Viaje apostólico del Santo Padre al Reino de Baréin

Intervenciones del Papa Francisco en su viaje apostólico al Reino de Baréin (3-6 de noviembre de 2022).

El Pontífice participó en el Foro de Diálogo entre Oriente y Occidente junto a líderes religiosos de todo el mundo. El diálogo, la fraternidad, el respeto y la paz fueron algunas de las palabras clave de este viaje apostólico, como la petición de que se dejen de usar las armas en el mundo y que se detengan las guerras en Yemen y Ucrania.


Jueves, 3 de noviembre 

- Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático.

Viernes, 4 de noviembre

- Clausura del Foro de Baréin para el Diálogo: Oriente y Occidente por la Convivencia Humana en la Plaza Al-Fida' del complejo del "Sakhir Royal Palace"

- Encuentro con los miembros del Consejo Musulmán de Ancianos en la mezquita del "Sakhir Royal Palace"

- Encuentro ecuménico y oración por la paz en la catedral de Nuestra Señora de Arabia

Sábado, 5 de noviembre

- Santa Misa en el "Bahrain National Stadium"

- Encuentro con los jóvenes en el colegio del Sagrado Corazón

Domingo, 6 de noviembre

- Encuentro de oración y Ángelus con los obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes pastorales en la iglesia del Sagrado Corazón de Manama


Jueves, 3 de noviembre

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático

Majestad,
Altezas Reales,
ilustres Miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático,
distinguidas autoridades religiosas y civiles,
señoras y señores,
As-salamu alaykum.

Agradezco de corazón a Su Majestad la amable invitación a visitar el Reino de Baréin, la calurosa y generosa acogida y las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente a cada uno de ustedes. Deseo dirigir una palabra de amistad y afecto a quienes viven en este país; a cada creyente, a cada persona y a cada familia, que la Constitución de Baréin define «piedra angular de la sociedad». A todos les expreso mi alegría de estar con ustedes.

Aquí, donde las aguas del mar circundan las arenas del desierto e imponentes rascacielos flanquean los tradicionales mercados orientales, realidades lejanas se encuentran, antigüedad y modernidad convergen, historia y progreso se funden; sobre todo, gentes de diversas procedencias forman un original mosaico de vida. Cuando me preparaba para este viaje, supe de la existencia de un “emblema de vitalidad” que caracteriza al país. Me refiero al así llamado “árbol de la vida” (Shajarat-al-Hayat), en el que quisiera inspirarme para compartir algunos pensamientos. Se trata de una acacia majestuosa, que sobrevive desde siglos en una zona desértica, donde las lluvias son muy escasas. Parece imposible que un árbol tan longevo resista y prospere en tales condiciones. Según dicen, el secreto está en las raíces, que se extienden por decenas de metros bajo el suelo, alcanzando depósitos de agua subterráneos.

Por lo tanto, veamos las raíces. El Reino de Baréin está comprometido en investigar y valorar su pasado, que da cuenta de una tierra sumamente antigua, a la que, desde hace milenios, los pueblos acudían atraídos por su belleza, debida particularmente a la gran cantidad de fuentes de agua dulce que le dieron la fama de ser paradisíaca. El antiguo reino de Dilmun era llamado “tierra de los vivos”. Remontándonos a las vastas raíces del tiempo —unos 4.500 años de presencia humana ininterrumpida— se pone de manifiesto cómo la posición geográfica, la predisposición y las capacidades comerciales de la gente, además de determinados hechos históricos, hayan dado a Baréin la oportunidad de conformarse como una confluencia de enriquecimiento mutuo entre los pueblos. Un aspecto, por tanto, destaca de esta tierra: ha sido siempre lugar de encuentro entre poblaciones diversas.

Esta es el agua vital de la que todavía hoy se abrevan las raíces de Baréin, cuya mayor riqueza resplandece en su variedad étnica y cultural, en la convivencia pacífica y en la tradicional hospitalidad de la población. Una diversidad que no es uniformante, sino inclusiva, es la que representa el tesoro de todo país verdaderamente desarrollado. Y en estas islas se ve una sociedad heterogénea, multiétnica y multirreligiosa, capaz de superar el peligro del asilamiento. Esto es muy importante en nuestro tiempo, donde el repliegue exclusivo sobre sí mismo y sobre los propios intereses impide captar la importancia irrenunciable del conjunto. En cambio, los numerosos grupos nacionales, étnicos y religiosos que aquí coexisten testimonian que se puede y se debe convivir en nuestro mundo, convertido desde hace décadas en una aldea global en la que, a pesar de dar por sentada la globalización, es todavía desconocido en muchos sentidos “el espíritu de la aldea”: la hospitalidad, la búsqueda del otro, la fraternidad. Por el contrario, asistimos con preocupación al crecimiento, a gran escala, de la indiferencia y de la sospecha recíproca, a la expansión de rivalidades y contraposiciones que se pensaban superadas, a populismos, extremismos e imperialismos que ponen en peligro la seguridad de todos. No obstante el progreso y tantas conquistas civiles y científicas, la distancia cultural entre las diversas partes del mundo aumenta, y a las beneficiosas oportunidades de encuentro se anteponen feroces actitudes de enfrentamiento.

Pensemos en cambio en el árbol de la vida —vuestro símbolo— y en los áridos desiertos de la convivencia humana, y distribuyamos el agua de la fraternidad. No dejemos evaporar la posibilidad del encuentro entre civilizaciones, religiones y culturas, ¡no permitamos que se sequen las raíces de lo humano! ¡Trabajemos juntos, trabajemos por todos, por la esperanza! Estoy aquí, en la tierra del árbol de la vida, como sembrador de paz, para vivir días de encuentro, para participar en un Foro de diálogo entre Oriente y Occidente por la convivencia humana pacífica. Agradezco desde ya a los compañeros de viaje, de modo especial a los Representantes religiosos. Estos días marcan una etapa preciosa en el proceso de amistad que se ha intensificado en los últimos años con diversos jefes religiosos islámicos. Un camino fraterno que, bajo la mirada del cielo, quiere favorecer la paz en la tierra.

A este respecto, expreso mi aprecio por las conferencias internacionales y por las oportunidades de encuentro que este Reino organiza y favorece, centrándose especialmente en el tema del respeto, la tolerancia y la libertad religiosa. Son temas esenciales, reconocidos por la Constitución del país, que establece que «no debe haber ninguna discriminación en base al sexo, a la proveniencia, a la lengua, a la religión o al credo» (art. 18), que «la libertad de conciencia es absoluta» y que «el Estado tutela la inviolabilidad del culto» (art. 22). Son, sobre todo, compromisos que han de ser puestos en práctica constantemente, para que la libertad religiosa sea plena y no se limite a la libertad de culto; para que la misma dignidad y la igualdad de oportunidades sean reconocidas concretamente a cada grupo y a cada persona; para que no haya discriminaciones y los derechos humanos fundamentales no sean violados, sino promovidos. Pienso principalmente en el derecho a la vida, en la necesidad de garantizarlo siempre, también en relación a los que son castigados, cuya existencia no puede ser eliminada.

Volvamos al árbol de la vida. Las numerosas ramas de diversos tamaños que lo caracterizan, con el tiempo han generado un frondoso follaje, aumentando su altura y amplitud. En este país ha sido precisamente la contribución de muchas personas de pueblos diferentes lo que ha permitido un considerable desarrollo productivo. Eso ha sido posible gracias a la inmigración, de la que el Reino de Baréin ostenta una de las tasas más elevadas del mundo; cerca de la mitad de la población residente es extranjera y trabaja de modo notable por el desarrollo de un país en el que, aun habiendo dejado la propia patria, se siente en casa. Pero no se puede olvidar que en los tiempos actuales el trabajo aún es muy escaso, y hay demasiado trabajo deshumanizador. Eso no sólo conlleva graves riesgos de inestabilidad social, sino que representa un atentado a la dignidad humana. En efecto, el trabajo no sólo es necesario para ganarse la vida, es un derecho indispensable para desarrollarse integralmente a sí mismo y para formar una sociedad a la medida del hombre.

Desde este país, atractivo por las oportunidades laborales que ofrece, quisiera señalar la emergencia de la crisis laboral mundial. A menudo el trabajo, valioso como el pan, falta; frecuentemente es pan envenenado, porque esclaviza. En ambos casos, en el centro ya no está el hombre; que, de ser el fin sagrado e inviolable del trabajo, se reduce a un medio para producir dinero. Por lo tanto, que se garanticen en todas partes condiciones laborales seguras y dignas del hombre, que no impidan sino que favorezcan la vida cultural y espiritual; que promuevan la cohesión social, en favor de la vida común y del mismo desarrollo de los países (cf. Gaudium et spes, 9.27.60.67).

En ese sentido, Baréin cuenta con valiosas adquisiciones. Pienso, por ejemplo, en la primera escuela femenina que surgió en el Golfo y en la abolición de la esclavitud. Que este sea un faro que promueva, en toda la región, derechos y condiciones justas y cada vez mejores para los trabajadores, las mujeres y los jóvenes, garantizando al mismo tiempo respeto y atención para los que sufren mayor marginación en la sociedad, como los que han emigrado y los presos. El desarrollo verdadero, humano e integral se mide sobre todo por la atención hacia ellos.

El árbol de la vida, que se eleva solitario en el paisaje desértico, me evoca aún dos ámbitos decisivos para todos, y que interpelan especialmente a quien, gobernando, tiene la responsabilidad de servir al bien común. En primer lugar, la cuestión ambiental: cuántos árboles son derribados, cuántos ecosistemas devastados, cuántos mares contaminados por la insaciable avidez del hombre, que después se le vuelve en contra. No nos cansemos de trabajar por esta dramática emergencia, tomando decisiones concretas y con amplitud de miras, adoptadas pensando en las generaciones jóvenes, antes de que sea demasiado tarde y su futuro se comprometa. Que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), que se realizará en Egipto dentro de pocos días, sea un paso adelante en ese sentido.

