eso no sucede entre nosotros, ¿cómo podemos predicarlo a los demás?
Volvamos a Moisés y, para profundizar en el arte de la intercesión, miremos sus manos. A este respecto, la Escritura nos ofrece tres imágenes: Moisés con el bastón en sus manos, Moisés con las manos extendidas y Moisés con las manos alzadas al cielo.
La primera imagen, la de Moisés con el bastón en sus manos, nos dice que él intercede con la profecía. Con ese bastón realizará prodigios, signos de la presencia y del poder de Dios, en cuyo nombre está hablando, denunciando a voz en grito el mal que sufre el pueblo y pidiendo al faraón que lo deje partir. Hermanos y hermanas, para interceder en favor de nuestro pueblo, también nosotros estamos llamados a alzar la voz contra la injusticia y la prevaricación, que aplastan a la gente y utilizan la violencia para sacar adelante sus negocios a la sombra de los conflictos. Si queremos ser pastores que interceden, no podemos permanecer neutrales frente al dolor provocado por las injusticias y las agresiones porque, allí donde una mujer o un hombre son heridos en sus derechos fundamentales, se ofende al mismo Cristo. Me alegró escuchar en el testimonio del Padre Luka que la Iglesia no deja de llevar adelante un ministerio que es al mismo tiempo profético y pastoral. ¡Gracias! Gracias porque, si hay una tentación de la que tenemos que cuidarnos, es la de dejar las cosas como están y no interesarnos por las situaciones a causa del miedo a perder privilegios y conveniencias.
Segunda imagen: Moisés con las manos extendidas. Él, dice la Escritura, «extendió su mano sobre el mar» (Ex 14,21). Sus manos extendidas son el signo de que Dios está a punto de obrar. Más tarde, Moisés sostendrá entre sus manos las tablas de la Ley (cf. Ex 34,29) para mostrarlas al pueblo; sus manos extendidas indican la cercanía de Dios que está obrando y que acompaña a su pueblo. Para liberar del mal no es suficiente la profecía; es necesario extender los brazos hacia los hermanos y hermanas, apoyar su camino. Acariciar el rebaño de Dios. Podemos imaginar a Moisés que indica el recorrido y estrecha las manos de los suyos para animarlos a seguir adelante. Durante cuarenta años, como anciano, permanece junto a los suyos; esta es la cercanía. Y no fue una tarea fácil; a menudo tuvo que alentar a un pueblo abatido y cansado, hambriento y sediento, a veces también caprichoso, que se dejaba arrastrar por la murmuración y la pereza. Y para ejercitar esa tarea también tuvo que luchar consigo mismo, porque, en algunas ocasiones, vivió momentos de oscuridad y desolación, como aquella vez que le dijo al Señor: «¿Por qué tratas tan duramente a tu servidor? ¿Por qué no has tenido compasión de mí, y me has cargado con el peso de todo este pueblo? [...] Yo solo no puedo soportar el peso de todo este pueblo: mis fuerzas no dan para tanto» (Nm 11,11.14). Mira la oración de Moisés: está cansado. Sin embargo, Moisés no se retiró; siempre cerca de Dios, nunca se alejó de los suyos. También nosotros tenemos esta tarea: extender las manos, levantar a los hermanos, recordarles que Dios es fiel a sus promesas, exhortarlos a seguir adelante. Nuestras manos han sido “ungidas por el Espíritu” no sólo para los ritos sagrados, sino para alentar, ayudar, acompañar a las personas a salir de aquello que las paraliza, las encierra y las vuelve temerosas.
Por último —tercera imagen— las manos alzadas al cielo. Cuando el pueblo cayó en el pecado y se construyó un becerro de oro, Moisés subió de nuevo al monte —¡pensemos cuánta paciencia!— y pronunció una oración que es una auténtica lucha con Dios para que no abandone a Israel. Llegó a decir: «Este pueblo ha cometido un gran pecado, ya que se han fabricado un dios de oro. ¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto…! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito» (Ex 32,31-32). Se pone del lado del pueblo hasta el final, alza la mano en su favor. No piensa en salvarse solo, no vende al pueblo por sus propios intereses. Intercede. Moisés intercede, Moisés lucha con Dios; mantiene los brazos alzados en oración, mientras que sus hermanos combaten en el valle (cf. Ex 17,8-16). Sostener con la oración ante Dios las luchas del pueblo, atraer el perdón, administrar la reconciliación como canales de la misericordia de Dios que perdona los pecados; esa es nuestra tarea como intercesores.
