Meditaciones: lunes de la 17.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el lunes de la decimoséptima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el grano de mostaza; la levadura en la harina; confiar en la fecundidad de Dios.

- El grano de mostaza.

- La levadura en la harina.

- Confiar en la fecundidad de Dios.


PARA DESCRIBIR la lógica con la que funciona su reino, el Señor usa la parábola del grano de mostaza. «El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32). En Oriente se cultivaba esta planta cuya semilla era proverbialmente pequeña: en efecto, en el lenguaje ordinario se decía «pequeño como un grano de mostaza». Sin embargo, la planta que de ella crecía llegaba a ser llamativamente grande: alcanzaba tres o cuatro metros, con una base leñosa, y en sus ramas podían refugiarse los pájaros.

El grano de mostaza, diminuto como la cabeza de un alfiler, posee en sí una enorme vitalidad: está llamado a expandirse y a acoger en su vida las de otros muchos vivientes. Por eso sirve como símbolo del Reino de Dios. Para hacerlo crecer en la tierra, Jesús no puso en práctica un programa de predominio político, ni eligió realizar una potente campaña mediática, ni optó por manifestarse de manera clamorosa al mundo entero, como podría haber hecho. Al contrario, su plan fue comenzar con la pequeña semilla de doce pescadores, unas cuantas mujeres -algunas de ellas anónimas, al menos para nosotros- y otros muchos discípulos sin especial relieve social ni cultural. Todos ellos fueron sus testigos. La fuerza que tuvieron radicó en la autenticidad de sus vidas, en cómo llevaron hasta las últimas consecuencias, por amor, lo que Cristo les había revelado con sus obras y sus palabras.

Hoy como ayer, el árbol de mostaza sigue creciendo en los campos de Medio Oriente y, hoy como ayer, el Reino de Dios tiene en sí la fuerza para seguir expandiéndose por todo el orbe de la tierra: «El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, fuente de serenidad y confianza para nosotros»[1]; pero al mismo tiempo es algo que Jesús nos invita a buscar activamente, es más, a hacerlo la ocupación principal de nuestra vida: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Si de verdad lo estamos buscando, librando con amor las pequeñas batallas cotidianas por la santidad, entonces a nuestro alrededor, incluso sin que nos demos cuenta, irán creciendo frutos abundantes de bondad y de vida cristiana.


«LES DIJO otra parábola: “El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo”» (Mt 13,33). Esta brevísima enseñanza del Señor es similar a la de la parábola del grano de mostaza que le precede en el Evangelio de san Mateo. Se repite la idea de que de lo pequeño surgirá lo grande. Pero esta vez con el matiz de que no solo habrá un crecimiento, sino también una profunda transformación.

La gracia de Dios, la fe, la caridad nos transforman personalmente, en la medida en que las acogemos y dejamos que crezcan en nuestro corazón. Y vivir así, cada vez más identificados con el Evangelio, produce necesariamente cambios profundos también en el mundo que nos rodea. Es lo que ha sucedido desde los primeros tiempos de la Iglesia: los primeros cristianos –explicaba san Josemaría– «no tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían»[2]. Fueron ciudadanos corrientes y no dejaron de serlo al recibir la fe, sino que toda su existencia cobró un nuevo sentido y eso renovó también el mundo en que vivían, persona a persona.

Es significativo que en esta parábola Jesús nos presente a una mujer que está haciendo pan, posiblemente parte para su familia y lo restante para venderlo, pues las tres medidas de harina que mezcla con la levadura equivalen a decenas de kilos de masa. Esto nos recuerda también que los cristianos corrientes transforman el mundo a través del trabajo cotidiano hecho por amor a Dios y a los demás: así es cómo podemos llevar el Evangelio a muchas personas. «Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa. Nuestra vida no es egoísta: es un luchar en primera línea, es meternos en el torrente de la sociedad, pasando inadvertidos; y llegar a todos los corazones, haciendo en todos ellos la gran labor de transformarlos en buen pan, que sea la paz –la alegría y la paz– de todas las familias, de todos los pueblos»[3].


«TODAS ESTAS cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas –dice san Mateo– y no les solía hablar nada sin parábolas» (Mt 13,34). También nosotros escuchamos hoy nuevamente las parábolas del Señor, para que den un fruto de esperanza en nuestras almas. Han pasado dos milenios de cristianismo, la pequeña semilla ha crecido por los cinco continentes, la levadura ha hecho fermentar la masa de innumerables pueblos y culturas. Sin embargo, esto ha sido posible porque el Reino crecía de corazón en corazón, en la vida de cada persona, primero en aquella que quiere llevar la alegría del Evangelio por todos los rincones.

Aún queda mucho por hacer y, al mismo tiempo, por rehacer, primero en nuestra propia vida. Además, no siempre lo que parecía logrado subsiste. Igual que no es fácil encarnar plenamente el Evangelio en la propia vida, tampoco está libre de contrariedades la misión apostólica que Dios ha confiado a cada cristiano: «Aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse»[4].

En esos momentos, en los que quizá experimentamos el desaliento, la fe nos impulsa a confiar en la vitalidad de la pequeña semilla en nuestro corazón, en la eficacia del puñado de harina que fermenta una gran cantidad de masa. Aunque parezca que el trabajo es estéril, que es mucho lo que hay que hacer y poco lo que uno puede afrontar, tenemos la seguridad «de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque “llevamos este tesoro en recipientes de barro” (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama “sentido de misterio”. Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cfr. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada»[5]. Ningún acto realizado por amor a Dios y a los demás es inútil. A veces no veremos directamente los frutos, otras llegarán de forma insospechada y siempre producirán en uno mismo un crecimiento del corazón. Podemos acudir a María para que nos ayude a confiar en los frutos que crecerán en nuestra vida si estamos cerca de su Hijo.


[1] San Juan Pablo II, Audiencia general, 6-XII-2000.

[2] San Josemaría, Carta 29.

[3] San Josemaría, Carta 1, n. 5c.

[4] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 277.

[5] Ibídem, n. 279.