En segundo lugar, el árbol de la vida, con sus raíces que desde el subsuelo comunican el agua vital al tronco, y desde este a las ramas y de ahí a las hojas que dan oxígeno a las criaturas, me hace pensar en la vocación del hombre, de todo hombre que está sobre la tierra: hacer prosperar la vida. Pero hoy asistimos, cada día más, a acciones y amenazas de muerte. Pienso, en particular, en la realidad monstruosa e insensata de la guerra, que siembra destrucción en todas partes y erradica la esperanza. En la guerra emerge el lado peor del hombre: el egoísmo, la violencia y la mentira. Sí, porque la guerra, toda guerra, representa también la muerte de la verdad. Rechacemos la lógica de las armas e invirtamos la ruta, convirtiendo los enormes gastos militares en inversiones para combatir el hambre, la falta de asistencia sanitaria y de instrucción. Tengo el corazón lleno de dolor por tantas situaciones de conflicto. Mirando a la Península arábiga, cuyos países deseo saludar con cordialidad y respeto, dirijo un pensamiento especial y apenado a Yemen, martirizado por una guerra olvidada que, como toda guerra, no conduce a ninguna victoria, sino sólo a amargas derrotas para todos. Recuerdo en la oración sobre todo a los civiles, a los niños, a los ancianos, a los enfermos, e imploro: ¡que callen las armas, que callen las armas, que callen las armas! ¡Comprometámonos en todas partes y realmente por la paz!

La Declaración del Reino de Baréin reconoce, a este propósito, que la fe religiosa es «una bendición para toda la humanidad», el fundamento «para la paz en el mundo». Estoy aquí como creyente, como cristiano, como hombre y peregrino de paz, porque hoy más que nunca estamos llamados, en todo el mundo, a comprometernos seriamente por la paz. Majestad, Altezas Reales, autoridades, amigos, hago mío y comparto con ustedes, a modo de deseo para estos esperados días de visita en el Reino de Baréin, un hermoso pasaje de la misma Declaración: «Nos comprometemos a trabajar para un mundo en el que la gente de buena fe se junte para rechazar lo que nos divide y se concentre en celebrar y expandir lo que nos une». Que así sea, con la bendición del Altísimo. Shukran [Gracias].

Viernes, 4 de noviembre

Majestad,
Altezas Reales,
querido Hermano, Doctor Al-Tayyeb, Gran Imán de Al-Azhar,
querido Hermano Bartolomé, Patriarca Ecuménico,
distinguidas autoridades religiosas y civiles,
señoras y señores:

Los saludo cordialmente, agradecido por la acogida recibida y por la realización de este Foro de diálogo, organizado bajo el patrocinio de Su Majestad el Rey de Baréin. Este país toma el nombre de sus aguas: la palabra Baréin evoca, en efecto, “dos mares”. Pensemos en las aguas del mar, que conectan las tierras y ponen en comunicación a las personas, uniendo pueblos distantes. «Lo que la tierra divide, el mar lo une», dice un antiguo refrán. Y nuestro planeta tierra, visto desde lo alto, se presenta como un inmenso mar azul, que junta costas diversas; desde el cielo parece recordarnos que somos una única familia; no islas, sino un único y gran archipiélago. Es de este modo que el Altísimo nos quiere y este país, un archipiélago de más de treinta islas, bien puede simbolizar su deseo.

Y, sin embargo, vivimos tiempos en los que la humanidad, conectada como nunca antes lo había estado, se encuentra mucho más dividida que unida. El nombre “Baréin” puede seguir ayudándonos a reflexionar: los “dos mares” de los que habla se refieren a las aguas dulces de sus fuentes submarinas y a las aguas saladas del Golfo. Análogamente, hoy nos encontramos ante dos mares de sabor opuesto: por una parte, el mar calmo y dulce de la convivencia común; por otra, el mar amargo de la indiferencia, ensombrecido por conflictos y agitado por vientos de guerra, con sus olas destructoras cada vez más turbulentas, que amenazan con arrastrarnos a todos. Y, lamentablemente, Oriente y Occidente se asemejan cada vez más a dos mares contrapuestos. Nosotros, en cambio, estamos aquí reunidos porque queremos navegar en el mismo mar, eligiendo la ruta del encuentro y no la del conflicto, la vía del diálogo indicada por este Foro: «Oriente y Occidente por la convivencia humana».

Después de dos terribles guerras mundiales, después de una guerra fría que durante décadas tuvo al mundo en vilo, en medio de tantos conflictos desastrosos en todas partes del globo, entre voces de acusación, amenaza y condena, nos encontramos aún tambaleantes en el borde de un equilibrio frágil, y no queremos desplomarnos. Llama la atención una paradoja: mientras la mayor parte de la población mundial está unida por las mismas dificultades, afligida por graves crisis alimentarias, ecológicas y pandémicas, así como por una injusticia planetaria cada vez más escandalosa, algunos poderosos se concentran en una lucha decidida por intereses particulares, desenterrando lenguajes obsoletos, redefiniendo zonas de influencia y bloques contrapuestos. De este modo, parece que estamos presenciando un escenario dramáticamente infantil: en el jardín de la humanidad, en vez de cuidar del conjunto, se juega con fuego, misiles y bombas, con armas que provocan llanto y muerte, llenando la casa común de cenizas y odio.

Estas serán las amargas consecuencias, si se siguen acentuando las oposiciones sin redescubrir la comprensión, si se persiste en la firme imposición de los propios modelos y de las propias visiones despóticas, imperialistas, nacionalistas y populistas, si no nos interesamos en la cultura de los demás, si no se escucha el clamor de la gente común y la voz de los pobres, si no se deja de distinguir de modo maniqueo quién es bueno y quién es malo, si no nos esforzamos por entendernos y colaborar por el bien de todos. Estas decisiones están ante nosotros. Porque en un mundo globalizado sólo salimos adelante remando juntos; en cambio, si navegamos solos, vamos a la deriva.

En el tormentoso mar de los conflictos tengamos ante nuestros ojos el Documento sobre la Fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, en el que se hacen votos por un fecundo encuentro entre Occidente y Oriente, útil para sanar sus respectivas enfermedades [1]. Estamos aquí, creyentes en Dios y en los hermanos, para rechazar “ el pensamiento aislante”, ese modo de ver la realidad que ignora el mar único de la humanidad para focalizarse sólo en las propias corrientes. Deseamos que las disputas entre Oriente y Occidente se resuelvan por el bien de todos, sin desviar la atención de otra brecha en constante y dramático crecimiento, la que se da entre el Norte y el Sur del mundo. Que la aparición de los conflictos no haga perder de vista las tragedias latentes de la humanidad, como la catástrofe de las desigualdades, por la que la mayor parte de las personas que pueblan la tierra experimenta una injusticia sin precedentes, la vergonzosa plaga del hambre y la calamidad de los cambios climáticos, signo de la falta de cuidado hacia la casa común.

Sobre dichos temas, que se han discutido en estos días, los líderes religiosos no podemos dejar de comprometernos y de dar buen ejemplo. Tenemos un papel específico y este Foro nos ofrece una nueva oportunidad en este sentido. Nuestra tarea es animar y ayudar a la humanidad, tan interdependiente como desconectada, a navegar conjuntamente. Quisiera, por tanto, delinear tres desafíos que se desprenden del Documento sobre la Fraternidad humana y de la Declaración del Reino de Baréin, sobre los que se ha reflexionado en estos días. Estos desafíos se refieren a la oración, la educación y la acción.

En primer lugar, la oración, que toca el corazón del hombre. En realidad, los dramas que sufrimos y las peligrosas laceraciones que experimentamos, «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano» (Gaudium et spes, 10). Allí está la raíz. Y, por lo tanto, el mayor peligro no reside en las cosas, en las realidades materiales, en las organizaciones, sino en la inclinación del ser humano a cerrarse en la inmanencia del propio yo, del propio grupo, de los propios intereses mezquinos. No es un defecto de nuestra época, existe desde que el hombre es hombre, pero con la ayuda de Dios es posible dominarlo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 166).

Es por eso que la oración, la apertura del corazón al Altísimo es fundamental para purificarnos del egoísmo, de la cerrazón y de la autorreferencialidad, de las falsedades y de la injusticia. El que reza, recibe la paz en el corazón y no puede sino ser su testigo y mensajero; e invitar, principalmente por medio del ejemplo, a sus semejantes, a no convertirse en rehenes de un paganismo que reduce al ser humano a aquello que vende, que compra o con lo que se divierte, sino a redescubrir la dignidad infinita que cada uno lleva grabada. El hombre religioso, el hombre de paz es aquel que, caminando con los otros en el mundo, los invita, con dulzura y respeto, a elevar la mirada al cielo. Y lleva en su oración, como incienso que sube hacia el Altísimo (cf. Sal 141,2), las fatigas y las pruebas de todos.

Pero, para que esto pueda suceder, es indispensable una premisa: la libertad religiosa. La Declaración del Reino de Baréin explica que «Dios nos instruye para ejercer el regalo divino de la libertad de elección» y, por tanto, “toda forma de coacción religiosa no puede conducir a una persona a una relación significativa con Dios”. Es decir que toda coacción es indigna del Omnipotente, porque Él no ha entregado el mundo a esclavos, sino a criaturas libres, a las que respeta totalmente. Comprometámonos entonces para que la libertad de las criaturas refleje la libertad soberana del Creador, para que los lugares de culto sean protegidos y respetados, siempre y en todas partes, y la oración se promueva y nunca sea obstaculizada. Pero no es suficiente conceder permisos y reconocer la libertad de culto, es necesario alcanzar la verdadera libertad religiosa. Y no sólo cada sociedad, sino cada credo está llamado a examinarse sobre esto. Está llamado a preguntarse si obliga desde el exterior o libera interiormente a las criaturas de Dios; si ayuda al hombre a rechazar la rigidez, la cerrazón y la violencia; si hace que aumente en los creyentes la libertad verdadera, que no significa hacer lo que nos dé la gana, sino orientarnos al bien para el que hemos sido creados.