Queridos hermanos y hermanas, estas manos proféticas, extendidas y alzadas cuestan trabajo, no es fácil. Ser profetas, acompañantes, intercesores, mostrar con la vida el misterio de la cercanía de Dios a su Pueblo puede requerir dar la propia vida. Muchos sacerdotes, religiosas y religiosos —como nos ha dicho sor Regina de sus hermanas— fueron víctimas de agresiones y atentados donde perdieron la vida. En realidad, su existencia la ofrecieron por la causa del Evangelio y su cercanía a los hermanos y hermanas nos dejan un testimonio maravilloso que nos invita a proseguir su camino. Podemos recordar a san Daniel Comboni, que con sus hermanos misioneros realizó en esta tierra una gran labor evangelizadora. Él decía que el misionero debía estar dispuesto a todo por Cristo y por el Evangelio, y que se necesitaban almas audaces y generosas que supieran sufrir y morir por África.
Pues bien, yo quisiera agradecerles por lo que hacen en medio de tantas pruebas y fatigas. Gracias, en nombre de toda la Iglesia, por su entrega, su valentía, sus sacrificios y su paciencia. ¡Gracias! Les deseo, queridos hermanos y hermanas, que sean siempre pastores y testigos generosos, cuyas armas son sólo la oración y la caridad; pastores testigos, que se dejan sorprender dócilmente por la gracia de Dios y son instrumentos de salvación para los demás; pastores y profetas de cercanía que acompañan al pueblo, intercesores con los brazos alzados. Que la Virgen Santa los cuide. En este momento, pensemos en silencio en estos hermanos y hermanas nuestros que han dado la vida aquí, en el ministerio pastoral, y demos gracias al Señor porque ha estado cerca. Demos gracias al Señor por su cercanía martirial. Recemos en silencio.
Gracias por sus testimonios. Y si tienen un poquito de tiempo, recen por mí. Gracias.
Encuentro con los desplazados internos en la “Freedom Hall”
Queridos hermanos y hermanas: ¡buenas tardes!
Les agradezco sus oraciones, sus testimonios y sus cantos. He pensado mucho en ustedes, llevando en el corazón el deseo de encontrarlos, de mirarlos a los ojos, de darles la mano y abrazarlos. Finalmente estoy aquí, junto a los hermanos con los que comparto esta peregrinación de paz, para expresarles toda mi cercanía, todo mi afecto. Estoy con ustedes, sufro por ustedes y con ustedes.
Joseph, has hecho una pregunta decisiva: «¿Por qué estamos sufriendo en un campo para desplazados?». ¿Por qué? ¿Por qué tantos niños y jóvenes como tú están allí, en vez de ir a la escuela a estudiar o a un hermoso lugar al aire libre a jugar? Tú mismo nos has dado la respuesta, diciendo que es «por los conflictos que atraviesa actualmente el país». Es precisamente a causa de las devastaciones que produce la violencia humana, además de las que producen las inundaciones, que millones de hermanas y hermanos nuestros, como ustedes, entre los cuales muchísimas madres con sus hijos, tuvieron que dejar sus tierras y abandonar sus aldeas, sus casas. Lamentablemente en este país martirizado ser desplazado o refugiado se ha convertido en una experiencia normal y colectiva.
Renuevo, por tanto, con todas las fuerzas, el más apremiante llamamiento a que cese todo conflicto, a retomar seriamente el proceso de paz para que finalicen las agresiones y la gente pueda volver a vivir de manera digna. Sólo con la paz, la estabilidad y la justicia podrá haber desarrollo y reintegración social. Pero no podemos esperar más. Un gran número de niños nacidos en estos años sólo ha conocido la realidad de los campos para desplazados, olvidando el ambiente del hogar, perdiendo el vínculo con la propia tierra de origen, con las raíces, con las tradiciones.
No puede haber futuro en los campos para desplazados. Se necesita, precisamente como pedías tú, Johnson, que todos los jóvenes como tú tengan la posibilidad de ir a la escuela y también el espacio para jugar al fútbol. Es necesario crecer como sociedad abierta, mezclándose, formando un único pueblo atravesando los desafíos de la integración, también aprendiendo las lenguas habladas en todo el país y no sólo en la propia etnia. Es necesario abrazar el maravilloso riesgo de conocer y acoger a quienes son diferentes, para volver a encontrar la belleza de una fraternidad reconciliada y experimentar la aventura impagable de construir libremente el propio futuro junto al de toda la comunidad. Es absolutamente necesario evitar la marginalización de grupos y la segregación de seres humanos. Pero para satisfacer todas estas necesidades se necesita paz. Y se necesita la ayuda de muchos, la ayuda de todos.
