Mi buena amiga Guadalupe Ortiz de Landázuri

Ignacio Barrera, Vicario del Opus Dei en la Comunidad Valenciana escribe sobre la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri.

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Tal vez quien me conoce y sepa quién es Guadalupe Ortiz de Landázuri se sorprenda por este título. En 1975 yo era un crío y Guadalupe era una mujer madura que entregó su alma a Dios con sólo 59 años. Al acabar el curso escolar, los chavales nos preparábamos para nuestros campamentos de verano y Guadalupe, por su parte, dejaba los exámenes corregidos y las actas firmadas para trasladarse a Pamplona y someterse en la Clínica Universidad de Navarra a una operación cardíaca, a vida o muerte, que, con los días, resultó ser de muerte. O de vida, según se mire, pues el día del Carmen de 1975 se fue al cielo para gozar de Dios eternamente.

¿Por qué la llamo «mi buena amiga»? Dicen que la amistad es una cierta conjunción de corazones que se da entre iguales... o también que iguala a quienes no lo son. Me tomo la libertad de acogerme a la segunda acepción para poder decir con verdad que entre Guadalupe y yo hay una buena amistad.

El pasado sábado, 18 de mayo, Guadalupe fue beatificada en Madrid, en el Palacio Vistalegre Arena, una antigua plaza de toros de Carabanchel -sí, mantón de Manila, verbena y toros- convertida en un centro de eventos, capaz de albergar mítines de Podemos y Vox, conciertos de heavy metal para quienes hicimos la EGB o una multitudinaria misa para más de 10.000 personas. El 18 de mayo la Iglesia confirmó la santidad de vida de una mujer que vivió su vocación cristiana en el Opus Dei, siguiendo las enseñanzas de San Josemaría Escrivá.

Muchos han subrayado el carácter pionero de la vida de Guadalupe. Algunos dicen que se adelantó a su tiempo y fue una mujer de vanguardia: universitaria en la España de los años 30, asidua de la Residencia femenina de la Institución Libre de Enseñanza, doctora en Química, catedrática de instituto... Todo esto es verdad, pero a quienes somos tímidos, trampeamos con las ciencias en el colegio para quitarlas de encima como fuera, hicimos carreras de letras y lo más parecido a una clase que damos es la homilía del domingo, todo ese espíritu pionero nos resulta un tanto desalentador.

Guadalupe es mi amiga porque en ella veo a «la santa de la puerta de al lado», en expresión del Papa Francisco. Hace poco se han publicado las cartas de Guadalupe a San Josemaría y en ellas habla de sus alegrías y penas, de sus victorias y derrotas en su lucha cristiana, de sus enfados y de su paciencia, de su trabajo incansable y de su poca fiabilidad en el manejo de los presupuestos... Todo esto me resulta muy alentador porque el común de los mortales somos así: en nuestra vida cristiana unas veces luchamos y vencemos, y otras muchas luchamos y perdemos. Y tratamos de volver a Dios y al prójimo con humildad y optimismo.

Guadalupe hizo suyo ese espíritu que le enseñó San Josemaría: buscó la santidad, la felicidad y la alegría cristiana, en la vida cotidiana. Nos dejó su preocupación constante por los demás y una inmensa capacidad de acogida, el olvido de sí misma a pesar de su grave enfermedad cardiaca, su permanente sonrisa que tantas veces derivaba en sonora carcajada, el entusiasmo por su trabajo, un profundo sentido de la amistad, el sacrificio escondido para hacer la vida más amable a los demás... Y, sobre todo, el sincero deseo de amar a Dios sobre todas las cosas, a pesar de sus humanas limitaciones y debilidades.

Muchas personas la consideran una de sus grandes amigas. Yo espero tratarla así hasta el final de mi vida para que la cercanía de corazones a la que antes me refería acabe por igualarnos y permitirme gozar del mismo cielo al que ella llegó hace ya 44 años.

Ignacio Barrera

Las Provincias