Si el desafío de la oración se refiere al corazón, el segundo, la educación, concierne esencialmente a la mente del hombre. La Declaración del Reino de Baréin afirma que «la ignorancia es enemiga de la paz». Es verdad, donde faltan oportunidades de instrucción aumentan los extremismos y se arraigan los fundamentalismos. Y, si la ignorancia es enemiga de la paz, la educación es amiga del desarrollo, siempre que sea una instrucción realmente digna del hombre, ser dinámico y relacional; por lo que no debe ser rígida y monolítica, sino abierta a los desafíos y sensible a los cambios culturales; no autorreferencial y aislante, sino atenta a la historia y a la cultura de los demás; no estática sino inquisitiva, para abrazar aspectos diversos y esenciales de la única humanidad a la que pertenecemos. Eso permite, en particular, ir al centro de los problemas sin presumir de tener la solución y de resolver de modo sencillo problemas complejos, sino con la disposición de asumir la crisis sin ceder a la lógica del conflicto. La lógica del conflicto siempre nos lleva a la destrucción. La crisis nos ayuda a pensar y a madurar. En efecto, es indigno de la mente humana creer que las razones de la fuerza prevalezcan sobre la fuerza de la razón, utilizar métodos del pasado para las cuestiones presentes, aplicar los esquemas de la técnica y de la conveniencia a la historia y a la cultura del hombre. Esto requiere interrogarse, entrar en crisis y saber dialogar con paciencia, respeto y espíritu de escucha; aprender la historia y la cultura de los demás. Así se educa la mente del hombre, alimentando la comprensión recíproca. Porque no basta llamarnos tolerantes, es necesario dejar espacio al otro verdaderamente, darle derechos y oportunidades. Es una mentalidad que comienza con la educación y que las religiones están llamadas a sostener.

En concreto, quisiera destacar tres emergencias educativas. En primer lugar, el reconocimiento de la mujer en ámbito público, “en la instrucción, en el trabajo, en el ejercicio de los propios derechos sociales y políticos” (cf. Documento sobre la fraternidad humana). En este, como en otros ámbitos, la educación es el camino para emanciparse de resabios históricos y sociales contrarios a ese espíritu de solidaridad fraterna que debe caracterizar a quien adora a Dios y ama al prójimo.

En segundo lugar, «la protección de los derechos fundamentales de los niños» (ibíd.), para que crezcan instruidos, atendidos, acompañados, no destinados a vivir con el tormento del hambre o los lamentos por la violencia. Eduquemos, y eduquémonos, para mirar las crisis, los problemas, las guerras, con los ojos de los niños. No es un buenismo ingenuo, sino una sabia amplitud de miras, porque sólo pensando en ellos el progreso se verá reflejado en la inocencia y no en las ganancias, y contribuirá a construir un futuro conforme al hombre.

La educación, que empieza en el seno de la familia, continúa en el contexto de la comunidad, del pueblo o de la ciudad. Por eso quisiera subrayar, en tercer lugar, la educación a la ciudadanía, a vivir juntos, en el respeto y la legalidad. Y, en particular, la importancia misma del «concepto de ciudadanía», que «se basa en la igualdad de derechos y deberes». Es necesario esforzarse en esto, para que se pueda «establecer en nuestra sociedad el concepto de plena ciudadanía y renunciar al uso discriminatorio de la palabra minorías, que trae consigo las semillas de sentirse aislado e inferior; prepara el terreno para la hostilidad y la discordia y quita los logros y los derechos religiosos y civiles de algunos ciudadanos al discriminarlos» (ibíd.).

Llegamos así al último de los tres desafíos, el que concierne a la acción, podríamos decir a las fuerzas del hombre. La Declaración del Reino de Baréin enseña que “cuando se predica el odio, la violencia y la discordia se profana el nombre de Dios”. El que es religioso rechaza esto, sin ningún pretexto; dice “no” con fuerza a la blasfemia de la guerra y al uso de la violencia. Y traduce con coherencia, en la práctica, estos “no”. Porque no basta decir que una religión es pacífica, es necesario condenar y aislar a los violentos que abusan de su nombre. Y ni siquiera es suficiente tomar distancia de la intolerancia y del extremismo, es preciso actuar en sentido contrario. «Por esto es necesario interrumpir el apoyo a los movimientos terroristas a través del suministro de dinero, armas, planes o justificaciones y también la cobertura de los medios, y considerar esto como crímenes internacionales que amenazan la seguridad y la paz mundiales. Tal terrorismo debe ser condenado en todas sus formas y manifestaciones» (Documento sobre la Fraternidad humana). También el terrorismo ideológico.

El hombre religioso, el hombre de paz, se opone también a la carrera armamentística, al negocio de la guerra, al mercado de la muerte. No apoya “alianzas contra alguien”, sino caminos de encuentro con todos; sin ceder a relativismos o sincretismos de ningún tipo, sigue una sola senda, la de la fraternidad, el diálogo y la paz. Estos son sus “sí”. Recorramos, queridos amigos, este camino; abramos el corazón al hermano, avancemos en el proceso de conocimiento recíproco. Estrechemos entre nosotros lazos más fuertes, sin dobleces y sin miedo, en nombre del Creador que nos ha puesto juntos en el mundo como custodios de los hermanos y de las hermanas. Y, si varios poderosos negocian entre ellos por intereses, dinero y estrategias de poder, demostremos que es posible otra vía de encuentro. Posible y necesaria, porque la fuerza, las armas y el dinero nunca teñirán de paz el futuro. Por tanto, encontrémonos por el bien del hombre y en nombre de Aquel que ama al hombre, cuyo Nombre es Paz. Promovamos iniciativas concretas para que el camino de las grandes religiones sea cada vez más efectivo y constante, ¡que sea conciencia de paz para el mundo! Y aquí hago un llamamiento a todos, para que se ponga fin a la guerra en Ucrania y se entablen serias negociaciones de paz.

El Creador nos invita a actuar, especialmente en favor de tantas de sus criaturas que todavía no encuentran suficiente espacio en las agendas de los poderosos: pobres, niños por nacer, ancianos, enfermos, migrantes. Si nosotros, que creemos en el Dios de la misericordia, no escuchamos a los indigentes y no damos voz a quien no la tiene, ¿quién lo hará? Estemos de su parte, esforcémonos por socorrer al hombre herido y probado; obrando de este modo, atraeremos la bendición del Altísimo sobre el mundo. Que Él ilumine nuestros pasos y una nuestros corazones, nuestras mentes y nuestras fuerzas (cf. Mc 12,30) para que la adoración a Dios concuerde con el amor concreto y fraterno al prójimo, y para ser juntos profetas de convivencia, artífices de unidad, constructores de paz. Gracias.

[1] «El Occidente podría encontrar en la civilización del Oriente los remedios para algunas de sus enfermedades espirituales y religiosas causadas por la dominación del materialismo. Y el Oriente podría encontrar en la civilización del Occidente tantos elementos que pueden ayudarlo a salvarse de la debilidad, la división, el conflicto y el declive científico, técnico y cultural. Es importante prestar atención a las diferencias religiosas, culturales e históricas que son un componente esencial en la formación de la personalidad, la cultura y la civilización oriental; y es importante consolidar los derechos humanos generales y comunes, para ayudar a garantizar una vida digna para todos los hombres en Oriente y en Occidente» ( Documento sobre la Fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, 4 febrero 2019).

Encuentro con los miembros del Consejo Musulmán de Ancianos en la mezquita del "Sakhir Royal Palace"

Querido hermano, Doctor Ahmad Al-Tayyeb, Gran Imán de Al-Azhar,
queridos miembros del Consejo Musulmán de Ancianos,
queridos amigos,
As-salamu alaykum.

Los saludo cordialmente, deseando que la paz del Altísimo descienda sobre cada uno de ustedes; sobre ustedes, que buscan promover la reconciliación para evitar divisiones y conflictos en las comunidades musulmanas; sobre ustedes, que ven en el extremismo un peligro que corroe la verdadera religión; sobre ustedes, que se comprometen en disipar interpretaciones erradas que a través de la violencia tergiversan, instrumentalizan y dañan un credo religioso. Que la paz descienda y permanezca con ustedes, que desean difundirla inculcando en los corazones los valores del respeto, de la tolerancia y de la moderación; sobre ustedes, que proponen fomentar relaciones amistosas, mutuo respeto y confianza recíproca con todos aquellos que, como yo, adhieren a una fe religiosa distinta; sobre ustedes, hermanos y hermanas, que quieren favorecer en los jóvenes una educación moral e intelectual que se oponga a cualquier forma de odio y de intolerancia. As-salamu alaykum.

Dios es fuente de paz. Que nos conceda ser, en cualquier lugar, canales de su paz. Ante ustedes quisiera reiterar que el Dios de la paz nunca conduce a la guerra, nunca incita al odio, nunca respalda la violencia. Y nosotros, que creemos en Él, estamos llamados a promover la paz a través de instrumentos de paz, como el encuentro, las tratativas pacientes y el diálogo, que es el oxígeno de la convivencia común. Entre los objetivos que se proponen está el de difundir una cultura de paz basada en la justicia. Quisiera decirles que este es el camino, más aún, el único camino, en cuanto la paz «es obra de la justicia (Gaudium et spes, 78). Brota, pues, de la fraternidad, crece a través de la lucha contra la injusticia y las desigualdades, se construye tendiendo la mano a los demás» (Discurso con ocasión de la lectura de la Declaración final y clausura del VII Congreso de Líderes de Religiones Mundiales y Tradicionales, 15 septiembre 2022). La paz no puede ser sólo proclamada, se debe consolidar. Y esto es posible removiendo las desigualdades y las discriminaciones, que producen inestabilidad y hostilidad.

Les agradezco su compromiso en este sentido, como también la acogida que me han dispensado y las palabras que han pronunciado. Vengo entre ustedes como un creyente en Dios, como un hermano y peregrino de paz. Vengo entre ustedes para caminar juntos, con el espíritu de Francisco de Asís, que solía decir: «Que la paz que anuncian de palabra, la tengan, y en mayor medida, en sus corazones» (Leyenda de los tres compañeros, XIV, 58. Directorio Franciscano, Fuentes biográficas franciscanas). Me ha llamado la atención ver cómo en estas tierras es costumbre, al acoger a un huésped, no sólo estrecharle la mano, sino también llevarse la mano al corazón en señal de afecto. Como diciendo: tu persona no se queda distante de mí, entra en mi corazón, en mi vida. También yo me llevo la mano al corazón con respetuoso afecto, mirando a cada uno de ustedes y bendiciendo al Altísimo por la posibilidad de encontrarnos.