Por eso quisiera agradecer a la vicerrepresentante especial Sara Beysolow Nyanti el habernos dicho que hoy es la ocasión para que todos vean lo que está sucediendo en este país desde hace años. Aquí, en efecto, perdura la mayor crisis de refugiados del continente, con al menos cuatro millones de hijos de esta tierra que han sido desplazados; con inseguridad alimentaria y malnutrición que afectan a dos tercios de la población; y con las previsiones que hablan de una tragedia humanitaria que puede empeorar aún más en el transcurso del año. Pero, sobre todo, quisiera agradecerle porque, tanto usted como muchas otras personas, no se detuvieron a estudiar la situación, sino que se pusieron manos a la obra. Usted, señora, recorrió el país, miró a los ojos a las madres siendo testigo del dolor que experimentan por la situación de sus hijos. Me impresionó cuando afirmó que, a pesar de todo lo que sufren, la sonrisa y la esperanza nunca se apagaron en sus rostros.
Y comparto cuanto ha dicho sobre ellas: las madres, las mujeres son la clave para transformar el país. Si reciben las oportunidades adecuadas, por medio de su laboriosidad y su actitud de proteger la vida, tendrán la capacidad de cambiar el rostro de Sudán del Sur y de proporcionarle un desarrollo sereno y cohesionado. Pero, les ruego, ruego a todos los habitantes de estas tierras: que la mujer sea protegida, respetada, valorada y honrada. Por favor, protejan, respeten, valoren y honren a cada mujer, niña, adolescente, joven, adulta, madre, abuela. Si no, no habrá futuro.
Y ahora, hermanos y hermanas, los sigo mirando, veo sus ojos cansados pero luminosos, que no han perdido la esperanza; sus labios que no han perdido la fuerza de rezar y de cantar; los veo a ustedes que tienen las manos vacías pero el corazón lleno de fe; a ustedes que llevan dentro un pasado marcado por el dolor, pero no dejan de soñar con un futuro mejor. Nosotros hoy, encontrándonos con ustedes, quisiéramos dar alas a vuestra esperanza. Lo creemos, creemos que ahora, también en los campos para desplazados, donde, lamentablemente, la situación del país los obliga a estar, puede nacer, como de la tierra desnuda, una semilla nueva que dará fruto.
Quisiera decirles que ustedes son la semilla de un nuevo Sudán del Sur, la semilla para un crecimiento fértil y lozano del país; ustedes, de las distintas etnias, ustedes que han sufrido y están sufriendo, pero que no quieren responder al mal con otro mal. Ustedes, que eligen desde ahora la fraternidad y el perdón, están cultivando un mañana mejor. Un mañana que nace hoy, allí donde están, de la capacidad de colaborar, de tejer tramas de comunión e itinerarios de reconciliación con quienes, aun siendo de diferentes etnias y procedencias, viven junto a ustedes. Hermanos y hermanas, sean ustedes semillas de esperanza, en las que ya se percibe el árbol que un día, esperemos cercano, dará fruto. Sí, ustedes serán los árboles que absorberán la contaminación de años de violencia y restituirán el oxígeno de la fraternidad. Es verdad, ahora están “plantados” donde no quieren, pero precisamente en esta situación de sufrimiento y precariedad pueden tender la mano al que está a su lado y experimentar que están enraizados en la misma humanidad; de ahí es necesario recomenzar para redescubrirse hermanos y hermanas, hijos en la tierra del Dios del cielo, Padre de todos.
Queridos hermanos y hermanas, lo que nos recuerda que una planta nace de una semilla son las raíces. Es hermoso que aquí la gente les dé tanta importancia a sus raíces. He leído que en estas tierras “las raíces nunca se olvidan”, porque “los antepasados nos recuerdan quiénes somos y cuál debe ser nuestro camino. Sin ellos estamos perdidos, temerosos y sin brújula. Sin pasado no hay futuro” (cf. C. Carlassare, La capanna di Padre Carlo. Comboniano tra i Nuer, 2020, 65). En Sudán del Sur los jóvenes crecen atesorando los relatos de los ancianos y, si bien la narrativa de estos años estuvo caracterizada por la violencia, es posible, más aún, es necesario inaugurar una nueva a partir de ustedes: una nueva narrativa del encuentro, donde lo que se ha sufrido no se olvide, sino que esté habitado por la luz de la fraternidad; una narrativa que ponga en el centro no sólo el dramatismo de la crónica, sino el deseo ardiente de la paz. Sean ustedes, jóvenes de etnias diferentes, las primeras páginas de esta narrativa. Aunque los conflictos, la violencia y los odios hayan arrancado los buenos recuerdos de las primeras páginas de la vida de esta República, sean ustedes los que vuelvan a escribir la historia de paz. Yo les agradezco su fortaleza de ánimo y todos sus gestos de bien, que son tan agradables a Dios y hacen valioso cada día que viven.