Creo que cada vez tenemos más necesidad de encontrarnos, de conocernos y de preocuparnos por los demás, de poner la realidad antes que las ideas y a las personas antes que las opiniones, la apertura al cielo antes que las distancias de la tierra, un futuro de fraternidad antes que un pasado de hostilidad, superando los prejuicios y las incomprensiones de la historia en nombre de Aquel que es la Fuente de la Paz. Por lo demás, ¿cómo podrán los fieles de religiones y culturas distintas convivir, acogerse y estimarse mutuamente si nosotros seguimos siendo unos extraños los unos para los otros? Dejémonos guiar por el dicho del Imán Alí: «Las personas son de dos tipos: tus hermanos en la fe o tus semejantes en la humanidad», y sintámonos llamados a hacernos cargo de todos aquellos que el designio divino ha puesto a nuestro lado en este mundo. Exhortémonos “a que, olvidando lo pasado, ejercitemos sinceramente la mutua comprensión, procurando y promoviendo unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (cf. Nostra aetate, 3). Son tareas que nos incumben a nosotros, los guías religiosos. Ante una humanidad cada vez más herida y desgarrada que, bajo el vestido de la globalización, respira con dificultad y miedo, las grandes religiones están llamadas a ser el corazón que une los miembros del cuerpo, el alma que da esperanza y vida a las más altas aspiraciones.

En estos días he hablado sobre la fuerza de la vida, que sobrevive en los desiertos más áridos bebiendo del agua del encuentro y de la convivencia pacífica. Ayer lo hice tomando el ejemplo del sorprendente “árbol de la vida” que se encuentra aquí en Baréin. El pasaje bíblico que hemos escuchado pone al árbol de la vida en el centro del jardín de los orígenes, en el corazón del maravilloso proyecto de Dios para el hombre, un designio armónico capaz de abrazar toda la creación. Sin embargo, el ser humano se ha alejado del Creador y del orden establecido por Él. A partir de esto se originaron problemas y desequilibrios, que en la narración bíblica van uno detrás del otro: peleas y homicidios entre hermanos (cf. Gn 4), desórdenes y devastaciones ambientales (cf. Gn 6-9), soberbia y contrastes en la sociedad humana (cf. Gn 11). En resumen, un diluvio de maldad y de muerte que brota del corazón del hombre, de la chispa maligna desencadenada por el mal que está agazapado a la puerta de su corazón (cf. Gn 4,7), para incendiar el jardín armónico del mundo. Pero este mal tiene su raíz en el rechazo a Dios y al hermano, en el perder de vista al Autor de la vida y en el no reconocernos ya como custodios de los hermanos. Por eso las dos preguntas que hemos escuchado siguen siendo siempre válidas y, más allá del credo que se profese, interpelan a cada vida y a cada época: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9), «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9).

Queridos amigos, hermanos en Abraham, creyentes en el único Dios, los males sociales e internacionales, los económicos y los personales, así como la dramática crisis ambiental que caracteriza los tiempos actuales y sobre la que hoy se ha reflexionado, provienen a fin de cuentas del alejamiento de Dios y del prójimo. Por lo tanto, nosotros tenemos una tarea única, imprescindible, la de ayudar a reencontrar estas fuentes de vida olvidadas, de volver a llevar a la humanidad a beber de esta sabiduría antigua, de volver a acercar a los fieles a la adoración del Dios del cielo y también acercarlos a los hombres, para quienes Él hizo la tierra.

Y esto, ¿de qué manera? Nuestros medios son básicamente dos: la oración y la fraternidad. Estas son nuestras armas, humildes y eficaces. No nos debemos dejar tentar por otros instrumentos, por atajos indignos del Altísimo, cuyo nombre de Paz es insultado por quienes creen en las razones de la fuerza y alimentan la violencia, la guerra y el mercado de armas, “el comercio de la muerte” que, con grandes sumas de dinero cada vez mayores, está transformando nuestra casa común en un gran arsenal. Cuántas tramas oscuras y cuántas dolorosas contradicciones hay detrás de todo esto. Pensemos, por ejemplo, en cuántas personas se ven obligadas a migrar de su propia tierra a causa de los conflictos financiados por la compra de armamento anticuado a precios asequibles, para luego ser identificadas y rechazadas en otras fronteras por medio de equipamiento militar siempre más sofisticado. Y de esta manera la esperanza es asesinada doblemente. Pues bien, delante de estos escenarios trágicos, mientras el mundo sigue las quimeras de la fuerza, del poder y del dinero, nosotros estamos llamados a recordar, con la sabiduría de los ancianos y de los padres, que Dios y el prójimo son lo primero y más importante, que sólo la trascendencia y la fraternidad nos salvan. Depende de nosotros volver a abrir esas fuentes de vida, pues de lo contrario el desierto de la humanidad será siempre más árido y mortífero. Sobre todo, depende de nosotros dar testimonio, más con los hechos que con las palabras, de que creemos en esto, en estas dos verdades. Tenemos una gran responsabilidad ante Dios y los hombres, y debemos ser modelos creíbles de lo que predicamos, no sólo en nuestras comunidades y en nuestra casa —ya no es suficiente— sino en el mundo unificado y globalizado. Nosotros, que descendemos de Abraham, padre de los pueblos en la fe, no podemos preocuparnos sólo por “los nuestros”, sino que, cada vez más unidos, hemos de dirigirnos a la entera comunidad humana que puebla la tierra.

Porque, en realidad, todos se hacen, al menos en lo secreto del corazón, las mismas grandes preguntas: ¿quién es el hombre?, ¿por qué el dolor, el mal, la muerte, la injusticia?, ¿qué hay después de esta vida? Para muchos, anestesiados por un materialismo práctico y por un consumismo paralizante, estos mismos interrogantes yacen adormecidos, mientras que para otros están silenciados por las plagas deshumanas del hambre y de la pobreza. Miremos el hambre y la pobreza de hoy. Que entre los motivos que olvidan lo importante no se incluya nuestra negligencia, el escándalo de ocuparnos de otras cosas y no de anunciar al Dios que da paz a la vida y la paz que da vida a los hombres. Hermanos y hermanas, apoyémonos en esto mutuamente, demos seguimiento a nuestro encuentro del día de hoy, caminemos juntos. Seremos bendecidos por el Altísimo y por las creaturas más pequeñas y débiles que Él prefiere: por los pobres, los niños y los jóvenes, quienes después de tantas noches oscuras, esperan el surgir de un amanecer de luz y de paz. Gracias.

Encuentro ecuménico y oración por la paz en la catedral de Nuestra Señora de Arabia

Alteza Real,
Señor Ministro de Justicia,
gracias por su presencia que nos honra.

«Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (Hch 2,9-11).

Santidad, querido Hermano Bartolomé, queridos hermanos y hermanas, estas palabras parecen escritas para nosotros hoy; que de tantos pueblos y de tantas lenguas, de tantas partes y de tantos ritos, estamos aquí juntos, y lo estamos por las grandes obras realizadas por Dios. —Estamos en paz, como en aquella mañana de Pentecostés, en la que no se entendía nada—. En Jerusalén, el día de Pentecostés, aun proviniendo de muchas regiones, se sentían unidos en un solo Espíritu. Hoy, como entonces, la variedad de orígenes y lenguas no es un problema, sino una ventaja. Escribía un autor antiguo que, cuando «alguien dijera a uno de vosotros: ‘Si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?’, deberás responderle: ‘Es cierto que hablo todos los idiomas, porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, que los habla todos’» (Discurso de un autor africano del siglo VI: PL 65,743).

Hermanos, hermanas, esto también vale para nosotros, «porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Co 12,13). Desafortunadamente, con nuestras laceraciones hemos herido el cuerpo santo del Señor, pero el Espíritu Santo, que une todos los miembros, es más grande que nuestras divisiones carnales. Por eso es correcto decir que lo que nos une supera con creces lo que nos separa, y que cuanto más caminemos según el Espíritu, más nos inclinaremos a desear y, con la ayuda de Dios, a restablecer la unidad plena entre nosotros.

Volvamos al texto de Pentecostés. Al meditarlo, resonaron en mí dos elementos que me parecen útiles para nuestro camino de comunión y que me gustaría compartir con ustedes. Estos son la unidad en la diversidad y el testimonio de vida.

La unidad en la diversidad. Dicen los Hechos de los Apóstoles que, en Pentecostés, los discípulos «estaban todos reunidos en el mismo lugar» (2,1).Observamos cómo el Espíritu, que se posa sobre cada uno, elige sin embargo el momento en el que están todos juntos. Podían adorar a Dios y hacer el bien al prójimo incluso por separado, pero es al converger en la unidad cuando las puertas se abren de par en par a la obra de Dios. El pueblo cristiano está llamado a reunirse para que las maravillas de Dios se hagan realidad. Estar aquí, en Baréin, como pequeño rebaño de Cristo, disperso en diversos lugares y denominaciones, nos ayuda a percibir la necesidad de la unidad, de compartir la fe. Del mismo modo que en este archipiélago no faltan conexiones estables entre las islas, que sea también así entre nosotros, para no estar aislados, sino en comunión fraterna.

Hermanos y hermanas, me pregunto: ¿cómo hacer para acrecentar la unidad, si la historia, las tradiciones, los compromisos y las distancias parecerían atraernos hacia otras partes? ¿Cuál es el “punto de encuentro”, el “cenáculo espiritual” de nuestra comunión? Es la alabanza a Dios, que el Espíritu suscita en todos. La oración de alabanza no aísla, no encierra en uno mismo y en las propias necesidades, sino que nos introduce en el corazón del Padre y, de esta manera, nos conecta con todos nuestros hermanos y hermanas. La oración de alabanza y adoración es la más elevada; gratuita e incondicional, atrae la alegría del Espíritu, purifica el corazón, restablece la armonía, recompone la unidad. Es el antídoto contra la tristeza, contra la tentación de dejarnos afectar por nuestra pobreza interior y la pobreza exterior de nuestros números. El que alaba no se fija en la pequeñez del rebaño, sino en la belleza de ser los pequeños del Padre. La alabanza, que permite al Espíritu derramar su consuelo sobre nosotros, es un buen remedio contra la soledad y la nostalgia de estar lejos de casa. Nos permite sentir la cercanía del Buen Pastor, aun cuando pesa la falta de pastores que estén al alcance, que es frecuente en estos lugares. El Señor, precisamente en nuestros desiertos, ama abrir caminos nuevos e inimaginables y hacer brotar manantiales de agua viva (cf. Is 43,19). La alabanza y la adoración nos conducen allí, a las fuentes del Espíritu, reconduciéndonos a los orígenes, a la unidad.