También quisiera dirigir una palabra agradecida a quienes los ayudan, a menudo en condiciones no sólo difíciles, sino de emergencia. Gracias a las comunidades eclesiales por sus obras, las cuales merecen ser sostenidas; gracias a los misioneros, a las organizaciones humanitarias e internacionales, en particular a las Naciones Unidas por el gran trabajo que realizan. Ciertamente, un país no puede sobrevivir con ayudas externas, sobre todo teniendo un territorio tan rico de recursos; pero ahora dichas ayudas son extremadamente necesarias. Quisiera también honrar a los numerosos trabajadores humanitarios que han perdido la vida, así como exhortar a que se respeten las personas que ayudan y las estructuras de apoyo a la población, que no pueden ser objeto de asaltos y vandalismo. Junto a las ayudas urgentes, creo que es muy importante, en perspectiva de futuro, acompañar a la población en la vía del desarrollo, por ejemplo, ayudándola a adquirir técnicas actualizadas para la agricultura y la ganadería, de manera que se facilite un crecimiento más autónomo. Les pido a todos, con el corazón en la mano: ayudemos a Sudán del Sur, no dejemos sola su población, que tanto ha sufrido y sigue sufriendo.
Por último, deseo dirigir un recuerdo a los numerosos refugiados sursudaneses que están fuera del país y a cuantos no pueden regresar porque su territorio está ocupado. Estoy cerca de ellos y espero que puedan volver a ser protagonistas del futuro de su tierra, contribuyendo a su desarrollo de manera constructiva y pacífica. Nyakuor Rebecca, me has pedido una bendición especial para los niños de Sudán del Sur precisamente para que puedan crecer todos juntos en la paz. Nosotros tres como hermanos daremos la bendición: con mi hermano Justin y mi hermano Iain, juntos les daremos la bendición. Que, con ella, les llegue la bendición de tantos hermanos y hermanas cristianos en el mundo, que los abrazan y alientan sabiendo que en ustedes, en su fe, en su fuerza interior, en sus sueños de paz resplandece toda la belleza del ser humano.
Oración ecuménica en el Mausoleo John Garang
Señor Presidente de la República,
Distinguidas Autoridades religiosas y civiles,
Queridos hermanos y hermanas:
Desde esta tierra amada y martirizada se acaban de elevar al cielo muchas oraciones. Diversas voces se han unido, formando una sola. Juntos, como Pueblo santo de Dios, hemos rezado por este pueblo herido. Como cristianos, rezar es lo primero y más importante que estamos llamados a realizar para poder obrar bien y tener la fuerza para caminar. Rezar, obrar y caminar. Reflexionemos sobre estos tres verbos.
Ante todo, rezar. El gran esfuerzo de las comunidades cristianas en la promoción humana, en la solidaridad y en la paz sería vano sin la oración. En efecto, no podemos promover la paz sin antes haber invocado a Jesús, «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Lo que hacemos por los demás y lo que compartimos con ellos, es primeramente un don gratuito que recibimos de Él teniendo las manos vacías. Es gracia, pura gracia. Somos cristianos porque somos amados gratuitamente por Cristo.
Esta mañana me inspiré en la figura de Moisés y ahora, justamente en relación a la oración, quisiera volver a evocar un episodio decisivo para él y para su pueblo, que aconteció cuando recién había iniciado a acompañarlo en su camino hacia la libertad. Habiendo llegado a la orilla del mar Rojo, se presenta ante él y ante todos los israelitas una escena dramática: delante aparece la barrera infranqueable de las aguas; detrás está llegando el ejército enemigo, con carros y caballos. ¿No será acaso que esto nos recuerda los primeros pasos de este país, asaltado por aguas mortales, como aquellas de las desastrosas inundaciones que lo han azotado; y por la brutal violencia bélica? Pues bien, en esa situación desesperada Moisés dice al pueblo: «¡No teman! Manténganse firmes, porque hoy mismo ustedes van a ver lo que hará el Señor para salvarlos» (Ex 14,13). Ahora me pregunto, ¿de dónde le venía a Moisés tal certeza, mientras su pueblo, atemorizado, seguía lamentándose? Esta fuerza le venía por escuchar al Señor (cf. vv. 2-4), que le había prometido manifestar su gloria. La unión con Él, la confianza en Él cultivada en la oración, era el secreto con el que Moisés pudo acompañar al pueblo, de la opresión a la libertad.
Es así también para nosotros: rezar nos da la fuerza para salir adelante; superar los temores; entrever, aun en la oscuridad, la salvación que Dios prepara. Es más, la oración atrae la salvación de Dios sobre el pueblo. La oración de intercesión, que caracterizó la vida de Moisés (cf. Ex 32,11-14), es una obligación sobre todo para nosotros, pastores del Pueblo santo de Dios. Para que el Señor de la paz intervenga ahí donde los hombres no alcanzan a construirla, es necesaria la oración; una tenaz, constante oración de intercesión. Hermanos, hermanas, apoyémonos en esto. En nuestras diversas confesiones, sintámonos unidos los unos con los otros, como una única familia; y sintámonos responsables de orar por todos. En nuestras parroquias, iglesias, asambleas de culto y de alabanza, seamos asiduos y unánimes en la oración (cf. Hch 1,14), para que Sudán del Sur, de la misma manera que el pueblo de Dios en la Escritura, “llegue a la tierra prometida”; que disponga, con tranquilidad y justicia, de la tierra fértil y rica que posee, y sea colmado de esa paz prometida, aunque, lamentablemente, no obtenida aún.
En segundo lugar, justamente en favor de la causa por la paz, estamos llamados a trabajar. Jesús quiere que “trabajemos por la paz” (cf. Mt 5,9); por eso quiere que su Iglesia no sea sólo signo e instrumento de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). En efecto, Cristo, como recuerda el apóstol Pablo, «es nuestra paz», precisamente en el sentido del restablecimiento de la unidad. Él es aquél que de dos hace uno solo, «derribando el muro de enemistad que los separaba» (Ef 2,14). Esta es la paz de Dios, no sólo una tregua a los conflictos, sino una comunión fraterna, que es el resultad de conjugar, no de disolver; de perdonar, no de estar por encima; de reconciliarse, no de imponerse. Tan grande es el deseo de paz desde el cielo, que fue anunciado ya en el momento del nacimiento de Cristo: «en la tierra, paz a los hombres amados por él» (Lc 2,14). Y fue tan grande la angustia de Jesús por el rechazo de este don que vino a traer, que lloró por Jerusalén, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (Lc 19,42).
Nosotros, queridos hermanos y hermanas, trabajemos sin cansarnos por esta paz, que el Espíritu de Jesús y del Padre nos invita a construir; una paz que integra las diversidades, que promueve la unidad en la pluralidad. Esta es la paz del Espíritu Santo, que armoniza las diferencias, mientras que el espíritu enemigo de Dios y del hombre se vale de la diversidad para dividir. A este respecto, la Escritura dice: «Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano» (1 Jn 3,10). Queridos hermanos y hermanas, quien se dice cristiano tiene que elegir de qué parte estar. Quien sigue a Cristo elige la paz, siempre; el que desencadena guerra y violencia traiciona al Señor y reniega de su Evangelio. El estilo que Jesús nos enseña es claro: amar a todos, pues todos son amados como hijos del Padre común que está en los cielos. El amor del cristiano no es sólo para los que están cerca, sino para todos, porque cada uno en Jesús es nuestro prójimo, hermano y hermana, incluso el enemigo (cf. Mt 5,38-48). Con mayor razón, cuantos pertenecen a nuestro mismo pueblo, aunque sean de una etnia distinta. «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15,12), este es el mandamiento de Jesús, que contradice cualquier visión tribal de la religión. «Que todos sean uno» (Jn 17,21), esta es la oración ferviente de Jesús al Padre por todos nosotros, los creyentes.
Esforcémonos, hermanos y hermanas, por esta unidad fraterna entre nosotros los cristianos, y ayudémonos a transmitir el mensaje de la paz a la sociedad; a difundir el estilo de no violencia de Jesús, para que en quien se profesa creyente no haya más espacio para una cultura basada en el espíritu de venganza; para que el Evangelio no sea sólo un bonito discurso religioso, sino una profecía que se hace realidad en la historia. Pongámonos manos a la obra; trabajemos por la paz tejiendo y remendando, nunca cortando o rasgando. Sigamos a Jesús y, tras de Él, demos pasos comunes por el camino de la paz (cf. Lc 1,79).
Y ahora el tercer verbo. Después de rezar y obrar, caminar. Aquí, a lo largo de décadas, las comunidades cristianas se han comprometido fuertemente en promover itinerarios de reconciliación. Quisiera agradecerles este luminoso testimonio de fe, que nació de reconocer —no sólo de palabra, sino de obra— que antes de las divisiones históricas hay una realidad inmutable: somos cristianos, somos de Cristo. Es hermoso que, en medio de tantos conflictos, la pertenencia cristiana no haya jamás disgregado a la población, sino que ha sido, y sigue siendo, factor de unidad. La herencia ecuménica de Sudán del Sur es un tesoro precioso; una alabanza al nombre de Jesús; un acto de amor a la Iglesia, su esposa; un ejemplo universal hacia el camino de unidad de los cristianos. Es una herencia que ha de ser custodiada con el mismo espíritu. Que las divisiones eclesiales de los siglos pasados no influyan en quienes son evangelizados, sino que la semilla del Evangelio contribuya a difundir una unidad más grande. Que el tribalismo y la división en facciones, que alimentan la violencia en el país, no afecten las relaciones interconfesionales. Al contrario, que el testimonio de unidad de los creyentes repercuta en el pueblo.