Les hará bien seguir alimentando la alabanza a Dios, para ser cada vez más signo de unidad para todos los cristianos. Que se continúe también con la hermosa costumbre de poner los edificios de culto a disposición de otras comunidades para adorar al único Señor. De hecho, no sólo aquí en la tierra, sino también en el cielo hay una estela de alabanza que nos une. Es la de los muchos mártires cristianos de diversas denominaciones —¡cuántos ha habido en estos últimos años en Oriente Medio y en todo el mundo!, ¡cuántos! Ahora forman un solo cielo repleto de estrellas, que indica el sendero a los que caminan por los desiertos de la historia. Tenemos la misma meta; todos estamos llamados a la plenitud de la comunión en Dios.

Pero recordemos que la unidad, hacia la que vamos caminando, está en la diferencia. Y esto es importante tenerlo en cuenta: la unidad no está en ser “todos iguales”, no, está en la diferencia. El relato de Pentecostés señala que cada uno oía a los Apóstoles hablar «en su propia lengua» (Hch 2,6); el Espíritu no acuña un lenguaje idéntico para todos, sino que permite a cada uno hablar las lenguas de los demás (cf. v. 4) y hace posible que cada uno oiga la suya hablada por los demás (cf. v. 11). Es decir, no nos encierra en la uniformidad, sino que nos dispone a acogernos en las diferencias. Esto acontece a quien vive según el Espíritu; aprende a encontrarse con cada hermano y hermana en la fe como parte del cuerpo al que pertenece. Este es el espíritu del camino ecuménico.

Queridos amigos, preguntémonos a nosotros mismos cómo vamos haciendo este camino. Yo, pastor, ministro, fiel, ¿soy dócil a la acción del Espíritu? ¿Vivo el ecumenismo como una carga, como un compromiso adicional, como un deber institucional, o como el anhelo urgente de Jesús de que lleguemos a ser «uno» (Jn 17,21), como una misión que brota del Evangelio? Concretamente, ¿qué hago por aquellos hermanos y hermanas que creen en Cristo pero que no son de los “míos”? ¿Los conozco, los busco, me intereso por ellos? ¿Mantengo las distancias y actúo con formalidad, o intento comprender su historia y apreciar sus particularidades, sin considerarlos obstáculos insalvables?

Después de la unidad en la diversidad, pasamos al segundo elemento: el testimonio de vida. En Pentecostés los discípulos se abrieron, salieron del Cenáculo. Desde ahí irán hacia el mundo entero. Jerusalén, que parecía su punto de llegada, se convirtió en el punto de partida de una aventura extraordinaria. El miedo que los encerró en sus casas quedó como un recuerdo lejano; ahora van a todas partes, pero no para distinguirse de los demás, ni tampoco para revolucionar el orden de las sociedades y la estructura del mundo, sino para irradiar en cada rincón, a través de sus vidas, la belleza del amor de Dios. De hecho, nuestro testimonio no es tanto un discurso que se realiza con palabras, sino que se muestra con hechos; la fe no es un privilegio que se ha de reclamar, sino un don que se debe compartir. Como dice un texto antiguo, los cristianos «no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto, [...] toda tierra extraña es patria para ellos [...]. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos» (Carta a Diogneto, V). Aman a todos. Ese es el distintivo cristiano, la esencia del testimonio. Estar aquí en Baréin les ha permitido a muchos de ustedes redescubrir y practicar la auténtica sencillez de la caridad. Pienso en la asistencia ofrecida a los hermanos y hermanas que llegan; en una presencia cristiana que, en la humildad de cada día, da testimonio, en los ambientes de trabajo, de comprensión y paciencia, de alegría y mansedumbre, de benevolencia y de espíritu de diálogo. En una palabra, de paz.

Será bueno también para nosotros preguntarnos sobre nuestro testimonio, porque con el paso del tiempo se puede ir adelante por inercia y perder entusiasmo en mostrar a Jesús a través del espíritu de las Bienaventuranzas, la coherencia, la bondad de vida y la conducta pacífica. Preguntémonos, ahora que rezamos juntos por la paz: ¿somos realmente personas de paz? ¿Estamos habitados por el deseo de manifestar en todas partes la mansedumbre de Jesús, sin esperar nada a cambio? ¿Hacemos nuestros, llevándolos en nuestros corazones y en nuestras oraciones, los cansancios, las heridas y la desunión que vemos a nuestro alrededor?

Hermanos y hermanas, he querido compartir con ustedes estas reflexiones sobre la unidad —que es fortalecida por la alabanza— y sobre el testimonio —que es robustecido por la caridad—. La unidad y el testimonio son coesenciales. No podemos dar verdadero testimonio del Dios del amor si no estamos unidos entre nosotros como Él quiere; y no podemos estar unidos permaneciendo cada uno por su lado, sin abrirnos al testimonio, sin ampliar las fronteras de nuestros intereses y de nuestras comunidades en nombre del Espíritu que abraza a todas las lenguas y quiere llegar a cada uno. Me permito añadir una reflexión: ese día, el Espíritu Santo creó una gran diversidad, que parecía un gran desorden. Sin embargo, el mismo Espíritu que da la diversidad de los carismas es el mismo que crea la unidad, la unidad como armonía. El Espíritu es la armonía, como decía un gran Padre de la Iglesia: “Ipse harmonia est”, Él es la armonía. Por eso rezamos, para que se dé entre nosotros esta armonía. Él une y envía, reúne en comunión y manda en misión. Confiémosle en la oración nuestro itinerario común e invoquemos sobre nosotros su efusión, un renovado Pentecostés que nos dé miradas nuevas y pasos ágiles en nuestro camino de unidad y de paz.


Sábado, 5 de noviembre

Santa Misa en el "Bahrain National Stadium"

El profeta Isaías dice que Dios hará surgir un Mesías, cuya «soberanía será grande, y habrá una paz sin fin» (Is 9,6). Parece una contradicción, ya que, de hecho, en la apariencia de este mundo (cf. 1 Co 7,31), lo que muchas veces vemos es que cuanto más se busca el poder, más amenazada está la paz. En cambio, el profeta da un anuncio extraordinariamente novedoso: el Mesías que llega es poderoso, sí, pero no a la manera de un caudillo que trae la guerra y domina a los otros, sino en cuanto «Príncipe de la paz» (v. 5), como Aquel que reconcilia a los hombres con Dios y entre ellos. La grandeza de su poder no usa la fuerza de la violencia, sino la debilidad del amor. Y este es el poder de Cristo: el amor. Y también a nosotros Él nos confiere el mismo poder, el poder de amar, de amar en su nombre, de amar como Él ha amado. ¿Cómo? De manera incondicional, no solo cuando todo va bien y sentimos el deseo de amar, sino siempre; no solo a nuestros amigos y vecinos, sino a todos, incluso a los enemigos. Siempre y a todos.

Amar siempre y amar a todos, reflexionemos un poco sobre esto.

En primer lugar, hoy las palabras de Jesús (cf. Mt 5,38-48) nos invitan a amar siempre, es decir, a permanecer siempre en su amor, a cultivarlo y practicarlo cualquiera que sea la situación que vivimos. Pero, atención, la mirada de Jesús es concreta; no dice que será fácil y no propone un amor sentimental o romántico, como si en nuestras relaciones humanas no existiesen momentos de conflicto y entre los pueblos no hubiera motivos de hostilidad. Jesús no es irenista, sino realista, habla explícitamente de «los que les hacen el mal» y de «enemigos» (vv. 39.43). Sabe que en nuestras relaciones tiene lugar una lucha cotidiana entre el amor y el odio; y que también dentro de nosotros, cada día, se verifica un combate entre la luz y las tinieblas, entre muchos propósitos y deseos de bien y esa fragilidad pecaminosa que frecuentemente nos domina y nos arrastra hacia las obras del mal. Sabe también qué es lo que experimentamos cuando, a pesar de tantos esfuerzos generosos, no recibimos el bien que nos esperábamos, sino que, incomprensiblemente, sufrimos un daño. E, incluso, ve y sufre observando en nuestros días, en tantas partes del mundo, formas de ejercer el poder que se nutren del abuso y la violencia, que buscan aumentar su propio espacio restringiendo el de los demás, imponiendo su dominio, limitando las libertades fundamentales y oprimiendo a los débiles. Por tanto —dice Jesús— existen conflictos, opresiones y enemistades.

Frente a todo esto, la pregunta importante que debemos hacernos es: ¿qué hacer cuando nos encontramos en estas situaciones? La propuesta de Jesús es sorprendente, es atrevida, es audaz. Él pide a los suyos la valentía de arriesgarse por algo que aparentemente parece la opción perdedora. Pide que permanezcamos siempre, fielmente, en el amor, a pesar de todo, incluso ante el mal y el enemigo. Reaccionar de una forma simplemente humana nos encadena al “ojo por ojo, diente por diente”, pero eso significa hacer justicia con las mismas armas del mal que recibimos. Jesús se atreve a proponernos algo nuevo, distinto, impensable, algo suyo: «Yo les digo que no hagan frente al que les hace mal; al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (v. 39). Esto nos pide el Señor, no que soñemos con un mundo irénicamente animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos en primera persona, empezando por vivir concreta y valientemente la fraternidad universal, perseverando en el bien incluso cuando recibimos el mal, rompiendo la espiral de la venganza, desarmando la violencia, desmilitarizando el corazón. El apóstol Pablo se hace eco de esto cuando escribe: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21).

Por tanto, la invitación de Jesús no se refiere en primer lugar a las grandes cuestiones de la humanidad, sino a las situaciones concretas de nuestra vida: a nuestros lazos familiares, a las relaciones en la comunidad cristiana, a los vínculos que se cultivan en la realidad laboral y social en la que nos encontramos. Habrá fricciones, momentos de tensión, habrá conflictos, visiones distintas, pero quien sigue al Príncipe de la paz debe buscar siempre la paz. Y no se puede restablecer la paz si a una palabra ofensiva se responde con otra palabra todavía peor, si a una bofetada se le sigue otra. No, es necesario “desactivar”, quebrar la cadena del mal, romper la espiral de violencia, dejar de albergar rencores, dejar de quejarse y compadecerse de sí mismo. Hay que permanecer en el amor, siempre, es el camino de Jesús para dar gloria al Dios del cielo y construir la paz en la tierra. Amar siempre.