En este sentido, para terminar, quisiera sugerir dos palabras clave para continuar nuestro camino: memoria y compromiso. Memoria: los pasos que ustedes dan imitan las huellas de sus predecesores. No tengan miedo de no estar a la altura; en cambio, siéntanse impulsados por aquellos que les han preparado el camino. Como en una carrera de relevos, tomen el testigo, para que de ese modo se acelere la llegada a la meta de la comunión plena y visible. Y luego el compromiso: se camina hacia la unidad cuando el amor es concreto; cuando, unidos, se socorre a quien está marginado, a quien está herido y descartado. Ustedes ya lo realizan en muchos ámbitos. Pienso en particular en la asistencia sanitaria, en la instrucción y en la caridad. Cuánta ayuda urgente e indispensable llevan a la población. Gracias por esto. Sigan así, nunca compitiendo, sino siendo como una familia; hermanos y hermanas que, por medio de la compasión por quienes sufren, los predilectos de Jesús, dan gloria a Dios y testimonian la comunión que Él desea.
Queridos hijos, mis hermanos y yo vinimos como peregrinos en medio de ustedes, Pueblo santo de Dios en camino. Aun estando distantes físicamente, permaneceremos siempre cerca de ustedes. Comencemos cada día rezando los unos por los otros, y con los otros; trabajando juntos, como testigos y mediadores de la paz de Jesús; caminando por el mismo sendero, dando pasos concretos de caridad y de unidad. En todo, amémonos profundamente y de manera sincera (cf. 1 P 1,22).
Domingo, 5 de febrero de 2023
Santa Misa en el Mausoleo John Garang
Las palabras que el apóstol Pablo dirigió a la comunidad de Corinto en la segunda Lectura, quisiera hoy hacerlas mías y repetirlas ante ustedes: «Cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado» (1 Co 2,1-2). Sí, la inquietud de Pablo es también la mía, al encontrarme aquí con ustedes en el nombre de Jesucristo, el Dios del amor, el Dios que realizó la paz por medio de su cruz; Jesús, Dios crucificado por todos nosotros; Jesús, crucificado en quien sufre; Jesús, crucificado en la vida de tantos de ustedes, en muchas personas de este país; Jesús resucitado, vencedor del mal y de la muerte. Vengo a ustedes para proclamarlo a Él, para confirmarlos en Él, porque el anuncio de Cristo es anuncio de esperanza. Él, en efecto, conoce las angustias y los anhelos que llevan en el corazón, las alegrías y las fatigas que marcan sus vidas, las tinieblas que los oprimen y la fe que, como un canto en la noche, elevan al cielo. Jesús los conoce y los ama; si permanecemos en Él, no debemos temer, porque también para nosotros cada cruz se transformará en resurrección, cada tristeza en esperanza, cada lamento en danza.
Quisiera, por tanto, detenerme en las palabras de vida que nuestro Señor Jesús nos dirigió hoy en el Evangelio: «Ustedes son la sal de la tierra […]. Ustedes son la luz del mundo» (Mt 5,13.14). ¿Qué nos dicen estas imágenes a nosotros, discípulos de Cristo?
En primer lugar, somos sal de la tierra. La sal sirve para dar sabor a la comida. Es el ingrediente invisible que da gusto a todo. Precisamente por eso, es considerada, desde tiempos antiguos, como símbolo de la sabiduría, es decir, de esa virtud que no se ve, pero que da gusto a la vida y sin la cual la existencia se vuelve insípida, sin sabor. Pero, ¿de qué sabiduría nos habla Jesús? Él utiliza esta imagen de la sal inmediatamente después de haber proclamado las Bienaventuranzas a sus discípulos. Comprendemos entonces que las Bienaventuranzas son la sal de la vida del cristiano; en efecto, llevan a la tierra la sabiduría del cielo; revolucionan los criterios del mundo y del modo habitual de pensar. ¿Y qué dicen? En pocas palabras, afirman que, para ser bienaventurados —es decir, plenamente felices—, no tenemos que buscar ser fuertes, ricos y poderosos; más bien, humildes, mansos, misericordiosos. No hacer daño a nadie, sino ser constructores de paz para todos. Esta —nos dice Jesús— es la sabiduría del discípulo, es lo que da sabor a la tierra que habitamos. Recordemos que, si ponemos en práctica las Bienaventuranzas, si encarnamos la sabiduría de Cristo, no damos un buen sabor solamente a nuestra vida, sino también a la sociedad, al país donde vivimos.