Tomemos ahora el segundo aspecto: amar a todos. Podemos comprometernos en el amor, pero no es suficiente si lo reducimos al estrecho ámbito de aquellos de quienes recibimos ese mismo amor, es decir, de nuestros amigos, de nuestros semejantes, familiares. También en este caso la invitación de Jesús es sorprendente, porque extiende las fronteras de la ley y del sentido común. Amar al prójimo, al que tenemos cerca de nosotros, aunque es razonable, es ya difícil. En general, es lo que una comunidad o un pueblo intentan hacer para conservar la paz internamente. Si uno pertenece a la misma familia o a la misma nación, si se tienen las mismas ideas o los mismos gustos, si se profesa el mismo credo, es normal procurar ayudarse y quererse. Pero, ¿qué sucede si el que está lejos se nos acerca, si el extranjero, el que es diferente o de otro credo se convierte en nuestro vecino de casa? Esta tierra es precisamente una imagen viva de la convivencia en la diversidad, de nuestro mundo cada vez más marcado por la permanente migración de los pueblos y del pluralismo de las ideas, de los usos y de las tradiciones. Es importante, entonces, acoger esta provocación de Jesús: «Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?» (Mt 5,46). El verdadero desafío para ser hijos del Padre y construir un mundo de hermanos es aprender a amar a todos, incluso a los enemigos: «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores» (vv. 43-44). Esto, en realidad, significa elegir no tener enemigos, no ver en el otro un obstáculo que se debe superar, sino un hermano y una hermana a quien amar. Amar al enemigo es llevar a la tierra el reflejo del cielo, es hacer bajar sobre el mundo la mirada y el corazón del Padre, que no hace distinciones, no discrimina, sino que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (v. 45).

Hermanos, hermanas, el poder de Jesús es el amor y Jesús nos da el poder de amar así, de un modo que a nosotros nos parece sobrehumano. Pero una capacidad semejante no puede ser solo fruto de nuestros esfuerzos, es ante todo una gracia. Una gracia que se debe pedir con insistencia: “Jesús, tú que me amas, enséñame a amar como tú. Jesús, tú que me perdonas, enséñame a perdonar como tú. Manda sobre mí tu Espíritu, el Espíritu del amor”. Pidamos esto. Porque tantas veces presentamos al Señor muchas peticiones, pero esto es lo esencial para el cristiano, saber amar como Cristo. Amar es el don más grande, y lo recibimos cuando damos espacio al Señor en la oración, cuando acogemos su presencia en su Palabra que nos trasforma y en la revolucionaria humildad de su Pan partido. Así, lentamente, caen las murallas que endurecen nuestro corazón y encontramos la alegría de practicar obras de misericordia para con todos. Entonces comprendemos que una vida dichosa pasa a través de las bienaventuranzas, y consiste en ser constructores de paz (cf. Mt 5,9).

Queridos amigos, quisiera agradecer vuestro sereno y alegre testimonio de fraternidad, para ser en esta tierra semilla del amor y de la paz. Es el desafío que el Evangelio entrega cada día a nuestras comunidades cristianas, a cada uno de nosotros. Y a ustedes, a todos los que han venido a esta celebración desde los cuatro países del Vicariato Apostólico de Arabia del Norte —Baréin, Kuwait, Qatar y Arabia Saudita—, así como de otros países del Golfo, y también de otros territorios, les traigo hoy el afecto y la cercanía de la Iglesia universal, que los mira y los abraza, los quiere y los alienta. Que la Virgen Santa, Nuestra Señora de Arabia, los acompañe en el camino y los guarde siempre en el amor hacia los demás.

Encuentro con los jóvenes

Queridos amigos, hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Les agradezco que estén aquí, de muchas naciones y con tanto entusiasmo. Quisiera agradecer a Sor Rosalyn sus palabras de bienvenida y la dedicación con la que, junto con muchos otros, dirige este Colegio del Sagrado Corazón.

Y me alegro de haber visto en el Reino de Baréin un lugar de encuentro y diálogo entre diferentes culturas y credos. Y en este momento, mirándolos a ustedes, que no son de la misma religión y no tienen miedo de estar juntos, pienso que sin ustedes esta convivencia de las diferencias no sería posible. ¡Y no tendría futuro! En la masa del mundo, ustedes son la buena levadura destinada a crecer, a superar tantas barreras sociales y culturales, y a promover gérmenes de fraternidad y novedad. Jóvenes, ustedes son los que, como viajeros inquietos y abiertos a lo inédito, no tienen miedo de enfrentarse, dialogar, “hacer ruido” y mezclarse con los demás, convirtiéndose en la base de una sociedad amiga y solidaria. Y esto, queridos amigos, es fundamental en los contextos complejos y plurales en los que vivimos; derribar algunas barreras para inaugurar un mundo más conforme al hombre, más fraternal, aun cuando esto suponga enfrentar muchos retos. A este respecto, tomando como referencia sus testimonios y sus preguntas, me gustaría dirigirles tres pequeñas invitaciones, no tanto para enseñarles algo sino para animarlos.

La primera invitación es a abrazar la cultura del cuidado. Sor Rosalyn utilizó esta expresión: “cultura del cuidado”. Hacerse cargo, cuidar, significa desarrollar una actitud interior de empatía, una mirada atenta que nos lleva a salir de nosotros mismos, una presencia amable que supera la indiferencia y nos impulsa a interesarnos por los demás. Este es el punto de inflexión, el comienzo de la novedad, el antídoto contra un mundo cerrado que, impregnado de individualismo, devora a sus hijos; contra un mundo prisionero de la tristeza, que genera indiferencia y soledad. Me permito decirles, ¡cuánto daño hace el espíritu de tristeza! Porque si no aprendemos a hacernos cargo de lo que nos rodea —de los demás, de la ciudad, de la sociedad, de la creación— terminamos pasando la vida como los que corren, se afanan, hacen muchas cosas, pero, al final, se quedan tristes y solos porque nunca han experimentado en profundidad la alegría de la amistad y de la gratuidad. Y no le han dado al mundo aquel toque único de belleza que sólo él, o ella, y nadie más podría darle. Como cristiano, pienso en Jesús y veo que sus acciones estuvieron siempre animadas por el cuidado. Cuidó las relaciones con todos los que encontraba en las casas, en los pueblos y en los caminos. Miraba a la gente a los ojos, escuchaba sus peticiones de ayuda, se acercaba y tocaba sus heridas. Ustedes, ¿miran a la gente a los ojos? Jesús entró en la historia para decirnos que el Altísimo cuida de nosotros; para recordarnos que estar del lado de Dios significa hacerse cargo de alguien y de algo, especialmente de los más necesitados.

Amigos, ¡qué maravilloso es convertirse en especialistas del cuidado y artistas de las relaciones! Pero esto requiere, como todo en la vida, un entrenamiento constante. Así que no se olviden de cuidarse primero a ustedes mismos, no tanto del exterior, sino del interior, la parte más oculta y preciosa de ustedes. ¿Cuál es? El alma, el corazón. ¿Y cómo se hace para cuidar el corazón? Traten de escucharlo en silencio, de encontrar espacios para estar en contacto con su interioridad, para sentir el regalo que son, para acoger su propia existencia y no dejar que se les escape de las manos. Que no les suceda ser “turistas de la vida”, que sólo la miran desde fuera, superficialmente. Y, en silencio, siguiendo el ritmo de vuestro corazón, hablen con Dios. Háblenle de ustedes mismos, y también de aquellos que encuentran cada día y que Él les da como compañeros de viaje. Llévenle los rostros, las situaciones felices y dolorosas, porque no hay oración sin relaciones, como tampoco hay alegría sin amor.

Y el amor —ustedes lo saben— no es una telenovela o una película romántica. Amar es preocuparse por el otro, cuidarlo, ofrecer el propio tiempo y los propios dones a quien lo necesita, arriesgarse para hacer de la vida un regalo que genera ulterior vida. Amigos, por favor, no se olviden nunca de una cosa: todos ustedes —sin excluir a nadie— son un tesoro, un tesoro único y valioso. Por eso, no encierren su vida en una caja fuerte, pensando que es mejor no hacer ningún esfuerzo porque no ha llegado aún el momento de gastarla. Muchos de ustedes están aquí de paso, por razones de trabajo y a menudo por un tiempo determinado. Pero si vivimos con la mentalidad del turista, no aprovechamos el momento presente y nos arriesgamos a desperdiciar trozos enteros de vida. Qué hermoso es, en cambio, dejar ahora una buena huella en el camino, preocupándonos por la comunidad, por los compañeros de clase, por los colegas de trabajo, por la creación. Nos hace bien preguntárnoslo, ¿qué huella estoy dejando ahora, aquí donde vivo, en el lugar donde la Providencia me ha puesto?

Esta es la primera invitación, la cultura del cuidado; si la hacemos nuestra, contribuimos a que crezca la semilla de la fraternidad. Y esta es la segunda invitación que quisiera hacerles: sembrar fraternidad. Me gustó lo que dijiste Abdulla: “Es necesario ser campeones no sólo en el campo de juego, sino en la vida”. Campeones fuera del campo. Es verdad, ¡sean campeones de fraternidad, fuera del campo! Este es el desafío de hoy para el triunfo de mañana, el desafío de nuestras sociedades cada vez más globalizadas y multiculturales. Miren, todos los instrumentos y la tecnología que la modernidad nos da no bastan para que el mundo sea pacífico y fraterno. Lo estamos viendo, en efecto, los vientos de guerra no se aplacan con el progreso técnico. Constatamos con tristeza que en muchas regiones las tensiones y las amenazas aumentan, y a veces los conflictos estallan. Pero esto a menudo sucede porque no se trabaja el propio corazón, porque se permite que en las relaciones con los demás las distancias se agranden, y de este mismo modo las diferencias étnicas, culturales, religiosas y de otro tipo se convierten en problemas y temores que aíslan, y no en oportunidades para crecer juntos. Y cuando parecen ser más fuertes que la fraternidad que nos une, se corre el riesgo del enfrentamiento.

A ustedes jóvenes, que son más directos y capaces de establecer contactos y amistades, superando los prejuicios y las barreras ideológicas, quiero decirles: sean sembradores de fraternidad y serán cosechadores de futuro, porque el mundo sólo tendrá futuro en la fraternidad. Es una invitación que encuentro en el centro de mi fe. Dice la Biblia: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe también amar a su hermano» (1 Jn 4,20-21). Sí, Jesús nos pide que no desvinculemos nunca el amor a Dios del amor al prójimo, haciéndonos nosotros mismos prójimos de todos (cf. Lc 10,29-37). De todos, no sólo de quien me resulta simpático. Vivir como hermanos y hermanas es la vocación universal confiada a toda criatura. Y ustedes, jóvenes —sobre todo ustedes—, frente a la tendencia dominante de permanecer indiferentes y mostrarse intolerantes con los demás, hasta el punto de avalar guerras y conflictos, están llamados a «reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras» (Fratelli tutti, 6). Las palabras no son suficientes, se necesitan gestos concretos realizados en lo cotidiano.

Hagámonos algunas preguntas también aquí: ¿Soy abierto a los demás? ¿Soy amigo o amiga de alguna persona que no forma parte de mi grupo de intereses, que tiene creencias y costumbres diferentes de las mías? ¿Busco el encuentro o me quedo en lo mío? El camino es el que nos ha señalado Nevin con pocas palabras: “crear buenas relaciones”, con todos. En ustedes, jóvenes, está vivo el deseo de viajar, de conocer nuevas tierras, de superar los límites de los lugares habituales. Quisiera decirles: aprendan a viajar también dentro de ustedes mismos, amplíen las fronteras interiores, para que se desplomen los prejuicios sobre los demás, se reduzca el espacio de la desconfianza, se derriben los muros del miedo, florezca la amistad fraterna. También en esto déjense ayudar por la oración, que ensancha el corazón y que, abriéndonos al encuentro con Dios, nos ayuda a ver en quién encontramos a un hermano y una hermana. A este respecto, son hermosas las palabras de un profeta que dice: «¿No nos ha creado un solo Dios? ¿Por qué nos traicionamos unos a otros?» (Ml 2,10). Sociedades como esta, con una notable riqueza de fe, tradiciones y lenguas diversas, pueden convertirse en “escuelas de fraternidad”. Aquí estamos a las puertas del gran y multiforme continente asiático, al que un teólogo definió como «un continente de lenguas» (A. Pieris, en Teologia in Asia, Brescia 2006, 5); ¡sepan armonizarlas en la única lengua, la lengua del amor, como verdaderos campeones de fraternidad!

Quisiera hacerles además una tercera invitación. Se refiere al desafío de tomar decisiones en la vida. Ustedes lo saben bien, por la experiencia de cada día, no existe una vida sin desafíos que afrontar. Y siempre, frente a un desafío, como ante una encrucijada, es necesario elegir, involucrarse, arriesgarse, decidir. Pero esto requiere una buena estrategia, no se puede improvisar viviendo sólo por instinto y al instante. ¿Y cómo se hace para prepararse, para entrenar la capacidad de decidir, la creatividad, la valentía, la perseverancia? ¿Cómo afinar la mirada interior, aprender a juzgar las situaciones, a captar lo esencial? Se trata de crecer en el arte de orientarse en las decisiones, de tomar la dirección correcta.Por eso, la tercera invitación es hacer elecciones en la vida, elecciones justas.

Todo esto me vino a la mente pensando en las preguntas de Merina. Son interrogantes que expresan justamente la necesidad de descubrir la dirección que hay que tomar en la vida. —Por cómo dijo las cosas, ella muestra ser muy valiente— Y puedo compartirles mi experiencia: era un adolescente como ustedes, como todos, y mi vida era la vida normal de un joven. La adolescencia —lo sabemos— es un camino, es una etapa de crecimiento, un periodo en el que nos asomamos a la vida en sus aspectos a veces contradictorios, afrontando ciertos desafíos por primera vez. Y bien, ¿cuál es mi consejo?: ¡sigan adelante sin miedo, y nunca solos! Dos cosas, sigan adelante sin miedo y nunca solos. Dios nunca los deja solos, pero, para darles una mano, espera que se la pidan. Él nos acompaña y nos guía. No con prodigios y milagros, sino hablando delicadamente por medio de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos;y también a través de nuestros profesores, nuestros amigos, nuestros padres y todas las personas que quieren ayudarnos.

Es necesario, entonces, aprender a distinguir su voz. La voz de Dios que nos habla. ¿Cómo aprendemos esto? Como nos decías tú, Merina, por medio de la oración silenciosa, el diálogo íntimo con Él, conservando en el corazón lo que nos hace bien y nos da paz. La paz es un signo de la presencia de Dios. Esta luz de Dios ilumina el laberinto de pensamientos, emociones y sentimientos en el que a menudo nos movemos. El Señor desea iluminar sus inteligencias, sus sentimientos más íntimos, las aspiraciones que tienen en el corazón, las opiniones que maduran dentro de ustedes. Quiere ayudarlos a distinguir lo que es esencial de lo que es superficial, lo que es bueno de lo que es malo para ustedes y para los demás, lo que es justo de lo que genera injusticia y desorden. Nada de lo que nos sucede le es ajeno a Dios, nada, pero con frecuencia somos nosotros los que nos alejamos de Él, no le confiamos las personas y las situaciones, nos cerramos en el miedo y la vergüenza. No, alimentemos en la oración la certeza consoladora de que el Señor vela sobre nosotros, que no duerme, sino que nos cuida siempre.

Amigos, jóvenes, la aventura de las decisiones no la realizamos solos. Por eso, permítanme decirles una última cosa: busquen siempre, antes que las opiniones de internet, buenos consejeros en la vida, personas sabias y de confianza que puedan orientarlos, ayudarlos. Pienso en los padres y en los maestros, pero también en los ancianos, en los abuelos, y en un buen acompañante espiritual. ¡Cada uno de nosotros necesita ser acompañado en el camino de la vida!Repito lo que les he dicho, ¡nunca solos! Necesitamos ser acompañados en el camino de la vida.

Queridos jóvenes, los necesitamos, necesitamos su creatividad, sus sueños y su valentía, su simpatía y sus sonrisas, su alegría contagiosa y también esa pizca de locura que ustedes saben llevar a cada situación, y que ayuda a salir del sopor de la rutina y de los esquemas repetitivos en los que a veces encasillamos la vida. Como Papa quiero decirles: la Iglesia está con ustedes y los necesita, a cada uno de ustedes, para rejuvenecer, explorar nuevos senderos, experimentar nuevos lenguajes, volverse más alegre y acogedora. ¡No pierdan nunca la valentía de soñar y de vivir en grande! Aprópiense de la cultura del cuidado y difúndanla; sean campeones de fraternidad; afronten los desafíos de la vida dejándose orientar por la creatividad fiel de Dios y por buenos consejeros. Y, por último, acuérdense de mí en sus oraciones. Yo haré lo mismo por ustedes; los llevo en el corazón. ¡Gracias!

God be with you! Allah ma’akum [Que Dios esté con ustedes]


Domingo, 6 de noviembre

Encuentro de oración

Queridos obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes de pastoral, ¡buenos días!

Estoy contento de encontrarme entre ustedes, en esta comunidad cristiana que manifiesta bien su rostro “católico”, es decir, universal; una Iglesia formada por personas provenientes de muchas partes del mundo, que se reúnen para confesar la única fe en Cristo. Mons. Hinder, a quien agradezco su servicio y sus palabras, habló ayer de «un pequeño rebaño constituido por migrantes». Así que, saludando a cada uno de ustedes, pienso también en sus pueblos de pertenencia, en sus familias, que llevan en el corazón con un poco de nostalgia, en sus países de origen. En particular, viendo aquí presentes a fieles del Líbano, aseguro mi oración y cercanía a ese amado país, tan cansado y tan probado, y a todos los pueblos que sufren en Oriente Medio. Es hermoso pertenecer a una Iglesia formada de historias y rostros diversos que encuentran armonía en el único rostro de Jesús. Y dicha variedad —que he visto en estos días— es el espejo de este país, de la gente que habita en él, así como del paisaje que lo caracteriza y que, aun dominado por el desierto, posee una rica y variada presencia de plantas y de seres vivos.

Las palabras de Jesús que hemos escuchado hablan del agua viva que brota de Cristo y de los creyentes (cf. Jn 7,37-39). Me hicieron pensar precisamente en esta tierra. Es verdad, hay mucho desierto, pero también hay manantiales de agua dulce que corren silenciosamente en el subsuelo, irrigándolo. Es una hermosa imagen de lo que son ustedes y sobre todo de lo que la fe realiza en la vida; emerge a la superficie nuestra humanidad, demacrada por muchas fragilidades, miedos, desafíos que debe afrontar, males personales y sociales de distinto tipo; pero en el fondo del alma, bien adentro, en lo íntimo del corazón, corre serena y silenciosa el agua dulce del Espíritu, que riega nuestros desiertos, vuelve a dar vigor a lo que amenaza con secarse, lava lo que nos degrada, sacia nuestra sed de felicidad. Y siempre renueva la vida. Esta es el agua viva de la que habla Jesús, esta es la fuente de vida nueva que nos promete: el don del Espíritu Santo, la presencia tierna, amorosa y revitalizadora de Dios en nosotros.

Nos hace bien, pues, detenernos en la escena que describe el Evangelio. Jesús se encontraba en el templo de Jerusalén, donde se estaba celebrando una de las fiestas más importantes, durante la cual el pueblo bendecía al Señor por el don de la tierra y de las cosechas, haciendo memoria de la Alianza. En ese día de fiesta se realizaba un rito importante: el sumo sacerdote se dirigía a la piscina de Siloé, sacaba agua y luego, mientras el pueblo cantaba y exultaba, la derramaba fuera de los muros de la ciudad para indicar que de Jerusalén iba a fluir una gran bendición para todos. En efecto, sobre Jerusalén el salmista había dicho: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87,7); y el profeta Ezequiel había hablado de un manantial de agua que, brotando del templo, iba a irrigar y fecundar como un río toda la tierra (cf. Ez 47,1-12).