Pero la sal, además de dar sabor, tiene otra función, esencial en los tiempos de Cristo, que es conservar los alimentos para que no se deterioren y se echen a perder. Pero la Biblia dice que había una “comida”, un bien esencial que debía conservarse antes que cualquier otro: la alianza con Dios. Por eso en aquellos tiempos, cada vez que se hacía una ofrenda al Señor, se ponía un poco de sal. Escuchemos lo que dice la Escritura a este respecto: «Nunca dejarás que falte a tu oblación la sal de la alianza de tu Dios: sobre todas tus oblaciones deberás ofrecer sal» (Lv 2,13). De ese modo, la sal recordaba la necesidad básica de cuidar la relación con Dios, porque Él es fiel a nosotros, su alianza con nosotros es incorruptible, inviolable y duradera (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5). Por eso el discípulo de Jesús, en cuanto sal de la tierra, es testigo de la alianza que Él ha realizado y que celebramos en cada Misa; una alianza nueva, eterna, inquebrantable (cf. 1 Co 11,25; Hb 9), un amor por nosotros que ni siquiera nuestras infidelidades pueden dañar.
Hermanos, hermanas, somos testigos de esta maravilla. Antiguamente, cuando las personas y los pueblos establecían una amistad entre ellos, a menudo la estipulaban intercambiándose un poco de sal. Nosotros, que somos sal de la tierra, estamos llamados a testimoniar la alianza con Dios en la alegría, con gratitud, mostrando que somos personas capaces de crear lazos de amistad, de vivir la fraternidad, de construir buenas relaciones humanas, para impedir que la corrupción del mal, el morbo de las divisiones, la suciedad de los negocios ilícitos y la plaga de la injusticia prevalezcan.
Hoy quisiera agradecerles por ser sal de la tierra en este país. Sin embargo, frente a tantas heridas, a la violencia que alimenta el veneno del odio, a la iniquidad que provoca miseria y pobreza, podría parecerles que son pequeños e impotentes. Pero, cuando les asalte la tentación de sentirse insuficientes, hagan la prueba de mirar la sal y sus granitos minúsculos; es un pequeño ingrediente y, una vez puesto en un plato, desaparece, se disuelve, pero precisamente así es como da sabor a todo el contenido. Del mismo modo, nosotros cristianos, aun siendo frágiles y pequeños, aun cuando nuestras fuerzas nos parezcan pocas frente a la magnitud de los problemas y a la furia ciega de la violencia, podemos dar un aporte decisivo para cambiar la historia. Jesús desea que lo hagamos como la sal: una pizca que se disuelve es suficiente para dar un sabor diferente al conjunto. Entonces no podemos echarnos atrás, porque sin ese poco, sin nuestro poco, todo pierde gusto. Comencemos justamente por lo poco, por lo esencial, por aquello que no aparece en los libros de historia, pero cambia la historia. En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas, depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana. Y, aunque el corazón sangre por los golpes recibidos, renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos, ¡no nos dejemos corromper por el mal!
Pasemos a la segunda imagen que usa Jesús, la luz: Ustedes son la luz del mundo. Una famosa profecía decía acerca de Israel: «Yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6). La profecía ya se ha cumplido, porque Dios Padre ha enviado a su Hijo, y Él es la luz del mundo (cf. Jn 8,12), la luz verdadera que ilumina a cada hombre y a cada pueblo, la luz que brilla en las tinieblas y disipa las nubes de cualquier oscuridad (cf. Jn 1,5.9). Pero el mismo Jesús, luz del mundo, dice a sus discípulos que también ellos son luz del mundo. Eso significa que nosotros, acogiendo la luz de Cristo, la luz que es Cristo, nos volvemos luminosos, irradiamos la luz de Dios.
Jesús agrega: «No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos lo de casa» (Mt 5,14.15). También en este caso se trata de imágenes familiares en aquellos tiempos; varias aldeas de Galilea estaban en las colinas, se las podía ver bien desde lejos; y a las lámparas, en las casas, se las ponía en alto para que dieran luz en todos los rincones de la habitación; después, cuando había que apagarlas, se cubrían con un objeto de terracota llamado “celemín”, que quitaba el oxígeno a la llama hasta extinguirla.