En vista de lo anterior, comprendemos bien qué quiere decirnos el Evangelio de Juan con esta escena: estamos en el último día de la fiesta, Jesús, «poniéndose de pie», exclamó: «El que tenga sed, venga a mí» (Jn 7,37), porque «de su seno brotarán manantiales de agua viva» (v. 38). ¡Qué invitación más hermosa! Y el evangelista explica: «Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado» (v. 39). Se hace referencia a la hora en que Jesús muere en la cruz. En ese momento, ya no es del templo de piedras, sino del costado abierto de Cristo que saldrá el agua de la vida nueva, el agua vivificante del Espíritu Santo, destinada a regenerar a toda la humanidad liberándola del pecado y de la muerte.

Hermanos y hermanas, recordemos siempre esto: la Iglesia nace allí, nace del costado abierto de Cristo, de un baño de regeneración en el Espíritu Santo (cf. Tt 3,5). No somos cristianos por nuestros méritos o sólo porque nos adherimos a un credo, sino porque en el Bautismo nos fue donada el agua viva del Espíritu, que nos hace hijos amados de Dios y hermanos entre nosotros, convirtiéndonos en criaturas nuevas. Todo brota de la gracia, —todo es gracia—, todo viene del Espíritu Santo. Permítanme, entonces, detenerme brevemente con ustedes sobre tres grandes dones que el Espíritu Santo nos da y nos pide que acojamos y vivamos: la alegría, la unidad y la profecía.La alegría, la unidad y la profecía.

En primer lugar, el Espíritu es fuente de alegría. El agua dulce que el Señor quiere hacer correr en los desiertos de nuestra humanidad, amasada de tierra y de fragilidad, es la certeza de no estar nunca solos en el camino de la vida. En efecto, el Espíritu es Aquel que no nos deja solos, es el Consolador; nos alienta con su presencia discreta y benéfica, nos acompaña con amor, nos sostiene en las luchas y en las dificultades, anima nuestros sueños más hermosos y nuestros deseos más grandes, abriéndonos al asombro y a la belleza de la vida. Por eso, la alegría del Espíritu no es un estado ocasional o una emoción del momento; tampoco es esa especie de «alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 128). En cambio, la alegría en el Espíritu es aquella que nace de la relación con Dios, de saber que, aun en las dificultades y en las noches oscuras que a veces atravesamos, no estamos solos, perdidos o derrotados, porque Él está con nosotros. Y con Él podemos afrontar y superar todo, incluso los abismos del dolor y de la muerte.

A ustedes, que han descubierto esta alegría y la viven en comunidad, quisiera decirles: consérvenla, más aún, multiplíquenla. ¿Y saben cuál es la mejor manera para hacer esto? Dándola. Sí, es así, la alegría cristiana es contagiosa, porque el Evangelio hace salir de sí mismo para comunicar la belleza del amor de Dios. Por lo tanto, es esencial que en las comunidades cristianas la alegría no decaiga y se comparta; que no nos limitemos a repetir gestos por rutina, sin entusiasmo, sin creatividad. De lo contrario, perderemos la fe y nos convertiremos en una comunidad aburrida, ¡y eso es malo! Es importante que, además de la liturgia, particularmente en la celebración de la Misa, fuente y cumbre de la vida cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), hagamos circular la alegría del Evangelio también a través de una acción pastoral dinámica, especialmente para los jóvenes, las familias y las vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. La alegría cristiana no se puede retener para uno mismo; sólo cuando la hacemos circular, se multiplica.

En segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad. Los que lo acogen reciben el amor del Padre y se convierten en sus hijos (cf. Rm 8,15-16); y, si son hijos de Dios, son también hermanos y hermanas. No puede haber lugar para las obras de la carne, es decir, del egoísmo; como las divisiones, las peleas, las calumnias, las murmuraciones. Por favor estén atentos al chismorreo, las habladurías destruyen una comunidad. Las divisiones del mundo, y también las diferencias étnicas, culturales y rituales, no pueden dañar o comprometer la unidad del Espíritu. Por el contrario, su fuego destruye los deseos mundanos y enciende nuestras vidas con ese amor acogedor y compasivo con el que Jesús nos ama, para que también nosotros podamos amarnos así entre nosotros. Por eso, cuando el Espíritu del Resucitado desciende sobre los discípulos, se convierte en fuente de unidad y de fraternidad contra todo egoísmo; inaugura el único lenguaje del amor, para que los diversos lenguajes humanos no permanezcan lejanos e incomprensibles; rompe las barreras de la desconfianza y del odio, para crear espacios de acogida y de diálogo; libera del miedo e infunde la valentía de salir al encuentro de los demás con la fuerza desarmada y desarmante de la misericordia.

Esto es lo que hace el Espíritu Santo, modela de este modo a la Iglesia desde sus orígenes. Desde Pentecostés las procedencias, las sensibilidades y las diferentes visiones se armonizan en la comunión, se forjan en una unidad que no es uniformidad, es armonía, porque el Espíritu Santo es armonía. Si hemos recibido el Espíritu, nuestra vocación eclesial es principalmente la de cuidar la unidad y cultivar el conjunto, es decir —como dice san Pablo— «conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que [hemos] sido llamados» (Ef 4,3-4).

En su testimonio, Chris ha dicho que, cuando era muy joven, lo que le había fascinado de la Iglesia católica era «la devoción común de todos los fieles»; todos reunidos en una sola familia, todos para cantar las alabanzas del Señor, sin importar el color de la piel, la procedencia geográfica o el idioma. Esta es la fuerza de la comunidad cristiana, el primer testimonio que podemos dar al mundo. ¡Tratemos de ser custodios y constructores de unidad! Para ser creíbles en el diálogo con los demás, vivamos la fraternidad entre nosotros. Hagámoslo en las comunidades, valorando los carismas de todos sin mortificar a nadie; hagámoslo en las casas religiosas, como signos vivos de concordia y de paz; hagámoslo en las familias, de modo que el vínculo de amor del sacramento se traduzca en actitudes cotidianas de servicio y de perdón; hagámoslo también en la sociedad multirreligiosa y multicultural en la que vivimos. Estemos siempre en favor del diálogo, —siempre—, seamos tejedores de comunión con los hermanos de otros credos y confesiones. Sé que en este camino ustedes ya dan un hermoso ejemplo, pero la fraternidad y la comunión son dones que no debemos cansarnos de pedir al Espíritu, para rechazar las tentaciones del enemigo, que siempre siembra cizaña.

Por último, el Espíritu es fuente de profecía. La historia de la salvación, como sabemos, está repleta de numerosos profetas que Dios llama, consagra y envía en medio del pueblo para que hablen en su nombre. Los profetas reciben del Espíritu Santo la luz interior que los hace intérpretes atentos de la realidad, capaces de captar dentro de las tramas, a menudo oscuras, de la historia, la presencia de Dios, e indicarla al pueblo. Con frecuencia las palabras de los profetas son penetrantes; llaman por su nombre a los proyectos de mal que se anidan en el corazón de la gente, ponen en crisis las falsas seguridades humanas y religiosas, e invitan a la conversión.

También nosotros tenemos esta vocación profética; todos los bautizados han recibido el Espíritu y todos son profetas. Y como tales no podemos fingir que no vemos las obras del mal, quedarnos en una “vida tranquila” para no ensuciarnos las manos.Un cristiano tarde o temprano debe ensuciarse las manos para vivir bien su vida cristiana y dar buen testimonio. Por el contrario, hemos recibido un Espíritu de profecía para manifestar el Evangelio con nuestro testimonio de vida. Por eso san Pablo exhorta: «Aspiren a los dones espirituales, sobre todo al de profecía» (1 Co 14,1). La profecía nos hace capaces de practicar las bienaventuranzas evangélicas en las situaciones de cada día, es decir, de edificar con firme mansedumbre ese Reino de Dios en el que el amor, la justicia y la paz se oponen a toda forma de egoísmo, de violencia y de degradación. He apreciado que Sor Rose haya hablado del ministerio con las mujeres que se encuentran detenidas en las cárceles. ¡Esto es hermoso! Una posibilidad que debemos agradecer. La profecía que edifica y conforta a estas personas consiste en compartir con ellas el tiempo, anunciarles la Palabra del Señor, rezar con ellas. Es prestarles atención, porque allí donde hay hermanos necesitados, como los presos, está Jesús, Jesús herido en cada persona que sufre (cf. Mt 25,40). ¿Sabes lo que pienso cuando entro en una cárcel? "¿Por qué ellos y no yo?". Es la misericordia de Dios. Pero hacerse cargo de los detenidos nos ayuda a todos, como comunidad humana, porque según cómo se trate a los últimos es como se mide la dignidad y la esperanza de una sociedad.

Queridos hermanos y hermanas, en estos meses estamos rezando mucho por la paz. En este contexto, el acuerdo firmado sobre la situación de Etiopía constituye una esperanza. Animo a todos a sostener este compromiso por una paz duradera, para que, con la ayuda de Dios, se sigan recorriendo los caminos del diálogo y el pueblo vuelva pronto a encontrar una vida serena y digna. Y además no quiero dejar de rezar y pedirles que recen por la martirizada Ucrania, para que esa guerra termine.

Y ahora, queridos hermanos y hermanas, hemos llegado al final. Quisiera decirles “gracias” por estos días vividos juntos. ¡No olviden la alegría, la unidad y la profecía! —No las olviden—. Con el corazón lleno de gratitud los bendigo a todos, especialmente a cuantos han trabajado por este viaje. Y, viendo que estas son las últimas palabras públicas que pronuncio, permítanme agradecer a Su Majestad el Rey y a las autoridades de este país —también el Ministro de Justicia, aquí presente— por la exquisita hospitalidad. Los animo a seguir con constancia y alegría su camino espiritual y eclesial. Y ahora invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, que me alegra venerar como Nuestra Señora de Arabia. Que Ella nos ayude a dejarnos guiar siempre por el Espíritu Santo y nos mantenga alegres, unidos en el afecto y en la oración. No se olviden de rezar por mí, cuento con ello.

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