Hermanos y hermanas, la invitación de Jesús a ser luz del mundo es clara. Nosotros, que somos sus discípulos, estamos llamados a brillar como una ciudad puesta en lo alto, como un candelero cuya llama nunca tiene que apagarse. En otras palabras, antes de preocuparnos por las tinieblas que nos rodean, antes de esperar que algo a nuestro alrededor se aclare, se nos exige brillar, iluminar, con nuestra vida y con nuestras obras, la ciudad, las aldeas y los lugares donde vivimos, las personas que tratamos, las actividades que llevamos adelante. El Señor nos da la fuerza para ello, la fuerza de ser luz en Él, para todos; porque todos tienen que poder ver nuestras obras buenas y, viéndolas —nos recuerda Jesús—, se abrirán con asombro a Dios y le darán gloria (cf. v. 16). Si vivimos como hijos y hermanos en la tierra, la gente descubrirá que tiene un Padre en los cielos. A nosotros, por tanto, se nos pide que ardamos de amor. No vaya a suceder que nuestra luz se apague, que desaparezca de nuestra vida el oxígeno de la caridad, que las obras del mal quiten aire puro a nuestro testimonio. Esta tierra, hermosísima y martirizada, necesita la luz que cada uno de ustedes tiene, o mejor, la luz que cada uno de ustedes es.
Queridos hermanos y hermanas, les deseo que sean sal que se esparce y se disuelve con generosidad para dar sabor a Sudán del Sur con el gusto fraterno del Evangelio; que sean comunidades cristianas luminosas que, como ciudades puestas en lo alto, irradien una luz de bien a todos y muestren que es hermoso y posible vivir la gratuidad, tener esperanza, construir todos juntos un futuro reconciliado. Hermanos y hermanas, estoy con ustedes y les deseo que experimenten la alegría del Evangelio, el sabor y la luz que el Señor, «el Dios de la paz» (Flp 4,9), el «Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3), quiere infundir en cada uno de ustedes.
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SALUDO FINAL
Gracias, querido Hermano Stephen, por estas palabras. Saludo al Señor Presidente de la República, así como a todas las Autoridades civiles y religiosas presentes. He llegado ya a la conclusión de esta peregrinación en medio de ustedes y deseo expresar mi agradecimiento por la acogida recibida y por todo el trabajo que han realizado para preparar esta visita, que fue una visita fraterna de tres.
Les agradezco a todos ustedes, hermanos y hermanas, que han venido en gran número desde diferentes lugares, haciendo muchas horas —incluso días— de camino. Además del afecto que me han manifestado, les agradezco su fe, su paciencia, todo el bien que hacen y todas las fatigas que ofrecen a Dios sin desanimarse, para seguir adelante. En Sudán del Sur hay una Iglesia valiente, emparentada con la de Sudán, como nos recordaba el Arzobispo, el cual mencionó la figura de santa Josefina Bakhita, una gran mujer, que con la gracia de Dios transformó en esperanza su sufrimiento. «La esperanza que en ella había nacido y la había “redimido” no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos», escribió Benedicto XVI (Carta enc. Spe salvi, 3). Esperanza es la palabra que quisiera dejarle a cada uno de ustedes, como un don para compartir, como una semilla que dé fruto. Tal como nos recuerda la figura de santa Josefina, la esperanza, especialmente aquí, se encuentra en el signo de la mujer y por eso quisiera agradecer y bendecir de modo especial a todas las mujeres del país.
A la esperanza quisiera asociar otra palabra. Ha sido la palabra que nos acompañó estos días: paz. Con mis hermanos Justin e Iain, a quienes agradezco de corazón, hemos venido aquí y seguiremos acompañando sus pasos, los tres juntos, haciendo todo lo posible para que sean pasos de paz, pasos hacia la paz. Quisiera confiar este camino de todo el pueblo con nosotros tres, este camino de la reconciliación y de la paz a otra mujer. Me refiero a nuestra tierna Madre María, la Reina de la paz. Nos acompañó con su presencia solícita y silenciosa. A ella, a quien ahora rezamos, le encomendamos la causa de la paz en Sudán del Sur y en todo el continente africano. A la Virgen encomendamos también la paz en el mundo, en particular los numerosos países que se encuentran en guerra, como la martirizada Ucrania.
Queridos hermanos y hermanas, volvemos, cada uno de nosotros tres a nuestra sede, llevándolos aún más presentes en el corazón. Lo repito, ¡están en nuestro corazón, están en nuestros corazones, están en los corazones de los cristianos de todo el mundo! No pierdan nunca la esperanza. Y que no se pierda la ocasión de construir la paz. Que la esperanza y la paz habiten en ustedes. Que la esperanza y la paz habiten en Sudán del Sur.